Читать книгу El sueño de Texas - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 4
ОглавлениеCapítulo I
La figura, de gran tamaño y cubierta con un manto rojo, se bamboleaba sujeta por una gruesa cuerda que pendía de una polea colocada directamente sobre la boca del pozo.
Un leve murmullo comenzó a resultar inteligible:
Santa Bárbara, no muevas la tierra.
San Ginés, quítanos la sed.
Santa Bárbara, apaga el fuego.
San Ginés, mójanos los pies.
Santa Bárbara, trae la lluvia.
San Ginés, riega la mies.
Santa Bárbara, aleja las cenizas.
San Ginés, sal del pozo para bien.
Las voces fueron aumentando su potencia hasta convertirse en un grito unánime en el momento en que la cabeza de una imagen emergió para enfrentarse a un centenar de campesinos que la observaban con los ojos dilatados por el fervor, queriendo convencerse de que su santo patrón los libraría de la espantosa sequía que estaban padeciendo.
El paisaje que se ofrecía a la vista no podía resultar más desolador ya que la tierra aparecía cubierta de lava volcánica y cenizas, calcinada por un sol de fuego, sin trazas de haber recibido una gota de agua en años y arrasada por un viento que levantaba nubes de polvo mientras un alto volcán de oscura lava contribuía a convertir el árido paisaje en una especie de sucursal del infierno.
Entre cuatro hombres acabaron de sacar la imagen del pozo, la desataron, la colocaron sobre unas angarillas e iniciaron una lenta procesión, precedidos por un cura y un monaguillo que hacía repicar una campanilla seguidos por todo el pueblo, que entonaba monótonamente su letanía:
Santa Bárbara, calma al volcán.
San Ginés, concede esa merced.
Santa Bárbara, no muevas la tierra.
San Ginés, quítanos la sed.
Se alejaron por la despiadada llanura, y componían un espectáculo dantesco, ya que el cielo sin una nube, el viento abrasador y el sol que machacaba los cráneos parecían querer advertirles de que no tenían la más mínima probabilidad de que sus rogativas pudieran cumplirse.
***
La piedra de moler giraba y giraba impulsada por la incansable mano de una muchacha que sudaba y se afanaba moviéndola circularmente, iluminada por la leve llama de un candil que apenas alumbraba la enorme cuadra que en otro tiempo debió albergar a muchas bestias, pero que ahora tan solo servía de refugio a una escuálida camella.
La piedra continuó girando hasta que la puerta se abrió e hizo su aparición un hombre de unos cuarenta años, aspecto apocado y rostro quemado por el sol, que se dejó caer sobre una desvencijada silla.
–¿Aún trabajando…? Tu hermano hace horas que duerme.
–Debo entregarle el gofio a doña Eulalia. Me prometió un cuartillo de agua.
–¡Un cuartillo de agua! ¡Dios Bendito! Por una garrafa seríamos capaces de asesinar. ¿Hasta cuándo durará este castigo?
–No se impaciente, padre. Pronto lloverá. Esta mañana volvieron a bajar al santo al pozo.
–¡Al pozo! Ni aunque lo bajaran a los mismísimos infiernos conseguiría que cayera una gota de agua. Durante la gran sequía no llovió en veinte años y ahora tan solo llevamos siete.
María Curbelo se detuvo en su dura tarea con el fin de secarse el sudor con la manga.
–¡Tenga fe, padre! Lloverá.
–¿Fe? Lo que tengo es sed. ¡Y hambre! –Hizo una corta pausa y al fin, casi con miedo, añadió–: Ofrecen tierra y trabajo en las Américas.
–¿Las Américas? –se escandalizó su hija–. Eso queda al otro lado del mar. Aquí esta nuestra casa, y ahí fuera, la tumba de los abuelos. No quiero ir a ninguna parte; quiero vivir y morir en Lanzarote.
–Morir aquí resulta fácil, cielo. Vivir ya es otra cosa. Sin agua, en esta tierra solo florecen tumbas. Moler gofio ajeno no es el destino que soñaba para ti. Mereces otra algo mejor.
