Читать книгу Trilogía Océano. Maradentro - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 7

Оглавление

Las noches sobre las aguas del Orinoco parecían diferentes a todas las demás noches del planeta, porque a un lado tan solo mugía de tanto en tanto una vaca, relinchaba un caballo o cantaba un «yacabó» solitario, mientras que al otro, la algarabía de los cien mil habitantes de la espesura no consentía un minuto de descanso, y podría creerse que establecían un turno rotativo despertándose o asustándose continuamente los unos a los otros para así mantener latente aquella eterna explosión de vida consustancial a la existencia de la jungla guayanesa.

A intervalos, una oscura nube surcaba el cielo descargando a su paso cortinas de agua, como si más que de un fenómeno atmosférico se tratase de una gigantesca esponja que un dios burlón se entretuviera en empapar en el río para escurrir más tarde sobre los habitantes de sus orillas, disfrutando al escuchar sus gritos de protesta y sus malhumoradas interjecciones.

Luego hacía su aparición una luna en creciente que sacaba destellos a las gotas que iban resbalando sobre las hojas y las flores, y que rielaba sobre la tersa superficie de un río que se ensanchaba, aquietándose, como si buscara descansar tras su largo y agitado corretear por entre islotes, cañones y raudales.

Una suave brisa del sudoeste mantenía a los mosquitos en las charcas de la llanura y refrescaba el aire tras todo un largo día de calor húmedo, pegajoso y asfixiante, y la noche era por tanto el momento que Yaiza elegía para sentarse a proa y meditar sobre cuanto había acontecido en los días anteriores, y sobre aquella cercana selva que ejercía sobre su ánimo una profunda fascinación y al propio tiempo instintivo rechazo.

Aunque nadie se lo hubiera dicho y ningún difunto hubiera acudido en los últimos tiempos a hablarle del pasado –o del futuro–, Yaiza «sabía», con aquella particular percepción que siempre había poseído, que de algún modo su vida se encontraba ligada al agreste territorio que se iba deslizando junto al barco y la densa espesura guayanesa, y sobre todo sus altas mesetas de caprichosas formas actuaban como un gigantesco imán contra el que se esforzaba por luchar, aun presintiendo que semejante lucha constituía una batalla perdida de antemano. La aparición del hombre de la curiara se le antojó un aviso de que su largo viaje hacia el mar iba a truncarse, porque desde el primer momento creyó descubrir en él rasgos ya conocidos, como si –aún sabiendo que era imposible– imaginara que lo había visto antes o percibiera inexplicables detalles familiares en su rostro o en su forma de hablar y de moverse.

¿A quién le recordaba?

Buscaba inútilmente en su memoria aquella voz, aquellas facciones o aquella confianza en sí mismo, pero no obtenía respuesta a sus preguntas, y de igual modo se esforzaba por averiguar por qué en un determinado momento –cuando aferró su vaso– tuvo la sensación de que no era la primera vez que se enfrentaba a aquellas manos, largas, fuertes y nervudas.

Más tarde, al verle perderse de vista en la curva del río, experimentó un extraño desasosiego, como si su rápida marcha no estuviera prevista, ya que hubiera deseado que continuara hablándoles del universo diferente y misterioso que se iniciaba allí, en el punto exacto en que los bejucos y las lianas caían a plomo sobre el agua permitiendo que la corriente los arrastrara.

El húngaro buscador de diamantes había inquietado a su madre y había despertado la curiosidad de sus hermanos, pero para Yaiza había constituido sobre todo una decepción, puesto que en un principio imaginó que era aquel «algo» que estaba esperando desde hacía varios días; un «algo» que, sin embargo, no había cristalizado, desapareciendo de su vida casi con la misma rapidez con que había llegado.

¿Por qué no se quedó a contarles más cosas sobre los diamantes? ¿Por qué no les habló de las tribus que se encontraban en lo más profundo de la floresta, las fieras de la selva, o los animales prehistóricos que tal vez habitaban en la cumbre de los tepuys que se vislumbraban más allá de las copas de los más altos árboles?

¿Quién era aquel Barrabás que había encontrado el mayor diamante de la historia de Venezuela, y qué había hecho con la fortuna que la suerte tuvo el capricho de ofrecerle? ¿Por qué la mina en la que descubrió la piedra estaba abandonada y por qué sus anteriores propietarios se marcharon cuando tenían al alcance de la mano un diamante de ciento cincuenta quilates…?

