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Capítulo III

Los isleños dormían bajo la luz de pequeñas lamparillas distribuidas en la inmensa estancia, cuando se escucharon ruidos, la puerta se abrió, y una voz ronca y autoritaria grito estentóreamente:

–¡Todos en pie! ¡Nos vamos!

Los rostros de los emigrantes denotaban sorpresa, miedo, sueño, e incluso una cierta esperanza, y uno tras otro fueron apartando las mantas o abandonando sus jergones mientras se interrogaban entre sí.

–¿Pero qué es esto?

–¿Qué pasa?

–¿Por qué nos despiertan a estas horas?

–¿Es cierto que nos vamos? ¿Así, de improviso?

El recién llegado no cesaba de dar órdenes zarandeando a quienes tenía más cerca.

–¡Arriba, arriba! Quien no tenga sus cosas listas dentro de diez minutos tendrá que dejarlas aquí.

Juan Leal, que había sido el primero en vestirse, se le encaró decidido:

–¿Se puede saber a qué viene tanta prisa? Llevamos semanas esperando y ahora estas urgencias. ¡No lo entiendo!

–Tenemos que zarpar dentro de dos horas.

–¿De noche? ¿Por qué?

–Una flotilla de corsarios franceses navega hacia aquí, y si no zarpamos antes de que llegue no nos iremos nunca.

–¡Corsarios franceses! –sollozó una mujer–. ¡Santo cielo! Nos matarán a todos.

No cabe duda de que la noticia impresionaba y horrorizaba a los desconcertados emigrantes, que se contemplaban y cuchichean presas del pánico.

–¡Corsarios! Los corsarios son piratas, y nadie nos había hablado de piratas.

–Yo no me embarco si hay piratas cerca; violan a las mujeres, cortan en pedazos a los niños y arrojan a los hombres a los tiburones.

El intruso alzó los brazos pidiendo calma, y como nadie parecía hacerle caso acabó por subirse a una mesa.

–¡Silencio! No tengan miedo. ¡Escúchenme! ¡Silencio, coño!

Poco a poco el rumor de voces y la agitación se fue calmando, con lo que consiguió imponerse.

–Nadie ha dicho que haya piratas cerca. Tan solo que tenemos noticias de que un grupo de naves corsarias han sido avistadas muy lejos y probablemente se encaminen a las Canarias. Precisamente por eso, y mirando por su seguridad, es por lo que tenemos que zarpar esta misma noche. Les llevaremos tres días de ventaja.

Todos dudaban evidentemente preocupados, y por último se volvieron a Juan Leal, que al parecer se había convertido en su líder.

–¿Tú qué opinas? ¿Deberíamos volvernos a casa y olvidar esta absurda aventura?

El demandado meditó unos instantes, ya que la responsabilidad que estaban echando sobre sus hombros se le antojaba excesiva, observó los ansiosos y famélicos rostros de sus compañeros, y por último respondió:

–Si no nos vamos ahora nos devolverán a Lanzarote, donde puede que no llueva en otros sietes años. Pronto nacerá mi primer nieto y quiero que nazca en una tierra donde le espere un futuro mejor que esta eterna miseria. No obligo a nadie, pero yo y los míos nos vamos. Al igual que Curbelo, mi único equipaje es la esperanza, y siempre la llevo puesta.

***

La nieve que cubría el Teide parecía de oro por los reflejos que extraía la primerísima luz de la mañana y se diría que ese brillo se reflejaba en el fondo de los ojos de María Curbelo, que observaba entre fascinada y nostálgica la hermosa silueta del inmenso volcán que iba quedando atrás a medida que el viejo y cochambroso navío se alejaba renqueando, crujiendo y lamentándose.

Permaneció quieta y pensativa, hasta que advirtió que ante sus ojos había aparecido una balanceante jaula en cuyo interior se encontraba un pájaro amarillo y se volvió a observar al padre Ruiz, que era quien se había colocado a su lado y le mostraba la jaula.

–¿Qué es…? –quiso saber.

–Un encargo que te traslado.

–¿Un encargo?

–¡Exactamente! Por lo visto, su Excelencia el marqués de San Miguel de Aguayo, a cuyos territorios vamos, colecciona aves exóticas y ha pedido un canario. Casabuena me rogó que se lo llevara, y visto que el rebaño de mis ovejas es ya muy nutrido, te quedaría muy agradecido si lo cuidaras.

–Con mucho gusto, padre. ¿Cómo se llama?

–De momento «pajarito», pero puedes bautizarlo a tu gusto.

La muchacha meditó seriamente y por último respondió, con absoluta naturalidad:

–Se llamará Maximiliano Alejandro Gustavo Federico de Teguise y Taganana.

–¿No se te antoja demasiado nombre para tan poco bicho?

