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PARTIDA HACIA EL GOLFO DE LOS SPAHIS DE VALENCE

El principio de 1991 estuvo marcado por los preparativos de la guerra del Golfo y los progresos de mi irresponsabilidad total. La nieve lo cubría todo y dejaba bloqueados los trenes, ahogando los sonidos. En el Golfo, afortunadamente, la temperatura había bajado, y los soldados se asaban menos que en verano, cuando se remojaban con agua, el torso desnudo, sin quitarse las gafas de sol. ¡Ah, qué hermosos los soldados del verano, de los cuales no murió casi ninguno! Se echaban por la cabeza botellas enteras de agua que se evaporaba sin tocar el suelo, chorreando sobre su piel y evaporándose en seguida, formando en torno a su cuerpo atlético un halo de vapor recorrido por arcoíris. ¡Dieciséis litros nada menos tenían que beberse cada día los soldados del verano, dieciséis litros, tanto sudaban bajo su uniforme en ese lugar del mundo donde no existe la sombra! ¡Dieciséis litros! La televisión divulgaba cifras, y las cifras se establecían como se establecen siempre las cifras: con precisión. El rumor divulgaba unas cifras que nos repetíamos antes del asalto. Porque se iba a llevar a cabo ese asalto contra el cuarto ejército del mundo, el Invencible Ejército Occidental iba a ponerse en movimiento pronto, y, enfrente, los iraquíes se ocultaban detrás de alambre de espinos enroscado y muy apretado, detrás de minas saltarinas y clavos oxidados, detrás de trincheras llenas de petróleo que encenderían en el último momento, ya que ellos tenían mucho petróleo, tenían para dar y vender. La televisión daba detalles, siempre precisos, rebuscaban en los archivos al azar. En la televisión salían imágenes de antes, imágenes neutras que no mostraban nada. No se sabía nada del ejército iraquí, ni de su fuerza, ni de sus posiciones. Solo se sabía que era el cuarto ejército del mundo, se sabía porque lo iban repitiendo. Las cifras se quedan grabadas porque son claras, uno las recuerda, las cree. Y aquello se prolongaba, venga y venga. No se veía el final de todos aquellos preparativos.

A principios de 1991 yo apenas trabajaba. Iba a trabajar porque ya no se me ocurría qué decir para justificar mi ausencia. Frecuentaba a algunos médicos que firmaban, sin escucharme siquiera, increíbles bajas médicas, y yo iba prolongándolas más y más mediante un lento trabajo de falsificación. Por la tarde, bajo la lámpara, rehacía las cifras escuchando discos con los auriculares puestos, mi universo reducido al círculo de luz de la lámpara, reducido al espacio entre las dos orejas, reducido a la punta de mi boli azul, que lentamente me concedía tiempo libre. Primero hacía un borrador, y después con gesto seguro transformaba los números trazados por los médicos. Así doblaba y triplicaba el número de días que podía quedarme en casa y mantenerme alejado del trabajo. Nunca supe si bastaba con modificar las cifras para cambiar la realidad, con repasar las cifras con boli para escapar de todo, no me preguntaba jamás si los datos podían estar consignados en otro lugar además del volante, pero poco importa; el trabajo al que iba estaba tan mal organizado que, a veces, cuando yo no iba, nadie se daba cuenta siquiera. Cuando volvía al día siguiente tampoco se fijaban en mí más que si no estuviera, como si mi ausencia no significara nada. Yo faltaba y mi falta no era percibida. Así que me quedaba en la cama.

Un lunes de principios de 1991 me enteré por la radio de que Lyon estaba incomunicada por la nieve. Las nevadas de la noche habían cortado todos los cables, los trenes estaban parados en las estaciones, y los que habían sido sorprendidos fuera se cubrían con edredones blancos. La gente que iba dentro intentaba que no les entrase el pánico.

Aquí en el Escalda caían apenas algunos copos, pero allá no se movían nada más que grandes quitanieves seguidos de una lenta fila de coches, y los helicópteros llevaban socorro a las aldeas aisladas. Yo me alegré mucho de que todo eso ocurriese un lunes, porque aquí no sabían lo que era la nieve y se les haría una montaña, una misteriosa catástrofe atestiguada por las imágenes que mostraba la televisión. Llamé por teléfono a mi trabajo, situado a trescientos metros, y fingí que estaba a ochocientos kilómetros de allí, en las colinas blancas que aparecían en los telediarios. Yo procedo de allí, del Ródano, de los Alpes, ellos lo sabían, y a veces volvía a pasar algún fin de semana, ya lo sabían, y no sabían lo que eran esas montañas, ni la nieve, así que todo concordaba y no había motivo alguno para que yo no estuviera incomunicado como todo el mundo.

Después me fui a casa de mi amiga, que vivía frente a la estación.

Ella no se sorprendió, ya me esperaba. También había visto la nieve, los copos por la ventana y las borrascas que anunciaba la tele en el resto de Francia. Había llamado también a su trabajo con esa voz frágil que sabe poner al teléfono, diciendo que estaba enferma con aquella gripe tan severa que asolaba Francia y de la que se hablaba en la televisión. No podría ir a trabajar. Cuando me abrió todavía estaba en pijama, yo me desnudé y nos acostamos en su cama, al abrigo de la tormenta y de la enfermedad que asolaba Francia, y de la cual no había ningún motivo, ninguno en absoluto, para habernos podido librar. Éramos víctimas, como todo el mundo. Hicimos el amor tranquilamente mientras fuera seguía cayendo un poco de nieve, flotaba y aterrizaba, copo tras copo, sin prisa por llegar al suelo.

Mi amiga vivía en un estudio que tenía una sola habitación y una alcoba, y una cama que ocupaba todo el sitio de la alcoba. Yo estaba muy cerca de ella, tapado con el edredón nórdico, con nuestro deseo calmado, y nos encontrábamos muy bien al calor tranquilo de una jornada sin horarios, durante la cual nadie sabría dónde estábamos. Me encontraba muy bien al calor de mi nicho robado, con ella, que tenía los ojos de todos los colores, que me habría gustado mucho dibujar con lápices de color verde y azul sobre un papel marrón. Habría querido hacerlo pero dibujo muy mal, y sin embargo solo el dibujo habría podido hacer justicia a sus ojos, que tenían una luz maravillosa. Decirlo no basta, hay que mostrarlo. El color sublime de sus ojos escapaba al decir, sin dejar rastro. Había que mostrar. Pero mostrar no se improvisa, como probaban las estúpidas cadenas de televisión todos los días del invierno de 1991. El aparato estaba alineado con la cama, y podíamos ver la pantalla amontonando los almohadones para levantar la cabeza. A medida que el esperma se secaba me tiraba de los pelos de los muslos, pero no tenía ganas de darme una ducha, hacía frío en el reducto del cuarto de baño y me encontraba muy a gusto al lado de ella, y los dos mirábamos la tele esperando que nos volviera el deseo.

La noticia del día en la tele era la Desert Storm, la Tormenta del Desierto, un nombre de operación tomado de La guerra de las galaxias y concebido por los guionistas de un gabinete especializado. Al lado venía brincando Daguet, la operación francesa, con sus pequeños medios. El Daguet es el gamo pequeño que ha crecido un poco, un Bambi apenas púber en el que despuntan sus primeros cuernos, y que da saltitos y no está nunca demasiado lejos de sus padres. ¿Dónde encontrarán los nombres los militares? Quien lo propuso debió de ser un oficial superior que practicaba la caza en las tierras de su familia. «Tormenta del Desierto» es algo que todo el mundo entiende, de un extremo de la tierra a otro, estalla en la boca, explota en el corazón, es un título de videojuego. «Daguet» es elegante, provoca una sonrisa sutil entre los que lo entienden. El ejército tiene su idioma, que no es el común, y resulta muy turbador. Los militares de Francia no hablan nunca, o hablan solo entre ellos. Nos dan risa, les consideramos de una estupidez profunda que no necesita palabras. ¿Qué nos han hecho para que les despreciemos así? ¿Qué hemos hecho nosotros para que los militares vivan así, segregados?

El ejército de Francia es un tema que molesta. No sabemos qué pensar de esa gente, y, sobre todo, qué hacer con ellos. Nos fastidian con sus gorras, sus tradiciones reglamentarias, de las que nadie quiere saber nada, y sus costosas máquinas que merman los impuestos. El ejército de Francia es mudo, obedece ostensiblemente al jefe de los ejércitos, ese civil electo que no sabe absolutamente nada, que está muy ocupado y deja que el ejército haga lo que quiera. En Francia no sabemos qué pensar de los militares, ni siquiera nos atrevemos a emplear un posesivo que pudiera hacer pensar que son «nuestros»: los ignoramos, los tememos, nos burlamos de ellos. Nos preguntamos por qué se dedicarán a eso, a ese oficio impuro, tan cercano a la sangre y a la muerte; sospechamos complots, sentimientos malsanos, grandes limitaciones intelectuales. A los militares los preferimos lejos, solos en sus bases encerradas en el sur de Francia, o bien recorriendo el mundo para supervisar las migajas del Imperio, paseándose por ultramar como hacían antes, con un traje blanco lleno de dorados sobre enormes barcos muy limpios que brillan al sol. Preferimos que estén lejos, que sean invisibles; no nos conciernen. Preferimos que liberen su violencia en otros sitios, en unos territorios muy lejanos, poblados por gente tan poco parecida a nosotros que apenas es gente.

