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Casa habitación en el barrio de Analco

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El barrio de Analco es una parcialidad urbana de Guadalajara muy vinculada a la historia de la ciudad. Aunque no se trata de una localidad de origen prehispánico, sí fue uno de los asentamientos indígenas más antiguos de la urbe, pues ahí radicaron, desde la segunda mitad del siglo XVI, los primeros grupos de nativos nahuas que acompañaron a los españoles en el establecimiento de la villa. El barrio cobró notoriedad el año de 1992 cuando una desastrosa explosión del drenaje sanitario urbano afectó masivamente viviendas y espacios públicos dejando una estela de muerte. El día de hoy, Analco es un distrito popular que aloja pequeños talleres, modestos comercios y viviendas. En una de sus esquinas, en el cruce de las calles Guadalupe Victoria y Francisco Silva Romero, se encuentra una modesta construcción decorada con un interesante mascarón de Chac (véase figura 2.8).

Esta edificación, identificada con el número 702 de la calle Guadalupe Victoria, se encuentra en la actualidad muy modificada constructivamente por sucesivas adecuaciones y ya no presenta rasgos originales, excepto el panel escultórico de inspiración prehispánica. En las inmediaciones todavía subsisten interesantes ejemplos de viviendas con elementos decorativos estilo art déco, pero también se nota la reciente actualización de muchas casas a los lenguajes arquitectónicos contemporáneos. Debido a las drásticas alteraciones exteriores e interiores que se le han hecho a esta edificación no es posible establecer si desde un inicio se trató de vivienda o de tienda. El rostro de Chac está empotrado justo en el ochave del edificio y por encima del dintel del portal de ingreso al comercio, repitiendo el emplazamiento del conjunto habitacional del barrio de El Refugio descrito previamente.

FIGURA 2.8 MASCARÓN DE CHAC, BARRIO DE ANALCO


Fotografía: Alejandro Mendo Gutiérrez.

Esta ornamentación neoindigenista es el único elemento decorativo del inmueble y en su composición se recurre a mostrar el rostro del numen maya mediante sus principales atributos: ojos, nariz y boca. En este caso, se enmarca toda la faz con un tocado superior con base en delgados cilindros verticales —denominados tamborcillos en la literatura arqueológica— que también se usan para ambas mejillas. Los detalles más finos del bajo relieve aparecen en el tratamiento que se da a los párpados y órbitas oculares, así como en la banda horizontal que separa el rostro en dos mitades; para configurar los colmillos de Chac se delineó una sola fila dentada.

A manera de conclusiones sobre este apartado, se recuerda que el movimiento neoindigenista mexicano surgió como respuesta plástica alternativa a la coyuntura de cambio cultural, debido a la necesidad social de encontrar vehículos expresivos propios de un país heredero de grandes civilizaciones pretéritas. Yolanda Bojórquez Martínez sostiene que se trató de una “modernización forzada, en términos de una actualización frente a las vanguardias que se desarrollaban en el resto del mundo” (2011, p.27).

Esta corriente estilística ecléctica y nacionalista pudo forjar sus códigos plásticos y recursos formales reinterpretando la herencia constructiva étnica ancestral dando lugar a acalorados debates que cuestionaron las tensiones entre la innovación y lo tradicional (González Ibáñez, 2010, p.113), lo que evidenció no solo lo poco que se sabía realmente de las culturas autóctonas pretéritas y presentes sino qué posturas críticas se erigían entonces en torno a los fenómenos trasculturales. Esto, probablemente, se debió al largo enfrentamiento intelectual entre hispanistas e indigenistas, el cual ha tenido varios momentos álgidos en la historia del país.

En relación con la arquitectura neoindigenista jalisciense, es importante reconocer que estructuralmente no hubo planteamientos espaciales que articularan función y forma en un sentido o’gormaniano radical, pues las cuatro obras comentadas no evidencian correspondencias constructivas de índole morfológico prehispanista sino que su solución arquitectónica es un partido convencional —aunque de filiación funcional–racionalista— ornamentado exteriormente con motivos autóctonos reinterpretados.

