Читать книгу Caribes - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 7

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La desagradable escena se repitió casi a diario, pero pasado el primer momento de asco y vergüenza, Cienfuegos pareció comprender que en cierto modo lo ocurrido había servido para permitirle cobrar un innegable ascendente sobre las caribes, que le contemplaban ahora como una especie de extraño superhombre de inmensa estatura, cuerpo de Hércules, cabellos de fuego y desproporcionada virilidad.

Inconcebiblemente racistas debido sin duda a su peculiar forma de vida, las mujeres de la mayoría de las islas que más tarde serían conocidas como Pequeñas Antillas, no concebían la idea de mantener relaciones sexuales con un extraño, dado que el fruto de tal unión sería siempre considerado impuro y estaría condenado desde su nacimiento al engorde y sacrificio.

Sus machos engendraban en las hembras cautivas hijos destinados al consumo, pero una madre caníbal jamás corría el riesgo de que una criatura nacida de sus entrañas pudiera acabar siendo devorada por sus congéneres.

Debido a ello y para evitar confusiones, el brujo de la tribu ligaba las piernas de los chiquillos de pura raza desde el día mismo de su nacimiento, provocando una extraña deformidad en las pantorrillas que casi triplicaba su grosor, lo que constituía a sus ojos la más preciada muestra de belleza ya que les permitía diferenciarse a simple vista del resto de los mortales.

Caníbal no come caníbal, era la más antigua y respetada de sus leyes, pero con la excepción de quienes gozaran del dudoso privilegio de poseer unas piernas monstruosas, la práctica totalidad de los seres humanos constituían seguros candidatos a servirles de almuerzo.

Desatendidas por sus hombres desde hacía ya casi medio año, las mujeres caribes se mostraban por tanto visiblemente ansiosas y enceladas, pero pese a ello se mantenían a prudente distancia del único hombre aparentemente disponible del poblado, aunque no dudaran a la hora de utilizarlo como semental para preñar a las cautivas y conseguir así nuevo ganado humano.

La contemplación de la cópula diaria contribuía sin duda a excitarlas, y el canario llegó muy pronto a la conclusión de que muchas comenzaban a mirarle con otros ojos, calculando tal vez que podía convertirse en su única esperanza en el caso de que los guerreros que se habían hecho a la mar tiempo atrás nunca volviesen.

La sola idea de que tal cosa pudiera ocurrir le repelía, puesto que le enervaba imaginar que una de aquellas repugnantes criaturas infrahumanas pudiera tan siquiera rozarle, pero abrigó el convencimiento de que tal posibilidad tardaría bastante tiempo en plantearse, por lo que de momento se limitó a obtener el mayor provecho posible de su nueva y curiosísima situación.

Ya no era tan solo una especie de bestia destinada al engorde, sino alguien en cierto modo valioso, por lo que se apresuró a imponer sus condiciones, y valiéndose de una de las cautivas que dominaba ambos idiomas, le hizo comprender al viejo emplumado que si pretendía que siguiera cumpliendo con su trabajo tendría que concederles, tanto a él como a su compañero, un régimen de cautividad más llevadero.

La necesidad de que preñase a las esclavas debía ser, sin duda, muy imperiosa a los ojos del arrugado hechicero, ya que tras un largo retiro en la cabaña que parecía constituir el santuario de la tribu, aceptó que se les permitiera circular con relativa libertad por el poblado, siempre bajo la atenta vigilancia de tres mujeres fuertemente armadas que se mostraban muy capaces de acabar con ellos a la menor señal de alarma, aunque a decir verdad la pequeña isla no parecía ofrecer demasiados lugares a los que dirigirse, constituyendo en el fondo una especie de agreste presidio natural del que debía resultar imposible evadirse sin el concurso de una sólida embarcación.

Las semanas que siguieron se convirtieron por tanto en un dulce período de relativo bienestar para los españoles; bienestar que se acentuó a partir del momento en que descubrieron en el interior de uno de los chamizos la mayoría de los enseres que transportaban a bordo del «Seviya», entre los cuales aparecía, intacta, la caja del ajedrez.

