Читать книгу El sueño de Texas - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 5

Оглавление

Capítulo II

La camella estaba muerta.

Se encontraba tendida en el centro del establo, observada por la totalidad de los miembros de la familia Curbelo, que se mostraban desolados, casi anonadados, contemplando el cadáver de la bestia como si se tratara del suyo propio, ya que el animal constituía la más preciada, y casi la única, de sus pertenencias.

No decían ni hacían nada, como si asistieran a un velatorio, y permanecieron así hasta que se escuchó el chirriar de los ejes de un carromato y al poco hizo su aparición Juan Leal, que chasqueando la lengua comentó con voz ronca:

–El dicho es viejo: «Si la camella muere sin remedio es hora de poner tierra de por medio».

–¿Y eso qué quiere decir?

–Que cuando ni las bestias soportan la sed, hay que emigrar –señaló hacia fuera–. En el carro tengo a la familia y en el puerto aguarda un barco. Ahora lo que importa es salvar a los muchachos.

–¿Abandonando Lanzarote?

–Lanzarote siempre estará aquí, y cuando llueva será el momento de regresar. Por lejos que vayamos, el camino no será más largo a la vuelta que a la ida.

–Creí que no te gustaba esa aventura.

–Y no me gusta… –Señaló con un gesto a la camella–. Pero esto es peor. ¿Se vienen?

Los Curbelo se consultaron con la mirada. Les aterrorizaba la idea de abandonar su hogar y su isla, pero alzaron el rostro al cielo, lanzaron una nueva ojeada a la bestia, sobre la que zumbaban millones de moscas, y tras intercambiar una larga mirada entre marido y mujer, el primero asintió convencido:

–Tiene razón, cristiano. Esto es peor. Nos vamos.

Hizo un gesto a sus hijos y todos se encaminaron a la salida, ante la sorpresa de Juan Leal, que inquirió un tanto desconcertado:

–¡Pero bueno! ¿Se van así, sin más? ¿No se llevan nada?

–Todo lo que tenemos, sed, hambre y recuerdos, nos los llevamos puesto. El resto son harapos.

–Hay algo que sí quisiera llevarme, padre –le interrumpió su hija–. La piedra de moler. Vayamos donde vayamos habrá millo, y sin «gofio» los canarios nunca seremos nada.

Matías Curbelo pareció comprender que tenía razón e hizo un gesto con la cabeza indicando a sus hijos que fueran a buscarla.

Desaparecieron en el interior de la cuadra y al poco regresaron cargando la piedra.

***

El Teide, blanco y majestuoso, se recortaba contra el cielo e iba ganando en tamaño a medida que la nave se aproximaba.

En la cubierta de la «San Telmo», una balandra pequeña, hedionda y miserable, se apiñaban medio centenar de infelices, que contemplaban con ojos, en los que se mezclaban el temor y la esperanza, la verde isla y el gigantesco volcán que se alzaba ante ellos.

María Curbelo, sentada sobre un rollo de cuerdas, tenía sobre el regazo a un niño que debía haber sufrido una pésima travesía, puesto que se le advertía pálido y ojeroso. Pese a ello, su voz se animó al inquirir:

–¿Qué es eso blanco que cubre la montaña?

–Nieve.

–¿Y eso qué es?

–Agua sólida.

–¡Tú eres tonta! ¿Cómo puede haber agua sólida?

–No lo sé, pero dicen que así es.

El chiquillo meditó largamente y al poco, con absoluta inocencia, aventuró:

–Y si es agua sólida, ¿por qué no nos la llevamos a Lanzarote? ¿Crees que los tomates crecerían si cubriésemos con ella los campos?

–Tampoco lo sé, pero a lo mejor por eso Tenerife se ve tan verde. –Tras unos momentos de duda añadió–: Pero no creo que nos dejasen quitarles su nieve.

–Si yo tuviera «agua sólida» no dejaría que nadie me la quitara.

