Читать книгу Caribes - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 6
ОглавлениеAbrió los ojos para enfrentarse al desencajado rostro de Bernardino de Pastrana, más conocido por el pintoresco apodo de Virutas, que parecía haber conseguido el portentoso milagro de envejecer un siglo en pocas horas, ya que sus ralos cabellos habían encanecido aún más y el millón de arrugas de su rostro se habían multiplicado por diez.
–¡Nos van a devorar, Guanche! –fue lo primero que dijo sin poder evitar un sollozo–. Esos salvajes lo están preparando todo para comernos.
Ni siquiera se molestó en buscar palabras de consuelo, puesto que no las había, limitándose a permanecer muy quieto, como alelado, odiando la idea de haber recuperado la noción de las cosas para volver a experimentar el insoportable miedo que se había apoderado de su cuerpo e incluso de su alma, porque se le antojaba preferible haber acabado de una vez cuando cayó sin sentido que volver a tomar conciencia del espantoso fin que le esperaba.
Sin mover un solo músculo recorrió con la vista el lóbrego pozo en que les mantenían encerrados, que no ofrecía más salida que una alta boca que mostraba diminutos cuadrados de un cielo muy azul, ya que se encontraba cerrada por un pesado enrejado hecho de gruesas cañas de bambú, y tardó un tiempo, que al anciano se le antojó una eternidad, en volver a la demoledora realidad del mundo de los vivos y reparar en el desolado rostro cuyos enrojecidos ojos aparecían ahora empañados en lágrimas.
–¿Por qué permitiste que te atraparan? –inquirió con un claro deje de reproche en la voz–. Morir ahogado era mejor.
–La corriente me empujó hacia la orilla y de pronto comenzaron a caer desde el acantilado. Nadan como patos y el viento no ayudaba. –Hizo una corta pausa y añadió sorprendido–: Son mujeres.
–Ya me he dado cuenta. Mujeres caribes. ¿Vistes sus piernas?
–¡Espantosas! Hinchadas como globos por debajo de las rodillas.
–Igual que las de los guerreros que matamos en el Fuerte… ¿Los recuerdas?
–¡Dios si los recuerdo! –sollozó de nuevo el anciano–. No he hecho más que pensar en ellos desde que me cogieron. ¡Nos comerán!
–¿Qué más da los caribes que los gusanos, viejo? Lo que importa es acabar aprisa y sin sufrir. ¡Cielos! –añadió el gomero desalentado–. Jamás me imaginé que resultase tan difícil llegar a Sevilla.
–Hubiera sido más digno morir luchando con las gentes de Canoabó –sentenció el carpintero apoyando la nuca en la pared de tierra y alzando el rostro al cielo tras sorber dos gruesos lagrimones–. Aquellos por lo menos no eran caníbales.
–Vi el cadáver de Vargas devorado por los cangrejos al borde del mar. Ya no sufría. Lo que nos va a hacer sufrir es imaginar lo que sucederá cuando nos maten, pero ten por seguro que una vez muertos da lo mismo.
–¿Y qué ocurrirá cuando tengamos que resucitar el día del Juicio Final?
–Yo no creo en esas cosas, viejo –le recordó el cabrero–. Nunca me bautizaron y supongo que por lo tanto no debo tener derecho a Juicio Final, ni nada por el estilo. ¡Mierda, qué miedo tengo! –masculló–. Pero si tu Dios es capaz de resucitar a gente que lleva siglos bajo tierra y ya no es más que polvo, también será capaz de devolverte el cuerpo sea cual sea su destino.
–No me consuela.
–Tampoco a mí.
Quedaron en silencio, contemplándose como alelados, capaces de ver únicamente la macabra escena de su propio descuartizamiento a manos de las bestiales criaturas de grotesca apariencia humana que les habían apresado; ciegos y sordos a cuanto no fuera su espantoso final.
El terror alargaba las horas.