Eso era lo único que pensaba yo del ejército, es decir, nada, pero yo pensaba como ellos, como todos aquellos a los que conocía; eso fue hasta la mañana de 1991 en que no dejaba que asomase del edredón más que la nariz y los ojos para mirar. Mi amiga, acurrucada a mi lado, me acariciaba suavemente el vientre y mirábamos en la pantalla a los pies de la cama los inicios de la tercera guerra mundial.

Mirábamos la calle del mundo, llena de gente, blandamente acodados en la ventana hertziana, instalados en la feliz tranquilidad que sigue al orgasmo, que permite verlo todo sin pensar mal ni pensar en nada, que permite ver la televisión con una sonrisa que flota mientras se va desarrollando el hilo de las emisiones. ¿Qué hacer después de la orgía? Pues ver la tele. Ver las noticias, mirar la máquina fascinante que fabrica un tiempo ligero, de poliestireno, sin peso ni calidad, un tiempo de síntesis que rellenará de la mejor manera posible el tiempo que nos queda.

Durante los preparativos de la guerra del Golfo y después, cuando se estaba desarrollando, vi cosas muy raras; el mundo entero vio cosas muy raras. Vi mucho, ya que no abandonaba apenas nuestro nidito de Hollofil, esa maravillosa fibra textil de Du Pont de Nemours, esa fibra de poliéster de un solo canal que llena los edredones nórdicos y que no se chafa, y que te mantiene caliente como es debido, mucho mejor que las plumas, mucho mejor que las mantas, un material nuevo que permite, en resumen, (verdadero progreso técnico), permanecer mucho tiempo en la cama y no tener que salir, porque era invierno, porque yo estaba en plena irresponsabilidad profesional y no hacía otra cosa que permanecer acostado al lado de mi amiga, mirando la tele y esperando que se recuperase nuestro deseo. Cambiábamos las fundas nórdicas cuando nuestro sudor las ponía pegajosas, o cuando las manchas de semen que yo emitía en grandes cantidades (habría que decir «a diestro y siniestro») se secaban y dejaban la tela rasposa.

Vi, asomados a la ventana, a unos israelíes en un concierto con máscaras de gas en la cara, y el violinista era el único que no llevaba, y seguía tocando; vi el baile de las bombas encima de Bagdad, los mágicos fuegos artificiales de color verde, y supe así que la guerra moderna se desarrolla en la luz de las pantallas; vi la silueta gris y poco definida de unos edificios aproximarse temblando y luego explotar, enteramente destruidos desde el interior, con todos los que había dentro; vi grandes B52 con alas de albatros salir de su embalaje en el desierto de Arizona y volar de nuevo, llevando bombas muy pesadas, bombas especiales según los usos; vi volar misiles a ras del suelo desértico de Mesopotamia y buscar ellos mismos su blanco con un largo aullido del motor deformado por el efecto Doppler. Vi todo esto sin perder el aliento, solo por la tele, como una película de ficción un poco mal hecha. Pero la imagen que más estupefacto me dejó, a principios de 1991, fue muy sencilla, seguramente nadie más la recuerda, y fue la imagen que hizo de aquel año, 1991, el último año del siglo XX. Asistí durante el telediario a la partida hacia el Golfo de los spahis de Valence.

Esos jóvenes tenían menos de treinta años y les acompañaban sus mujeres jóvenes. Ellas les abrazaban ante las cámaras, llevando niños pequeños que en su mayor parte no estaban todavía en edad de hablar. Se abrazaron tiernamente, esos jóvenes musculosos, esas mujeres guapas, y, a continuación, los spahis de Valence subieron en sus camiones color arena, sus VAB, sus Panhard con neumáticos. No se sabía entonces cuándo volverían, no se sabía entonces que aquella guerra no produciría muertos del lado de Occidente, casi ninguno, no se sabía entonces que la carga de la muerte la soportarían los innumerables otros, los otros sin nombre que pueblan los países cálidos, como el efecto de los agentes contaminantes, como el progreso del desierto, como el pago de la deuda; entonces, la voz en off dejó escapar un comentario melancólico, nos entristecimos todos juntos ante la partida de nuestros jóvenes hacia una guerra lejana. Yo estaba estupefacto.

Esas imágenes son banales, las vemos siempre en las televisiones americana e inglesa, pero en 1991 fue la primera vez que se vio en Francia a unos soldados apretando contra su cuerpo a sus mujeres y a sus hijos antes de partir; la primera vez desde 1914 que alguien enseñaba a los militares franceses como gente cuya pena se podía compartir y que podríamos echar de menos.

El mundo retrocedió bruscamente, yo me sobresalté.

Me incorporé y saqué de debajo del edredón algo más que la nariz. Saqué la boca, los hombros, el torso. Tenía que sentarme, tenía que ver bien, porque asistía en la cadena hertziana (fuera de toda comprensión, pero a la vista de todos) a una reconciliación pública. Encogí las piernas, me las rodeé con los brazos y, con la barbilla apoyada en las rodillas, seguí mirando aquella escena fundacional: la partida hacia el Golfo de los spahis de Valence. Algunos se secaron una lágrima antes de subir a su camión repintado de color arena.

A principios de 1991 no pasaba nada: se preparaba la guerra del Golfo. Condenadas a la palabra y sin saber nada, las cadenas de televisión practicaban el parloteo. Producían un flujo de imágenes que no contenía nada. Interrogaban a expertos que improvisaban conjeturas. Difundían archivos, los que quedaban, los que ningún servicio había censurado, y todo acababa con planos fijos del desierto mientras el comentarista citaba cifras. Inventaban. Dramatizaban. Repetían los mismos detalles, buscando nuevos ángulos para decir lo mismo sin que lo pareciese. Desvariaban.

Yo lo seguía todo. Asistía al raudal de imágenes, me dejaba atravesar por ellas, seguía sus contornos; circulaban al azar, pero siguiendo la pendiente. A principios de 1991 yo estaba completamente disponible, me ausenté de la vida, no tenía otra cosa que hacer que ver y oír. Pasaba el tiempo acostado, al ritmo del rebrote de mi deseo y de su acopio regular. Quizá nadie más se acuerde de la partida hacia el Golfo de los spahis de Valence, salvo ellos que partieron y yo que lo miraba todo, ya que durante el invierno de 1991 no pasó nada. Comentábamos el vacío, llenábamos el vacío de corrientes de aire, esperábamos. No pasó nada salvo esto: el ejército volvió al cuerpo social.

Podemos preguntarnos dónde había estado durante todo ese tiempo.

Mi amiga se extrañó mucho de mi repentino interés por una guerra que no acababa de llegar. A menudo yo afectaba un ligero aburrimiento, un distanciamiento irónico, un gusto por los estremecimientos del espíritu que encontraba más seguros, más descansados, mucho más divertidos que el peso demasiado agotador de lo real. Me preguntó qué era lo que miraba de aquella manera.

—Me gustaría conducir uno de esos cacharros grandes —dije yo—. Esos de color arena, con las ruedas dentadas.

—Pero eso es para niños pequeños, y tú no eres un niño pequeño. Ya no —añadió ella, poniéndome la mano encima, justo encima de ese bello órgano que tiene vida propia, provisto de un corazón propio y por tanto de sentimientos, de pensamientos y movimientos que le son propios.

Yo no respondí nada, no estaba seguro, y me eché de nuevo a su lado. A efectos legales estábamos enfermos, además de incomunicados por la nieve, y así, abrigados, teníamos todo el día para nosotros, y la noche siguiente, y el otro día, hasta agotar el aliento y el desgaste de nuestros cuerpos.

Aquel año practiqué un absentismo desaforado. No pensaba, noche y día, más que en los medios de escabullirme, de escaquearme, de escurrir el bulto, de esconderme en un rincón de sombra mientras los otros iban desfilando. Destruí en pocos meses lo poco que hubiera podido poseer de ambición social, de conciencia profesional y de atención a mi puesto. Desde el otoño, me aproveché del frío y la humedad, que son fenómenos naturales y por tanto indiscutibles: una molestia en la garganta bastaba para justificar una baja. Faltaba, descuidaba mis asuntos, y no siempre iba a visitar a mi amiga.

¿Qué hacía pues? Iba por las calles, entraba en los cafés, leía en la biblioteca pública obras de ciencia y de historia, hacía todo aquello que puede hacer un hombre solo en la ciudad y sin ganas de volver a su casa. Y la mayoría de las veces, nada.

No tengo recuerdos de aquel invierno, nada organizado, nada que contar, pero cuando oigo en France Info la sintonía del boletín de noticias, me sumerjo en un estado de melancolía tal que me doy cuenta de que no debí de hacer otra cosa que eso: escuchar las noticias del mundo en la radio, cada cuarto de hora, como otras tantas campanadas de un gran reloj, el reloj de mi corazón, que latía muy lentamente, el reloj del mundo, que se encaminaba, sin dudar, hacia lo peor.

Hubo una remodelación en la dirección de mi empresa. Aquel que me dirigía no pensaba más que en una cosa: irse. Lo consiguió. Encontró otra cosa, dejó su puesto y vino otro, que tenía intención de quedarse, y puso orden.

La dudosa competencia y el deseo de huida del precedente me habían protegido, pero me perdieron la ambición y el uso de la informática de aquel que vino. El bribón que partía no me había dicho nunca nada, pero sí había tomado nota de mis ausencias. En unas fichas apuntaba las presencias, los retrasos, el rendimiento; todo aquello que podía ser medible lo había conservado. En eso se ocupaba mientras pensaba en huir, pero no decía nada. Ese obsesivo dejó su fichero; el ambicioso que vino se había formado como recortador de costes. Toda información podía servir. Se hizo cargo de los archivos y me despidió.