–Parece que les sobra.

–¿Y no podríamos quedarnos? Tenerife se ve bonito.

–Aceptamos que nos llevaran a Texas y no nos dejarán quedarnos por el camino. Pero no te preocupes; América es aún más bonita.

El mocoso lanzó una larga ojeada a la enorme montaña y a las verdes laderas y por último negó convencido:

–Lo dudo.

***

En una amplia y destartalada sala que tal vez fuera la antigua capilla se amontonaban cuarenta o cincuenta emigrantes, entre hombres mujeres y niños, dado que ese era el hospedaje que se había proporcionado a las familias que se habían ido reuniendo a la espera del día del en que tuvieran que embarcar.

Las condiciones de vida eran ciertamente deplorables puesto que ni siquiera tenían camas sino tan solo colchonetas tiradas en el suelo, mientras que la separación entre las distintas familias se había hecho a base de raídas mantas que colgaban de cuerdas tendidas de una pared a otra.

Todo tenía el aspecto de un campo de refugiados, y los rostros mostraban desesperación y hastío, a la par que hambre.

En un rincón, no lejos de un semiderruido altar presidido por un deteriorado crucifijo, el padre Ruiz, un franciscano de aspecto bondadoso, había improvisado una especie de primitiva aula donde con ayuda de una rústica pizarra trataba de enseñar a los niños –y a los que no lo eran tanto– las primeras letras.

–¡A ver...! La eme con la i, mi. La eme con la o, mo. La eme con la u, mu…

La totalidad de los miembros de las familias Curbelo y Leal atendían a las explicaciones repitiendo la lección como niños y así continuaron mientras un sordo rumor les obligaba a alzar más y más la voz, hasta que de improviso y a través de los innumerables huecos de la techumbre, comenzaron a caer gruesas gotas, lo que hizo que Juan Leal alzara el rostro, al tiempo que exclamaba:

–¡Llueve! ¡Llueve! ¡Dios bendito; está lloviendo!

Como si semejante revelación fuera algo inaudito y portentoso, la mayoría de los hombres, mujeres y niños corrieron hacia la salida, dejando estupefacto al padre Ruiz, que se volvió hacia el único alumno –un hombretón de aspecto rudo– que no se había movido de su sitio.

–¿Pero qué ocurre? –quiso saber.

–Llueve.

–¿Y qué? ¿Es que nunca han visto llover?

–La mayoría no. Son lanzaroteños y está cayendo más agua en un minuto que en toda su isla en cinco años...

–Entiendo. ¿Y tú no vas a verlo?

–Yo soy gomero.

Fue a añadir algo pero se interrumpió al advertir que un niño entraba, recogía un cazo de latón, salía de nuevo y regresaba al instante con él lleno a rebosar.

–Padre… ¿lo que cae del cielo es del primero que lo coge?

–Sí, hijo, sí... Naturalmente.

El chiquillo se encaminó directamente al crucifijo y colocó el cacharro a sus pies.

–En ese caso, pídale que lo convierta en nieve.

El desconcertado religioso se aproximó al rapazuelo y, colocándole la mano en el hombro, inquirió:

–¿Qué has dicho?

–Que convierta el agua en nieve. No se la estoy quitando a nadie, y me la llevaré a Lanzarote cuando vuelva.

–Pero bueno, hijo, eso no es tan sencillo; el agua no se convierte en nieve así, sin más.

Se interrumpió porque advirtió que se le estaban mojando los pies debido a que por la puerta penetraba agua a raudales empapando los colchones y amenazando con transformar la estancia en una piscina.

–¡Pero bueno…! ¿Qué es esto?

Corrió a la salida y lo que vio le dejó estupefacto; el enorme patio del convento semejaba un inmenso estanque en el que medio centenar de mujeres y niños chapoteaban bajo la lluvia mientras los hombres corrían de un lado a otro afanándose en taponar los desaguaderos con piedras, sacos y todo cuanto encontraban a mano.