De niña, Yaiza amaba sentarse en el patio trasero de su casa y escuchar las mágicas historias del abuelo Ezequiel o las exageradas aventuras marineras de Maestro Julián, el Guanche, al igual que amaba las novelas de Salgari o Julio Verne, y aún recordaba los grabados a pluma con que un fantasioso dibujante había intentado captar las aún más fantasiosas visiones de Conan Doyle y su Mundo perdido, aquel libro sobre unas negras y misteriosas mesetas que entonces se le antojaba tan distante como la propia luna, pero que ahora vislumbraba sin tomar conciencia de que era hasta allí hasta donde volaba su imaginación cuando se preguntaba si existirían en verdad lugares semejantes.

La corta visita del húngaro de la cicatriz en la mejilla y los ojos de agua le habían devuelto a sus sueños de niña o al descubrimiento de que aquellos grabados a plumilla cobraban vida saltando de las páginas de un libro para confirmarle que aún se podían encontrar oro, diamantes e indios salvajes en las montañas y quebradas que se distinguían en la lontananza, para esfumarse luego como si su tiempo de vida real se hubiese consumido y se viera obligado a regresar –como en los cuentos– a las páginas del libro del que se había escapado.

¿Qué edad tendría?

Resultaba difícil calcularlo porque su piel entretejida de finas arrugas no parecía concordar con la viveza de sus ojos o la espontaneidad de su sonrisa, y aunque probablemente había superado con mucho el medio siglo, cabría imaginar que –al igual que los personaje de los libros– era un hombre sin edad que así había nacido, así había vivido y así seguiría siendo cuando todos cuantos le habían conocido llevaran más de cien años muertos y enterrados.

Ni tan siquiera su nombre recordaba; tan solo que el fondo de sus ojos se encontraba saturado de miles de paisajes e infinidad de recuerdos amargos que sin embargo no habían hecho mella en su ánimo, como si su alma hubiera sido templada de tal modo que ningún acontecimiento consiguiera quebrantarlo.

–Un hombre extraño, ¿verdad…? Extraño y fascinante.

Su madre había surgido de las tinieblas, y tras acariciarle suavemente el cabello tomó asiento a su lado y juntas contemplaron cómo se esforzaba la luna por abrirse camino entre espesas masas de nubes.

–Me gustaban las cosas que contaba.

–A mí, no. Son cosas para escucharlas a miles de kilómetros de distancia, y no aquí cuando se tienen tres hijos con la cabeza llena de pájaros. Sebastián se agita en su litera sin pegar ojo y tú contemplas el río, la selva y esas montañas como si cada hoja que brilla se te antojara un diamante del tamaño de un huevo de paloma.

–No me interesan los diamantes.

–Lo sé. Tú no los necesitas, pero aún recuerdo cuántas preguntas solías hacerme sobre los libros que leías y cómo atosigabas a tu abuelo para que te contara portentosas aventuras que jamás le habían sucedido… –Chasqueó la lengua con gesto de incredulidad–. Eras capaz de aceptar aquellas mentiras con tal de que continuara con sus cuentos.

–¿A ti no te ocurría lo mismo de pequeña…?

–Dentro de un orden, hija… Dentro de un orden. Y es que a vosotros los Maradentro, en lugar de sentido común os proporcionaron una segunda dosis de fantasía… –Le acarició nuevamente el cabello–. Así hemos tenido luego tantos problemas.

Yaiza guardó silencio, pero al fin se volvió a su madre y la miró de frente, directamente a los ojos.

–Sebastián quiere intentarlo –dijo.

–¿Qué? ¿Buscar diamantes? –Aurelia afirmó repetidas veces con la cabeza–. Sí. Ya lo sé. Sebastián salió a mi familia, y supongo que tendré que hacerme a la idea de que nunca será un lobo de mar, pero tampoco me gusta la idea de verle convertido en un vagabundo zarrapastroso.

–A mí no se me antojó zarrapastroso.

–Porque le estabas mirando como a un héroe de novela, pero llevaba la camisa raída, los pantalones remendados, el sombrero mugriento y los pies descalzos. ¿Crees que a una madre puede apetecerle que su hijo se convierta en algo semejante?

–Sebastián no pretende quedarse. Tan solo hacer una prueba.

–Todo es siempre en principio una prueba, hija; fumar, beber, el juego, la droga, e incluso el hombre con quien acabas casándote… –Aurelia agitó la cabeza con gesto pesimista–. Si va a buscar diamantes y no los encuentra, habrá perdido su tiempo. Pero si por casualidad los encuentra, perderá su vida porque ya ninguna otra cosa le interesará más que la aventura de intentar suerte nuevamente.

–Tal vez se conforme con obtener el dinero que necesitamos para ponerle un motor al barco.

