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JET LAG

VIERNES, 15 DE JULIO

El amanecer me encontró con unas piernas de mujer abrazadas a mi cintura. Extendí las manos y toqué la tersura de la piel, la dureza de sus muslos. Sin abrir los ojos, disfruté de su tibieza, de la prometida delicia del resto de su cuerpo.

Los maullidos de Pope rompieron el encanto, la garganta felina desgarró la sensual perfección del instante. Busqué a tientas una almohada para arrojársela. ¿Cómo demonios se las arreglaba para ser tan inoportuno? Al separar mi mano de la piel fragante, sentí cómo se rompía un trozo de realidad. La ninfa se disolvió como bruma, dejándome azorado ante la luz del sol, que entraba en duras líneas blancas a través del ventanal.

Mi gato estaba a un costado de la cama, mirándome con ojos ámbar. Maullaba con la punta de las orejas agitadas, los bigotes sacudidos por la tensión. Maldita sea. Me tapé la cara con el brazo y traté de ignorarlo, para volver a encontrar el sueño que necesitaba con desesperación.

El ataque sonoro continuó. Tuve que levantarme para arrojar un montón de croquetas en su tazón; mis piernas confundidas golpeaban las patas de los muebles y el borde de las paredes. Regresé a la cama pero, antes de que pudiera perderme de nuevo en el sopor, la alarma del reloj sonó, matando mis posibilidades de dormir. Me obligué a levantarme para ir a la oficina, mientras sentía en la espalda el peso infame del agotamiento.

El viaje transpacífico había sido duro, muy duro. Treinta y seis horas de viaje entre trenes, aviones, revisiones y aduanas; la espera en dos aeropuertos, el retraso del equipaje y un interminable desfile de gente, de todos colores y tamaños.

Tras la descompensación del cambio de horario, dormir se transformó en una odisea: cuando en Japón eran las once de la noche, aquí las manecillas señalaban las ocho de la mañana. De por sí soy de sueño espantadizo: ahora me es casi imposible adaptarme a la diferencia horaria.

Anoche no sentía sueño a pesar de la fatiga que me mordía la piel. Me obligué a meterme en la cama, donde me revolví con inquietud, con el cuerpo desorientado por la mezcla de tiempos, la dualidad noche/día luchando en mi sangre y mi cerebro. Tras agitarme de forma inútil por largo rato, fui contra todos mis hábitos y tomé pastillas para dormir. Sirvieron, aunque sólo parcialmente. Logré perderme por un par de horas en la niebla para al final encontrar ese cuerpo cálido y deseoso que fue ahuyentado por mi inoportuno gato. Sé que únicamente era una imagen en mi cerebro, pero se sentía tan real… Más que mis propias manos al golpear mis mejillas frente al espejo, que me devuelve una mirada cansada y enrojecida. Ahora debo ir a trabajar. Aunque maldito si tengo ánimos de hacerlo.

El día en la oficina fue un verdadero infierno. La voz de mis compañeros me llegaba como ecos entre bruma. Fueron necesarias cinco tazas de café para mantenerme más o menos alerta durante la jornada. Maldije a mi jefe por obligarme a asistir sin darme al menos un día para reponerme. Es claro su deseo de revancha por haber sido yo el elegido para el viaje al Lejano Oriente y no él, a pesar de su mayor nivel en el escalafón.

No es mi culpa ser el único del departamento capaz de realizar una presentación especializada en inglés, pero quiere desahogar su rencor, por más infantil que eso resulte. Maldito imbécil.

Casi me desvanecí en el taxi que me trajo de regreso a casa. Dejé mi auto en el estacionamiento: no quise arriesgarme a conducir en este estado de torpeza que me aplasta. Escribo mientras espero que el sueño (tan tenaz durante las horas diurnas) aparezca, pues ahora rehúye acercarse. Una suave envidia me recorre al ver a Pope roncar con desenfado, la pelambre de su pecho sacudida por pequeños temblores. Desearía replicar su capacidad para caer en un rincón y olvidarse del mundo, ignorante del jet lag, esa terrible descompensación cuyo término en inglés no refleja la desazón de mi cuerpo, desesperado por dormir e incapaz de conseguirlo. Me siento como un zombi.

SÁBADO, 16 DE JULIO

Dormí a tirones. Me despertaba cada dos o tres horas, extrañado ante la sensación de las sábanas sobre mi cuerpo, sintiendo la vigilancia de la oscura cómoda y los giros inquietantes del ventilador en el techo.

