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Capítulo 52

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Serían las diez y media de aquella misma mañana, es decir, una hora después de los sucesos que acabamos de narrar cuando Amaury se apeaba de su caballo a la puerta del doctor Avrigny, en el mismo instante en que también se detenía ante ella ti coche de Antoñita.

La joven, al ver a Amaury que le ofrecía la mano para ayudarla a echar pie a tierra, no fue dueña de contener un grito de alegría, al mismo tiempo que sus pálidas mejillas, se teñían de un vivo rubor.

—¡Amaury! ¡Usted aquí! ¡Dios mío! ¡Qué pálido viene! ¿Está usted herido?

—No, Antoñita; tranquilícese usted—contestó Amaury.—Nadie ha resultado herido: ni Felipe ni yo…

—¿Cuál es, pues, la causa—interrumpió Antoñita—de ese aire tan sombrío y tan meditabundo?

—Tengo que hablarle a su tío de asuntos muy importantes.

—¡Ay! También yo… —dijo Antonia suspirando.

Subieron en silencio y precedidos por José entraron en la estancia donde el doctor los aguardaba.

Al verle no fueron dueños de reprimir un ademán de sorpresa y cambiaron una mirada llena de secretos temores. ¡Le encontraban tan ajado, tan decrépito!…

Pero él estaba tan tranquilo como ellos alarmados.. El que iba a abandonar este mundo se disponía a hacerlo con júbilo, y en cambio estaban tristes los que aquí quedaban.

—¡Por fin veo a mis hijos!—exclamó besando en la frente a Antonia y estrechando la mano a Amaury.—¡Cuán impaciente estaba y qué grande es ahora mi satisfacción por la dicha que el Cielo me depara! Quiero que unos a otros nos consagremos este día y no nos separemos hasta la noche… Pero, ¿qué pasa?; ¿a qué viene ese aire tan contristado?… ¿Será por verme próximo ya a terminar mi viaje?

—¡Oh! Pensamos conservarle aún mucho tiempo—respondió Amaury, sin acordarse de que hablaba a un hombre distinto de los demás.—Pero yo tengo que hablarle de cosas muy importantes y creo que también Antoñita quiere hablar con usted de algún asunto grave.

—¡Muy bien! Pues aquí estoy—repuso el señor de Avrigny, revistiendo de seriedad su semblante y mirándoles con cariñoso interés.—Tú, Amaury, siéntate en esa silla, a mi derecha, y tú, Antoñita, ocupa esa butaca a este otro lado. ¡Ajajá! Ahora, vengan las manos. ¿No es verdad que estamos muy bien así, con un tiempo tan hermoso, bajo un cielo tan puro, y a dos pasos de la tumba de nuestra inolvidable Magdalena?

Los dos jóvenes miraron instintivamente hacia el cementerio como queriendo pedir a aquella tumba el valor que les faltaba; pero ambos guardaron un religioso silencio.

—¡Ea!—dijo el doctor.—Ya escucho. Comienza tú, Antoñita.

—¡Pero, tío!… —suplicó la joven con embarazo.

—Ya comprendo, Antoñita—repuso Amaury, abandonando su asiento.—Perdone usted; me retiro.

Y salió del aposento, acompañado por una afectuosa mirada del doctor, sin que Antonia, muy ruborosa y turbada, intentase detenerle.

—Ya estamos solos, hija mía; puedes, pues, hablar. ¿Qué quieres?—dijo el señor de Avrigny tan pronto como hubo salido Amaury.

—Tío mío—respondió Antoñita con voz temblorosa y sin alzar la vista para mirar al doctor.—Siempre le he oído decir que deseaba verme unida a un hombre cuyo amor me hiciese dichosa. Mucho tiempo he vacilado antes de hacer mi elección, pero al fin me he decidido. No se trata de una proporción brillante, pero estoy segura de ser amada y de que sabré cumplir sin esfuerzo con mis deberes de esposa. Usted conoce muy bien al hombre que he elegido por marido: es… —prosiguió Antoñita con voz ahogada lanzando una furtiva mirada al sepulcro de Magdalena como si quisiera pedirle aliento para hacer tal confesión,—es… Felipe Auvray.

Mientras hablaba Antonia, contemplábala el doctor sin querer interrumpirla; pero entreabría sus labios una benévola sonrisa y parecía tentado a hacerle alguna advertencia.

—¡Conque, Felipe Auvray!—repitió después de un momento de silencio.—¿A ése eliges entre todos los jóvenes que te rodean?

—Sí, tío; él será mi esposo—continuó Antoñita, bajando aún más la voz.

—Pero, si la memoria no me es infiel, tú has dicho muchas veces que no podían tomarse en serio sus pretensiones, y hasta se me figura que te tenían sin cuidado las torturas que le hacías sufrir con tus desdenes.

—Así es, tío mío; pero de entonces acá he cambiado de opinión, y esa constancia y esa abnegación de un amor sin esperanza me ha enternecido hasta tal punto que…

Antoñita se interrumpió como si tuviese que hacer un gran esfuerzo para acabar la frase, y por fin, dijo:

—… estoy decidida a ser su esposa.

—Está bien, Antoñita—dijo el señor de Avrigny, y puesto que ésta es tu resolución…

—Sí, padre mío, ésa es mi resolución inquebrantable—contestó la joven pugnando en vano por contener los sollozos que la ahogaban.

—Hágase tu voluntad, hija mía… Ahora, déjame un momento a solas para que entre Amaury, que también parece que tiene que decirme algo importante. Ya te llamaré después.

Y el doctor despidió a su sobrina estampando un prolongado beso en su frente virginal.

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