El programa Evaluaxe representaba mi contribución a la empresa mediante unas curvas. La mayor parte se mantenían al nivel de las abscisas. Una (la roja) se elevaba, subía formando dientes de sierra desde los preparativos de la guerra del Golfo, y se mantenía bien alta. Más abajo, la horizontal era una línea de puntos del mismo color marcando la norma.

Él iba dando golpecitos a la pantalla con un lápiz de grafito cuidadosamente afilado, con goma, que no utilizaba jamás para escribir, sino para dibujar en la pantalla, e insistir en determinados puntos dando golpecitos. Frente a tales herramientas, frente a un fichero meticuloso, frente a un generador de curvas tan indiscutible, mi práctica del boli para maquillar las palabras del doctor no daba la talla. Estaba claro que yo contribuía de una manera muy floja.

—Mire la pantalla. Tendría que despedirle por absentismo.

Siguió dando golpecitos a las curvas con su goma, parecía reflexionar y aquello hacía un ruido como de bola de caucho prisionera de un cuenco.

—Pero puede haber una solución.

Contuve la respiración. Pasaba del marasmo a la esperanza; a nadie le gusta que le echen, aunque se lo tome a broma.

—A causa de la guerra, la coyuntura se ha degradado. Debemos desprendernos de una parte del personal, y lo haremos según las reglas. A usted le ha tocado el gordo.

Yo accedí. ¿Qué iba a responder? Miré las cifras en la pantalla. Las cifras traducidas en formas demostraban muy bien lo que él quería demostrar. Yo veía mi eficacia económica, eso no lo discutía. Las cifras atraviesan el lenguaje sin apercibirse siquiera de su presencia; las cifras te dejan mudo, con la boca abierta, con la garganta agarrotada buscando oxígeno en el aire enrarecido de las esferas matemáticas. Accedí con un monosílabo, estaba contento de que me despidiera según las reglas y no como a un cochino. Él sonrió, abrió las manos haciendo un gesto. Parecía que iba a decir: «Bah, no es nada... No sé por qué lo hago. Pero váyase antes de que cambie de opinión».

Salí andando hacia atrás, me fui. Más tarde supe que hacía ese mismo número a todos los que despedía. Proponía a cada uno de ellos el olvido de sus faltas a cambio de una dimisión negociada. Más que protestar, todos le daban las gracias. Nunca fue más tranquilo un plan de ajuste: la tercera parte del personal se levantó, le dio las gracias y se largó; eso fue todo.

Se atribuyeron esos reajustes a la guerra, ya que las guerras tienen tristes consecuencias. No se puede evitar, es la guerra. No se puede impedir la realidad.

Aquella misma tarde recogí mis pertenencias en unas cajas de cartón conseguidas en el supermercado y decidí volver al lugar de donde procedía. Mi vida estaba hecha un desastre, así que podía llevármela a cualquier parte. Me habría gustado tener otra vida, pero yo soy el narrador. El narrador no puede hacerlo todo: narra, que ya es algo. Si tuviese que vivir, además de narrar, no daría abasto. ¿Por qué tantos escritores hablan de su infancia? Será que no tienen otra vida: el resto se lo pasan escribiendo. La infancia era el único momento en el que vivían sin pensar en otra cosa. Después escriben, y eso les ocupa todo el tiempo, ya que escribir utiliza el tiempo como el bordado utiliza el hilo. Y no tenemos más que un hilo.

Mi vida es una mierda y yo narro; lo que querría es mostrar y, con ese fin, dibujar. Esto es lo que querría: que mi mano se agitase, y que eso bastara para que alguien la viese. Pero dibujar requiere una habilidad, un aprendizaje, una técnica, mientras que narrar es una función humana. Basta con abrir la boca y dejar escapar el aliento. Tengo que respirar, y hablar viene a ser lo mismo. Por lo tanto narro, aunque la realidad se escape siempre. Una prisión de aliento no es demasiado sólida.

Allí había admirado la belleza de los ojos de mi amiga, aquella con la que estaba tan unido, e intenté pintarlos. «Pintar» es una palabra adaptada a la narración, y también a mi incompetencia de dibujante: la pintaba pero en realidad no salían más que garabatos. Le pedía que posara con los ojos abiertos y me mirase, mientras mis lápices de colores densos se agitaban sobre el papel, pero ella volvía la mirada. Sus ojos, tan bonitos, se empañaban, y lloraba. No merecía que yo la mirase, decía, y aún menos que la pintara o la dibujara, o representara, me hablaba de su hermana, que era mucho más guapa que ella, con unos ojos magníficos, unos pechos de ensueño, de aquellos que se esculpían delante de los barcos antiguos, mientras que ella... Yo tenía que dejar los lápices, cogerla entre mis brazos y acariciarle suavemente los pechos para tranquilizarla, secarle los ojos, repitiéndole todo lo que sentía al tocarla, a su lado, solo con verla. Mis lápices, quietos sobre mi dibujo inacabado, ya no se movían más, y yo narraba, narraba, cuando habría querido mostrar, y me hundía en el laberinto de la narración, cuando habría querido solamente mostrar cómo era, y estaba condenado cada vez más y más a la narración, para el consuelo de todos. Nunca conseguí dibujar sus ojos. Pero recuerdo mi deseo de hacerlo, un deseo de papel.

Mi vida de mierda podía desplazarse perfectamente. Sin ataduras, obedecí a las fuerzas de la costumbre, que obran como la gravitación. El Ródano, que conocía, al final resultaba que me gustaba más que el Escalda, que no conocía; finalmente, es decir, por fin, es decir, a tal fin. En fin, que volví a Lyon.

La Tormenta del Desierto me puso en la puta calle. Yo era una víctima colateral de la explosión que no se vio, pero cuyo eco todos oímos en las imágenes huecas de la televisión. Estaba tan poco unido a la vida que un suspiro lejano me desgajó. Las mariposas de la US Air Force batieron sus alas de hierro y en el otro extremo de la tierra eso desencadenó un tornado en mi alma, un chasquido, y volví al lugar de donde venía. Esa guerra fue el último acontecimiento de mi vida de antes; esa guerra fue el final del siglo XX, en el que había crecido. La guerra del Golfo alteró la realidad, y la realidad cedió bruscamente.

La guerra tuvo lugar. Pero ¿y qué? Para nosotros era como si la hubieran inventado, ya que solo la seguíamos en la pantalla. Pero alteró la realidad en determinadas regiones poco conocidas; modificó la economía, provocó mi despido negociado y fue la causa de mi regreso hacia aquello de lo que había huido, y los soldados que volvieron de esos países cálidos no recuperaron jamás, según se dice, toda el alma: estaban misteriosamente enfermos, insomnes, angustiados, y morían de un desmoronamiento interior del hígado, de los pulmones, de la piel.

Valía la pena interesarse por aquella guerra.

La guerra tuvo lugar, no se supo gran cosa de ella. Y mejor así. Los detalles que se supieron, si uno se molesta en unirlos, dejan entrever una realidad que más valdría dejar oculta. La Tormenta del Desierto tuvo lugar, con su ligero Daguet triscando detrás. Aplastaron a los iraquíes bajo una cantidad de bombas difícil de imaginar, más de las que se habían soltado jamás, cada iraquí podía tener la suya. Algunas de esas bombas perforaban los muros y explotaban detrás; otras hacían estallar uno tras otro los pisos de un edificio antes de detonar en la bodega, entre aquellos que se escondían allí, otras proyectaban partículas de grafito para provocar cortocircuitos y destruían las instalaciones eléctricas, otras consumían todo el oxígeno en un vasto círculo, otras más buscaban ellas solas su objetivo, como perros que van olfateando, que corren con la nariz pegada al suelo, que atrapan de un bocado su presa y explotan en cuanto la tocan. A continuación se ametrallaba a las masas de iraquíes que salían de sus refugios; quizá atacaban ellos, quizá se rendían, no se sabía por qué se morían y no quedaba nadie. No tenían municiones desde la víspera, ya que el partido Baas, desconfiado, que liquidaba a todo oficial competente, no daba municiones a sus tropas por miedo a que se rebelasen. Esos soldados harapientos lo mismo podrían haber ido provistos de fusiles de madera. Aquellos que no salían a tiempo eran sepultados en sus refugios por los bulldozers que cargaban en fila, que removían el suelo ante ellos y tapaban las trincheras junto con todo lo que contenían. Eso duró algunos días, esa guerra extraña que parecía una obra de demolición. Los carros soviéticos de los iraquíes intentaron una gran batalla sobre un terreno llano como en Kursk, y acabaron despedazados por una sola pasada de aviones de hélices. Los aviones lentos de ataque terrestre los acribillaron con bolas de uranio empobrecido, un metal nuevo que tiene el color verde de la guerra y pesa más que el plomo, y por eso atraviesa el acero con más indiferencia aún. Las carcasas las dejaron allí, y nadie fue a ver el interior de los tanques humeantes después del paso de los pájaros negros que los mataban. ¿A qué podía parecerse aquello? ¿A unas cajas de raviolis destripados arrojados al fuego? Pero no se trataba de imágenes, y las carcasas quedaron en el desierto, a cientos de kilómetros de todo.