La oscuridad acudió a intensificar el pánico.
La noche fue la más larga y silenciosa de todas las noches posibles; densa, caliente, impenetrable; sin tan siquiera el rumor de la brisa, ni una voz, ni un llanto, ni la lejana llamada de amor de un ave nocturna, como si el pozo se adentrara en el corazón de la tierra y se encontraran inmersos en los abismos del infierno; allí donde tan solo el hedor a miedo que emitían sus propios cuerpos les hacía algún tipo de compañía.
Por último, de las tinieblas, surgió, serena, la ronca voz del carpintero:
–Guanche.
–¿Qué?
–Mátame.
Lo meditó en silencio, sin escandalizarse por tan descabellada idea, porque también él hubiera preferido morir a manos de un amigo a soportar los infinitos sufrimientos que le esperaban, pero al fin negó con un gesto aun a sabiendas de que el otro no podía verle.
–No –fue todo lo que dijo.
–¿Por qué?
–No quiero quedarme solo.
–Eso es injusto. Y egoísta. Yo ya no soy más que un pobre anciano que de poca ayuda puede servirte y al que le gustaría acabar de una vez, pacíficamente y sin sobresaltos. No tendrías más que apretarme un poco el cuello, tú que eres tan fuerte. ¡Por favor!
–¡No! –volvió a negar el canario con firmeza–. Tú sí que estás intentando ser injusto. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que me quede aquí a solas con tu cadáver, mi miedo y mis remordimientos? ¡No! Estamos juntos en esto, y juntos llegaremos al final.
Se sumieron de nuevo en aquella oscuridad y aquel silencio que hacía daño a los sentidos, y así continuaron hasta que una leve claridad nació en lo alto y una lluvia pesada, cálida y maloliente a la que siguieron fuertes risas, les roció por completo.
–¡Hijas de puta! –masculló el gomero furibundo–. ¡Nos están meando encima!
Así era, en efecto, tres o cuatro mujeres aparecían acuclilladas sobre el enrejado de cañas, orinando entre grandes carcajadas, e incluso una de ellas defecaba abiertamente.
Media hora después dejaron libre la entrada por la que introdujeron una tosca escala, haciéndoles significativos gestos para que subieran, al tiempo que los amenazaban con sus lanzas emitiendo cortos gruñidos que muy poco parecían tener de humanos.
Bernardino de Pastrana y Cienfuegos se contemplaron con afecto para acabar fundiéndose en un estrecho abrazo:
–Que el Señor nos acoja en su seno, hijo –señaló el primero–. Y que todo transcurra del modo más rápido posible.
–Siento haberte metido en esto.
–Tú no tienes la culpa. Nadie la tiene –le tranquilizó el otro–. ¡Vamos! Que no se diga que los españoles no sabemos morir como es debido. Hay que echarle cojones. –Lo detuvo con un gesto–. Yo delante, que para eso soy más viejo.
Ascendieron en silencio esforzándose por contener el temblor de las piernas y mostrar una entereza que se encontraban muy lejos de sentir, y al llegar a lo alto se irguieron en toda su estatura, que en el caso del gomero superaba en más de dos cabezas a la más alta de sus captoras.
Estas, que los rodeaban acosándolos con sus armas, les condujeron hasta un grupo de postes que se alzaban a poca distancia de la entrada del pozo, a dos de los cuales los maniataron firmemente, y tan solo entonces pudieron hacerse una idea de dónde se encontraban.
El poblado, por llamarlo de algún modo, se desparramaba a poco más de un centenar de metros de distancia y estaba constituido por apenas un par de docenas de chamizos de techo de palma sin paredes, alzado sobre una especie de altozano desde el que se dominaba el mar que lo rodeaba casi por completo, aunque protegido de tal forma por los árboles que desde abajo debía resultar sin duda totalmente invisible.
