Читать книгу Trilogía Océano. Maradentro - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 9

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Resultaba difícil conciliar el sueño después de haber oído hablar de «La Madre de los Diamantes» y «El Río Padre de todos los Ríos», o de cómo un piloto aventurero y un loco se había tropezado con la más alta catarata del planeta, «La Ultima Maravilla del Mundo», cuando su única intención era convertirse en un hombre inmensamente rico.

Le resultaba difícil a Aurelia, preocupada por la impresión que las palabras del húngaro podían haber causado en el ánimo de sus hijos, y le resultaba aún más difícil a esos hijos, para los que parecía haberse abierto de improviso un nuevo horizonte directamente entroncado con aquellos sueños infantiles que durante tanto tiempo se les antojaron lejanos e irreales. Ahora, un hombre que había vivido tales sueños y había participado en tan portentosas aventuras, se encontraba allí tendido en un «chinchorro» colgado entre dos árboles, durmiendo tan plácidamente como si en lugar de a orillas del salvaje Orinoco se encontrase en la más pacífica y confortable casa de Budapest.

¿Habría sucedido todo tal como había relatado? ¿Era posible que hubiese existido un escocés que llenaba cubos de diamantes y un héroe de guerra que continuase persiguiendo la quimera de llenar cubos semejantes con diamantes semejantes?

Era como volver a escuchar las olvidadas fantasías de Maestro Julián, el Guanche, con la diferencia de que ahora tales fantasías sonaban a realidad, porque parte de sus protagonistas aún vivían, y los lugares en que se habían desarrollado se encontraban al otro lado de la corriente de agua que continuaba fluyendo, majestuosa e inmutable, como si el ancho y profundo Orinoco se complaciese en limitarse a ejercer de mudo testigo de los mil hechos portentosos que habían ocurrido –y aún continuarían ocurriendo– a todo lo largo de su margen derecha.

Resultaba en verdad difícil conciliar el sueño tratando de imaginar cuántas gemas de más de cien quilates ocultaría en su seno el yacimiento del que los ríos iban arrancando lentamente los diamantes, y quién sería el osado que treparía sucesivamente a todos los tepuys que se alzaban en lo más recóndito de las selvas para conseguir hundir sus manos en aquel indescriptible tesoro al que únicamente dos hombres habían tenido acceso a lo largo de la Historia.

¿Qué aspecto tendría «La Madre de los Diamantes»? ¿Sería un simple hoyo sobre el que cruzaba un riachuelo, una profunda caverna, o la falda de una ladera que el agua iba lamiendo día a día…? ¿Qué explicación habría dado a Jimmy Angel aquel viejo escocés que no había querido confiar su hallazgo al papel prefiriendo mantenerlo fresco en su memoria? ¿Chocheaba cuando le confesó que lo encontraría en la cima de una meseta al sur del Orinoco, o le engañó a sabiendas para que nadie pudiera aprovecharse de un descubrimiento que le había costado años de esfuerzo?

Habían quedado flotando tantas preguntas bajo el araguaney y la lona encerada, o sobre los restos de la hoguera y la lona del playón, que resultaba comprensible que su sola presencia ahuyentara el sueño obligando a los ojos a permanecer clavados en las altas estrellas, y que al amanecer, cuando Zoltan Karrás despertó, fuera para encontrarse a Sebastián pacientemente sentado frente a él.

–¡Lléveme con usted! –pidió.

–¿Adónde?

–Adonde pueda encontrar diamantes.

El húngaro señaló con un ademán de la cabeza hacia la goleta en cuyo interior dormían Yaiza y Aurelia:

–¿Y qué harías con ellas?

–Mi hermano las cuidará hasta mi vuelta. Pueden quedarse en Ciudad Bolívar y aparejar el barco. No me necesitan para eso y mientras tanto tal vez yo consiga algún dinero… –Hizo una corta pausa y su voz sonó suplicante al añadir–: ¿Me enseñaría a buscar diamantes?

