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La identidad nacional: la configuración de lo indígena

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Hacia el final de su vida, en uno de los debates del Primer encuentro de narradores peruanos realizado en Arequipa en 1965, “Evaluación del proceso de la novela peruana”, en el que participan escritores y críticos como José María Arguedas, Ciro Alegría, Carlos Eduardo Zavaleta, Oswaldo Reynoso y José Miguel Oviedo, entre otros, Salazar Bondy propone una concepción de “lo indígena”, así como del “indigenismo”, tanto pictórico como literario, en los siguientes términos:

En la pintura se produce el movimiento indigenista alrededor del año 30 con un manifiesto de José Sabogal, en el cual proclama la necesidad de una temática peruana. Era un movimiento saludable en cuanto acababa con la etapa de bomboneras, de superficialidad anecdótica y cosmopolita, no universal sino cosmopolita, de Hernández, del grupo académico, pero incurría en defectos que son los mismos achacables a la novela de López Albújar, en cuanto a que esa temática recurría a instrumentos de expresión, a medios de expresión que eran poco eficaces o ineficaces definitivamente a los fines que se les destinaban. Ese indigenismo, con muchos episodios que no los vamos a citar acá, llega a un indigenismo muy particular que aparece en nuestros días. (…) De Sabogal a Szyszlo (…) ha aparecido también un indigenismo de nueva expresión, expresión de dentro hacia afuera, expresión de contenido muy profundo, de inquietudes, de emociones, de esperanzas que equivale, en cuanto puede haber equivalencia en estos dos campos del arte, a la evolución del indigenismo de López Albújar al indigenismo de Arguedas o al indigenismo de Vargas Vicuña. La poesía también ilustra esto, hay un cambio desde el indigenismo un tanto hímnico de Peralta, a los nuevos y más jóvenes poetas peruanos. Pongo en el caso a Antonio Cisneros que utiliza inclusive formas de la poesía quechua traducidas al español, aprendidas en la lectura de los poemas traducidos, entre otros, por José María Arguedas. Hay, pues, una indigenización de la literatura peruana, de la poesía peruana pero no una indigenización de tipo exterior, superficial, cutáneo, sino una indigenización de tipo espiritual, profundo. (pp. 240-241)14

La periodización histórica que propone Salazar Bondy se funda sobre una dicotomía entre el indigenismo y “la superficialidad anecdótica” del cosmopolitismo optando por lo que él reconoce como la “indigenización” de la literatura peruana —y, por extensión, de las artes plásticas— dentro la cual incluye no únicamente a escritores y pintores tradicionalmente identificados con el movimiento indigenista —como Enrique López Albújar, José María Arguedas o José Sabogal— sino a otros más jóvenes —el novelista Eleodoro Vargas Vicuña, por ejemplo—, y traza una genealogía en función de una “indigenización de la literatura peruana” que se extiende a la obra de poetas contemporáneos como Antonio Cisneros e, incluso, el pintor Fernando de Szyszlo.

Más adelante, durante esa misma intervención, Salazar Bondy plantea una nueva forma de entender el indigenismo según la cual “todos los escritores [peruanos] somos indigenistas”:

Yo llego a la conclusión de que el indigenismo ha muerto porque todo el Perú es indigenista, porque todos somos indigenistas, todos los escritores somos en cierto modo indigenistas. Congrains, novelista de la barriada, se ocupa de una forma de indígena transportado a la ciudad; Zavaleta ve en muchas ocasiones al indígena de la ciudad provinciana, de la capital provinciana; entre los estudiantes que describe Vargas Llosa hay hombres que vienen de la sierra, que tienen una carga cultural fundamentalmente indígena. Entonces, la literatura, el arte, la cultura peruana, está siendo penetrada por la cultura indígena, la cultura indígena, a su vez, se permeabiliza de lo positivo que tiene la cultura occidental. Ya no se postula, pues, que volvamos al Imperio de los Incas, lo cual era una utopía y como tal irrealizable, se postula la construcción de una sociedad, de un mundo y de un espíritu que correspondan al Perú profundo y que sea la síntesis de todas las sangres, de todos los elementos culturales que en este país se dan cita con un nuevo proyecto del hombre, con un nuevo proyecto de dicha para el hombre. (p. 242; cursivas mías)