–No me quejo.
–Lo sé. Tú nunca te quejas y no es justo. A tu edad deberías rebelarte contra esta vida.
–En cuanto llegue el agua será como antes. ¿Es que no lo recuerda? Había buenas cosechas y miles de conejos; la isla lucía siempre verde, las cabras rezumaban leche y los camellos estaban gordos. Nos bañábamos en el aljibe y pisábamos la uva en el lagar. ¡Era todo tan bonito!
–¡Pero de eso hace ya siete años! ¡Y quién sabe si volverá!
–¡Tiene que volver! Algo tan maravilloso no puede haberse ido para siempre.
–No. Tal vez no se haya ido para siempre, pero para cuando llueva tú ya habrás dejado de ser una niña, y la infancia sí que no vuelve... –El derrotado Matías Curbelo quedó en silencio, triste y pensativo, hasta que por último, y con un gran esfuerzo e indudable vergüenza inquirió–: ¿Queda algo de comer?
Su hija observó el saquito de polvo de gofio que había ido moliendo pero que no le pertenecía, y resultaba evidente que libraba una dura batalla entre su honradez y su amor filial, pero al advertir la desolada expresión del rostro de su padre tomó una taza de latón y con ayuda de un paño fue echando dentro los restos del gofio que habían quedado sobre la piedra, en el delantal y en algunos rincones de la tabla. Por último se aproximó a la camella, a la que ordeñó extrayendo de sus flácidas ubres un chorrito de leche, que trató como si fuera oro, y amasó el gofio con una cuchara.
–Tome, padre... Si Dios quiere mañana habrá más.
***
Repicaba insistente una campana con un tañido lento, espaciado, como una llamada de reclamo, y desde esa misma campana, que se alzaba en lo más alto del torreón del castillo que dominaba el pueblo, se distinguía a los campesinos que iban acudiendo lentamente y con aire cansino.
Algunos llegaban en burro, otros en camello y la mayoría a pie, pero vinieran como vinieran, en todos se advertía una profunda desgana, como un convencimiento de que de nada servía reunirse o tratar de tomar cualquier decisión, puesto que mientras aquel cielo continuara sin mostrar una sola nube y no existieran esperanzas de lluvia todo resultaría inútil.
Transcurrió un largo rato hasta que el alcalde, que presidía la sesión observando como sus conciudadanos iban tomando asiento en los rústicos bancos del amplio salón del viejo castillo, hizo un gesto con el fin de que la escandalosa campana dejara de incordiar.
A su lado se acomodaba un hombre elegantemente vestido y cuyo aspecto y modales contrastaban con el suyo y con el de quienes habían ido llegando.
Los rostros de los asistentes ahora denotaban ansiedad y un profundo desconcierto, y entre los más derrotados destacaban Matías Curbelo, su esposa Gracia y, sus dos hijos, Ginés y María.
Cuando el último de los vecinos se hubo acomodado el alcalde aguardó a que cesasen los murmullos y ,por último, intentando mostrarse falsamente animoso, comenzó:
–¡Bien! Ya estamos todos, o sea que no perdamos tiempo. La situación es grave y lo sabemos, pero por suerte contamos con la inestimable ayuda de don Bartolomé Casabuena, que nos han enviado desde Tenerife.
–¡Pues como no tenga más influencia en el cielo que san Ginés!
–Ese ha sido Juan Leal, estoy seguro. ¿Dónde estás?
–Aquí.
Tanto el alcalde como don Bartolomé intentaron encontrarlo entre los asistentes, pero apenas consiguieron entreverlo dado que se encontraba en la última fila, semioculto por una columna que no permitía ver más que la mitad derecha de un rostro de rasgos firmes, expresión decidida, y un ojo de color grisáceo que brillaba con reflejos acerados.
–¿Por qué siempre tienes que protestar por todo?
–Porque estoy harto de promesas. Si el rey nunca se ocupó de los canarios, ¿a qué viene ahora este interés tan repentino?