«Musiú» Zoltan Karrás tomó asiento en su hamaca, extendió la mano, se apoderó de su renegrida y cochambrosa cachimba y la encendió con parsimonia:

–El problema no está en aprender a buscar diamantes, hijo –replicó–. Eso puede hacerlo hasta el más lerdo aunque sea un trabajo pesado y decepcionante. El problema está en llegar hasta donde se encuentran… –Señaló con la pipa hacia la orilla opuesta–. La selva es muy dura: es húmeda, calurosa e insalubre, y se encuentra repleta de serpientes, arañas, bestias, indios, mosquitos, hormigas venenosas e incluso murciélagos-vampiros… Es un viaje muy largo; primero Caura arriba y luego a pie, a través de riscos y quebradas porque en esta época del año las trochas y senderos se han convertido en un fangal y por el río Paragua no hay quien suba; su cauce no es más que una maldita sucesión de raudales y chorreras. –Negó convencido–. Nunca se lo aconsejaría a un novato, y para mí significaría una tremenda responsabilidad si algo te ocurriera. Tu madre tiene aspecto de haber sufrido mucho y no me gustaría contribuir a darle un disgusto. –Agitó la cabeza convencido–. No; la verdad es que no me gustaría nada en absoluto.

–El disgusto se lo daría yo, no usted.

–Pero consideraría que tengo parte de culpa. A veces hablo demasiado y no me doy cuenta de que con mis historias puedo causar daño… –Extendió la mano y golpeó afectuosamente la rodilla de su interlocutor–. Contado al amor del fuego, todo resulta bonito, y las aventuras de McCraken o Jimmy Angel pueden antojársete maravillosas, pero te aseguro que la realidad es muy distinta. Muy dura y muy distinta.

–Ganarse la vida pescando también es duro. O de peón albañil. O de «vaquero» en Los Llanos… –Le miró largamente y había un profundo convencimiento en sus palabras cuando añadió–: No me asusta lo que es duro, sino lo que no ofrece esperanzas.

–Eso lo entiendo, pero te advierto que para la mayoría de los mineros de La Guayana tampoco hay esperanzas. Por cada McCraken que consigue morir rico, conozco mil que no disponen ni de ataúd en el que irse al otro barrio. Los entierran desnudos en el mismo hoyo en el que llevaban un mes cavando en busca de esa «piedra» que nunca aparece.

–Usted ha logrado sobrevivir.

–Yo he sobrevivido a todo, jovencito… –replicó el húngaro riendo divertido–. A veces creo que me trajeron al mundo con el único propósito de que me dedicara a hacerle quiebros a la muerte. Aquí donde me ves, soy el único tipo que conozco al que fusilaron los turcos y aún puede contarlo… –Se abrió la camisa y mostró su abdomen cuajado de cicatrices–. ¡Mira! –añadió–. Balas turcas.

Sebastián observó aquel estómago terso y bronceado por el sol guayanés y luego alzó los ojos y le miró de frente:

–Prométame que durante el viaje me contará su vida –pidió.

–¡Ah, carajito insistente! –exclamó el húngaro–. A ti no habría muchachita que te negara el coño… –Indicó con un ademán hacia Aurelia, que había hecho su aparición sobre la cubierta del Maradentro–. ¡Ahí tienes a tu madre! –dijo–. Si la convences y no me corre a palos, te llevo a la mina.

La respuesta de Aurelia fue tajante:

–Si tú vas, vamos todos.

–¿Estás loca?

–Loca me volvería si me quedara esperando… –Hizo una significativa pausa, pero se la advertía segura de sí misma cuando añadió–: Si lo que pretendes es separarte definitivamente del resto de la familia no voy a impedírtelo porque ya tienes edad para elegir tu propio rumbo, pero si vamos a continuar siendo los Perdomo Maradentro, no nos quedaremos cruzados de brazos en Ciudad Bolívar a la espera de que te hagas rico o te maten las fiebres.

–¡Pero la mina no es sitio para ti…! ¡Ni para Yaiza…!

–En ese caso tampoco lo es para ti.

–Eso no es lógico. Ni justo.

–¡Me importa un pimiento…! Como dicen en mi tierra: «O todos monjes, o todos canónigos…».

–La mina no es sitio para mujeres… –fue la sentencia de Zoltan Karrás cuando minutos después le plantearon el problema.

–¡Eso es lo que yo le he dicho! –se apresuró a puntualizar Sebastián–. Pero ella insiste… –Se volvió a su madre mientras con la mano señalaba al húngaro–. ¡Escúchale! –rogó–. Él conoce bien ese mundo y sabe que no podéis ir.

–¿Por qué?

–Porque siempre ha sido así.

–Pues ya es hora de que cambie… ¿O es que no ha habido nunca mujeres en un campamento minero? El otro día dijo que llegaban con «La Peste».

–Sí, claro… –admitió «Musiú» Zoltan Karrás un tanto confuso–. Pero se trata de otro tipo de mujeres: prostitutas y aventureras.

