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El “arte realista”
ОглавлениеComo ya se ha visto, Salazar Bondy privilegia en sus formulaciones aquello que él define como “arte realista”. Esta concepción cobra forma no únicamente en aquellos artículos en los que plantea la necesidad de una narrativa capaz de revelar los problemas más urgentes de la sociedad peruana, sino también en el debate que se desarrolla en las artes plásticas desde mediados de los años cincuenta en el Perú, en el cual se contraponen principalmente dos modos —los de la pintura figurativa y la abstracta—22. Sin embargo, antes de examinar la posición de Salazar Bondy se hace necesario revisar la noción del realismo y los postulados sobre los cuales se funda para constatar de qué manera son reformulados por nuestro autor.
En primer lugar, como sostiene Linda Nochlin (1991), el propósito inicial del movimiento realista “consistió en brindar una representación verídica, objetiva e imparcial del mundo real, basada en una observación meticulosa de la vida del momento” (p. 11). Esta definición, sin embargo, pronto se vio problematizada en la medida en que se vinculaba con el concepto de “realidad”, categoría a su vez empleada a través de una larga tradición filosófica y que encuentra sus orígenes en las ideas de Platón quien opone la “realidad verdadera” a la “mera apariencia”. Por otra parte, el término “realismo” —en su común acepción de “estilo”— fue objeto, a su vez, de una serie de cuestionamientos generalmente basados en la noción de que se trataba de “un estilo transparente, un mero simulacro o espejo de la realidad visual”. Esta noción, como sostiene Nochlin, es rebatida en el campo de la pintura por “el deseo perennemente obsesivo de los artistas de devolver la vida a la realidad, de escapar de la servidumbre de la convención y acceder a un mundo mágico de pura verosimilitud” (p. 13) y, además, por las circunstancias históricas que acompañan la producción artística a lo largo del siglo XIX:
A mediados del siglo XIX (…) los científicos y los historiadores parecían estar revelando a una velocidad de vértigo cada vez más aspectos de la realidad pasada y presente. No parecía haber límites al descubrimiento de lo que podía saberse acerca del hombre y la naturaleza.
De modo parecido, los escritores y artistas realistas eran exploradores en el dominio del hecho y la experiencia, y se aventuraban en zonas hasta entonces intactas o solo parcialmente investigadas por sus predecesores, pues aunque la noción de un «estilo carente de estilo» pueda ser parte del mito que el siglo XIX creó de sí mismo, el papel que la efectiva investigación objetiva del mundo externo desempeñó en la creación del realismo no puede ignorarse. (p. 13)
En su lucha por apartarse de las convenciones heredadas del clasicismo, a lo largo del siglo XIX los pintores encuentran en la investigación empírica de la realidad un instrumento para “afrontar la realidad de nuevo, de desnudar conscientemente sus mentes y pinceles de todo conocimiento de segunda mano y fórmulas preconcebidas” (p. 17). Influido por el desarrollo del historicismo, el realismo expresa la convicción planteada, por ejemplo, por el pintor Gustave Courbet para quien
un arte es esencialmente concreto y solo puede consistir en la presentación de cosas reales y existentes (…) un lenguaje completamente físico, cuyas palabras constan de todos los objetos visibles; un objeto que sea abstracto, no visible, no existente, no se halla dentro del ámbito de la pintura. (Citado por Nochlin, 1991, pp. 19-20)
Por ello, el artista debía ser fiel a su época, al mundo del momento —idea expresada en la famosa sentencia “il faut être de son temps”23— lo cual le exigía no solo una nueva capacidad de observación sino una nueva sensibilidad24. Ello, a su vez, posibilitó el surgimiento de una serie de temas, actores sociales, experiencias y aspectos de la vida moderna (Nochlin, 1991):
se dirigieron a aquellos ámbitos nuevos o hasta entonces postergados de la experiencia moderna, como el destino de los trabajadores pobres, tanto rurales como urbanos, la vida diaria de las clases medias, la mujer moderna —y en especial la mujer caída—, el ferrocarril y la industria, y la ciudad moderna misma, con sus cafés, sus teatros, sus trabajadores, y paseantes, sus parques y bulevares y la vida que en ellos se llevaba. De todos estos temas de la vida del momento, ninguno fue considerado hasta tal punto epítome mismo de la experiencia moderna, o se trató con tanta concreción y perentoriedad por los artistas de mediados de siglo, no solo en Francia, sino también en Inglaterra y en todo el continente, como el tema del trabajo. (pp. 94-95)
La incorporación de estos temas estuvo, por otra parte, acompañada de profundas transformaciones en la percepción de categorías tales como el tiempo, el espacio e, incluso, el sujeto. Por otra parte, el ritmo de la vida moderna así como los efectos de la creciente especialización que demandaba la sociedad burguesa contribuyeron al surgimiento de una cultura del trabajo, así como una racionalización de los placeres, el ocio y el entretenimiento25.