–¡Que se va…! ¡Que se va!

–¡Allí, Juan! Por aquel agujero.

–En la esquina, Torano. Trae piedras, que se marcha.

–¿Pero qué demonios hacéis? –se horrorizó el pobre cura–. ¿Os habéis vuelto locos? ¡Lo vais a inundar todo!

Quiso apartar a los dos hombres que tenía más cerca quitando la piedra que cubría el desagüe, pero trataron de impedírselo.

–No lo haga, padre, que es agua. ¡Es agua!

***

María Curbelo descendía por un empinado camino con un pesado haz de leña en la cabeza.

A sus espaldas se perfilaba la inmensa silueta del Teide y al doblar un recodo distinguió una pequeña casa de piedra ante cuya puerta una anciana sentada tras una rústica mesa se afanaba desgranando maíz por el sencillo procedimiento de frotar una mazorca contra otra.

La muchacha aspiró profundamente el aroma que manaba de la chimenea y se detuvo al tiempo que señalaba las piñas que se encontraban en un cesto, todas idénticas y repletas de granos.

–¡Qué lindo luce ese millo, cristiana! Nunca vi otro tan limpio y tan parejo. ¡Enhorabuena!

–¡Gracias, mi niña! Todo el mundo sabe que el millo de seña Eufrasia es el mejor de las islas.

–¿Y cómo lo consigue?

–Eso es secreto; un secreto que tan solo le dejaré a mi nieta cuando llegue el momento.

–¡Lástima! Me hubiera gustado llevarme esa clase de millo a Texas.

Se dispuso a continuar su camino, pero apenas hubo dado unos pasos, la anciana lo detuvo con un gesto.

–¡Espera! ¿No serás de los que se llevan a las Américas?

–Vivimos ahí abajo, en el convento viejo.

–¿Y estáis pasando tanta hambre como dicen?

–¡Más!

–En ese caso te daré un saquito de «gofio» pa los muchachos.

–No, gracias, cristiana. No aceptamos limosnas, pero si me regala unas semillitas, y me dice cómo tengo que hacer para conseguir ese millo allá en Texas, siempre nos acordaríamos de usted. Y tan lejos no podríamos hacerle la competencia.

La buena mujer meditó mientras la observaba de hito en hito y por fin sonrió con sus dos únicos dientes.

–¡Lindo pico tienes, niña! Y «espabilá» que eres...

–La necesidad, que aprieta.

–¿Si te doy las semillas te acordarás de seña Eufrasia?

–Como María Curbelo que me llamo que todo el mundo lo conocerá como «El millo de Seña Eufrasia». La haré famosa en América.

–Carajo que eres lista y zalamera. ¡Ven pacá!

La muchacha obedeció y la vieja metió mano en el recipiente que tenía a su lado, extrajo dos puñados de semillas y los depositó en el pañuelo que la lanzaroteña se había apresurado a quitarse de la cabeza.

–Las tienes que plantar cuando haya llovido tanto que el dedo se te hunda por completo, de amanecida, sola, y rezando cada vez un padrenuestro. Y al acabar te arrodillas en mitad del campo, de cara al sol, con los brazos en cruz y le ofreces la cosecha al santo del lugar.

–¿Qué santo tienen en Texas?

–¿Y cómo quiere que lo sepa? Alguno habrá. Y si no te llevas de aquí el que más te guste. Al fin y al cabo, todos son buenos.

***

En el lujoso comedor de pesados muebles, enormes candelabros, vajilla de plata y larga mesa por la que se desparramaban toda clase de viandas, se encontraban reunidos media docena de hombres que escuchaban atentamente a su anfitrión, don Bartolomé de Casabuena, que presidía la reunión y hablaba con la voz fatua y engolada de quien vive convencido de estar en posesión de la verdad.

Dos criadas servían en silencio, aunque parecían no perder detalle de cuanto se decía.