El ejército iraquí se descompuso, el cuarto ejército del mundo retrocedió en desorden por la autopista al norte de Kuwait City, una columna desordenada de varios miles de vehículos, camiones, coches, autobuses, todos sobrecargados de botín y rodando al paso, tocando parachoques contra parachoques. A esa columna en fuga le dispararon, helicópteros según creo, o bien aviones que vinieron del sur a ras de suelo y dejaron caer rosarios de bombas inteligentes que ejecutaron su tarea con una falta de discernimiento muy elaborada. Todo ardió, las máquinas de guerra, las máquinas civiles, los hombres y el botín que habían robado en la ciudad petrolera. Todo se coaguló en un río de caucho, metal, carne y plástico. A continuación, la guerra se detuvo. Los carros aliados de color arena se detuvieron en pleno desierto, pararon sus motores, y se hizo el silencio. El cielo estaba negro, y chorreaba hollín grasiento de los pozos incendiados, y flotaba por todas partes el olor inmundo del caucho quemado junto con la carne humana.

La guerra del Golfo no tuvo lugar, escribían, para indicar la ausencia de esta guerra de nuestros espíritus. Más hubiese valido que no hubiese tenido lugar, para todos aquellos que murieron y de los que no se sabrá nunca ni el número ni el nombre. En esa guerra se aplastó a los iraquíes a zapatazos, como las hormigas que molestan, esas que pican en la espalda mientras nos echamos la siesta. Los muertos del lado occidental fueron poco numerosos, y se los conoce a todos, y se saben las circunstancias de su muerte. La mayor parte fueron accidentes o errores de tiro. No se sabrá jamás el número de muertos iraquíes, ni cómo murió cada uno. ¿Cómo saberlo? Es un país pobre, no disponen de una muerte por persona, los mataron en masa. Murieron quemados juntos, derretidos en un bloque como para un ajuste de cuentas mafioso, aplastados en la arena de sus trincheras, mezclados con el asfalto pulverizado de sus búnkeres, carbonizados entre el hierro fundido de sus vehículos quemados. Murieron al por mayor, no se recuperará nada. Su nombre no se ha conservado. En esta guerra «muere» como «llueve» y el impersonal designa un estado de cosas, un proceso de la naturaleza contra el cual no se puede hacer nada, y que mata también, porque ninguno de los actores de esa matanza en masa vio a quién mataba ni cómo lo mataba. Los cadáveres estaban lejos, al final de la trayectoria de los misiles, allá abajo, bajo las alas de los aviones que ya habían partido. Fue una guerra limpia, que no dejó manchas en las manos de los que mataron. No hubo auténticas atrocidades, solo la desgracia de la guerra a lo grande, perfeccionada por la investigación y la industria.

Podríamos no ver nada y no entender nada. Podríamos dejar caer esas palabras: «guerrea, igual que llueve»; es la fatalidad. La narración es impotente, no sabemos contar nada de esa guerra, las ficciones que normalmente la describen han quedado como alusiones torpes, mal construidas. Lo que ocurrió en 1991, que ocupó a las cadenas de televisión durante meses, no tuvo consistencia. Pero pasó algo. No se puede contar por los medios clásicos del relato, pero sí que se puede contar mediante la cifra y el nombre. Yo lo comprendí en el cine, más tarde. Y es que a mí me encanta el cine.

Siempre he visto películas de guerra. Me gusta mucho, sentado en la oscuridad, ver películas de helicópteros, con el sonido del cañón y el desgarro de las metralletas. Es futurista, bello, como de Marinetti, y emociona al niño que todavía soy, pequeño, un chico, ¡pam!, ¡pam!, ¡pam! Es bonito como el art brut, como las obras cinéticas de los años veinte, pero además con un sonido fuerte, que sacude las imágenes, que encandila al espectador, pegándolo al asiento como por succión. Me gustaban mucho las películas de guerra, pero esta, que vi unos años más tarde, me dio escalofríos, a causa de los nombres y de los números.

¡Ah, qué bien muestra las cosas el cine! ¡Mirad! ¡Mirad cómo dos horas muestran mucho más que días y días de televisión! Imagen contra imagen: las imágenes encuadradas ganan la batalla al raudal de imágenes. El marco fijo proyectado en la pared, abierto sin pestañear, como un sueño de insomne en la noche de su habitación, permite a la realidad aparecer al fin, mediante el efecto de la lentitud, del escrutinio, de una fijeza implacable. ¡Mirad! Me vuelvo hacia la pared y las veo, reinas mías, decía aquel, el que dejó de escribir y que siempre tuvo las prácticas sexuales de un adolescente. Le habría gustado mucho el cine a ese.

Se sienta uno en unos sillones tapizados cuyo respaldo es una cáscara, la luz se atenúa, el asiento sube más alto que la nuca y disimula lo que se hace, lo que se piensa por gestos. Por la ventana que se abre delante (y a veces aún se corre un telón antes de proyectar las imágenes), por esa ventana se ve el mundo. Y, lentamente, en la oscuridad, deslizo la mano suavemente en la anfractuosidad de la amiga que me acompaña, y en la pantalla veo y comprendo al fin.

No sé el nombre de la que me acompañaba entonces. Es algo extraño saber tan poco de la persona con quien te acuestas. Pero no tengo memoria para los nombres, y a menudo hacemos el amor cerrando los ojos. Yo, al menos; y no me acuerdo de su nombre. Lo lamento. Podría esforzarme, o inventármelo. Nadie lo sabría. Cogería un nombre vulgar, para que sonara real, o bien un nombre raro, para que quedara chulo. Dudo. Pero inventar un nombre no cambiaría nada; no cambiaría nada para el horror fundamental de la ausencia y de la ausencia de ausencia. Ya que el cataclismo más terrorífico y más destructor es este: la ausencia que no se nota.

En esa película que vi y que me conmocionó, una película de un autor conocido que se pasó en los cines y que se editó en DVD, que todo el mundo vio, la acción transcurre en Somalia, es decir, en ninguna parte. Unas fuerzas especiales americanas debían atravesar Mogadiscio, coger allí a un tipo y volver. Pero los somalíes se resistían. Empezaron a disparar a los americanos, y estos disparaban también. Hubo muertos, entre ellos muchos americanos. Cada muerto americano se veía antes, durante y después del acontecimiento de su fin, y moría lentamente. Morían uno por uno, con un poco de tiempo para sí mismos antes del momento de morir. Por el contrario, los somalíes morían como en el tiro al plato, en masa, no se contaban. Cuando los americanos se retiraron faltaba uno, prisionero, y un helicóptero pasó por encima de Mogadiscio diciendo su nombre, con el sonido a tope, para decirle que no lo olvidaban. Al final, en los títulos de crédito se daba el número y el nombre de los diecinueve muertos americanos, y anunciaban que murieron al menos mil somalíes. Esa película no choca a nadie. Esa desproporción no choca a nadie. Esa falta de simetría no choca a nadie. Claro, estamos acostumbrados. En las guerras asimétricas, las únicas en las que toma parte Occidente, la proporción es siempre la misma: no menos de uno a diez. La película está basada en una historia real. Evidentemente, siempre pasa eso. Ya lo sabemos. En las guerras coloniales no se cuentan los muertos de los adversarios, ya que no son muertos, ni adversarios: son una dificultad del terreno que se aparta, como los guijarros puntiagudos, las raíces de los mangles o los mosquitos. No se cuentan porque ellos no cuentan.

Después de la destrucción del cuarto ejército del mundo, imbecilidad periodística que se repetía en cadena, aliviados al ver que volvía casi todo el mundo, nos olvidamos de todos aquellos muertos como si la guerra, efectivamente, no hubiese tenido lugar. Los muertos occidentales eran muertos por accidente, se sabía quiénes eran y se les recordaría; los otros no contaban. Gracias al cine me enteré: la destrucción mecanizada de cuerpos se acompaña de un borrado de las almas del cual uno no se da cuenta. Cuando el asesinato no deja huellas, ese mismo asesinato desaparece, y los fantasmas se acumulan tanto que uno es incapaz de reconocerlos.

Aquí, precisamente aquí, me gustaría erigir una estatua. Una estatua de bronce, por ejemplo, ya que son sólidas y se reconocen los rasgos del rostro. La pondríamos sobre un pequeño pedestal, no demasiado alto, para que resultase accesible, y estaría rodeada de césped en el que todos pudieran sentarse. Se situaría en el centro de una plaza frecuentada, allí donde la población pasa y se cruza y se va en todas direcciones.

Esa estatua sería la de un hombrecillo sin gracia física alguna que llevaría un traje pasado de moda y unas gafas enormes que le deformarían el rostro. Aparecería con una hoja y un bolígrafo, tendiendo el bolígrafo para que uno firmase la hoja, como los entrevistadores que están por la calle o los militantes que recogen firmas.

No llama demasiado la atención, su acto es modesto, pero yo querría erigir una estatua a Paul Teitgen.

Físicamente nada impresiona en él. Era frágil y miope. Cuando llegó a ocupar su puesto en la prefectura de Argel, cuando llegó con otros para hacerse cargo de la gestión de los departamentos de África del norte, entregados al abandono, a la arbitrariedad, a la violencia racial e individual, cuando llegó, casi se desmaya de calor en la puerta del avión. Se cubrió de sudor al instante, a pesar del traje tropical comprado en la tienda para embajadores del bulevar Saint-Germain. Se secó la frente con un pañuelo grande, se quitó las gafas para secarles el vapor, y ya no veía nada, solo el deslumbramiento de la pista y las sombras, los trajes oscuros de aquellos que habían venido a recibirle. Dudó si volverse, si irse de nuevo, y después volvió a ponerse las gafas y bajó por la pasarela. El traje se le pegaba por toda la espalda y él fue andando, casi sin ver nada, por el cemento ondulante de calor.