Como bien se sabe, en la literatura latinoamericana —en particular, en la novela— a raíz de la influencia de la novela europea del siglo XIX, el realismo se convirtió en el modo narrativo privilegiado de escritores de diversas latitudes en la representación de las nuevas realidades sociales. Ello, por ejemplo, puede comprobarse en el extenso corpus de la llamada “novela de la tierra”26 de las primeras décadas del siglo XX, fuertemente influida a su vez por el discurso antropológico que, desde los años veinte, había validado “al trabajador de campo como personaje narrador” y que puede entenderse en los términos planteados por Clifford Gertz:
La cultura se interpretaba como un conjunto de comportamientos, ceremonias y gestos característicos, susceptible de ser registrada y explicada por un observador capacitado (…) algunas vigorosas abstracciones teóricas prometían asistir a los etnógrafos académicos a “llegar al meollo” de una cultura con mayor rapidez (…) el nuevo etnógrafo tendía a centrarse temáticamente en instituciones particulares (…) En la postura retórica predominantemente sinecdóquica de la nueva etnografía, se daba por sentado que las partes eran microcosmos o analogías de un todo. Este escenario de primeros planos institucionales contra fondos culturales como retrato de un mundo coherente se prestó a convenciones literarias realistas. (Citado por Roberto González Echevarría, 1998, pp. 210-211; cursivas del autor)
Las “convenciones literarias realistas” anotadas por Geertz son las que privilegia Salazar Bondy —como ya se ha visto— en la representación artística o verbal del llamado “paisaje” o “paisanaje” en los términos planteados por Unamuno, ya sea rural o urbano, conceptos que él asocia, a su vez, con “lo indígena”. Dotado por el poder de la observación y la capacidad de interpretar las manifestaciones culturales —sean estas hábitos, modos de vida, prácticas, etcétera— y las relaciones sociales, el narrador asume la tarea de dar cuenta de las complejas realidades del mundo en que está inserto (“la existencia de su comunidad”). En tal sentido, el realismo —de acuerdo con la postura de Salazar Bondy— se concibe como un instrumento idóneo en la representación de la actualidad, así como el tratamiento de los nuevos actores sociales que surgen en el panorama de las cambiantes sociedades poscoloniales latinoamericanas; es decir, se vincula con las preocupaciones centrales del discurso crítico en torno a la construcción de la “identidad nacional” —rasgo observado en la discusión desarrollada en el Primer encuentro de narradores peruanos—. Esta operación, sin embargo, reviste un evidente anacronismo en la medida en que expresa una visión ahistórica según la cual se pretende aplicar un modelo de representación producto, a su vez, de condiciones presentes en ciertos países europeos a lo largo del siglo XIX y concebido con el fin de construir una imagen pictórica de la nación27.
En un artículo de 1956, titulado “En busca de un realismo”, Salazar Bondy precisa su noción de lo que concibe como “arte realista” y distintos tipos de realismo:
Somos hombres situados ante un enigma previo a toda otra clase de enigmas, cuya exposición, tal vez, quepa en una interrogación: ¿dónde y cómo vivimos? Responder a esta elemental cuestión corresponde, en buena parte como misión social, a los artistas, y ellos no pueden cumplir tal compromiso sino trasegando de la vida al lienzo o al papel las situaciones paradigmáticas que constituyen testimonios perdurables de la existencia de su comunidad.
En una palabra, necesitamos del realismo. Sin embargo esta verificación no puede dejarse así porque bajo la expresión “realismo”, como bajo todas las otras que pertenecen a la nomenclatura intelectual al uso, se esconden falaces desviaciones del sentido original. En principio, no se trata de naturalismo o verismo. No es el caso fotografiar los hechos con la pluma o el pincel, ni pasear, como sostenían los realistas franceses del siglo pasado, un espejo frente al paisaje. Aquella “rebanada de vida” que presumían de exponer en el escenario del Teatro Antoine los epígonos de Zola, no es otra cosa que un ardid oportuno para esconder la imaginación o para disimular su falta. Realismo de crónica, realismo de reportaje, realismo objetivo, etc., son actualmente las más altas virtudes periodísticas, y la literatura, al usurparlas no hace otra cosa que olvidar sus predios estéticos y pedir en préstamo un atributo ajeno.
Tampoco el realismo que necesitamos es el llamado “socialista”, pues más allá del término y su significación estricta se encuentra el propósito de servir políticamente a determinada causa, cuyos planteamientos doctrinarios, acertados o no, constituyen límites demasiado rigurosos, en permanente conflicto con la libertad creadora. No siempre los buenos, los generosos, los heroicos son los miembros de una cierta clase social, ni generalmente su lucha comporta los actos humanos más trascendentales. Por cierto que dentro de esta clase de realismo politizado, como dentro del naturalismo al que aludimos arriba, se dan obras de arte valiosas, aunque ello sea más por suerte de la calidad del realizador que a causa de los instrumentos que su filiación le procura.