–En lo que se refiere al posible despoblamiento de las islas no comparto su preocupación, visto que estos campesinos se reproducen como conejos –por algo en Lanzarote les llaman «conejeros»–, y a la vuelta de unos años habrá tantos mocosos hambrientos correteando por ahí que no sabrán qué hacer con ellos.

El hombre al que se ha dirigido, un gordinflón elegante y muy enjoyado, sorbió con estudiada delicadeza un poco de vino para dejar a continuación la copa sobre la mesa y responder:

–Es posible, pero a corto plazo, ese injusto «Tributo de Sangre» que se nos obliga a pagar a los canarios nos priva de una mano de obra imprescindible. No necesitamos mocosos hambrientos, sino hombres fuertes. ¿No es cierto, Quintero?

El mencionado Quintero, sin duda otro terrateniente, asintió y fue a decir algo, pero Casabuena lo interrumpió con un gesto autoritario al tiempo que señalaba, visiblemente molesto:

–En primer lugar, recuerden que ese término, «Tributo de Sangre», ofende a La Corona y no debe ser pronunciado, y menos en mi casa. En segundo lugar, tengan en cuenta que todo tiene un precio, y si no fuera por esa «contribución voluntaria» de algunas familias, las islas no disfrutarían de un trato preferencial en su comercio con las Indias.

–¿Pero por qué a otras regiones no se les exige ese precio? Esas son las cosas que hacen que los canarios nos sintamos como si no fuéramos totalmente españoles sino tan solo una especie de «colonia menor». Cinco familias por cada cien toneladas de mercancía se me antoja un precio abusivo.

–¿Preferiríais abonar tres mil reales?, porque esos tres mil reales saldrían directamente de vuestras bolsas. Y con ese dinero se pueden pagar muchos jornales.

–¡No, desde luego que no! Desde ese punto de vista el trato nos conviene, pero el pueblo se queja.

–El pueblo siempre se queja, amigo mío. ¡Siempre! Lo lleva en la sangre y si le escucháramos pronto exigiría limitar el trabajo a doce horas diarias. ¿A dónde iríamos a parar? Nuestro común amigo el Pagador Real, que entiende de números, podría decírnoslo.

El citado Pagador Real, un hombre flaco, de expresión avinagrada y aire de chupatintas, hizo ademán de querer meter baza, pero en esos momentos se escucharon voces airadas, golpes y amenazas, y al poco la puerta se abrió bruscamente e hizo su aparición Juan Leal, que observó la escena con su único ojo brillando de ira.

Casabuena se puso en pie de un salto:

–¡Pero bueno! ¿Cómo se permite irrumpir así en mi casa?

–Me lo permito porque en el convento hay niños que se mueren de hambre y llevo dos semanas aguardando a que me conceda audiencia. Tenemos enfermos, nadie se ocupa de ellos y eso no es lo que se nos prometió.

–Yo no prometí nada.

–Prometió que las necesidades del viaje correrían por cuenta de La Corona, y comer es una necesidad. ¿O no?

–Supongo que sí, pero le advertí que se haría a través del marqués de San Miguel de Aguayo, a cuyos territorios están asignados. Él es quien tendrá que compensarlos en su día.

–¿Compensarnos? ¿Por qué? ¿Por los muertos? El viaje durará meses y nadie vivirá para cobrar semejante compensación. Necesitamos comer aquí, no en Texas.

–Ese es un problema que no me atañe y queda fuera de mis atribuciones, pero aquí el Pagador Real puede atestiguar que no existe presupuesto para el caso.

–Ni un solo real ha sido asignado a ese respecto.

Juan Leal los observó uno por uno, pareció comprender que no iba a encontrar la ayuda que buscaba, pero al fin señaló, convencido:

–¡De acuerdo! Hagan lo que quieran, pero si mañana no empiezan a darles de comer, ni una sola de esas familias embarcará rumbo a América.

–Se comprometieron a ello y la justicia les obligará.