En el espacio comprendido entre el borde del promontorio y las primeras chozas se distinguían una veintena de otros pozos igualmente cubiertos con enrejados de cañas; y a lo lejos se distinguía una gran cabaña circular de paredes de barro.
Las mujeres, unas treinta poco más o menos, aparecían totalmente desnudas, y casi de inmediato se acuclillaron formando un corro en torno a los cautivos, al tiempo que un puñado de mugrientos chiquillos de ambos sexos observaban en silencio la escena desde las márgenes del bosque.
Durante más de diez minutos nadie hizo el más mínimo gesto.
Al fin, en la puerta de la cabaña circular hizo su aparición un anciano adornado con infinidad de plumas de todos los colores, que se aproximó caminando lentamente con las piernas muy abiertas ya que la exagerada deformidad de sus gruesas pantorrillas le impedía moverse con naturalidad.
Las mujeres inclinaron con profundo respeto la cabeza e iniciaron al poco una especie de monótona letanía que no cesó hasta que el recién llegado se detuvo ante los españoles, a los que observó con profundo detenimiento.
Su gesto fue claramente reprobatorio.
Luego se aproximó aún más, comprobó interesado la textura de los andrajosos pantalones e incluso palpó los flacos cuerpos de los cautivos y la espesa barba del viejo Virutas, agitando una y otra vez negativamente la cabeza.
Por último lanzó un ronco gruñido que debía ser sin duda una orden.
De uno de los chamizos surgieron al poco dos mujeres cuyo aspecto era notablemente diferente al de las que permanecían en cuclillas, ya que sus piernas no presentaban deformidad alguna y eran mucho más gruesas, con cabellos más lisos y facciones más parecidas a las nativas de Cuba o Haití, que dejaron ante los dos prisioneros sendas calabazas para desaparecer rápidamente por donde habían venido.
Entre varias de las caribes sentaron a los prisioneros en el suelo, y obligándoles a abrir la boca, les introdujeron en ella una especie de gruesa caña hueca por la que comenzaron a verter calmosamente el pastoso y hediondo contenido de las calabazas.
Cienfuegos comprendió bien pronto que cualquier tipo de resistencia resultaba por completo inútil, ya que le aferraban por el cabello manteniéndole la cabeza clavada al poste, y tuvo que engullir así, como una oca, hasta que tuvo la sensación de que el repelente potaje acabaría saliéndosele por los ojos.
Poco después los amordazaron con largas tiras de piel para impedir que vomitaran, y los dejaron allí, con los estómagos monstruosamente dilatados y a punto de perder el sentido, dada la intensidad de los retortijones que continuamente les asaltaban.
Durante las semanas que siguieron los dos españoles tuvieron que soportar de igual modo el más espantoso infierno que hubiera vivido jamás ser humano alguno, puesto que la terrible ceremonia de cebarlos se repetía tres veces diarias, para devolverlos luego al fondo del pozo, donde pasaban la noche entre indescriptibles padecimientos.
Su estado mental era el de una especie de semiinconsciencia perpetua, con escasos momentos de lucidez en los que apenas conseguían coordinar las ideas, puesto que un continuo dolor de vientre les obligaba a revolcarse sobre sus propios excrementos, sin fuerzas más que para pedir a Dios que les enviase cuanto antes la muerte.
Por fin el anciano emplumado hizo nuevamente su aparición una mañana, y aunque se mostró satisfecho al comprobar lo mucho que habían engordado, pareció comprender que el régimen era excesivo, por lo que ordenó que se redujera de forma notable.
Poco a poco, el viejo Virutas y el canario Cienfuegos iniciaron un lento regreso al mundo de los vivos.
Pudieron comprobar entonces que no eran los únicos en padecer tan terrible tormento, ya que la mayoría de los pozos se encontraban ocupados por mujeres y niños que sufrían un tratamiento semejante, y en conjunto podía considerarse que el poblado era en realidad una especie de inmensa granja de engorde, en la que los animales domésticos habían sido sustituidos por personas.