Ninguna de aquellas primitivísimas criaturas había sido capaz de averiguar cómo se descorría el sencillo cerrojo que la mantenía herméticamente cerrada, por lo que todas sus piezas permanecían en su interior, lo que provocó que, casi de inmediato, el viejo Virutas y el canario Cienfuegos decidieran tomar asiento bajo un alto paraguatán para enfrascarse en una larga partida que les permitiese evadirse al menos por unas horas del sinfín de increíbles problemas que los acosaban desde hacía meses.

La primera reacción de las caribes fue de asombro y curiosidad ante el insospechado aspecto de aquel cúmulo de extrañas figuritas que habían hecho su aparición como por arte de magia sin que nadie consiguiera averiguar de dónde habían salido, y a ese asombro siguió muy pronto una especie de respetuosa admiración al advertir cómo dos hombres hechos y derechos cuyas vidas corrían, evidentemente, serio peligro, eran sin embargo capaces de permanecer inmóviles durante horas ante el cuadriculado tablero, tan ensimismados como si sus espíritus se encontraran en un mundo muy lejano.

¿Qué hacían y qué significaba todo aquello?

La superstición, innata en todo ser primitivo, entró de inmediato en juego, ya que para sus sencillas mentes no resultaba ni tan siquiera imaginable que aquel complicado altar y el sinfín de diminutos ídolos no constituyeran más que un inocente pasatiempo al que los extraños extranjeros fueran capaces de dedicar tantas horas de sus amenazadas existencias.

El apergaminado brujo fue, aunque se resistiera a aceptarlo, el más fuertemente impactado por un desconcertante comportamiento que escapaba a todas sus previsiones, ya que a través del estudio de las entrañas de un tucán había llegado tiempo atrás a la conclusión de que terribles desgracias estaban a punto de abatirse sobre su pequeña comunidad. De hecho, y por primera vez desde que guardaba memoria, los guerreros no habían regresado de su expedición de cacería a los dos meses de su marcha, y empezaba a temer que el terrible Hur-a-cán que tiempo atrás se abatiera sobre la región pudiera haberles sorprendido en mar abierto.

Una tribu sin hombres, ni era tribu ni era nada. La media docena de muchachitos que pululaban por el poblado aún tardarían años en estar en condiciones de engendrar nuevos caribes que los convirtieran en un pueblo poderoso, y si durante ese tiempo sus vecinos del sur averiguaban su difícil situación, acudirían de inmediato a adueñarse de las mujeres que habían quedado viudas, apoderándose al propio tiempo de todos sus esclavos y pasando a cuchillo al hechicero local para sustituirlo por uno de los suyos.

El futuro se presentaba, por lo tanto, terriblemente incierto, y a ello se añadía ahora la presencia de aquellos peludos forasteros que parecían haber llegado de muy lejos y conseguían la increíble hazaña de que un incontable número de sus dioses nacieran de la nada.

–Ve y pregúntales qué es lo que están haciendo –ordenó a la esclava que más tiempo llevaba entre ellos y con la que el más joven de los cautivos se entendía a la perfección–. Necesito saberlo.

–Intento impedir que me coma la torre –fue la distraída respuesta de Cienfuegos a la pregunta de la haitiana–. Pero tal como están las cosas es como pedir milagros.

La buena mujer tradujo mentalmente la respuesta, la meditó durante el trayecto de regreso a la gran choza, y cuando se encontró frente al anciano hechicero, repitió con manifiesta inocencia:

–Pide un milagro para que no se lo coman.

–¿A quién?

La otra pareció un tanto desconcertada, pero por último replicó lo que se le antojó más lógico:

–A sus pequeños dioses, supongo.

Durante varios días el emplumado brujo se preguntó repetidamente si las minúsculas figuritas que los extranjeros movían tan ceremoniosamente de un lado a otro del extraño altar podrían tener realmente el mágico poder de hacer milagros, y sus dudas se prolongaron hasta el brumoso amanecer en que varias mujeres del poblado le despertaron alarmadas pidiendo que las acompañara a los acantilados que dominaban la costa sur de la isla.