–¿Quiere hacerme creer que jamás ha visto una mujer «decente» en una mina? ¿La esposa, la madre, la hermana o la hija de un buscador? ¿Nunca?

»¿Quién cocina, quién lava la ropa, o quién los cuida cuando enferman…?

–Algunas he visto… –replicó el otro desganadamente–. Pero casi siempre son negras, indias o mestizas nacidas en la región y acostumbradas a este clima y esa forma de vida… –Negó con un gesto de la cabeza–. No me las imagino en un poblado minero. ¡No! No me las imagino.

–¿Se negaría a llevarnos?

–Yo no he dicho eso.

–Ya sé que no lo ha dicho… –Aurelia se mostraba agresiva–. Pero acepta que Sebastián le acompañe. Respóndame sinceramente y sin rodeos: si los demás decidiéramos ir también, ¿se negaría a llevarnos?

–Tendría que pensármelo.

–¿Por qué? ¿Cree que está en mejores condiciones que Yaiza o yo de soportar una caminata a través de la selva?

Zoltan Karrás los miró alternativamente, y al fin concluyó por darle una patada a una rama y lanzarla al río.

–¡Maldita sea! –farfulló–. ¡Esto me pasa por charlatán! Yo estaba tan tranquilo comiéndome un mono sin meterme con nadie y ahora resulta que me atacan porque considero que la mina no es lugar para mujeres. ¡Yo me largo! –concluyó–. Me largo, y si tropiezo con alguien me haré el pendejo y le hablaré en húngaro. –Agitó la mano en un brusco ademán de despedida–. ¡Chao! –concluyó.

Comenzó a soltar la cadena de su curiara dispuesto a empujarla al agua, pero súbitamente se envaró como si una corriente eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo porque Yaiza había colocado suavemente una de sus manos sobre su antebrazo al tiempo que rogaba:

–¡Por favor! ¡No se vaya!

Él pareció querer decir algo, aunque no acertó con las palabras, y la muchacha insistió:

–No se vaya. Nos gustaría que nos contara más cosas…

Zoltan Karrás la miró a los ojos, y necesitó unos instantes para recuperarse antes de replicar:

–Creo que ya he hablado demasiado, y es mejor que continúen hacia el mar, que es lo que conocen. ¡Adiós!

–¡Adiós!

Saltó al interior de la canoa y entre Asdrúbal y Sebastián concluyeron de empujarla hasta que la corriente la tomó de lleno y la arrastró río abajo.

El húngaro agitó por última vez la mano y se alejó a toda velocidad, penetrando en el cauce del Caura por el que desapareció, y todos se miraron decepcionados y confusos, pero Asdrúbal pareció leer en los ojos de su hermana, y súbitamente inquirió:

–¿Va a volver?

Ella asintió en silencio.

–¿Cuándo?

–En cuanto se dé cuenta de que está solo.

–¿Nos llevará a la mina? –quiso saber Aurelia.

–Únicamente si tú en realidad deseas que nos lleve –fue la respuesta–. ¿Lo deseas?

–No. Pero vosotros sí y no pienso pasarme el resto de la vida sintiéndome culpable por haber impuesto mi voluntad.

–Nunca te lo reprocharíamos.

–Lo sé, y eso es lo malo. Jamás nos reprochamos nada los unos a los otros y tal vez nos convendría darnos una buena sacudida de vez en cuando. –Lanzó una ojeada a cuanto se encontraba desperdigado a su alrededor–: ¡Bien! –señaló–. Empecemos a recoger. Vuelva o no vuelva, es hora de ponernos en marcha…

–A ti te cae bien –sentenció Asdrúbal.

–Naturalmente –admitió su madre–. Es simpático y cuenta unas historias fascinantes, pero a su edad podría tener un poco más de fundamento. Me parece muy bien que a los jóvenes les guste la aventura, pero llega un momento en que un hombre tiene que sentar la cabeza, y ese la tiene también llena de pájaros.

–¡Ahí viene…!

En efecto, la curiara había hecho su aparición descendiendo por el Caura para trazar un amplio círculo y emproar directamente hacia donde se encontraban.

Permanecieron muy quietos y a la espera, y fue Zoltan Karrás el primero en hablar, cuando apenas había varado la embarcación en la arena:

–¡Yo no me hago responsable! –señaló–. Las trataré como a hombres y lo que pueda ocurrirles es su problema… ¿De acuerdo?