Se hizo cargo de sus funciones y las cumplió bien, mucho más de lo que él mismo había imaginado.

En 1957 los paracaidistas tenían todo el poder. Explotaban bombas en la ciudad de Argel, varias al día. Les dieron la orden de hacer que cesaran las explosiones de las bombas. No les indicaron el procedimiento que debían seguir. Venían de Indochina y sabían correr por los bosques, esconderse, batirse y matar de todas las maneras imaginables. Les pidieron que no explotaran más bombas. Los hicieron desfilar por las calles de Argel, donde los europeos les aclamaron en masa.

Y empezaron a detener a gente, casi todos árabes. A aquellos que detenían les preguntaban si fabricaban bombas, o si conocían a gente que fabricase bombas, o si conocían a gente que conociera a otra gente, y así sucesivamente. Si uno pregunta con fuerza a muchas personas, acaba por encontrar algo. Acaba por coger al que ha fabricado las bombas, si interroga con fuerza a todo el mundo.

Para obedecer la orden que les habían dado construyeron una máquina de muerte, una picadora por la cual pasaron a los árabes de Argel. Pintaron números en cada casa, convirtieron cada hogar en una ficha, que clavaron en la pared, reconstruyeron el árbol escondido en la casba. Procesaban la información. Lo que quedaba después del hombre, un cartón arrugado manchado de sangre, lo hacían desaparecer, ya que eso no se deja por ahí tirado.

Paul Teitgen era secretario general de la policía, en la prefectura del departamento de Argel. Fue adjunto civil del general de los paracaidistas. Fue la sombra muda, a la que solo se pedía que consintiera. Ni siquiera que consintiera: no se le pedía nada. Pero él sí que pidió.

Paul Teitgen consiguió (y eso le valdría una estatua) que los paracaidistas le presentasen a la firma una orden de confinamiento para cada uno de los hombres a los que detenían. ¡Cuántos bolígrafos tuvo que usar! Firmaba todas las órdenes que le presentaban los paracaidistas, un buen fajo cada día, las firmaba todas, y todas significaban llevar al trullo, interrogar, poner a disposición del ejército para unas preguntas, siempre las mismas, hechas con demasiada fuerza como para sobrevivir a ellas.

Las firmaba y guardaba una copia, y cada una de ellas llevaba un nombre. Un coronel venía a hacer cuentas. Cuando este había detallado los liberados, los encarcelados y los evadidos, Paul Teitgen anotaba la diferencia entre esos números y los de la lista nominativa que consultaba al mismo tiempo.

—¿Y estos? —decía, y podía dar un nombre, varios nombres.

Y el coronel, al que no le gustaba nada todo aquello, respondía cada día, encogiéndose de hombros:

—Bueno, esos han desaparecido, y ya está. —Y abandonaba la reunión.

Paul Teitgen, en la sombra, contaba los muertos.

Al final supo cuántos. De todos los que habían sacado brutalmente de sus casas o habían atrapado en la calle, arrojados en un jeep que arrancaba a toda velocidad y doblaba una esquina, o en un camión tapado con una lona que no se sabía adónde iba (aunque se sabía ya demasiado bien), de todos esos que fueron veinte mil entre los ciento cincuenta mil árabes de Argel, entre los setenta mil habitantes de la casba, habían desaparecido 3.024. Se decía que se habían unido a los demás en la montaña. Se encontraban algunos cuerpos en las playas, devueltos por el mar, ya hinchados y estropeados por la sal, con unas heridas que se podían atribuir a los peces, a los cangrejos o a las gambas.

Para cada uno de ellos Paul Teitgen poseía una ficha con su nombre y firmada por su propia mano. Poco importa, diréis, poco importa a los interesados que desaparecieron, poco importa ese trocito de papel con su nombre, porque no salieron vivos, poco les puede importar esa hojita donde, debajo de su nombre, se ve la firma del adjunto civil del general de los paracaidistas, poco les puede importar, ya que eso no cambió su suerte en esta tierra. El kaddish no mejora la suerte de los muertos, que no volverán. Pero esa plegaria es tan fuerte que otorga méritos a quien la pronuncia, y esos méritos acompañan al muerto en su desaparición, y la herida que deja entre los vivos cicatriza, y duele menos, y menos tiempo.

Paul Teitgen contaba los muertos, firmaba cortas plegarias administrativas para que la masacre no fuese ciega, para que se supiera después cuántos habían muerto, y cómo se llamaban.

¡Gracias le sean dadas! Impotente, horrorizado, sobrevivió al terror general contando y nombrando a los muertos. En ese terror general en el cual uno podía desaparecer con una breve llamarada, en ese terror general en el que todos llevaban marcado su destino en los rasgos de su rostro, en el que quizá uno no volviera de un paseo en jeep, en el que los camiones transportaban cuerpos torturados todavía vivos y se los llevaban a matarlos, donde se remataba a cuchillo a los que gemían todavía en el rincón de Zéralda, donde se echaba a los hombres como si fueran desechos al mar, hizo el único gesto que podía hacer, ya que irse no lo había hecho el primer día. Hizo el único gesto humano posible en esa tempestad de fuego, de astillas cortantes, de puñaladas, de golpes, de ahogamientos, de electricidad aplicada al cuerpo: censó a los muertos uno por uno y conservó sus nombres. Detectaba su ausencia y pedía cuentas al coronel que venía a hacerle su informe. Y este, molesto, exasperado, le respondía que habían desaparecido. Bueno, de acuerdo, o sea que han desaparecido, proseguía Teitgen, y anotaba su número y su nombre.

Uno se agarra a cualquier cosa, pero en la máquina de muerte que fue la batalla de Argel, aquellos que consideraron que la gente era gente, provistos de un número y de un nombre, esos salvaron el alma, y salvaron el alma de los que lo comprendieron, y también el alma de aquellos que se preocuparon. Cuando los cuerpos sufrientes y destrozados hubieron desaparecido, su alma quedó, y no se convirtió en un fantasma.

Ahora ya sé cuál es el sentido de ese gesto, pero lo ignoraba cuando seguí la Tormenta del Desierto por televisión. Lo sé ahora, que lo he aprendido en el cine, y así fue como conocí a Victorien Salagnon. De él, que fue mi maestro, aprendí que los muertos que han sido nombrados y contados no están perdidos.

Él me iluminó, Victorien Salagnon, conocerle en el momento más vacío de mi vida me iluminó. Me hizo reconocer esa señal que recorre la historia, ese signo matemático poco conocido y sin embargo visible que siempre está ahí, que es una relación, que es una fracción, que se expresa de la siguiente manera: diez a uno. Esa proporción es la señal subterránea de la masacre colonial.

A la vuelta, me establecí en Lyon en un alojamiento modesto. Llené la habitación amueblada con el contenido de mis cuatro cajas de cartón. Estaba solo, y eso no me molestaba. No contemplaba la posibilidad de encontrarme con nadie, como uno piensa cuando está solo. No buscaba a mi alma gemela. Me río porque mi alma no tiene hermanas ni tampoco hermanos, es hija única para siempre, y de ese aislamiento no la hará salir ninguna relación. Y, además, me gustaban mucho las solteras de mi edad que vivían solas en pequeños apartamentos y que, cuando yo iba, encendían velas y se acurrucaban en sus sofás cogiéndose las rodillas con los brazos. Ellas esperaban salir de aquello, esperaban que yo les desatara los brazos, que sus brazos pudiesen estrechar otra cosa que sus rodillas, pero vivir con ellas habría destruido esa magia temblorosa de la llama que ilumina a las mujeres solas, esa magia de los brazos cerrados que al fin se abrían para mí, y, entonces, una vez me abrían sus brazos, yo prefería no quedarme.

Afortunadamente, no carecía de nada. La gestión tortuosa de los recursos humanos de la que fue mi empresa, unida a la excelencia de los servicios sociales de mi país (por más que se diga, y por más que hayan decaído), abría ante mí un año de tranquilidad. Disponía de un año. En el cual hacer muchas cosas. Pero no hice gran cosa. Dudaba.

Al ir disminuyendo mis recursos me hice distribuidor de folletos publicitarios. Iba por las mañanas con un gorro que me tapaba las orejas a meter folletos en los buzones. Llevaba mitones de punto un poco miserables, pero ideales para esa tarea de apretar botones y coger papel. Tiraba de un carrito de la compra lleno de folletos que debía repartir, muy pesado, ya que el papel es pesado, y tenía que esforzarme para no depositar más que un ejemplar en cada buzón. La tentación sin embargo se iba imponiendo a partir de los cien primeros metros: echarlo todo en un montón, en lugar de repartirlo. Estuve tentado también de llenar las papeleras, de atiborrar los buzones abandonados, de equivocarme a menudo, de meter fajos de dos, cinco o diez en lugar de uno solo en cada buzón, pero habría quejas, porque detrás de mí pasaba un controlador y habría perdido aquel trabajo que me aportaba un céntimo por folleto repartido, cuarenta céntimos por kilo transportado, y que me ocupaba toda la mañana. Recorría la ciudad desde el amanecer precedido por una nube de mi propio aliento y arrastrando detrás de mí un carro de abuelita muy pesado. Entraba en los portales, saludaba humildemente sin mirar demasiado a aquellos con los que me cruzaba, esos habitantes legítimos, bien arreglados y limpios que iban a trabajar. Con ojo crítico, acostumbrado a la guerra social, juzgaban mi anorak, mi gorro, mis mitones, dudaban si decir algo o no, y después pasaban y me dejaban hacer. Rápidamente, con los hombros bajos, apenas visible, depositaba un ejemplar en cada buzón y me iba. Recorría mi sector en un orden lógico, y lo recubría con cuidado de una contaminación publicitaria que acabaría en la basura, al día siguiente, y al final de mi recorrido me paraba siempre en el café que hay en el bulevar que separa Lyon de Voracieux-les-Bredins, y bebía vinitos blancos alrededor del mediodía. A la una volvía a recargar. Me entregaban la tarea del día siguiente a horas fijas, yo tenía que estar allí, no debía rezagarme.