Aun cuando el pasaje revela ciertas contradicciones15, Salazar Bondy utiliza una definición de los términos “indigenismo” e “indígena” en la que ya no solo cabe el interés por el universo cultural de las comunidades campesinas de los Andes peruanos, sino por los desplazamientos operados por la(s) “forma(s) de lo indígena” hacia los centros urbanos modernos16. Así, reconoce en las ficciones de sus contemporáneos nuevos escenarios situados en los márgenes del espacio de la ciudad —la barriada, por ejemplo— así como la presencia de personajes de origen indígena que intentan asimilarse a ese mundo —como sucede con aquellos que aparecen en La ciudad y los perros de Vargas Llosa—. Si bien Salazar Bondy no llega a sistematizar esta nueva acepción del término “indígena”, intuye a través de ella el proceso de “síntesis de todas las sangres” —una referencia explícita al título de la novela de Arguedas— que está atravesando el país en ese momento. En ese proceso, por otra parte, distingue el fenómeno de interpenetración entre dos culturas —la indígena y la occidental— en una afirmación ambigua (“la literatura, el arte, la cultura peruana, está siendo penetrada por la cultura indígena, la cultura indígena, a su vez, se permeabiliza de lo positivo que tiene la cultura occidental”) en la cual sugiere una identificación entre la cultura peruana y la occidental, además de la interacción y mutua influencia entre ambas.

Por otra parte, Salazar Bondy adopta en sus formulaciones una perspectiva histórica y lineal —y hasta cierto punto evolucionista— del papel que le cupo al movimiento indigenista en el proceso de fundación de una literatura “auténticamente” peruana. Esta visión del proceso de la literatura —tema del debate en el que realiza su intervención— sugiere la idea de una serie de etapas o fases por las que ha de atravesar necesariamente la literatura nacional y tematiza la función de esta última en el proceso de un país por alcanzar su propia identidad cultural. En tal sentido, el discurso literario se subordina a una instancia histórica y a una finalidad antropológica que lo exceden y convierten en instrumento. Con ello, desde el punto de vista de la historia, se configura una narrativa o “trama” del proceso de la literatura en la que pueden reconocerse —como en toda ficción— tres fases (un inicio, un desarrollo y, por último, un desenlace) de las cuales el fragmento hace referencia solo a dos de ellas: el movimiento indigenista correspondería a la segunda y la tercera a la noción de una “síntesis”, una suerte de utopía paradójicamente situada —como el propio vocablo lo sugiere— fuera de la historia.

Un testimonio adicional en la configuración de lo indígena en la obra de Salazar Bondy se encuentra en un artículo publicado en Buenos Aires, en la revista Sur 293 (marzo - abril, 1965) poco antes de su participación en el encuentro de narradores de Arequipa titulado “La evolución del llamado indigenismo”, en el cual esboza, en tres grandes etapas, una historia del indigenismo cuyos orígenes localiza en el siglo XIX:

Si se descuenta el indigenismo de sentido paternalista de algunos cronistas y defensores de indios de la colonia, y también el de índole romántico que animó a los caudillos de la independencia, el indigenismo propiamente tal va camino a cumplir el siglo de vida. (p. 44)

A lo largo del texto, sucintamente, Salazar Bondy ofrece una genealogía del desarrollo del pensamiento indigenista en las letras peruanas y destaca el papel que les cupo en él a los intelectuales de la década de los años veinte —Mariátegui, muy en particular—:

La brecha abierta por el gonzálezpradismo [sic] se ensanchó más tarde con la generación de los años veintes, que buscó para el indigenismo, puramente emocional hasta entonces, una interpretación de carácter ideológico. Este nuevo rostro de la corriente fue eminentemente político-social. Encabezó la nueva actitud José Carlos Mariátegui, autor de 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana y fundador de la revista Amauta, quien extrajo del marxismo, más soreliano y gramcista que leninista, su filosofía. (p. 45)

Significativamente, al referirse a las expresiones que coinciden con su época, Salazar Bondy expresa algunas de las ideas que más tarde enfatizaría en su intervención en el encuentro de Arequipa y llega, incluso, a incorporar nuevos ámbitos de manifestación de lo indígena:

El indigenismo de Arguedas, al principio realista, se tornó mágico y espiritualista (Los ríos profundos, La agonía de Rasu-Ñiti), y en esa posición se situaron otros narradores más jóvenes (Zavaleta, Vargas Vicuña). Los indios en estos ya no son una apoyatura para la protesta social y la denuncia, sino formas de un mundo humano y experiencias primeramente existenciales. La novela y el cuento urbanos buscan ahora mismo sus personajes en las barriadas de mestizos e indios que cercan Lima, o en la población de la ciudad provinciana (Vargas Llosa, Ribeyro, Congrains). El teatro (Ríos, Solari, Del Carpio) también lo hace, y la danza y hasta la música se vinculan a los elementos indígenas o derivados de lo indígena que pueden ser, como expresión o motivo, por ellas aprovechados. El cine, en realidad, aún muy precario, elige una leyenda cuzqueña como asunto del film nacional hasta hoy mejor logrado: Kukuli. Los poetas posteriores a Vallejo, desde Hidalgo hasta los más recientes, mencionan entidades a menudo abstractas extraídas de la mitología de la cultura antigua. (p. 48)

