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Erotomecánica

El ciudadano de la era posindustrial, incluso en los aspectos más nimios del día a día, vive condicionado por su entorno tecnológico. Por todas partes estamos rodeados de motores, circuitería y sistemas informáticos: somos moscas en la sutil telaraña de las telecomunicaciones. Las obras clarividentes de algunos autores de ciencia ficción supieron dar la voz de alarma cuando aún hubiera sido posible cambiar el curso de las cosas, pero la humanidad hizo oídos sordos. Ya hace tiempo que hemos llegado al punto en que la técnica ha dejado de estar al servicio del hombre; han cambiado las tornas y ahora el hombre es esclavo de sus máquinas. El universo visual de H. R. Giger (1940-2014), fuente insoslayable para la estética cyberpunk, surge como eco y reflejo de esta siniestra redefinición de las relaciones entre las máquinas y nosotros. Del aerógrafo de Giger salieron centenares de paisajes tecnológicos deshumanizados en los que acero, cableado y tuberías germinan, crecen, florecen y se desparraman por toda la superficie pictórica con la exuberancia de una selva descontrolada. Esta masa engulle el cuerpo humano, integrándolo como una pieza más de su mecanismo. El ente biológico aparece sometido por la máquina; y, como ocurre en todas las relaciones de poder, hay en esta despiadada colonización del cuerpo humano un importante factor erótico que el artista suizo supo reflejar en toda su perversa plenitud.

Las imágenes que Giger conocía como Biomecanoides representan escenas de pesadilla que nos muestran el interior de una maquinaria, en cuyos intersticios, inmovilizado entre placas de presión y paredes metálicas, encontramos encajado un cuerpo humano. Ya Charlie Chaplin en Tiempos modernos (Modern Times, 1936) había representado algo parecido, con más sentido del humor pero con el mismo espíritu de denuncia, poniéndonos en guardia frente a la lógica inhumana de la cadena de montaje y frente a la voracidad de los engranajes de la industria. Lo que es característico de Giger es que el cuerpo representado, claustrofóbicamente confinado en su jaula de acero, es por lo general un cuerpo femenino intensamente erotizado. La prisionera está conectada a la máquina a través de tubos flexibles que estimulan sus zonas erógenas: como si fueran las copas de succión de una ordeñadora, conductos articulados se funden con los pezones; gruesas mangueras se abren paso en las aberturas de la boca y la vulva. Los biomecanoides de Giger no son ciberorganismos (cyborgs para los amigos) en los que el cuerpo humano se anexiona prótesis electrónicas que le permiten mejorar su performatividad, sino justamente todo lo contrario: máquinas que se expanden apropiándose de cuerpos de mujeres como agregados orgánicos.


H. R. Giger: Biomecanoide nº 105 (1969)

Estas imágenes participan claramente de la herencia mítica del cuento de la bella y la bestia. En ellas, como corresponde a los tiempos que corren, la máquina posee a la bella adoptando el rol dominante de la Bestia (sí, con mayúscula: a Giger le fascinaban los delirios satánicos de Aleister Crowley). Las series que llamó Biomecanoides y Erotomecánica muestran con todo lujo de detalles una amenazante amalgama de elementos industriales que, provista de espolones fálicos, se adueña de los cuerpos femeninos penetrándolos (a veces, en un empalamiento en toda regla). Estos ciberfalos son predecesores fantacientíficos de la tecnología a la que luego dieron el nombre de «dildónica»: interfaces protésicos conectados a un soporte informático para posibilitar experiencias de cibersexo; en otras palabras, consoladores de hardware. Sin embargo, aunque los primeros experimentos de dildónica se remontan a los años setenta, parece ser que la iniciativa no ha tenido mucha continuidad. Es en las catacumbas del porno minoritario donde hoy día proliferan las «máquinas de follar», abyectos ingenios mecánicos que aparecen asociados indefectiblemente a la praxis sadomasoquista (¿o deberíamos decir «sadomaquinista»?). Como en el porno 2.0, en la obra de Giger la diferencia entre máquina de placer y máquina de tortura se vuelve muy sutil.

Junto a los términos de software y hardware, informáticos y popes del cyberpunk adoptaron el concepto de wetware para referirse al elemento humano: el cerebro que controla la máquina. Wet («húmedo») tiene también una connotación sexual. Siempre que Giger diseñó para el cine uno de sus monstruos biomecánicos —el archifamoso Alien para la película de Ridley Scott, la mortífera Sil de Species (Roger Donaldson, 1995) o el condón asesino que desarrolló para la adaptación a la pantalla del cómic de Ralf König— se aseguró de que fuera un monstruo húmedo, chorreante, que lo dejara todo perdido de fluidos. Al fin y al cabo es una buena lubricación lo que hace placentero el encuentro entre carne y máquina. El palpitante wetware aporta al sistema lo que será siempre ajeno a su parte tecnológica: el deseo.

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