El alcalde, al que se le notaba azorado por la presencia de Casabuena, fue a responder agriamente, pero este lo interrumpió con un gesto, indicando que sería él quien lo hiciera.
–Para La Corona, todos sus súbditos, sean castellanos, aragoneses o canarios, son iguales, pero por suerte o por desgracia sus dominios son tan extensos que no siempre se puede acudir con la debida rapidez donde hace falta. Ahora ha sabido de las necesidades de las islas y está dispuesto a poner remedio.
–¿Mandará barcos con agua? –inquirió una voz femenina.
–Eso resultaría muy costoso pero, ya que la montaña no va a Mahoma, haremos que Mahoma vaya a la montaña.
–¡Pues sí que estamos buenos! Lo que menos necesitamos ahora son moros.
–Mahoma no es un moro, señora. Fue un profeta que murió hace mil años. Hablaba en metáfora.
No cabe duda de que la palabreja impresionó a los rudos campesinos, que se observaron los unos a los otros como tratando de que el vecino les aclarase su significado, pero quien la había pronunciado no les dio tiempo a reaccionar:
–Dado que no podemos traer agua a donde están los canarios, llevaremos a los canarios adonde se encuentra el agua, y en Texas existen tierras inmensas, fértiles, de buen clima, con hermosos ríos, altos árboles y verdes praderas, en las que La Corona está dispuesta a asentar a familias de reconocida honradez y amor al trabajo.
Se hizo un silencio en el que todos se miraron de nuevo, impresionados por el ofrecimiento y por la desmesurada aventura que significaba abandonar sus hogares con el fin de iniciar un viaje sin regreso, hasta que les sorprendió una vez más la voz, ronca, sonora e inconfundible, de Juan Leal.
–¿Por qué? ¿Por qué de pronto nos ofrecen el paraíso tras cien años de olvido? ¿Dónde está la trampa?
Todos se volvieron, y don Bartolomé Casabuena pudo descubrir ahora, cuando el molesto personaje inclinó un poco el cuerpo desde detrás de la columna, que era tuerto del ojo izquierdo, aunque el derecho tenía tanta fuerza en sí mismo que casi se diría que valía por dos.
–La Corona no hace trampas, y quien lo insinúa se juega la cabeza.
–En ese caso, si fuera «La Corona» la que respalda el viaje, este se haría bajo su responsabilidad, con gastos a su cargo y garantías de que la tierra que se encuentre allí responde a lo prometido… ¿O no?
La pregunta, clara, directa e intencionada, desconcertó a don Bartolomé, que se volvió al alcalde como buscando ayuda ante la comprometida demanda, aunque resultó evidente que el buen hombre no podía serle de gran utilidad.
Por último, y tras carraspear nerviosamente, sacar una pequeña caja de plata y sorber una pizca de rape, asintió repetidamente y con excesivo convencimiento:
–¡Naturalmente! ¡Naturalmente! «La Corona», a través de su fiel súbdito, el marqués de San Miguel de Aguayo, en cuyos dominios se establecerían, se responsabiliza del viaje garantizando que el enclave es tal como acabo de describir.
El padre de María Curbelo, que había permanecido en silencio, sentado entre esta y su esposa, intervino alzando la mano:
–¿Está escrito en alguna parte?
El aludido lo observó con atención, observó luego al resto de los presentes, y por último inquirió:
–¿Alguien sabe leer? –Ante las lentas y sucesivas negativas, añadió, en tono despectivo–: En ese caso, ¿para qué quieren verlo por escrito. Lo digo yo, don Bartolomé Casabuena, Ilustrísimo y Excelentísimo Juez de Comercio con Las Indias en las islas Canarias por voluntad Real, y con eso basta1.
1 Con el fin de consolidar la presencia española en las recién descubiertas tierras americanas y ante el avance de los franceses desde Luisana, el rey Carlos III estableció en 1668 una Real Cédula, denominada «Tributo de Sangre», por la que concedía a los canarios el privilegio del comercio con América a cambio de enviar cinco familias por cada cien toneladas de mercancías.