–De acuerdo.

–Suban a bordo entonces, buscaremos gasolina, los remolcaré hasta Aripagua y mi comadre Socorrito Torrealba cuidará del barco hasta su vuelta… Ese trasto no puede navegar por aguas poco profundas.

Obedecieron. Obedecieron porque habían tomado conciencia de que no les quedaba otra solución que obedecer, y a que desde el instante en que abandonaron el cauce del Orinoco ascendiendo por las aguas del Caura comenzaban a adentrarse en tierras de La Guayana, y aquel era un mundo misterioso y salvaje del que todo lo ignoraban.

Incluso ese agua fue bien pronto distinta –oscura pero limpia–, pues los ríos que descendían de los contrafuertes del Escudo Guayanés aparecían de un color casi negro que les diferenciaba de los afluentes «blancos», sucios y embarrados que llegaban de los Llanos del Oeste.

Cambió también un paisaje en el que la selva alta y frondosa daba paso de improviso a extensas sabanas cubiertas de gramíneas de luminoso color dorado, salpicadas aquí y allá por apretados bosquecillos de palmeras «moriche», aisladas acacias o floridos araguaneys de un amarillo rabioso, mientras a lo lejos se perfilaban, recortándose contra un cielo de un azul intensísimo, las rectas moles de tepuys, a los que podría confundirse con una inacabable sucesión de altivas fortalezas.

–Es un lugar hermoso –comentó Yaiza.

–Y aparentemente pacífico –replicó Asdrúbal–. Pero cuando se convierte en selva cambia. Es como si la Naturaleza se complaciera en ir mostrando alternativamente las dos caras de su moneda; ahora selva, ahora sabana. Y allí, al pie de las mesetas, los árboles se apiñan de tal modo que parecen una muralla que intentara impedir el paso hacia las cumbres.

–¿Hacia «La Madre de los Diamantes»?

Asdrúbal se volvió a su hermana y no pudo menos que sonreír:

–Hacia la mismísima «Madre de los Diamantes»… –replicó–. ¿Crees que realmente existe?

–El escocés la encontró, ¿no es cierto? –Yaiza señaló la espalda del húngaro que les precedía remolcándolos en su curiara–. Él está convencido de que existe, y no cabe duda de que tiene más experiencia que nosotros.

–¿Crees todo lo que cuenta?

–Hasta ahora no una dicho una sola mentira.

–¿Cómo lo sabes?

Yaiza se encogió de hombros:

–No lo sé, pero lo sé… –replicó riendo de su propia frase–. Es cierto que trepó hasta la cima del Auyán-Tepuy y que estuvo en todas esas guerras.

–No parece húngaro.

–¿Cuándo habías visto a un húngaro?

–Nunca… Bueno, sí. Una vez vi uno. Tocaba el violín.

–Sería un cíngaro.

–Es posible… –admitió él sin comprometerse–. Sea como sea, lo cierto es que este, si no tuviera los ojos tan claros parecería venezolano… Me cae bien… –concluyó–. Me cae muy bien mientras no se haga demasiadas ilusiones respecto a mamá.

Su hermana le observó largamente y por último, como si le costara trabajo admitir lo que había oído, inquirió:

–¿Mamá?

Él asintió con un leve movimiento de cabeza:

–Se queda muy quieto cuando la escucha y aunque se diría que sus ojos son incapaces de expresar nada, a menudo le brillan.

–No me había fijado. –Asdrúbal pareció sorprenderse:

–Pues será la primera vez que no te fijas en algo…

Yaiza se fijó esa misma noche, mientras, sentados en torno a la gran mesa del amplio «caney» del cauchero Juan Socorro Torrealba, Aurelia Perdomo hacía un somero relato de lo que había sido la vida de su familia a partir del momento en que un señorito lanzaroteño quiso violar a su hija y Asdrúbal tuvo la mala suerte de matarlo.

Los ojos de Zoltan Karrás, como bolas de cristal de gaseosa, no se apartaban un instante de su rostro, pero había algo inexplicable en aquella mirada; algo que iba más allá de la admiración que pudiera sentir un hombre maduro por una mujer atractiva; una especie de búsqueda de detalles ocultos, de rasgos conocidos, de gestos que pugnaban por devolver a su memoria otros gestos tiempo atrás olvidados.

Era como si «Musiú» Zoltan Karrás estuviera tratando de redescubrir a Aurelia Perdomo, y fue después del café, cuando el viejo Torrealba se disponía a echar mano a su mejor botella de ron, cuando Yaiza, sin tomar conciencia de lo que hacía, dejó escapar un nombre:

–Rosa de los Vientos.

