Читать книгу Trilogía Océano. Maradentro - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 6

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–Aún no lo entiendo.

–Es como un caballo al que súbitamente le tiran de una de las riendas. Se vuelve hacia ese lado… Además nuestro timón es tres veces mayor que el que normalmente se necesitaría y, aunque resulta muy pesado, le confiere al barco una gran maniobrabilidad…

–Muy astuto.

–De otra forma nunca hubiéramos logrado sortear los bajíos…

Se encontraban los cinco abordo del Maradentro anclado en un tranquilo «sesteadero» a unas cuatro millas aguas abajo del paso, dispuestos a repartirse el mono que el húngaro había cazado.

–¿De dónde vienen?

–De Los Llanos. Allí construimos el barco.

–Es un barco pendejo para andar por estos ríos.

–Es que nosotros vamos al mar. Pronto le pondremos palos y velas…

Era Asdrúbal, el menor de los dos hermanos, el timonel que parecía capaz de alzar en vilo una vaca sin esforzarse, el que había dado la explicación, y fue su madre, Aurelia, que estaba concluyendo de colocar los cubiertos sobre la tosca mesa, la que añadió:

–Somos pescadores, de Canarias, y lo que pretendemos es volver al mar…

–¿Y qué hacían unos pescadores en Los Llanos?

–Es una larga historia… –La sonrisa de la mujer, triste sin duda alguna, conservaba sin embargo una innegable frescura–. Tuvimos que emigrar, luego murió mi esposo y nos establecimos en Caracas, pero no era sitio para nosotros y acabamos sin saber cómo en Los Llanos. –Tomó asiento y acarició la borda de pulida madera–. Pero ahora tenemos un barco y todo volverá a ser como antes… –Le miró directamente a los ojos–. ¿Usted de dónde es?

–Húngaro.

–¿Húngaro? –se asombró ella–. Pues también está bastante lejos de su casa. ¿A qué se dedica?

Él se encogió de hombros:

–Eso depende. A veces busco oro. A veces, diamantes. A veces convivo con los indios, y a veces, las más, me dedico a ir de un lado a otro y no hacer nada.

–¿Un aventurero?

Era Yaiza, la muchacha; aquella fabulosa criatura que de cerca se le antojaba aún más hermosa de lo que le había parecido desde la orilla del río, la que había hecho la pregunta mientras servía la bandeja con el mono ya trinchado y adornado con patatas y tomates, y sonrió levemente al replicar:

–Bueno –dijo–. Eso depende también de lo que considere un aventurero. Yo lo único que pretendo es vivir sin tener que encerrarme ocho horas diarias en una oficina, soportar a un jefe malhumorado, y dormir en una colmena… –Hizo una pausa–. Si a causa de ello en ocasiones me ocurren aventuras, no creo que por eso tenga que ser, necesariamente, un aventurero.

–¿Y en estos momentos adónde va?

–A la «bulla».

–¿La «bulla»?

–Ha estallado una «bomba» en Turpial, a orillas del Curutú, un afluente del Paragua.

–¿Una bomba? –se asombró Aurelia–. ¿Quién la puso?

–Nadie, señora… Nadie. Se dice que ha estallado una «bomba» cuando se descubre un yacimiento de diamantes. Acuden gentes de todas partes y se organiza lo que se llama una «bulla». Yo estaba en Caicara cuando llegó la noticia, cargué mis macundos y me eché al río. A lo que parece aún se puede agarrar la «guiña» y hacerse con unos reales para ir tirando un par de años. La cuestión es llegar antes que los aviones.

–¿Cómo puede llegar en piragua antes que en avión?

–Porque los aviones aún no tienen donde aterrizar, y no podrán hacerlo hasta que se instalen suficientes mineros y cada uno haya registrado su propiedad. Entonces se ponen de acuerdo y en un par de días limpian un claro de selva para que aterricen avionetas que los abastezcan de comida y se lleven los diamantes. Pero entonces llegan gentes de la ciudad y cuando esa «peste» empieza a caer sobre la «bomba» todo se vuelve un «mierdero». Los buscadores suelen ser gente dura, pero respetan el trabajo del vecino. Los aficionados –«La Peste»–, es veneno capaz de robar a su madre o abrirle las tripas a su padre por ver si se tragó una «piedra».

–¿Es que todo el que quiera puede ir a buscar diamantes? –inquirió interesado Sebastián, el mayor de los hermanos–. ¿No hay ninguna ley que lo impida?