–Podría creerlo si supiera que existe un sitio adonde ir, pero lo cierto es que andamos sin rumbo y no tenemos ni la menor idea de lo que va a ocurrir cuando lleguemos al mar… –Se advertía un profundo deje de amargura en su voz–. Resulta duro reconocerlo, pero la verdad es que nos hemos convertido en una familia de gitanos que en lugar de vagar por los caminos navega por los ríos y los mares.

–A mí me gusta. Estamos siempre juntos y no hay hombres que me espíen ni mujeres que cuchicheen cuando paso. En Caracas llegué a pensar que acabaría volviéndome loca. Es maravilloso poder pasear por cubierta, sentarme o moverme sin estar pendiente de si alguien me mira… –Hizo una significativa pausa–. Además, desde que estamos a bordo los muertos no vienen a visitarme.

–¿Crees que has perdido el «don»?

–Es pronto para saberlo, pero que no vengan los muertos puede ser un síntoma…

–¿Sigues queriendo perderlo?

–No ha servido más que para dejar el camino sembrado de cadáveres y, a la hora de la verdad, cuando realmente lo necesité no me valió de nada. Desde que tengo memoria sueño con convertirme en una muchacha «normal».

Aurelia extendió la mano y tomó la de su hija, acariciándola con ternura:

–Tú nunca serás «normal», pequeña –señaló–. Al menos, lo que la gente entiende por «normal»… –Suspiró profundamente–. Está mal que tu propia madre lo diga, pero es cierto: Tú eres «distinta» desde el momento en que te concebí. –Jugueteó con sus dedos como si estuviera comprobando que no le faltaba ninguno–. Nunca quise contártelo para que no aumentara tu confusión, pero quizá sea mejor que lo sepas… –Sonrió a sus recuerdos–. Aquel verano habíamos ido a pasar unos días a Isla de Lobos porque tu padre iba a emprender un largo viaje a los «calderos» de Mauritania, y la última noche, con luna llena y un calor asfixiante, nos bañamos en la laguna. La marea estaba alta, el agua nos llegaba al pecho, y allí, sobre aquella arena blanca y dentro de aquel agua tibia y transparente, hicimos el amor. –Su voz cambió de tono y se hizo más densa, más plena de matices–. Y cuando más hermoso era todo, millones de pececillos entraron por la bocaina y nos rodearon saltando, acariciándonos las piernas y lanzando a la luz de la luna destellos plateados. Fue algo tan irreal, fantasmagórico y hermoso, que en ese mismo momento tuve el convencimiento de que había quedado embarazada y traería al mundo una criatura diferente.

–¡Pues qué gracia!

–¡No debes lamentarlo, hija! No debes lamentarlo. Por pesada que se te antoje la carga de ser «distinta», mucho más pesado resulta el hecho de ser «común». El mundo está repleto de gente hastiada de una existencia que en nada se diferencia a la de cuantos los rodean y darían años de su vida porque algo los distinguiese de los demás.

–Hay muchas formas de distinguirse, y la mía resulta demasiado amarga, porque cada vez que conozco a alguien me pregunto qué clase de daño voy a causarle.

–No es tu intención causar ese daño. Jamás has incitado a ningún hombre, y si pierden la cabeza no eres responsable por lo que les ocurra. Es como si una joya se sintiera culpable porque alguien quisiera robarla.

–¡Mamá! –protestó su hija–. ¡Vaya comparación…! Lo lógico es que una muchacha guste a los hombres y pretendan acostarse con ella… –Negó con la cabeza repetidas veces como si le costara un gran esfuerzo aceptarlo–. Lo que no resulta lógico es que todo el que lo intente conmigo acabe mal.

–Eso es exagerado. La mitad de los muchachos de Lanzarote lo intentaron, y salvo al que quiso emplear la violencia, a los demás no les ocurrió nada. Pronto o tarde aparecerá un hombre que te guste y con el que te casarás. Los demás no son tu problema, porque si quisieras contentarlos a todos no podrías levantarte nunca de la cama.

–¿Y cuándo aparecerá ese hombre?

–Cuando menos lo esperes, hija. Cuando menos lo esperes. Yo estaba sentada en una playa estudiando Derecho Romano cuando alcé la cabeza y me dije: «¡Qué bestia es ese tipo sacando la barca del agua!». –Sonrió como burlándose de sí misma–. Luego añadí: «Qué bestia y qué alto»; «qué bestia, qué alto y qué guapo». Y a partir de ese momento cambié el Derecho Romano por la cocina, y te juro que durante un cuarto de siglo fui la mujer más feliz del mundo. A ti te ocurrirá lo mismo.


Trilogía Océano. Maradentro

Подняться наверх