¿Pero dónde estaban los hombres?
–De caza –fue la tímida respuesta de una de las cautivas, una haitiana que llevaba más de diez años en la isla y no tenía al parecer otra misión que la de preparar comida y engendrar hijos para que fueran igualmente cebados–. Salieron hace ya cinco lunas y aún no han vuelto. –Lanzó un hondo suspiro–. Hasta que regresen no habrá más muertes, pero ese día, muchos, ¡muchos!, serán devorados en un inmenso festín.
Cienfuegos, que durante su larga relación con Sinalinga había logrado aprender aceptablemente el dialecto azawán –que poco o nada tenía en común con los guturales gruñidos de los caribes–, no hizo comentario alguno, pero esa noche, a solas con el carpintero, señaló convencido:
–Tal vez aún nos quede una esperanza.
–¿Qué clase de esperanza? –masculló el derrotado Bernardino de Pastrana–. Mi única esperanza es morir de una vez, pero no quieres ayudarme.
–¡Escucha! –se impacientó el gomero–. Para morir siempre hay tiempo. Lo que ahora importa es que con un poco de suerte tal vez el festín para el que estamos destinados nunca se celebre. ¿Te has fijado en los dibujos que lleva en el pecho el pajarraco de las plumas?
–Naturalmente que me he fijado –replicó el otro de mala gana–. Me aterrorizan. ¿Qué pasa con ellos?
–Que, o mucho me equivoco, o son idénticos a los que lucían los salvajes que aniquilamos en el fuerte.
–¿Y qué?
–Que si la memoria no me falla, de eso debe hacer unos cuatro meses.
Por primera vez en mucho tiempo los ojos del viejo Virutas relampaguearon.
–¿Pretendes insinuar que es posible que aquellos guerreros fueran los machos que estas bestias están esperando? –quiso saber.
–¿Por qué no? Todo coincide: son caníbales, tienen el mismo aspecto, se pintan de igual forma, y se marcharon de aquí poco antes de que nos atacaran. Si esta es la primera isla que hemos encontrado al salir de Haití, lo lógico es que sea hacia allí hacia donde suelan dirigirse durante sus correrías.
Durante largo rato el anciano carpintero permaneció muy quieto abrazado a sus rodillas en un rincón del oscuro pozo que hedía a vómitos, sudor y mierda, pero acabó por encogerse de hombros con gesto profundamente fatalista:
–Al fin y al cabo ¿qué más da? –musitó–. Continuarán cebándonos hasta que reventemos, y con hombres o sin ellos acabarán comiéndonos. El día en que se convenzan que no van a volver todo habrá terminado.
–¡Pero habremos ganado tiempo! –señaló el pelirrojo con firmeza–. Y durante ese tiempo tal vez encontremos la forma de escapar. Se supone que somos seres civilizados e inteligentes y ellas poco más que monos de la selva. ¡Es cuestión de pensar!
–El hambre agudiza el ingenio –refunfuñó el viejo–. Y yo ahora estoy siempre empachado. Se me olvidó pensar.
–Pues ya es hora de que empieces a recordar cómo se piensa –fue la seca respuesta–. A mí me esperan en Sevilla, y aún confío en que lo que tengo entre las piernas sirva para algo más que para aperitivo de salvajes.
Apenas tres días más tarde el canario pudo comprobar, de forma harto desagradable, que su espectacular miembro viril serviría en realidad para algo más que para simple aperitivo de salvajes.
Fue como siempre el adusto y arrugado hechicero el que emitió una nueva orden, y al poco trajeron a una joven cautiva, una muchacha haitiana a la que el miedo parecía mantener perpetuamente enloquecida, que se limitó a arrodillarse ante el gomero abriéndose de piernas y ofreciéndole sumisamente su sexo y su trasero.