«Musiú» Zoltan Karrás tardó en responder, concentrado como estaba en arrancar con los dientes un pedazo de carne de una pata del mono, y con esa misma pata señaló hacia la selva, al otro lado del río.

–En aquella orilla no existe ley capaz de impedir nada. Salvo pequeñas concesiones que se han hecho a tres o cuatro compañías mineras, el resto de La Guayana, desde el Orinoco hasta la frontera con Brasil, está considerada «Zona de Libre Aprovechamiento». Lo que encuentres es tuyo, y ni siquiera tienes que pagar impuestos… –Mordió de nuevo con fuerza y afirmó convencido–: ¡Así es la cosa!

–¿Y alguien se ha hecho rico buscando diamantes?

–Depende de lo que se considere rico –replicó al rato el húngaro–. Yo tengo un amigo al que todos llaman Barrabás, que encontró en la vieja mina de «El Polaco» la piedra de ciento cincuenta y cinco quilates que más tarde sería el famoso «Libertador de Venezuela». Pero esa es una larga historia –añadió–. Hay algo que me gustaría saber antes de irme: ¿Por qué un barco construido en Los Llanos se llama, precisamente, Maradentro? Parece un contrasentido…

–Maradentro es el apodo de nuestra familia…

–Entiendo. –Zoltan Karrás pareció dar por concluido el magro almuerzo y se puso bruscamente en pie. Era muy alto, flaco y casi desgarbado, pero se le advertía fuerte y fibroso, y en la mejilla derecha lucía una larga cicatriz que resaltaba su acusada personalidad–. He de irme –dijo–. El viaje es largo y me gustaría acampar en las bocas del Caura esta misma noche… –Extendió la mano y fue estrechando con fuerza la de todos–. ¡Suerte! –concluyó–. De ahora en adelante, de lo único que tienen que preocuparse es de los bajíos de esta orilla. –Sonrió agradablemente–. Aunque después de lo que he visto, no creo que tengan problemas…

Saltó a su embarcación, y tras agitar por última vez la mano, arrancó, y minutos después se perdía de vista en la curva del río.

Aurelia, Yaiza, Asdrúbal y Sebastián Perdomo Maradentro estuvieron observándole hasta que desapareció, y fue Asdrúbal el que expresó en voz alta el sentir general:

–Un tipo simpático.

–Y un aventurero, aunque no quiera admitirlo.

–¿Será verdad eso de que cualquiera puede hacerse rico buscando diamantes…?

Su madre lanzó una larga mirada de reconvención a Sebastián, que era quien había planteado la cuestión aparentando no darle importancia, y advirtió:

–Dejemos el tema… No quiero oír hablar de oro, ni diamantes. El Orinoco es tan solo el río que nos lleva al mar y no pienso poner los pies en aquella orilla bajo ninguna circunstancia.

–No sé a qué viene eso –protestó su hijo–. Tan solo estaba haciendo un comentario.

–Conozco tus comentarios… –Fue la respuesta–. Y conozco el brillo de tus ojos al oír hablar de un lugar donde se pueden encontrar diamantes. En cuanto terminemos de comer quiero ponerme en marcha, y no pienso detenerme hasta llegar al mar.

–Antes de salir al mar, tenemos que aparejar el barco, montar los palos, buscar velas y acoplar un motor.

–De momento podemos pasarnos sin motor –señaló ella–. Tu abuelo y tu padre navegaron treinta años a vela y me gustaría suponer que la aportación de mi sangre no bastó para degenerar la capacidad marinera de los Maradentro. ¿O no es así…?

Los tres alzaron el rostro y la miraron. Podría creerse que desde el momento en que había sentido bajo sus pies la cubierta de la goleta, Aurelia Perdomo había comenzado a recuperar la confianza en sí misma y volvía a convertirse en la mujer corajuda y animosa que había demostrado ser hasta la muerte de su esposo. Venezuela, y más concretamente la desconocida agresividad de sus llanos habían conseguido desmoralizarla momentáneamente, pero ahora, tal vez por la cercana presencia del mar o por el hecho de que el barco le proporcionaba la sensación de poseer nuevamente un hogar del que nadie podía expulsarla, empezaba a retomar el control de su vida.

Pese a ello, Sebastián aún se sintió con ánimos como para aventurar una opinión:

–Si un hombre de esa edad se encuentra con fuerzas como para buscar diamantes, no sé por qué Asdrúbal y yo no podríamos intentarlo.