–Tal vez, pero tenga en cuenta que somos gente tan humilde que ni siquiera tenemos derecho a nombres largos. Todos somos Juan, Pedro, Matías, María, Ambrosia o Jacinta. El presupuesto de los pobres no da ni siquiera para nombres sonoros, pero este canario está destinado a la colección de un marqués y por lo tanto debe tener un nombre digno de tal rango. –Sonrió al tiempo que señalaba con un ademán el mar abierto–: ¿Cree que nos atacarán los corsarios?

–¿Corsarios? ¡Qué corsarios ni qué porras! Por aquí no hay corsarios; lo que ocurre es que ese sinvergüenza de Casabuena se dio cuenta de que si descubríamos el estado en que se encuentra esta pocilga nadie embarcaría. Por eso nos metieron en ella de noche y a toda prisa. Pero ya le escribirá yo una buena carta el rey cuando lleguemos a Cuba. ¡Se le va a caer la peluca!

–¿Realmente cree que llegaremos a Cuba?

–Seguro porque, como dice el dicho, «El sol de los canarios duerme en Cuba pero les despierta recordándoles que pasó la noche en las faldas del Teide».

–¿Y eso qué significa?

–Que Cuba y Canarias están casi en la misma latitud. Para ir basta con observar dónde se pone el sol, y para volver, por dónde sale. No tiene pérdida. –Con un amplio ademán del brazo señaló hacia proa–. ¡Todo recto!

–Dicho así parece fácil.

–Tan solo hay una cosa en verdad difícil en esta vida, hija: aquello que no se desea conseguir. Lo demás es cuestión de tiempo. Y ahora te dejo porque soy un pastor que tiene que ocuparse de un rebaño de ovejas que se marean como cabras. ¿Cuidarás de Maximiliano Alejandro Gustavo Federico de Teguise y Taganana?

–Como si se llamara Pepe.

***

Un sol de fuego se encontraba en su cénit y lanzaba sus inmisericordes rayos sobre un mar que semejaba una balsa de aceite en la que flotaba el velero, flácidas las lonas, quieto y como muerto pues no corría ni un soplo de viento y se diría que el océano se había convertido en plomo derretido.

Todos los pasajeros habían subido a cubierta con el fin de aspirar ansiosamente un aire ardiente mientras el mar se mantenía absolutamente inmóvil.

Sudaban los cuerpos y se leía desesperación en los rostros, que observan ansiosos al oficial que portaba un cubo y que iba entregando una miserable ración de agua a cada emigrante.

–No se la beban de golpe. Raciónenla. Nos cogieron las calmas y no sabemos cuánto tiempo pueden durar.

–¿Y por qué nos cogieron las calmas? –inquirió Matías Curbelo–. Si el capitán supiera su oficio esto no habría ocurrido.

–Nadie puede predecir las calmas.

–Un buen marino, sí. Debería haberse desviado hacia el sur.

–¿Sabe mucho de barcos?

–No. Pero sí de vientos, y en esta época del año nunca soplan hacia el oeste.

–¿Y qué quiere que yo le haga? Fue don Bartolomé de Buenacasa, Casabuena, o como coño quiera que se llame, quien insistió en que emprendiéramos el viaje. ¡Vaya a reclamarle a él!

Pero ni don Bartolomé ni nadie tenía influencia en lo que se refería al viento y esa noche, un sordo rumor, como un lamento profundo e indescriptible que surgía de las tinieblas, obligó a abrir los ojos a cuantos dormían en cubierta observándose entre sorprendidos y atemorizados.

–¿Qué es eso?

–¿De dónde viene ese hedor?

Se destacó de improviso una leve claridad que se reflejaba en el agua y casi al instante resonó una campana, a la par que una voz de claro acento extranjero inquirió:

–¡Ah del barco! ¿Quién navega a estribor?

Desde popa un oficial respondió haciendo bocina con las manos:

–«El Santísima Trinidad», con pasajeros y carga con destino a La Habana. ¿Quién navega a babor?

–«El San Juan», con cargamento humano con destino a La Habana.

Inmediatamente el padre Ruiz dio un salto, se aproximó a la borda y aulló fuera de sí:

–¡«San Juan»! ¡Hijos de puta! ¿Cómo os atrevéis a ponerle el nombre de un santo a un barco negrero? ¡Malnacidos! Así os condenen a navegar eternamente en el infierno. Yo os maldigo en el nombre del Señor.

–¡Anda y que te jodan!

–Desgraciados traficantes de carne humana. ¡Malditos! ¡Mil veces malditos!

Se diría que el pobre hombre estaba a punto de lanzarse al mar y nadar hacia el navío, por lo que tuvieron que sujetarlo pues su furia resultaba incontenible.

Poco a poco la luz se fue diluyendo, los lamentos se perdieron en la distancia, y todo cuanto quedó fueron la noche y la voz del religioso:

–¡Sucios negreros! Os odio. Que Dios me perdone cuánto os odio.

Rompió a llorar sin consuelo mientras los emigrantes lo contemplaban impresionados.


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