Trabajaba por la mañana porque después todo se cierra. Nadie viene a cerrar: las puertas deciden solas cuándo abrirse y cerrarse. Contienen unos relojes que cuentan el tiempo necesario del cartero, de los servicios de limpieza, los repartidores, y a mediodía se bloquean y solo pueden entrar ya los que tienen la llave, o el código.

Así que por la mañana yo ejercía mi parasitismo con un gorro en la cabeza, arrastrando el carrito de la compra lleno de papel y me introducía en el nido de la gente para poner mi huevo publicitario antes de que se cerrasen las puertas. Resulta siniestro pensar que los objetos deciden solos un acto tan importante como cerrar o abrir, pero nadie lo haría, de modo que preferimos delegar a las máquinas los actos penosos, ya sea su penosidad física o moral. La publicidad es un parasitismo, yo me introducía en los nidos, depositaba con toda rapidez mis fajos de ofertas fantasiosas mal coloreadas y pasaba al siguiente para poner todos los que pudiera. Durante ese tiempo las puertas descontaban en silencio el tiempo que les quedaba para permanecer abiertas. A mediodía el mecanismo se disparaba, yo me quedaba fuera, no podía hacer nada ya, y entonces iba a celebrar el fin de mi jornada, una jornada corta, una jornada acelerada, mediante algunos vinos blancos en la barra del bar.

El sábado iba más deprisa. Agotando mis existencias a paso de carrera, y vaciándolas para terminar en los contenedores de recogida selectiva, ganaba una hora entera, que pasaba en aquel mismo bar del final de mi recorrido.

Como yo, venían también otros que ejercían diversas profesiones precarias o vivían de pensiones. Nos reuníamos en el bar que estaba en la frontera de Lyon justo antes de Voracieux-les-Bredins, gente que había terminado ya o estaba a punto de terminar, y el sábado éramos tres veces más numerosos que los demás días. Yo bebía con los habituales, y aquel día podía quedarme un rato más. Rápidamente entré a formar parte de los habituales. Yo era mucho más joven que ellos, me emborrachaba mucho más visiblemente, y les hacía reír.

La primera vez que vi a Victorien Salagnon fue en ese bar, un sábado, a través de las gruesas lentillas amarillas de miope del vino de las doce que hacían la realidad más vaga y más próxima, que la volvían fluida, pero inasible, cosa que en aquella época me parecía bien.

Se sentaba apartado en una mesa vieja de madera pringosa de las que ya casi no se veían en toda la ciudad de Lyon. Bebía un vasito de vino blanco que iba paladeando, él solo, y leía el periódico local, abierto del todo. Los periódicos locales están impresos en hojas enormes, y desplegándolo así ocupaba cuatro sitios, y nadie venía nunca a sentarse con él. Hacia el mediodía, en el café abarrotado, reinaba con indiferencia en la única mesa libre de la sala, mientras los demás se apretujaban en la barra, pero nadie iba a molestarle, era la costumbre, y él continuaba leyendo las noticias ínfimas de las localidades periféricas sin levantar nunca la cabeza.

Un día me hicieron una confidencia que quizá explicaba un poco todo aquello. Mi vecino de barra se inclinó hacia mí y, con voz lo bastante alta para que todo el mundo lo oyese, le señaló con el dedo y me dijo al oído:

—¿Ves a ese hombre con un periódico que ocupa todo el sitio? Es un veterano de Indochina. Y allí hizo de las suyas.

Concluyó con una especie de guiño, demostrando que sabía mucho, y que aquello explicaba muchas cosas. Se enderezó y se metió entre pecho y espalda un vaso entero de vino blanco.

¡Indochina! Ya no se oía nunca ese nombre, salvo a título de insulto, para calificar a antiguos militares, la región misma ya no existía. El nombre estaba en el museo, bajo una vitrina, y quedaba mal hasta pronunciarlo. En mi vocabulario de niño de izquierdas, esa rara palabra, cuando aparecía, se acompañaba con un gesto de horror o de desprecio, como todo lo que era colonial. Había que encontrarse en un viejo bar, a punto de desaparecer, entre unos señores entre los cuales el cáncer y la cirrosis competían a la carrera, había que estar en el mismísimo borde del mundo, en su cueva, entre sus restos, para oír de nuevo aquella palabra pronunciada con su música original.

Esa confidencia era teatral, y había que responder en el mismo tono:

—¡Ah, Indochina! —exclamé—. Fue un poco como Vietnam, ¿no? ¡Pero a la francesa, sin medios, apáñatelas como puedas! Como no tenían helicópteros, los tíos tenían que saltar del avión, y si el paracaídas se abría, seguían a pie.

El hombre lo oyó. Levantó la cabeza y quiso sonreír. Me miró con unos ojos de un azul muy frío, con una expresión que no lograba descifrar, pero quizá simplemente me miraba y ya está.

—Sí, algo había de eso, sobre todo debido a la falta de medios. —Y siguió la lectura de su periódico extendido, volviendo una a una las grandes páginas, hasta la última, sin olvidar una sola. La atención se desvió hacia otros temas, ya que en la barra de un bar el ambiente no se mantiene constante. Ese es el interés precisamente del aperitivo con vino blanco: la rapidez, la ausencia de gravedad, la falta de inercia, la adopción por parte de todos de propiedades físicas que no son las del mundo real, ese que nos pesa y nos adhiere. A través de las canicas amarillas de los vasos de vino de Mâcon alineados veíamos un mundo más cercano, que convenía más a nuestras débiles envergaduras. Llegada la hora, yo volvía con mi carrito vacío, volvía a mi habitación para dormir la mona después de todo lo que había bebido por la mañana. Ese oficio amenazaba con ser fatal para mi hígado, y todos los días antes de dormir me prometía a mí mismo hacer pronto otra cosa, pero siempre me dormía antes de que se me hubiese ocurrido el qué.

La mirada de aquel hombre se me quedó grabada. De color de glaciar, no transmitía ni emoción ni profundidad. Pero de ella emanaba tranquilidad, una atención transparente que dejaba acercarse a él todo lo que le rodeaba. Observado por ese hombre uno podía sentirse cercano a él, sin nada entre los dos que sirviera de obstáculo y que impidiera ser visto, o modificara la forma de ser visto. Yo me ilusionaba quizá, confundido por el extraño color de sus iris, por su vacío parecido al del hielo que flota sobre el agua negra, pero esa mirada, entrevista unos instantes, se me quedó grabada, y la semana siguiente yo soñaba con Indochina, y el sueño que se interrumpió por la mañana me persiguió todo el día. No había pensado jamás en Indochina, y soñaba con ella de una manera explícita pero totalmente imaginaria.

Soñaba con una casa inmensa. Estábamos dentro, no sabíamos cuáles eran los límites de la casa ni lo que había fuera. No sabía quiénes éramos esos «nosotros». Subíamos a los pisos de arriba por una enorme escalera de madera que crujía y que se elevaba en lenta espiral hasta unos rellanos de donde partían unos pasillos con puertas. Subíamos en fila, con pasos pesados, llevando mochilas muy cargadas. No recuerdo llevar armas, sino solo mochilas antiguas de tela parda con armadura metálica, con los tirantes forrados de fieltro. Íbamos vestidos de militar, subíamos aquella escalera interminable, seguíamos en silencio, en fila, por largos pasillos. Nada estaba bien iluminado, la madera absorbía la luz, las ventanas no existían o estaban cerradas mediante unos postigos interiores.

Detrás de algunas puertas entreabiertas veíamos a gente sentada en torno a mesas, comiendo en silencio, o durmiendo, echados en camas profundas entre gruesos cojines y sobre colchas de cuadros. Nosotros íbamos marchando y en un rellano hicimos un montón con todas las mochilas. El oficial que nos dirigía nos indicó el lugar donde alojarnos. Nos acostamos detrás de las mochilas, cansados, y solo él se quedó de pie. Delgado, con las piernas separadas, apoyaba los puños en las caderas y llevaba las mangas remangadas, y su simple equilibrio aseguraba nuestra defensa. Hicimos una barricada en la escalera, construimos una defensa con las mochilas, pero el enemigo estaba dentro de las paredes. Yo lo sabía porque varias veces había visto a través de sus ojos. Nos veía a nosotros allá abajo, por unas fisuras del techo. No daba ningún nombre a ese enemigo, ya que no lo veía nunca. Veía a través de él. Sabía desde el principio que aquella guerra confinada era la de Indochina. Nos atacaban, nos atacaban permanentemente, el enemigo desgarraba el papel pintado, surgía de los tabiques, caía del techo. No recuerdo ni armas ni explosiones, solo ese desgarro y ese surgir del peligro de los tabiques y los techos que nos confinaban. Estábamos desbordados, éramos héroes, nos replegábamos hacia partes más estrechas del rellano, detrás de nuestras mochilas, nuestro oficial con los puños en las caderas seguía de pie, indicándonos con un gesto de la barbilla dónde colocarnos, en los diferentes episodios de la invasión.