En un trozo de sueño unos brazos femeninos me acogieron, cálidos y suaves. Me arroparon contra un pecho pequeño pero delicioso que prometía hacerme olvidar todo sinsabor, arropándome en la oscuridad.

De golpe me acometió un miedo horrible de perderme en ese cuerpo que percibí ansioso, con una boca húmeda, llena con pequeños dientes de alfiler. Me hundí en la oscuridad, con el aliento atorado en el pecho. A lo lejos escuché un maullido y me lancé en su dirección, asiéndolo como un cable de salvamento. Desperté resollando, con un sudor de hielo arañándome la piel y el terror saturando mi garganta.

Al bajar de la cama para encender la luz casi piso a Pope, enroscado junto a la base de metal. Siseó y escapó del cuarto con rapidez.

Me quedé ahí, pasmado, parpadeando ante la difusa claridad del amanecer. Me tapé el rostro con las sábanas pero me fue imposible dormir de nuevo.

Tengo el miserable consuelo de que hoy es sábado, lo que me salva de ver la cara de mi jefe. Me obligo a levantarme y salir a desayunar, pues si preparo algo soy capaz de incendiar la cocina sin percatarme.

Retomo estas notas por la tarde, con una sensación de irrealidad que me agobia. Busqué en internet información sobre el jet lag (“alteración transcontinental” es el término más cercano en español) y encontré algo que me desanimó por completo: pueden pasar semanas para que el cuerpo se ajuste de nueva cuenta al ciclo de noche-día. Es terrible pensar que este agotamiento llegara a prolongarse tanto.

En el restaurante donde desayuné encontré a un viejo amigo, que se burló ante lo que pensó era una cruda fenomenal. Al regresar me miré en el espejo y me asustó lo demacrado que me veo.

¿Estoy arrepentido de haber realizado el viaje? No. Me desempeñé bien en la conferencia (lo que sin duda me ayudará en la compañía) y, a pesar de tener un itinerario apretado, me las arreglé para visitar sitios de interés. La exquisitez de los jardines, la sencilla elegancia de las casas de madera, la imponente sombra de los pinos y los cerezos… Fue magnífico, un deseo hecho realidad: siempre quise visitar Nippon, el país del Sol Naciente.

Me sorprendió el valor sagrado que se da al agua. Los templos siempre están localizados junto a manantiales. Hasta en las calles más concurridas de la ciudad existen pequeños santuarios, cada uno con un pozo, algunos en uso desde hace mil años. Y el agua puede beberse. Imaginar eso aquí se antoja imposible.

Me impresionaron en particular los paisajes del monte Inari, muy cercano a Kyoto. Al borde del crepúsculo caminé bajo un largo laberinto de postes sagrados, pintados de rojo, que me condujeron hasta un pequeño lago de aguas tranquilas. Llevado por un impulso, me interné en un sendero del bosque, a la sombra de árboles de poderoso tronco. El sol llegaba en rachas rojizas hasta el suelo cubierto de pasto y helechos, dando al paisaje una tonalidad misteriosa. El camino terminaba en una pequeña y oscura cañada con rocas saturadas de humedad.

Ahí, a unos cuantos kilómetros de una ciudad populosa, me encontraba en un bosque primigenio. Había algo sobrecogedor en el paisaje. Me sentí pequeño, muy pequeño. El sol pareció huir del lugar, las sombras alargándose en mi dirección con dedos de hollín. Sentí frío en la espalda, una cruda sensación que subió desde la base de la columna hasta mi nuca, que se erizó de temor.

Un crujido detrás de mí me hizo volverme para encontrar a un zorro, con sus ojos verdes taladrándome con intensidad. Di un paso en su dirección y huyó de un elegante salto, perdiéndose entre las hierbas. Al mover las piernas, rompí el hechizo que bañaba el pequeño barranco. Respiré libremente y me alejé con una sensación de alivio.

Ahora lo recuerdo con todo detalle, y me pregunto cómo pude olvidarlo, así fuera brevemente. Al dejar el santuario encontré dos imponentes estatuas de zorros flanqueando el camino de salida. Supe luego que ellos, los kitsune, son poderosos seres mágicos, servidores del espíritu protector del arroz. Qué lástima que no sean también heraldos del sueño…

DOMINGO, 17 DE JULIO

Entro y salgo del reino onírico en rachas de sombra y luz. Hay algo que me espera en el umbral. Me arrastra a la oscuridad y me aferra como un perro luchando por un hueso. Me lame, me sorbe, me acuchilla con dientes filosos. Arranca tiras de piel, raya la superficie con la punta de sus muelas. Mastica, me absorbe.