–«Ese hombre» tiene aproximadamente la edad de vuestro padre –le hizo notar Aurelia–. Y te recuerdo que él se bastaba para zumbaros la badana a los dos juntos con una sola mano… –Sonrió divertida–. Y además se supone que conoce su oficio, mientras que ninguno de vosotros sabría distinguir un diamante de un culo de vaso… ¿O crees que es cuestión de llegar, decir ¡Aquí estoy!, y que te salten a las manos?

–No. Supongo que no será tan fácil…

–Entonces, «zapatero a tus zapatos». Lo vuestro es pescar. En eso sois buenos, y a eso tenéis que dedicaros… –Se volvió a su hija–. ¿Lo has recogido todo…? –quiso saber, y ante la muda afirmación palmeó repetidamente las manos instando a ponerse en movimiento–. ¡En marcha, pues! –concluyó–. El mar nos espera.

Asdrúbal volvió al timón, Sebastián lanzó amarras y empujó con la pértiga, y pronto se encontraron navegando de nuevo y observando cómo por la banda de babor continuaba pastando el ganado, mientras por estribor los árboles se adornaban con miles de loros, guacamayos, garzas y rojos «corocoros» cuyos gritos ahogaban el rumor de la corriente.

Pero en cuanto advirtió que su madre dormitaba a la sombra de la toldilla de proa, Sebastián se deslizó sin ruido hasta donde su hermano permanecía atento a mantener el barco en el centro del cauce y en voz muy baja, inquirió:

–¿Crees que resulta tan fácil eso de encontrar diamantes en La Guayana?

–El tipo parece que hablaba en serio, pero ella tiene razón: ¿Qué carajo sabemos nosotros de diamantes? ¿Tienes idea de cómo se buscan?

–Ni la más mínima…

–Pues debe ser como si a un minero le das un barco y le dices: «¡Ahí está el mar!». No pesca ni una cabrilla.

–Nadie nace aprendido.

–Supongo que no… ¡Pero mira esa selva! Impenetrable como un muro. Tan solo sobrevivir en ella debe ser un problema… Si además hay que buscar diamantes, no te cuento…

–Otros lo hacen.

–¡Otros…! Y tal vez yo mismo lo intentaría si estuviera tan solo como ese húngaro… –Señaló con un ademán de la cabeza hacia su madre–. ¿Pero qué haríamos con ellas?

–Podríamos dejarlas en un lugar tranquilo.

–¿Tranquilo? –se asombró Asdrúbal alzando inconscientemente la voz–. ¿Crees que encontraríamos un sitio donde dejar a Yaiza sin que a los tres días todos los hombres de la región pretendieran violarla, raptarla o casarse con ella? Recuerda lo que sucedió en Caracas, en Los Llanos, y donde quiera que hemos ido en estos últimos tiempos…

El recuerdo de su hermana y de los problemas que su belleza planteaba parecieron tener la virtud de convencer a Sebastián de que resultaba inútil continuar discutiendo sobre el mundo de los diamantes, puesto que la única misión que el destino parecía haberles reservado era convertirse en protectores y eternos guardaespaldas de la extraña y desconcertante criatura que «atraía a los peces, aplacaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos».

–¡Olvídalo…!

–Olvidado.

–De todos modos, en algún lugar tendremos que aparejar el barco. Hay que elegir los palos, cortar y coser las velas e instalar el cordaje… Eso nos va a costar tiempo… –Hizo una significativa pausa–. …Y dinero.

Asdrúbal le dirigió una larga y significativa mirada y acabó por mover de un lado a otro la cabeza como si comprendiera que estaban intentando embaucarlo.

–¡Escucha! –dijo–. Sabes que lo único que deseo es volver al mar, porque allí es donde me encuentro más a gusto, pero ya una vez te dije que eres el hermano mayor y que por tanto tú debes tomar las decisiones. Si crees que nos conviene ir a buscar diamantes, nos vamos a buscar diamantes, pero no te andes con rodeos.

–¡Está bien! ¡Olvídalo!

–Por segunda vez, lo olvido. Ahora, quien tiene que olvidarlo eres tú.

Sebastián fue a añadir algo, pero se interrumpió; su hermana había hecho su aparición sobre cubierta surgiendo de la camareta de proa, y tras detenerse un instante a enderezar el toldo que protegía a su madre del temible sol del mediodía guayanés, acudió a popa y se acodó en la borda, a contemplar la alta selva y los impresionantes macizos de oscura roca que se recortaban en el horizonte.