Lo que vio le postró de rodillas.

Llegando del Este, del infinito océano en el que acababa el mundo, surgían de la niebla una pléyade de altísimas naves, mucho mayores que la más amplia de las chozas comunes, deslizándose sobre las aguas como mantenidas por anchas olas de un blanco que hería los ojos, mientras docenas de hermosas banderas y gallardetes de colores ondeaban al viento saludando en la distancia.

¡Era un milagro!

Nadie, nunca, a través de los cientos de años de la historia de los valientes caribes antillanos había oído hablar jamás de inmensas cabañas que patinaran sobre las aguas; níveas alas capaces por sí solas de cubrir todo un bosque, o altivos pendones que rivalizaban en colorido con los más espectaculares guacamayos de la selva.

¿Qué significaba tan insólita aparición?

¿Por dónde había descendido de los cielos semejante prodigio nunca antes soñado?

¿Eran acaso los carros de los dioses de aquellos extranjeros que atendían a sus plegarias viniendo en su busca dispuestos a castigar a quienes les habían torturado e intentaban devorarlos?

Los negros presagios que había creído descubrir en las entrañas del tucán parecían por desgracia concretarse, y a la desaparición de los guerreros había que unir ahora la maldición de los diminutos ídolos extranjeros.

Las mujeres temblaban de miedo.

Los blancos monstruos continuaban aproximándose.

Era como si las nubes del cielo se hubiesen solidificado y eligiesen corretear alocadamente sobre el mar.

Repicó, extraña a todo, metálica y aguda, una campana, la primera de las naves escupió una nube de humo y al poco resonó, lejana, la ronca voz del trueno en un cielo tranquilo.

Dos mujeres se arrojaron de bruces al suelo cubriéndose los cabellos de tierra y otra se hizo sus necesidades encima con un estrépito angustioso.

El maltrecho hechicero tuvo que buscar apoyo en un árbol para no caer redondo perdida completamente su dignidad, y por unos momentos se vio a sí mismo degollado y descuartizado para servir de merienda a los enviados de los salvajes dioses de otras tierras.

Las dieciséis naves, sin duda alguna la más poderosa escuadra que hubiera surcado hasta aquellos momentos las aguas del Atlántico, y con las que el altivo almirante don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, esperaba alcanzar las costas del Catay y el Cipango, viraron levemente a babor, cruzaron a unas dos millas del promontorio sur y continuaron su ruta, rumbo al Oeste, en busca de las playas de Haití y de los treinta y nueve hombres que allí habían sido abandonados.

Desde el alcázar de popa de la tercera de ellas, Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, contemplaba absorta las cumbres que iban dejando a estribor, incapaz de imaginar que allí se encontraba el hombre por el que no había dudado en abandonar su hogar, su patria y su fortuna, mientras que con una extraña mezcla de decepción y alivio, convencido de que acababa de librarse de la muerte, pero lamentando en lo más íntimo de su ser que el maravilloso prodigio se perdiera de vista en la distancia, el anciano hechicero clavaba los ojos en la popa de los barcos que se alejaban hacia el Oeste, admitiendo a pie juntillas que las diminutas figuras del cuadriculado tablero obraban milagros.

–No les contéis a los prisioneros lo que habéis visto –le advirtió severamente a las mujeres–. Tratadlos bien, pero que no sepan que sus dioses les andan buscando. Esta vez han pasado de largo, pero pueden volver.

Más tarde, y ya de regreso al poblado, mandó llamar a la haitiana que solía servirle de intérprete y le espetó sin más preámbulos:

–Comunica a los extranjeros que si me proporcionan un altar y unos dioses como los suyos son libres de pasear por donde quieran y tienen mi promesa de que jamás los mataremos.

El viejo Virutas creyó haber entendido mal cuando el canario le tradujo a su vez la propuesta.

–¿Qué es lo que quiere? –inquirió desconcertado.

–Un ajedrez.

–¿Para qué?

–Querrá aprender a jugar.