Un tercer realismo falaz es el que, en este siglo, se denominó “mágico”. Su esencia es, no obstante situarse en un terreno inicial de carácter verosímil, simbólico o alegórico. Hubo, y hay en él, mucho de onirista, de sómnico, de surrealista en una palabra, ya que sus propósitos consistieron en expresar los conflictos vitales a través de representaciones ingenuas, infantiles, primitivas y, en general, mediatizadas a través de imágenes cuyo arraigo real era siempre remoto. La interpretación de dichas obras, a la postre, quedaba librada al arbitrio del espectador, y no fue difícil hallar ante cualquiera de ellas, entre adversarios, una sorprendente unanimidad de elogios: cada cual llevaba, desde ellas, el agua hacia sus propios molinos. ¿Qué nos queda? Sin duda hay un cuarto realismo. Su definición es difícil ahora porque este arte se está haciendo y toda poética es posterior al poema. Sin embargo, es posible mencionar una serie de pasos dados ya en pos de la conquista de este nuevo realismo: la pintura de Orozco, la novela de Gallegos, la poesía de Vallejo, el teatro de Usigli, la música de Villalobos, el cuento de Quiroga... La relación podría ser diez veces mayor. Bástenos decir que, en último término, lo que se procura es revelar con el arte y las letras dónde y cómo vivimos, pues a pesar de que nadie aquí se libra de ser y existir dentro de formas muy singulares, dichas formas nos son a todos poco menos que desconocidas. Describirnos será, en efecto, descubrirnos. (“En busca de un realismo”, SSB, 2014b, pp. 285-287; cursivas mías)
Aun cuando Salazar Bondy incurre en ciertas generalizaciones con respecto a la caracterización del realismo —por ejemplo, aquella referida a “fotografiar los hechos con la pluma o el pincel, [o] pasear, como sostenían los realistas franceses del siglo pasado, un espejo frente al paisaje”28— la clasificación resulta útil en la medida en que permite delimitar con mayor rigor su posición. Frente a los distintos tipos de realismo existentes —el “verista”, el “socialista” y, por último, el “mágico”—, aboga por aquel en el que “lo que se procura es revelar con el arte y las letras dónde y cómo vivimos”. Si bien las limitaciones de espacio no le permiten decantar esas ideas —por ejemplo, especificar a qué refiere con los términos “arte” y “letras”— o, en todo caso, qué razones lo llevan a afirmar que la tipificación de realismo se revela como una tarea pendiente (“[su] definición es difícil ahora porque este arte se está haciendo y toda poética es posterior al poema”), en el pasaje se propone una acepción del término “realismo” cercana a su sentido original: un modelo de representación apto para la mejor comprensión de la actualidad y el presente (“revelar […] dónde y cómo vivimos”). En el caso de Salazar Bondy, sin embargo, se constata una instrumentalización del modelo en tanto se le concibe no como producto del cuestionamiento de convenciones artísticas heredadas de una estética anterior en el curso de la historia —en el caso europeo, la del clasicismo y el romanticismo—, sino más bien como una respuesta a corrientes que, en el ámbito literario y artístico, habían prevalecido o se encontraban vigentes en la literatura peruana y latinoamericana, como el modernismo o la vanguardia, que, para él, no contribuían a develar la “verdadera” naturaleza de lo real. Sobre la posición de Salazar Bondy respecto a las vanguardias, retornaré más adelante.
En todo caso, es importante fijar nuestra atención en el “cuarto realismo” o “nuevo realismo” mencionado hacia el final del pasaje. En él, se encuentran ejemplos que proceden de un conjunto muy heterogéneo de manifestaciones artísticas que incluye no solo las pertenecientes a diversos géneros literarios (“la novela de Gallegos”, “la poesía de Vallejo”, “el teatro de Usigli” y “el cuento de Quiroga”), sino a las artes (“la pintura de Orozco”) y la música (“la música de Villalobos”). De esta forma, Salazar Bondy traza un eje transversal en el que se integran diversos lenguajes artísticos que dan cuenta no solo de una mirada crítica interdisciplinaria sino intercontinental y, más precisamente, latinoamericana, cuyo rango histórico, además, se extiende a lo largo de toda la primera parte del siglo XX; es decir, la discusión en torno al carácter realista de la representación verbal excede los parámetros de lo local para insertarse en un ámbito mayor que involucra el proyecto de la construcción de una identidad nacional llevado a cabo, además, por diversos intelectuales, artistas y escritores de la región. Este “nuevo realismo”, a diferencia del europeo, surge como producto de las condiciones sociales y económicas que afectan a naciones que se encuentran en una fase histórica que puede describirse como “poscolonial” (el término, sin embargo, no está presente en ningún momento en las formulaciones del autor). Por otra parte, en palabras de Salazar Bondy, “este arte se está haciendo” y una de sus funciones consiste en “describirnos” —lo cual equivale a su vez, para él, a un “descubrirnos”—. Dada la amplitud del intervalo histórico que establecen los ejemplos —un periodo que se inicia en los albores del siglo XX, con la obra de Horacio Quiroga, y llega al presente en el que se publica el artículo—, ese proceso se encuentra aún en gestación y dista mucho aún de concluir. Este planteamiento acerca del proceso por el cual están atravesando el arte y la literatura latinoamericanos también se hace presente en las reflexiones acerca de la novela —en particular, la novela peruana—, género narrativo al cual Salazar Bondy atribuye una importancia central.