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Los nuevos ricos

Según los expertos en la vida disoluta, solo se puede decir que una fiesta ha sido buena de verdad cuando al final acaba viniendo la policía. Los libertinos de las novelas de Sade, aficionados a las pasiones criminales, irían más lejos y dirían que en toda orgía que se precie alguien debe acabar muerto. Y si no, que se lo cuenten a Fatty Arbuckle.

Roscoe «Fatty» Arbuckle (1887-1933) fue una de las primeras encarnaciones del sueño de Hollywood. De extracción humilde, una carrera meteórica en la meca del cine le hizo pasar de ayudante de fontanero a estrella multimillonaria en cuestión de meses. Se convirtió en rey del slapstick, el subgénero de comedia que tradujo al celuloide la vieja tradición anglosajona de los espectáculos de marionetas de Punch y Judy: una sucesión de golpes, caídas y tartas aplastadas en la cara. Con estos recursos, las productoras conquistaron al gran público, cerril y adocenado, siempre dispuesto a hacer mofa de la desgracia ajena y de los risibles otros: los paletos, los maricas y los gordos. ¿Quién mejor que Arbuckle, el simpático gordinflón, para asumir el rol de bufón universal y recibir todos los golpes? Para mayor escarnio, le concedieron el apodo de «Prince of Whales», que encajaba con humor. ¿Cómo no iba a sonreír, si con la tontería se embolsaba un millón de dólares anuales?

Pues bien, en septiembre de 1921 el alegre gordito montó una juerga en un hotel de San Francisco, sobradamente surtido de alcohol de contrabando (recordad que es la época de la Ley Seca), de joy powder («polvo de la alegría», que es como llamaban aquellos pillines a la cocaína) y de mujeres de vida alegre (la diferencia entre prostituta y aspirante a actriz era particularmente difusa en aquellos tiempos). Virginia Rappe era una de ellas. No se sabe a ciencia cierta qué es lo que pasó allí realmente, pero el caso es que, tras veinticuatro horas de farra, la suite estaba como si hubiera caído un obús. Rappe, con su vestido rasgado y su ropa interior hecha jirones, perdió la vida a consecuencia de los excesos con las sustancias y de desgarramientos en el útero; según una de las versiones de lo sucedido, Arbuckle iba tan colocado que no podía mantener la erección, de modo que se le había ocurrido penetrarla con una botella de champán. Aunque Arbuckle consiguió eludir los cargos de violación y homicidio en primer grado, el escándalo significó el fin de su carrera.

Pero lo que me parece más interesante del caso es el enfoque que le dio la prensa conservadora. Y es que le echaron la culpa de todo a Hollywood, la gran lotería de las oportunidades, que había atentado contra el orden natural de las cosas al concederle poder, fama y dinero sin límites a un fantoche del lumpen. Estos columnistas venían a decir, válgame la paráfrasis goyesca, que el sueño americano produce monstruos. ¿No es un planteamiento interesantísimo? Según esta línea de pensamiento, es peligroso que un pobre deje de ser pobre, porque los pobres son viciosos y depravados por naturaleza, y si consiguen fortuna se la gastarán desordenadamente en putas y farlopa. Sin embargo, los ricos, acostumbrados a la abundancia desde su nacimiento y educados con esmero, sabrán gestionar su fortuna con moderación y refrenar sus apetitos. Está claro que quienes defendían este razonamiento no habían leído a Choderlos de Laclos. Yo me inclino a pensar que el vicio es patrimonio preferente de los ociosos y de los adinerados.

Al contrario que el imprudente Fatty Arbuckle, que se adentró en la senda de la depravación como un elefante en una cacharrería, los auténticos aristócratas del libertinaje son muy discretos en sus orgías. Saben ocultar sus víctimas y disimular sus crímenes. Como la sociedad secreta sugerida por Arthur Schnitzler en Relato soñado (1926), la novela tan felizmente adaptada por Kubrick en su póstuma Eyes Wide Shut (1999). O, por poner un ejemplo del actual cine español, como Oliver Zoco, el millonario sádico de Magical Girl (Carlos Vermut, 2014). Este siniestro personaje, interpretado por Miquel Insúa, rodea sus prácticas sexuales de un velo de secretismo tan tupido que ni siquiera el espectador se entera de qué es lo que hace con sus víctimas. Significativamente, el equipo escogió el Castillo de Viñuelas como localización para rodar las escenas que transcurren en la mansión de Oliver Zoco. Esta finca fue antaño propiedad del general Franco. Sin embargo, al contrario que los plutócratas de Eyes Wide Shut, sospecho que Franco, príncipe de los meapilas, tuvo una vida sexual muy aburrida. Supo encauzar de otra manera sus pulsiones sádicas.

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