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Capítulo IV

Los ansiosos rostros de la mayoría de los emigrantes brillaron con una luz de esperanza, visto que los primeros rayos del sol iluminaban una costa muy verde en la que destacaba la dorada línea de anchas playas cuajadas de palmeras.

–¿Cuba?

–Cuba. Te dije que llegaríamos y hemos llegado. El sol nos trajo.

–Pues el viento podría haberle echado una mano –se lamentó María Curbelo.

Juan Leal, que se encontraba cerca, se volvió y sonrió casi por primera vez durante el viaje mientras su único ojo brillaba.

–¡No te quejes! Tienes toda una vida por delante. A mi edad perder casi dos meses sí que es perder mucho, pero al fin estamos aquí.

–Esto no es más que la mitad del camino –le recordó el religioso–. Lo verdaderamente difícil empieza ahora.

Quiso añadir algo, pero se interrumpió porque María reclamaba su atención señalando un punto ante la proa.

–¿Qué es aquello? Parece un cuerpo.

Todos prestaron atención al punto al que se iban aproximando y poco a poco fue quedando claro que se trataba del cuerpo de una mujer que flotaba boca abajo.

Al pasar junto a ella, el padre Ruiz hizo la señal de la cruz, pronunciando unas palabras en voz baja, y todos se persignaron quitándose respetuosamente el sombrero.

Pero el cuerpo aún no había alcanzado la popa del navío, cuando alguien gritó:

–¡Allí hay otro! Y otro más lejos.

Efectivamente, ante los asombrados ojos de los canarios hizo su aparición un rosario de cadáveres que formaban una interminable cadena que parecía querer marcarles el rumbo.

–¿Pero qué diantres significa…? ¿Un naufragio?

–Tal vez el barco de anoche se hundió. Iba cargado de esclavos.

El padre Ruiz, al que se advertía profundamente abatido, negó con firmeza:

–¡No! No se hundió. Es que al saber que están llegando a Cuba arrojan al mar a los enfermos y los débiles.

–¿Que los arrojan al mar? ¿Pero por qué?

–Porque cobran más por el seguro que por un esclavo en malas condiciones. Aguardan hasta el último momento, y a los que saben que no van a alcanzar un buen precio los tiran por la borda.

–¡Pero eso es una canallada! ¡Un crimen sin nombre!

–Si que tiene nombre: «esclavitud». El camino que conduce a Cuba está señalado por los miles de infelices que están siendo sacrificados en el camino, pero algún día se alzarán contra nosotros. Su venganza será terrible y no tendremos derecho a quejarnos.

***

Un negro aulló:

–¡Viva Cuba libre!

Alguien le golpeó, se organizó un tremendo alboroto, y al fin lo arrojaron a la calle, con lo que la normalidad volvió a la taberna en la que hombres y mujeres de todos los colores y nacionalidades reían, cantaban, bebían y alborotaban en un ambiente enloquecido que Juan Leal, Matías Curbelo, Alfonso Chiscano –que se había unido al grupo en Tenerife–, y el siempre silencioso Torano Fajardo –que a pesar de ser pescador también había decidido emigrar–, observaban con gesto embobado, ya que aquel era un mundo nuevo cuya existencia jamás hubieran sospechado.

Se habían sentado en torno a una mesa un tanto apartada del resto y que se encontraba presidida por los hermanos César y Martín Armas, dos chicarrones inmensos, juerguistas y pendencieros, que se apresuraban a rellenar los vasos vacíos:

–¡Venga! Que no decaiga la alegría. Todo corre por nuestra cuenta porque hace años que no venía ningún conejero.

–Deberíamos volver a casa. Mi mujer…

–Tu mujer acaba de dar a luz a un hijo precioso y se encuentra estupendamente. Anímate.

–Pero yo…

–¡No hay pero que valga! Habéis pasado meses en ese mar de todos los infiernos y tenéis que poner el cuerpo en forma. –Se volvió a Torano Fajardo–. ¿A que a ti te gustaría pasar un rato con la mulatita del vestido rojo?

–¡No provoques al muchacho! –le recriminó Juan Leal–. En Lanzarote no se ven estas cosas.

–Pues no saben lo que se pierden. Las mulatas son lo mejor que ha producido América. Mejor que el oro, el maíz, el café o el cacao. Son la verdadera sangre de estas islas, y quien no se ha acostado con una mulata no sabe lo que es vivir…

Se interrumpió porque la puerta se abrió violentamente y el negro –que se encontraba visiblemente borracho– hizo de nuevo su aparición para volver a gritar estentóreamente:

–¡Viva Cuba libre!

Cinco o seis parroquianos se lanzaron sobre él propinándole otra paliza y, tomándolo por los brazos y los pies, lo balancearon y lo arrojaron a la calle sin el menor miramiento.

La mayoría de los asistentes reía, pero pronto se olvidó el incidente por lo que Martín Armas llamó con un gesto a la mulata del vestido rojo entregándole unas monedas.

–Llévate a mi amigo y enséñale lo que sabes.

–¿Todo?

–No pido milagros; lo que puedas enseñarle en una noche.

La muchacha aferró a Torano Fajardo por la mano y lo arrastró escaleras arriba, ya que resultaba evidente que el pobre hombre se encontraba bastante afectado por el exceso de alcohol. Cuando ya estaban a punto de llegar a lo alto, la puerta se volvió a abrir y el incombustible negro gritó por tercera vez:

–¡Viva Cuba libre!

Vasos, platos, botellas, cubiertos y toda clase de objetos volaron en su dirección. Una de las botellas le alcanzó en plena frente y el desgraciado cayó como fulminado por un rayo, quedando tendido en el suelo mientras en el local se reiniciaban las risas y el alboroto.

***

El sol era fuego y el calor resultaba insoportable, pero la casi totalidad de los canarios se afanaban cortando cañas mientras las mujeres y los niños las recogían cargándolas en los carromatos.

El trabajo resultaba agotador, pero lo llevaban a cabo con tanta alegría que incluso cantaban tratando de animarse los unos a los otros.

Al cabo de un rato, Matías Curbelo decidió tomarse un descanso, se dirigió al lugar en el que Torano Fajardo se encontraba junto a un cubo con agua, y tras secarse el sudor bebió largamente antes de comentar:

–¿Duro, eh?

–Mucho, pero se agradece después de tanto tiempo sin hacer nada.

–¿Te imaginas que en Lanzarote tuviéramos estos campos y tanta agua?

–En Texas los tendremos.

–¿Pero cuándo llegaremos…? Se diría que nadie sabe qué hacer con nosotros.

–Creo que la semana que viene embarcaremos para México. De allí a Texas no hay más que un paso.

–Los pasos aquí son de gigante. Todo es inmenso. ¿Sabías que el mundo era tan grande?

–¡Ni idea! ¡Pero hay tantas cosas que no sé!

–¿Qué te enseñó la mulatita de la otra noche?

–No lo sé.

–¿Cómo que no lo sabes?

–Como que no. En cuanto caí en la cama me quedé dormido. –Asintió una y otra vez con la cabeza antes de añadir–: Eso sí; aprendí que cuando vas a casa de las señoras putas no debes beber porque pierdes el tiempo y el dinero. El sábado volveré, pero sereno.


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