El pasaje incluye no solamente ejemplos de la producción literaria contemporánea sino, además, incorpora el teatro, la danza y la música —no obstante, sin proporcionar ejemplos de estos dos últimos— e, incluso, el cine. Asimismo, Salazar Bondy alude a algunos de los narradores incluidos en su intervención posterior —Arguedas, Vargas Llosa, Congrains, por ejemplo—, a lo que agrega los nombres de dramaturgos no mencionados anteriormente. La relación que ofrece, a pesar de no ser exhaustiva, plantea la idea de una diseminación y reformulación del indigenismo acorde con las nuevas realidades de la sociedad peruana. Más adelante, complementa este panorama refiriéndose específicamente a las artes plásticas:

En el campo de las artes plásticas —que adrede hemos dejado al final— lo ocurrido con el indigenismo es muy revelador (…) la mayoría de los artistas que se alienaron en la tendencia [indigenista] pretendió hacer pintura peruana merced a la reproducción (…) de escenas costumbristas y parajes locales, sin importarle mayormente ni la técnica ni el espíritu del arte de la época. Contra ellos, por eso, se alzó con vigor una promoción que opuso a lo típico la universalidad de las corrientes europeas penúltimas y últimas, desde el cubismo hasta la franca no-figuración. Consiguieron los nuevos desplazar fácilmente a los epígonos de Sabogal en la preferencia del público conocedor e inclusive en el gusto oficial. Sin embargo, a la vuelta de unos años, reapareció en algunos de estos adversarios del indigenismo pictórico una cada vez más acentuada admiración por la simbología indígena no en cuanto a temática, por supuesto, sino en lo que respecta a esa parte de la tradición estética prehispánica que patentizan como excepcional la cerámica y la textilería: las armonías cromáticas, las estilizaciones poéticas, la libertad de transfigurar la naturaleza en arte. En dos pintores (Szyszlo y Dávila) y en un escultor (Roca Rey) esta devoción se convirtió en pertinaz voluntad. (p. 49)

Al describir el proceso de las artes plásticas en su vínculo con el indigenismo, el autor ofrece un análisis más específico y completo que el formulado para la literatura y la novela: en primer lugar, subraya el contacto de los pintores pertenecientes a la generación posterior al indigenismo con las vanguardias, a la vez que hace notar el interés de estos por “la simbología indígena no en cuanto a la temática, por supuesto, sino en lo que respecta a esa parte de la tradición estética prehispánica que patentizan como excepcional la cerámica y la textilería”. A diferencia de los pocos indicios presentados en torno a la búsqueda de un nuevo lenguaje entre los narradores y poetas posteriores al indigenismo, en el ámbito de las artes plásticas Salazar Bondy proporciona un número mayor de herramientas de análisis a la vez que una visión más dinámica del proceso de diseminación del indigenismo. Si, en el caso de los narradores, se preocupa por la representación e inclusión en sus narrativas de las transformaciones de las “formas de lo indígena” en el espacio de las ciudades —sean estas las barriadas o los personajes de origen indígena afincados en ellas—, en lo que atañe a las artes plásticas, subraya más bien la asimilación de los aportes de las vanguardias y la revaloración de una “tradición estética prehispánica”, es decir, un proceso de simbiosis en el que las “temáticas” y la representación mimética propias del realismo quedan relegadas a un segundo plano —salvo por aquella mención a la transfiguración de “la naturaleza en arte”—. Por otra parte, en el caso de la pintura, considera un componente referido a la recepción (“la preferencia del público conocedor” y “el gusto oficial”) y a las características de un círculo de consumidores de arte que comparte ciertas convenciones tácitas con el artista.