Una de las caribes liberó entonces a este de sus dolorosas ataduras y con procaces gestos le dio a entender que copulase con la muchacha, que había hundido la frente en la arena cerrando los ojos y aguardando a que la penetrara con la indiferencia de un animal vacuno.
Horrorizado e incapaz de salir de su asombro, el cabrero observó aquel cuerpo entregado de antemano y a las docenas de mujeres y niños que le contemplaban con extraña fijeza e instintivamente dio un paso atrás negando una y otra vez con la cabeza.
–¡No! –exclamó en español, aun a sabiendas que no podían entenderle–. ¡No pienso hacerlo! No soy un animal.
Dos lanzas lo aguijonearon en la espalda y el hechicero lanzó un ronco gruñido amenazador.
–¡He dicho que no! –repitió firmemente.
Una de las caribes se aproximó aún más, de un brusco manotazo le desgarró lo poco que quedaba de sus mugrientos y deshilachados pantalones, y tras un breve instante de asombrado silencio, un murmullo de cuchicheos y risitas histéricas se extendió por la amplia explanada obligando al emplumado anciano a fruncir el ceño lanzando un ronco rugido.
De inmediato, entre tres mujeres arrojaron al suelo al pelirrojo colocándolo de rodillas tras la muchacha, y dos más lo aguijonearon nuevamente con las lanzas intentando obligarle a cumplir a la fuerza la misión para la que había sido elegido.
Cienfuegos lanzó un aullido de ira tratando de liberarse, pero cuanto obtuvo fue una lluvia de golpes que le hicieron sangrar por la nariz amoratándole el ojo izquierdo.
La haitiana se volvió a mirarle y murmuró en su idioma:
–¡Hazlo o te castrarán!
–¿Cómo has dicho? –inquirió temiendo haber oído mal.
–Que si comprueban que no sirves para preñar te castrarán para que engordes más aprisa.
–¡Dios bendito! –exclamó el cabrero desolado–. ¡No es posible!
–Aquí todo es posible –fue la triste respuesta.
Cienfuegos permaneció unos instantes desconcertado intentando aceptar la idea de que tenía que conseguir una erección delante de casi medio centenar de testigos si pretendía continuar siendo un auténtico hombre, y tan solo volvió a la realidad al advertir que dos de sus captoras comenzaban a manosearlo groseramente intentando obligarle a penetrar a la muchacha como si se tratara de un toro o un caballo incapaz de valerse por sí mismo.
A punto estuvo de vomitar sobre la espalda de la infeliz muchacha, y tuvo que hacer uno de los mayores esfuerzos de su vida para conseguir escapar a la realidad de cuanto le rodeaba centrando su mente en el hecho de que tenía ante sí una mujer sin el menor atractivo pero a la que debía poseer a toda costa.
Minutos después se hizo un denso silencio, roto tan solo por los gemidos de dolor y placer que lanzó la joven cautiva cuando un descomunal pene la penetró hasta las mismas entrañas y el canario comenzó a moverse rítmicamente en su interior.
Las caribes, cuyos hombres se habían hecho a la mar hacía ya más de cinco meses, permanecieron muy quietas, como embobadas, y más de una se estremeció de punta a punta al advertir cómo la muchacha lanzaba ahora entrecortados jadeos de placer para acabar de emitir un prolongado aullido, caer de bruces y comenzar a agitarse presa de un incontenible espasmo que le obligaba a golpear el suelo con los puños al tiempo que pataleaba como si estuviera a punto de morir en pleno orgasmo.
Cumplida su misión, el gomero se puso calmosamente en pie y se alejó muy despacio hacia el cercano bosque sin que nadie hiciera el más mínimo ademán por detenerlo.
Encontró un arroyuelo, se introdujo en el agua y permitió que la suave corriente fuera desprendiendo muy despacio la gruesa capa de mugre que cubría cada centímetro de su piel.
Poco después lloraba mansamente al comprender que tal vez había engendrado un hijo destinado a ser cebado y devorado como un cerdo.