–Conan Doyle situó en una de esas mesetas su Mundo perdido… –dijo–. ¿Os acordáis: aquel libro grande, con tapas marrones y dibujos de diplodocos…? –Se volvió a mirar a sus hermanos, y al advertir que al parecer sabían a qué se estaba refiriendo, añadió–: Aseguraba que por haber estado aislados del resto del mundo durante millones de años, en sus cumbres sobrevivían animales prehistóricos… ¿Podría ser cierto…?

–¡Cualquiera sabe! –replicó Sebastián–. Aunque probablemente si existieran bichos prehistóricos, no serían diplodocos, sino más bien lagartijas.

–Aunque así fuera… –admitió Yaiza–, impresiona saber que están ahí, frente a nosotros, y que si fuéramos capaces de trepar por esas paredes podríamos encontrarlos…

–Yo me conformaría con encontrar diamantes.

–¡Y dale…!

Yaiza giró sobre sí misma, se recostó en la borda y observó alternativamente a sus hermanos. Se diría que no necesitaba hacer preguntas para saber qué era lo que pasaba por sus mentes como si hubiera sido testigo de la conversación que habían mantenido minutos antes.

Por último, dirigiéndose al mayor, inquirió:

–¿Te gustaría intentarlo…? –Ante el significativo silencio, añadió–: ¿Quién te lo impide…? ¿Mamá? ¿Yo? ¿O Asdrúbal, que tiene prisa por llegar al mar…? –Se volvió de nuevo hacia la selva y continuó hablando sin mirarles–. El mar siempre estará en el mismo sitio, mamá acabaría aceptando, y en cuanto a mí, si hay algo que aborrezco es saberme una carga. Si no deseas continuar siendo un pescador muerto de hambre y crees que podrías hacerte rico buscando diamantes, búscalos.

–Somos una familia y hemos luchado por continuar siéndolo ocurra lo que ocurra –fue la firme respuesta–. No se trata de lo que sería mejor para mí, sino mejor para los cuatro.

–Pero eres tú quien debe decidir.

–No en este caso. No sería justo. Asdrúbal desea volver al mar, mamá quiere continuar en el barco, que es su hogar, y tú, aquí te sientes segura… ¿Qué significa, frente a eso, la ilusión de que tal vez sabría encontrar diamantes en esas selvas? ¡No! –añadió convencido–. Mamá tiene razón: «Zapatero a tus zapatos».

–¿Y cuando no se quiere seguir siendo zapatero? –Les miraba de nuevo–. Los Perdomo siempre nos hemos conformado con pescar, y tan solo podemos sentirnos orgullosos de nuestra honradez y de que nos llamen Maradentro… No es mucho para quien se ha matado a trabajar durante más de diez generaciones…

Se hizo un silencio durante el cual estuvieron observando una larga curiara tripulada por dos indígenas que remaban acompasadamente río arriba y que interrumpieron su labor para contemplar aquel alto y pintoresco navío, inusual en semejantes latitudes. Al fin, Asdrúbal, que se había limitado a escuchar con la vista clavada en el cauce del río, señaló:

–Hay algo más. –Le miraron.

–¿Qué?

–No lo sé, pero te conozco y presiento que sabes algo… ¿Qué ocurre? ¿Se te ha aparecido algún muerto y te ha contado cosas que los demás no debemos saber?

–Hace tiempo que no me visitan.

–¿Entonces? ¿A qué viene ese interés por cambiar de vida? Siempre creí que lo único que deseabas era regresar a Lanzarote y que todo fuera como antes.

–Nada será nunca como antes. Han ocurrido demasiadas cosas… Si nosotros no somos los mismos, ¿cómo pretendes que los demás lo sean? Yo lo único que sé es que estamos aquí, pasando de largo ante las puertas de uno de aquellos mundos fabulosos con los que soñábamos de niños, y que tal vez algún día nos arrepintamos de no haber sido capaces de echarle siquiera una ojeada… –Extendió la mano y acarició con afecto la de su hermano mayor–. Y me dolería imaginar que durante todo el resto de vuestras vidas me culparíais por no haberlo hecho.

–Sabes que jamás te culparíamos.

–Tal vez vosotros no, pero yo sí. Yo me culparía por haber sido, como siempre, un lastre… –Sonrió con aquella sonrisa suya que parecía iluminar el mundo–. Papá decía que nunca hay que arrepentirse de aquello que hicimos, sino de aquello que nunca nos atrevimos a hacer…


Trilogía Océano. Maradentro

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