–Se desparramarán por la isla y perderán más tiempo y dinero buscándolos que dándoles de comer. –Hizo una larga y significativa pausa antes de añadir–: Y no creo que al rey le guste saber que se los trata como a criminales cuando lo único que hicieron fue confiar en su palabra.

Abandonó la estancia con paso firme, dejando a los presentes desconcertados, y al fin fue el orondo Abreu el que comentó, no sin innegable mala intención:

–Feo problema se le presenta, Bartolomé; ese hombre tiene razón. Y muchos cojones.

***

Los niños jugaban en el gran patio central, las mujeres remendaban la harapienta ropa, los hombres charlaban, tomaban el sol o paseaban por el claustro con aire de hastío, y en todos los rostros se advertía angustia, hambre y el tremendo malestar que significaba el estar encerrados.

Al poco en el portón hizo su aparición un criado que conducía del ronzal a un escuálido caballejo cargado con dos sacos, y ante la curiosidad general fue a detenerse en mitad del patio gritando:

–¿Quién es Juan Leal?

El aludido abandonó el grupo de hombres con los que discutía en voz baja y se acercó con presteza:

–¡Yo! ¿Qué ocurre?

–Mi amo, don Bartolomé de Casabuena, le envía los víveres que pidió.

Juan Leal abrió los sacos y estudió su magro contenido antes de replicar francamente indignado:

–¿Esto? ¿Acaso cree ese miserable que con dos sacos de gofio va a matar el hambre de tanta gente? Necesitamos carne, queso, pescado, tocino... ¡Algo que alimente!

–También le envía el caballo.

–¿El caballo? ¿Y qué carajo quiere que hagamos con el caballo? ¿Comérnoslo?

–Para eso lo he traído.

Matías Curbelo, que se había aproximado a formar corro en torno a ellos al igual que la mayoría de los colonos, repitió horrorizado:

–¿Comernos el caballo? ¿Es que se ha vuelto loco?

–Los franceses aseguran que su carne es muy buena.

–¡Pues que lo mande a Francia! La primera vez que veo un caballo y pretenden que me lo coma. ¡Maldito hijo de puta!

–Sin insultar, que mi amo es gentilhombre de cámara del rey. Me dijeron que les entregara esto y ya cumplí. Si quieren comerse el caballo, se lo comen, y si no lo ponen a tirar de un carro, pero a fe mía que incluso levantar las patas le cuesta trabajo.

Dio media vuelta y desapareció por donde había llegado dejándolos a todos absolutamente desconcertados.

Un par de hora más tarde, y mientras caía la noche, algunas luces comenzaron a encenderse y la totalidad de los colonos se encontraban sentados en las escalinatas, observando en silencio al pobre rocín que, justo en el centro del patio, se entretenía en rumiar los hierbajos que crecían entre las losetas, y de tanto en tanto alzaba sus enormes y tristes ojos contemplando indiferente a quienes lo contemplaban a su vez.

Otro par de horas más tarde se escucharon gritos desgarradores.

–¡Los jamones! ¡Los jamones! ¡Ay, señor, los jamones!

La enorme bodega aparecía repleta de barricas de vino, quesos, chorizos que colgaban del techo, patatas puestas a secar, maíz, sacos de azúcar y toda clase de víveres, mientras en la escalera continuaban resonando los gritos del cocinero:

–¡Los jamones!

–¿Pero se puede saber qué diablos ocurre?

Al poco hizo su aparición un orondo cocinero, arrastrando tras de sí a don Bartolomé de Casabuena, que vestía camisón y un gorro de dormir, y lo condujo a través de la bodega hasta un punto en el que el mustio caballo los observaba colgado por cinchas que lo sujetaban bajo el vientre en el lugar que deberían ocupar los jamones.

–¡Esto es lo que ocurre!

–¡Dios bendito! ¡Mis jamones!


El sueño de Texas

Подняться наверх