Me agité durante ese sueño y me desperté bañado en un sudor que apestaba a vino que se evapora. En la jornada que siguió no pude desprenderme de la imagen asfixiante de una casa que se cerraba y de la arrogancia de aquel oficial esbelto, siempre de pie, que nos tranquilizaba.

Cuando la violencia del sueño se hubo disipado, lo que quedó solamente fue el «nosotros» del relato. Un «nosotros» indeciso recorría ese sueño, recorría el relato que yo hacía, y describía, a falta de algo mejor, el punto de vista general según el cual el sueño había sido vivido. Porque los sueños se viven. El punto de vista desde el cual se había vivido era general. Yo estaba entre los militares que marchaban con la mochila a la espalda, yo estaba entre los militares echados detrás de sus mochilas, que intentaban protegerse y se replegaban más aún, pero también estaba en la mirada subrepticia que les acechaba desde las paredes, estaba en el aliento general que me permitía hacer el relato. El único que no era yo, el único que no integraba ese «nosotros» y que conservaba su «él» era el oficial delgado que estaba de pie y sin armas, cuyos ojos claros sabían leerlo todo y cuyo orden nos salvaba. Nos salvaba.

«Nosotros» es performativo. «Nosotros», con su sola pronunciación, crea un grupo. «Nosotros» designa una generalidad de personas comprendiendo a aquel que habla, y aquel que habla puede hablar en nombre de los demás, sus lazos son tan fuertes que aquel que habla puede hablar por todos. ¿Cómo pude yo, en la espontaneidad de mi sueño, emplear un «nosotros» tan irreflexivo? ¿Cómo pude vivir el relato de algo que no he vivido y que ni siquiera conozco? ¿Cómo pude decir moralmente «nosotros», cuando sé muy bien que se cometieron actos horribles? Y, sin embargo, era el «nosotros» el que actuaba, era el «nosotros» el que sabía, y yo no podía contarlo de otra manera.

Cuando emergía de mis siestas etílicas leía libros y veía películas. En la habitación que ocupaba bajo los tejados estaba libre hasta la noche. Quería aprenderlo todo de aquel país perdido del cual solo queda un nombre, una palabra solamente con mayúscula, habitada por una vibración dulce y enfermiza conservada en el fondo del idioma. Me enteré de todo lo que pude de esa guerra con pocas imágenes, porque se tomaron pocas y muchas fueron destruidas, y las que quedaron no se entendían, escondidas por aquellas, tan numerosas y tan fáciles de leer, de la guerra americana.

¿Cómo llamar a esa gente que marchaba en fila india por la selva, con unas mochilas antiguas de tela parda, la misma que yo llevaba de pequeño, ya que había heredado de mi padre la que él mismo llevó de niño? ¿Hay que llamarlos «los franceses»? Pero entonces ¿quién sería yo? ¿Hay que llamarlos «nosotros»? ¿Bastaría entonces con ser francés para que te afectase lo que hicieron otros franceses? La pregunta parece ociosa, es gramatical, y consiste en saber qué pronombre designa a aquellos que marchaban por la selva, con unas mochilas cuyo armazón metálico yo sentí en el hueco de mi espalda infantil. Quiero saber con quién vivo. Con esa gente compartía la lengua, y eso es precisamente lo que se comparte con aquellos a quienes se ama. Con ellos compartía los lugares, pasamos por las mismas calles, fuimos juntos al colegio, oímos las mismas historias, comimos juntos determinados platos que otros no comen, y todo eso nos parecía bien. Hablábamos la única lengua que vale, la que se comprende antes de reflexionar. Somos los órganos de un mismo y gran cuerpo unido por las caricias de la lengua. ¿Quién sabe hasta dónde se extiende ese gran cuerpo? ¿Quién sabe lo que hace la mano izquierda mientras la derecha está ocupada en las caricias? ¿Qué hace todo lo demás, cuando la atención está ocupada por las caricias de la lengua?, me preguntaba mientras acariciaba la anfractuosidad de la que estaba echada a mi lado. He olvidado su nombre; es raro saber poco de la persona con la que duermes. Es raro, pero, la mayor parte del tiempo, echados al lado del otro, cerramos los ojos, y cuando los abrimos al azar estamos demasiado cerca para reconocer ese rostro. No sabemos quién es el «nosotros», no sabemos decidir en materia de gramática, de modo que lo que no podemos decir nos lo callamos. Y de esa gente que entra en la selva no se hablará, como tampoco del nombre de aquella que uno tiene echada a su lado, que se olvidará.

Sabemos tan poco de los que tenemos cerca. Es terrorífico. Es importante intentar saber.

Volví a ver varias veces al hombre del periódico extendido. No conocía su nombre, pero eso no tenía importancia en aquel café perdido. Los habituales no éramos más que un estribillo, no existíamos más que por el detalle que todos repetíamos; ese detalle que se daba una y otra vez, siempre el mismo, permitía ser reconocido, y que los otros se rieran, y que todos nos tomáramos una bebida. El alcohol es el carburante perfecto para semejantes máquinas. Explota y el depósito queda vacío en seguida. Sales en tromba, te quedas sin gasolina y vuelves a repostar. El veterano de Indochina era aquel que extendía su periódico en las horas punta y nadie le molestaba; yo, en cambio, era aquel joven con mala pinta que no iba a ninguna parte sin su carrito de abuela, y que todos los días a la una del mediodía acudía a que le dieran más. No nos cansábamos de las bromas con doble sentido.

Aquello podía durar mucho tiempo. Podía durar hasta el agotamiento. Podía durar hasta su envejecimiento y su muerte, ya que era mucho mayor que yo, podía durar hasta que yo me degradase un escalón más y ya no tuviera el dinero, ni la fuerza, ni la labia suficiente para seguir viniendo a ocupar mi lugar, ni la fuerza necesaria para sentarme con los demás en el estante donde estamos alineados, esperando el final. Podía durar mucho tiempo, ya que ese tipo de vida está organizado de modo que nada cambia. El alcohol conserva al vivo en la última postura que este adopta, lo saben muy bien en los museos donde se conservan en tarros los cuerpos de aquellos que estuvieron vivos.

Pero el domingo nos salvó.

Hay quien se aburre los domingos y huye de ellos, pero ese día vacío es la condición del movimiento, es el espacio conservado para que sobrevenga un cambio. El domingo me enteré de su nombre, y mi vida tomó otro derrotero.

El domingo que me enteré de su nombre yo paseaba por las orillas del Saona, por el Mercado de Artistas. El nombre me da mucha risa porque resume muy bien de qué se trata: una almoneda de los que hacen arte.

¿Qué hacía yo allí? He conocido tiempos mejores, ya lo explicaré algún día, estudié letras, tuve buen gusto, me gustaban las artes y tenía algunos conocimientos. Guardo en mí un gran desengaño, pero no acritud, y comprendo en lo más hondo el aforismo de Duchamp: «Hasta el pedo de un artista es arte». Esto me parece definitivo. Suena a despropósito, pero describe a la perfección lo que anima a los pintores y a los que vienen a verlos.

En el Mercado de los Artistas no se encuentra nada que sea muy caro, pero tampoco nada demasiado bello. La gente pasea bajo los plátanos, mirando sin prisa las obras de aquellos que exponen, y estos, detrás de sus mesas, miran de arriba abajo a la turba de curiosos que van pasando, cada vez más despectivos a medida que ven que nadie les compra nada.

Prefiero este mundo al otro cerrado de las galerías, porque en este lo que se expone es arte, está bien claro: pintura sobre lienzo, realizada según estilos conocidos. Reconocemos lo que sabemos, somos capaces de deducir el tema, y detrás de las telas indiscutibles acecha el ojo febril de los artistas. Los que exponen se muestran a sí mismos, acaban de salvar su alma, porque son artistas y no curiosos; los curiosos, por su parte, salvan su alma viniendo a ver a los artistas. El que pinta salva su alma a condición de que alguien le compre, y comprar su pintura procura unas indulgencias, algunas horas de paraíso ganadas a la condenación cotidiana.

Yo fui y me divertí confirmando, una vez más, que los artistas se parecían a su obra. Perezosamente se cree lo contrario, por un sainte-beuvismo de pacotilla: el artista se expresa y da forma a su obra, y esta, por tanto, lo refleja a él. ¡Qué va! ¡Una vuelta bajo los plátanos del Mercado de los Artistas nos lo deja bien claro! El artista no se expresa... ¿qué iba a decir? Se construye. Y lo que expone es a él mismo. Detrás de su puesto se expone a la vista de los curiosos que envidia y desprecia, sentimientos que ellos le devuelven pero de otra manera, al revés, y así todo el mundo está contento. El artista fabrica su obra, y a cambio la obra le da vida.

Mirad a ese hombre alto y delgado que hace retratos horribles con grandes manchas de acrílico. Cada uno de ellos es él mismo desde distintos ángulos. Juntadlos todos y lo mostrarán tal y como él querría ser. Y lo que querría es.