Escucho a lo lejos un maullido, largo y asustado. Es un asidero. Siento la ira de mi invisible atormentador al percibir que escapo. Me persigue como una ola negra, saturada de cosas arrancadas de lo profundo.

Desperté tres, cuatro veces… no sé bien. A veces creía haberme levantado para descubrirme tumbado en la cama en posiciones extrañas. Fue agotador.

Escribo con dedos de agua. Siento que voy a desmayarme.

LUNES, 18 DE JULIO

Registro esto por instinto de sobrevivencia, como si transcribir lo ocurrido me permitiera aferrarme a la realidad. La pantalla de la computadora brilla y me ciega ligeramente: ojalá lo hiciera por completo. Dejo manchas rojas y gomosas sobre el teclado, cada golpe de dedos libera un cobrizo olor a muerte.

Quiero llorar, desahogarme, pero estoy demasiado cansado. Me duele pensar.

En medio de la noche un monstruo de ojos sesgados apareció de pronto. Me atacó con crueldad, sus colmillos largos buscaban mi cuello. Corrí a través de la negrura, tropezando con cosas que no lograba ver. Mi pie chocó con algo demasiado grande y caí sobre el suelo duro, lastimando mis manos y rostro. La bestia se acercó, anunciando la perdición en cada paso terrible, su aliento quemante como el aire de un fuelle. Tanteé a ciegas y encontré algo duro, filoso. Desesperado, me lancé contra mi verdugo y le clavé el objeto, rápido, muchas veces, arrancando rugidos de rabia primero y de profundo dolor después. Una risa cristalina resonó junto a mi oído y unos brazos me ciñeron por la espalda, dándome ánimos en la lucha.

Abrí los ojos y la oscuridad desapareció. Miré mis manos teñidas en sangre, con el cuchillo de cocina aún atrapado entre mis dedos.

Tardé en entender que estaba de rodillas sobre el piso de la sala, con el destrozado cuerpo de mi gato regado sobre el mosaico blanco. La hoja de metal pesaba como la culpa. La solté y el sonido metálico rebotó acusador, brincando de pared a pared.

Deseé con desesperación seguir dormido, pero sabía que no era así. Me puse de pie con esfuerzo, sintiendo que el cuarto se agrandaba para alejarse de mis manos ensangrentadas. Mis dedos alcanzaron un muro y el mundo pareció un poco más sólido. Me inundó una horrible sensación de vértigo al comprender la muerte de Pope, tasajeado por el arma que soltara hace unos instantes. ¿Cómo había ocurrido? No supe qué hacer, a quién llamar. Me quedé inmóvil por lo que parecieron horas, sentado en medio de la casa, con el frío foco del techo como toda luz.

Tras no sé cuánto me levanté y busqué una pala. Abrí un agujero en el patio y enterré los restos, casi irreconocibles. Al tomar los trozos del cuerpo, la sangre manchó de nuevo mis manos. Las miré como si no fueran mías y entendí que no estaba solo.

Tecleo estas líneas con la convicción de que será mi último acto consciente. La cosa que arrastré conmigo desde el bosquecillo en Japón no pretende soltarme. Me absorbe para alimentarse, ganando fuerza y poder. Quizá deje de mí sólo un cascarón seco. Peor aún, podría convertirme en algo como ella.

Es un ente femenino, un demonio, un ser que esperó largo tiempo a que alguien se acercara a su guarida para escapar de su rincón de tinieblas. Creo que el zorro trató de ayudarme. Pero no lo logró.

Siento sus ansias calientes por envolverme, hacerme suyo en cuerpo y alma. Percibo su tibieza en mi espalda, un cuerpo dulce que me atrae como un abismo a pesar de la repulsión que me genera. Hago un esfuerzo y me obligo a no voltear. Casi no puedo continuar, mis ojos se cierran. Siento sus pechos agudos clavarse entre mis omóplatos.

Miro de reojo el cuchillo cubierto de sangre, tirado todavía en el piso. Las manchas se mueven y forman tentadoras imágenes de liberación. ¿Podré rajarme la garganta antes de que sea tarde? Mis manos tiemblan.

La noche tiene garras

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