El húngaro le dirigió una larga mirada de agradecimiento y sonrió mientras asentía convencido:

–Llevo dos días intentando recordar a quién se parece tu madre, y esa es la respuesta: se parece a Rosa de los Vientos.

–¿Es una charada? –quiso saber Aurelia–. ¿A qué estáis jugando?

–No jugamos a nada… –replicó el húngaro con naturalidad–. Rosa de los Vientos era una miliciana anarquista con la que conviví en Madrid en el treinta y siete.

Aurelia se volvió a su hija e inquirió confundida:

–¿Tú la conoces?

–No.

–No pudo conocerla… –se apresuró a señalar Zoltan Karrás–. La mataron ese mismo año.

–¿Entonces…?

Durante un largo minuto, en el que no se escuchó más que el gorgoteo del ron que Juan Socorro servía a sus invitados, todos se miraron y resultaba evidente que ni Torrealba, ni Sebastián, ni Asdrúbal Perdomo tenían idea clara de lo que se estaba hablando.

–¿Entonces…? –repitió impaciente Aurelia–. ¿Cómo es posible que Yaiza asegure que me parezco a ella y a usted no le sorprenda?

–Porque captó una idea que me daba vueltas en la cabeza… –La miró fijamente–. Ella puede hacerlo. ¿Es que no lo sabía?

–¡Mierda!

Juan Socorro Torrealba permitió que el líquido rebosara del vaso que estaba sirviendo mientras observaba, profundamente sorprendido, a la educada señora que había dejado escapar tan inapropiada interjección.

–¿Qué ocurre? –quiso saber–. ¿Por qué se arrecha? –Se volvió a su compadre–. ¿Has dicho algo malo?

–Le molesta que haya advertido que su hija tiene algo de «santera» y «adivinadora…». –Bebió su ron con parsimonia–. ¿Tú lo habías notado?

–Desde que entró por esa puerta… –admitió el cauchero–… se le nota, como se le nota que es alta y tiene los ojos verdes. –Rio mostrando que le faltaban cuatro dientes–. ¿Acaso pretende ocultarlo? Aquí le va a resultar difícil, porque vivimos rodeados de brujos, hechiceros, «piaches», «ojeadores», «ensalmadores», «milagreros», y toda clase de gentes con poderes ocultos… –Sirvió de nuevo el vaso que su compadre había vaciado y añadió–: Estas selvas y estos tepuys tienen un atractivo especial para los «dotados».

Aurelia fue a responder agriamente, pero el húngaro se apresuró a extender las manos en actitud conciliadora.

–¡No se enfade! –pidió–. Socorrito no ha querido molestarla y las cosas son como dice. Al igual que la India o el Nepal, estos ríos y estas mesetas atraen desde muy antiguo a quienes se sienten fascinados por cuanto resulta misterioso o inexplicable. Están convencidos de que aquí encontrarán respuestas a extrañas preguntas que siempre se hicieron, porque este es el último lugar de la Tierra que aún puede considerarse esencialmente virgen.

–¿Usted cree en esas cosas?

–Poco importa lo que yo crea. Lo que importa es lo que veo, y cuando veo que su hija es capaz de leer un nombre que tan solo está en mi subconsciente, no me queda más remedio que admitir que hay cosas que escapan a mi entendimiento… –Hizo una pausa que aprovechó para apurar el nuevo vaso que el cauchero le había servido, y añadió–: Algunos de los mejores yacimientos de este territorio se descubrieron porque alguien escuchó «La Música».

»’Makunaima’ se apareció indicando el punto exacto en que había que buscar, o un rayo milagroso partió un árbol como en las minas de oro de El Callao.

–¡Tonterías…!

–¿Y usted lo dice? –intervino Juan Socorro Torrealba incrédulo–. ¿Usted, que trajo al mundo una criatura que tiene más poder que veinte hechiceros juntos…? –Sacó la lengua por entre una inmensa mella de sus dientes y la agitó de un lado a otro en lo que podría considerarse un tic nervioso–. No está bien que yo intervenga, puesto que nadie me da vela en este entierro, pero le repito que aquí, al sur del Orinoco, su hija va a tener demasiados problemas a causa de sus poderes. –Movió la cabeza pesimista–. Demasiados –concluyó.


Trilogía Océano. Maradentro

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