–¡Tú estás loco! No tienes ni idea de lo que dice esa gorda y te inventas las cosas.

–No me invento nada: el viejo pajarraco quiere un ajedrez, y te juro que si a cambio nos perdona la vida, tendrá su ajedrez, como Cienfuegos que me llamo.

–¡Toma! ¡Desde luego! En tres días se lo hago. ¿Pero para qué coño quiere un caníbal un ajedrez?

–Puede que para comerse a la reina.

–¡Vete a la mierda!

–En la mierda estamos, viejo. ¡Y hasta el cuello!, pero las cosas pretenden cambiar, y aunque no me explico por qué no pienso complicarme la vida averiguándolo.

»Empiezo a creer que nuestras oraciones han dado resultado y tal vez consigamos salir de esta. ¡Así que déjate de tonterías y manos a la obra!

El anciano carpintero demostró de inmediato que conocía a fondo su oficio puesto que recuperando las herramientas que habían traído a bordo del «Seviya», le indicó al cabrero qué clase de maderas debía buscarle, aplicándose con notable entusiasmo a la tarea de tallar y pulir peones, caballos, torres, alfiles, reyes y reinas, según el modelo de su hermoso juego de ajedrez.

Unas las dejaba de su color natural y otras las teñía de un rojo vivo con el jugo de la semilla de una planta que crecía en las laderas de las montañas, y le bastaron apenas cinco días para estar en condiciones de entregar personalmente al viejo pajarraco lo que con tanta ansiedad estaba deseando.

Para el emplumado hechicero fue como si hubiese recibido el mismísimo Santo Grial o las auténticas Tablas de la Ley del profeta Moisés, y con el tablero en la mano se alejó ceremoniosamente hacia su gran choza circular, en la que se encerró a cal y canto pidiendo que nadie lo molestara bajo ninguna circunstancia.

A los pocos instantes la intérprete se aproximó discretamente a Cienfuegos y le cuchicheó algo al oído.

–¡La cagamos! –exclamó este incapaz de contenerse.

–¿Qué ocurre ahora? –se alarmó Bernardino de Pastrana–. ¿Qué ha dicho esa?

–Que la mujer del jefe también quiere un ajedrez.

–¡Mierda!

–Viene a ser lo mismo.

–¿Qué hacemos ahora?

–¿Qué coño podemos hacer? –señaló el canario–. Si la mujer del jefe quiere un ajedrez, tendremos que proporcionarle un ajedrez.

–Sí –se lamentó el viejo Virutas–. Pero después de la mujer del jefe, vendrá la hermana de la mujer del jefe, luego la mujer del hermano del jefe, y así hasta que no quede nadie sin su puto ajedrez.

–¿Y qué? –le hizo notar el gomero–. No creo que nos pudiera ocurrir nada mejor. Nos habremos convertido en los proveedores exclusivos de un bien que constituirá a partir de ahora una perentoria necesidad para estas gentes. Nos tratarán a cuerpo de rey y nos lo tomaremos con calma mientras buscamos la forma de largarnos.

El otro meditó unos instantes y por último se encogió de hombros al tiempo que se rascaba meditabundo la espesa barba.

–¡Visto de ese modo…! –admitió–. Lo que no acabo de entender es para qué carajo quieren un ajedrez si no tienen ni pajolera idea de cómo se juega.

–Es que ya no se trata de un juego –apostilló Cienfuegos.

El otro le observó con fijeza:

–¡Ah, no! –quiso saber–. ¿De qué se trata entonces?

–De superstición… O mucho me equivoco, o estamos a punto de crear la religión del ajedrez, que no tiene por qué ser mejor ni peor que cualquiera de las que circulan por el mundo… –Le golpeó afectuosamente la rodilla tratando de transmitirle su entusiasmo–. ¡Anímate! –pidió–: Ten en cuenta que, en ese caso, nos habremos convertido en sumos sacerdotes de un nuevo rito.

–¡Pues vaya una gracia! –masculló el anciano malhumorado–. ¡A la vejez, viruelas…!


Caribes

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