Respecto del lenguaje iconográfico empleado en las construcciones neoindigenistas de Guadalajara, predominan los elementos ornamentales de origen maya y, en menor medida, algunos de procedencia azteca en los que se emplean, sobre todo, recursos escultóricos en bajo relieve con alusiones a la mitología religiosa y a pretendidos pasajes históricos (rostros divinos sobrenaturales, personajes legendarios) y referencias a la glífica geométrica tradicional mesoamericana (grecas, volutas y círculos).

En cuanto a los materiales físicos empleados en la construcción de estas edificaciones neoindigenistas tapatías, nunca se recurrió a elementos agregados o productos regionales utilizados antaño por los grupos indígenas originales, como pudieran haber sido piedra, cerámica, madera, estuco o conchas. Es decir, en la concreción de estos espacios edificados modernos no se instrumentaron procedimientos artesanales nativos ni técnicas autóctonas y tampoco se ensayó la utilización de recursos endémicos sino que se operó de forma convencional con los sistemas de edificación estandarizados para la primera mitad del siglo XX. Por ello, para el levantamiento de los muros, aparecen ladrillos de barro recocido y refuerzos de concreto armado, en las cubiertas se usan vigas de acero y bajantes pluviales prefabricados, mientras que puertas y ventanas se resuelven con perfiles metálicos industriales.

Por su parte, en los casos analizados se advierte un plausible manejo iconográfico de las representaciones mesoamericanas clásicas comprobable por el nivel de conocimiento de los patrones expresivos, de los modelos artísticos y de los elementos decorativos propios de la plástica maya prehispánica. Ahora bien, en cuanto a la familiaridad con el rostro de Chac —reproducido en las tres viviendas analizadas aquí— sí se manifiesta la presencia de la trilogía anteojeras–nariz ganchuda–boca dentada, que es la prueba de identidad icónica del numen. No obstante, debe subrayarse que en aquel momento histórico del neoplasticismo ecléctico nacionalista, todavía se asumía a la arquitectura como una “superficie narrativa a leer” (Méndez, 2013, p.16), mientras que en el plano internacional, la modernidad emergente transitaba de lleno hacia otro tipo de experiencia estética en donde el objeto construido dejaba de ser el ámbito del montaje escénico (edificio–teatro) para convertirse en el artefacto operativo (edificio–máquina).

Prueba de lo anterior es el evidente divorcio conceptual entre la morfología arquitectónica —la forma espacial resultante— y la función expresiva de la edificación —el mensaje y sus significantes—, pues la discrepancia estriba en que se concibió de forma convencional la distribución de los espacios y la elección de sus materiales constructivos en disonancia respecto del criterio simbólico con que se proyectó el lenguaje plástico de su externalidad comunicativa. En otras palabras, una cuestión fue la solución estructural y funcional interna del edificio, y otra la legibilidad cultural que aspiraba trasmitir. Desde esta óptica, insistir en que en las tres viviendas neoindigenistas analizadas, y en el comentado Cine Cuauhtémoc, la presencia decorativa de reminiscencia precolombina es meramente superficial y ocurre como simple pastiche adosado, ya que queda claro que en ningún caso se pretendió alzar edificios revival formales, o sea, generados por un programa arquitectónico congruente. Queda pues afirmar que la arquitectura neoindigenista de Guadalajara resultó ser una manifestación coyuntural ligera y fugaz, pero digna de ser puesta en valor.

Es necesario dedicar unas palabras al autor anónimo de los tres mascarones de Chac, pues, aunque no contamos con datos ciertos, en este trabajo sostenemos intuitivamente que se trata del mismo creador. A pesar de que desconocemos su identidad personal y nada sabemos de su preparación como artífice, sí es preciso recalcar que su obra logró aportar el único destello de arquitectura neoindigenista —quizá sería más correcto decir decoración neoindigenista— que se conoce para la ciudad de Guadalajara. Este mérito debe aquilatarse en todo lo que vale, pues los tres tableros constituyen un exclusivo conjunto que no se repitió en toda la urbe, por tanto, son un testimonio singular y sin par que debe protegerse.

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