Las diferencias en la crítica de Salazar Bondy al aproximarse a la literatura y la pintura también se vinculan con una variable histórica indiscutible: el artista peruano moderno (que identifica con aquella “promoción que opuso a lo típico la universalidad de las corrientes europeas penúltimas y últimas”) dispone de un significativo número de materiales de origen prehispánico —y, habría que agregar, preincaico— (la cerámica y la textilería, principalmente), que han permanecido al margen del contacto con la cultura hispánica y occidental17. Esta situación es esbozada en un breve texto introductorio de un volumen dedicado a la cerámica peruana prehispánica:

la riqueza arquitectónica, cerámica, textil y metalúrgica de los peruanos anteriores a Pizarro no ha sido objeto de otros estudios que los meramente arqueológicos e historiográficos: el experto en arte, el crítico y aun el artista no se han aproximado como tales a estas creaciones para buscar en ellas, ya no los datos acerca de sus autores como episodios de la historia política y social, sino como artistas. Es decir, como hombres cuyo espíritu perseguía una trascendencia por medio de una expresión de “actividad total” —según Collingwood decía—, posible de ser aprehendida y experimentada por quien la disfruta estéticamente. (1964, p. 7)

El interés por estos materiales de parte de los pintores modernos —que Salazar Bondy estima en un estado incipiente en el fragmento— guarda cierta analogía con aquel que desarrollaron los artistas vanguardistas por el mal llamado “arte primitivo” a comienzos del siglo XX18; sin embargo, a diferencia de estos últimos, la nueva promoción de artistas peruanos y latinoamericanos se encuentra en una situación privilegiada por el hecho de que su aproximación a la “tradición estética prehispánica” se inscribe dentro de un proyecto de construcción de una nueva identidad que no reviste las características del proceso de los artistas europeos anteriores a ellos, según el cual el arte occidental asumía un lugar hegemónico —y etnocentrista, habría que agregar— en relación con las manifestaciones de las culturas no occidentales. Al referirse al tema, uno de los artistas más representativos del periodo referido por Salazar Bondy, Jorge Eduardo Eielson, expresa el vínculo entre estos dos universos en una entrevista realizada en 1988:

[L]a separación entre lo contemporáneo y lo precolombino es, a mi manera de ver, discutible. Es justamente todo aquello que corresponde al tiempo lineal en el cual no creo. Yo considero contemporáneo al arte precolombino. Claro, esto parece una barbaridad. Evidentemente el tiempo cronológico existe, no lo podemos negar. Pero creo que en el contexto en que vivimos —y no hablo solamente del Perú, sino en el contexto universal— ciertas formas de arte como el arte precolombino, que recién se están descubriendo, son contemporáneas a nosotros, corresponden a nuestra sensibilidad (no así, por ejemplo, el arte griego). El trabajo hecho por los artistas de la vanguardia histórica Picasso, Matisse, Derain, Braque, etc., acerca del arte africano, ha ampliado la visión de lo que es una obra de arte, que antes era solo de matriz renacentista, con resultados extraordinarios, aunque hegemónicos puesto que las demás culturas estaban marginadas. Nuestra percepción actual es mucho más amplia y el arte precolombino —nuevo en la escena mundial— tiene connotaciones (desde el punto de vista plástico) de gran actualidad, y produce una emoción muy intensa en las personas acostumbradas al arte abstracto, formas muy esenciales, geometrizadas y funcionales puesto que dichos artistas trabajaban sobre modelos sagrados y mágicos muy precisos19.

Al plantear la relación entre el arte contemporáneo y el precolombino, Salazar Bondy y Eielson coinciden, en primer lugar, en asignar el estatus de artistas a los creadores de las culturas precolombinas. Para Salazar Bondy, se trata de hombres “cuyo espíritu perseguía una trascendencia por medio de una expresión de «actividad total» (…) posible de ser aprehendida y experimentada por quien la disfruta estéticamente”20; para Eielson, por otra parte, de “artistas [que] trabajaban sobre modelos sagrados y mágicos”. El empleo del término “artista” implica necesariamente la posibilidad de vislumbrar ya no exclusivamente la función ritual o utilitaria de las piezas creadas por el hombre precolombino, sino la de alcanzar una dimensión estética en ellas, es decir, la expresión de una sensibilidad que ha logrado atravesar las barreras del tiempo para proporcionar un “goce estético” —en palabras de Salazar Bondy— en quien las contempla. En segundo lugar, el uso del término “artista” para designar a los creadores precolombinos conlleva una crítica de la separación entre “arte” y “artesanía” formulada a través de la historia y la crítica del arte; ambos autores coinciden en desestimar esa separación y enfatizar la importancia del “goce estético” en la experiencia del espectador de cualquier época independientemente del marco de la cultura. Por último, conciben la posibilidad de un intercambio de posiciones entre ambas instancias: las “formas muy esenciales, geometrizadas y funcionales” señaladas por Eielson en el arte precolombino, por ejemplo, se anticipan a las del arte abstracto desarrollado siglos después en el mundo occidental, independientemente del desarrollo formal del lenguaje pictórico y las condiciones históricas y sociales a las cuales generalmente se alude para justificar la aparición de este lenguaje pictórico21.

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