Mirad a aquel que pinta con cuidado unas acuarelas demasiado vivaces, demasiado recortadas, con colores chillones, con masas claramente articuladas. Está sordo y oye bastante mal lo que dicen los curiosos, pinta el mundo tal y como él lo oye.

Mirad a esa mujer muy guapa que no pinta más que retratos de mujeres guapas. Todas se le parecen, y con los años ella cada vez se viste mejor, se apaga, y esas mujeres pintadas son de una belleza cada vez más estridente. De una manera previsible, firma «Doriane».

Mirad a ese chino tímido que ofrece unos cuadros de una violencia extrema, rostros en primer plano, profundamente hundidos a brochazos. No sabe dónde poner sus manos enormes, y se excusa con una sonrisa encantadora.

Mirad a ese de ahí, que pinta miniaturas sobre tablas de madera encerada. Lleva un corte de pelo a tazón que no se ve más que en los márgenes de los manuscritos, tiene un tinte céreo, y su repertorio de gestos se reduce progresivamente hasta no ser más que el de la estatuaria medieval.

Mirad a esa mujer alta, con el pelo negro teñido, que ha vivido épocas mejores, que ahora está marchita, pero sigue erguida y con los ojos brillantes. Pinta cuerpos enredados con un trazo blando de tinta china, de un erotismo seguro que no es transgresor, sin desbordamiento.

Mirad a esa china sentada en medio de unas telas decorativas. Su pelo rodea sus hombros de una cortina de seda negra que es el joyero de su boca de un rojo deslumbrante. Su pintura de relumbrón no tiene apenas interés, pero cuando ella se sienta entre sus telas, estas se convierten en el fondo perfecto para el morado oscuro de sus labios.

Fui y lo reconocí, reconocí su rigidez y su elevada estatura. Llevaba su hermosa cabeza de hombre delgado como plantada en la punta de una pica. Reconocí de lejos su perfil depurado, su pelo blanco y corto, su nariz recta, que señalaba hacia delante. Su nariz mostraba un empuje tal que sus ojos pálidos parecían tardíos, dubitativos. Su osamenta era acción, pero sus ojos, contemplativos.

Nos saludamos con una inclinación de la cabeza, no sabiendo hasta dónde tenían que ir nuestros gestos y nuestras palabras fuera de la rutina de la barra del bar. Íbamos de civil, de alguna manera: con las manos en los bolsillos, de pie, hablando con mesura, sin haber bebido, sin vaso alguno del que beber, fuera de la costumbre. Él me miraba fijamente. En sus ojos transparentes yo no leía más que la transparencia, y me pareció llegar hasta su corazón. No sabía qué decir. Así que me puse a examinar las hojas de acuarela que estaban colocadas ante él.

—No me parece usted un pintor, en absoluto —dije, maquinalmente.

—Es que me falta la barba. Pero tengo los pinceles.

—Muy bonito, muy bonito —comenté, educadamente, al ir hojeando, y me di cuenta de que decía la verdad. Al fin miré. Había creído que eran acuarelas, pero todo estaba pintado con tinta. Técnicamente se trataba de lavados monocromos, realizados con la ayuda de diluciones de tinta china. Del negro profundo de la tinta pura extraía una variedad tal de matices, de grises tan diversos, tan transparentes y luminosos que todo estaba allí, incluidos los colores, aun ausentes. Con el negro hacía luz, y de la luz fluía el resto. Levanté la cabeza y le admiré por haber realizado aquello.

Al acercarme a su puesto esperaba lo que producen aquellos que se dedican a la pintura muy tarde, más o menos para entretenerse. Esperaba paisajes y retratos de una exactitud muy medida, flores, animales, todo aquello que se cree pintoresco y que la multitud innúmera de aficionados se obstina en reproducir, con mucha precisión y sin ningún interés. Pero toqué las grandes hojas que había pintado con tinta, las tomé entre mis dedos una a una, con dedos cada vez más delicados y seguros, y sentí su peso, sentí su fibra, las coloqué bajo mi vista y fue una caricia. Hojeaba apenas sin respirar aquellas explosiones de gris, esos vapores transparentes, esas grandes playas de blanco reservado, esas masas negras de un negro absolutamente oscuro, que pesaban sobre el conjunto con su peso de sombra.

Ofrecía unas carpetas de cartón llenas, mal ordenadas, mal protegidas, con unos precios ridículos. Las fechas se extendían a lo largo del último medio siglo, y había utilizado los papeles más diversos: de acuarela, de dibujo, pero también de embalaje, marrones, blancos de todos los tonos, viejos y fibrosos que se estropeaban ya y completamente nuevos, recién salidos de una tienda de bellas artes.

Pintaba del natural. Los temas no eran más que un pretexto para la práctica de la tinta, pero había visto aquello que pintaba. Se podían reconocer montañas pedregosas, árboles tropicales, frutos extraños, mujeres inclinadas en un paisaje de arrozales, hombres con chilaba flotante, pueblos de montaña, restos de niebla sobre unas colinas puntiagudas, ríos bordeados de selva. Y hombres de uniforme, muchos, heroicos y esbeltos, algunos caídos en el suelo, visiblemente muertos.

—¿Pinta usted desde hace mucho tiempo?

—Unos sesenta años.

—¿Y lo vende todo?

—Todo esto ya me sobra. Así que vacío el desván y tomo el aire los domingos. A mi edad son dos actividades importantes. Además, he encontrado dibujos ya olvidados, intento recordar de cuándo eran, y hablo de pintura con los transeúntes. Pero la mayoría no dicen más que tonterías, así que de momento no digo nada.

Continúo hojeando en silencio, sigo su consejo, me habría gustado muchísimo hablar con él, pero no sabía de qué.

—¿Estuvo usted realmente en Indochina?

—Sí. No me invento nada. Es una lástima, de todos modos, porque habría podido pintar más.

—¿Pero estuvo en aquel momento?

—Si la pregunta es con el ejército, sí. Con el Cuerpo Expedicionario Francés en Extremo Oriente.

—¿Y era usted pintor en el ejército?

—En absoluto. Era oficial paracaidista. Debía de ser el único paracaidista dibujante. Se reían un poco de mí a causa de esa manía. Pero no demasiado. Porque el ejército colonial quizá no tuviera ese tipo de delicadezas, pero en él se encontraba de todo. Y, además, yo hacía retratos de los burlones. Es mejor que las fotos; les gustaban, venían a pedirme que les hiciera más. Siempre tuve papel y tinta, y allí donde iba, dibujaba.

Me dediqué a hojear aquello febrilmente, como quien descubre un tesoro. Pasaba de una carpeta a otra, las abría, sacaba las hojas y recorría los trazos de su pincel, seguía su trayecto y el deseo con mis dedos, mis brazos, mis hombros y mi vientre. Cada hoja se abría ante mí como un paisaje tras la revuelta de un camino, y mi mano revoloteaba por encima y describía volutas, y yo sentía en todos mis miembros la fatiga de haber hecho el recorrido de todos los trazos. Algunos no eran más que bosquejos, otros grandes composiciones detalladas, pero todo estaba bañado con una luz directa que atravesaba los cuerpos y les daba sobre el papel esa presencia que en un momento dado debieron de tener. Abajo a la derecha firmaba claramente con su nombre: Victorien Salagnon. Junto a la firma se habían añadido fechas a lápiz, algunas precisas hasta el día, y a veces incluso la hora, y otras muy vagas, reducidas al año.

—Los clasifico. Intento acordarme. Tengo carpetas, maletas y armarios llenos.

—¿Ha pintado usted mucho?

—Sí. Pinto rápido. Cuando tenía tiempo eran varios por día. Pero he perdido, extraviado, olvidado o abandonado muchos. Me he batido en retirada muchas veces en mi vida de militar, y en esos momentos uno no lleva equipajes que le estorben, no se lo lleva todo; se abandonan cosas.

Admiraba su pintura de tinta. Él permanecía de pie ante mí, un poco tieso, no se había movido. Era más alto y me miraba desde arriba, muy erguido, un poco irónico, me miraba con esa cara de hueso y sus ojos transparentes en los cuales la ausencia de obstáculos me parecía tierna. Mi teoría divertida sobre el arte y la vida ya no tenía interés. Dejé entonces el dibujo que tenía en la mano y levanté los ojos hacia él.

—Señor Salagnon, ¿querría usted enseñarme a pintar?

Por la tarde se puso a nevar; gruesos copos de nieve caían flotando y se posaban tras vacilar un poco. Al principio no se veían en el aire gris, y después aparecieron, blancos, a medida que el atardecer iba manchando el cielo con carbón. Al final solo se los veía a ellos, los copos en el aire brillante sobre el cielo negro, y la capa blanca en el suelo recubriéndolo todo como una sábana mojada. El pequeño chalet se ahogaba bajo la nieve, en el resplandor violeta de una noche de diciembre.

Yo estaba bien sentado, pero Salagnon miraba hacia fuera. De pie delante de la ventana, con las manos cruzadas a la espalda, miraba caer la nieve sobre su chalet con jardín, sobre su casa de Voracieux-les-Bredins, en el lado este de la aglomeración, donde viene a chapotear la blanda extensión de los campos del Isère.

—La nieve lo cubre todo con su manto blanco. Eso es lo que se decía, ¿no? Así es como se hablaba de la nieve en el colegio. Su blanco sudario extendido. Después perdí de vista la nieve, y las mortajas también, la verdad: no teníamos más que una lona, en el mejor de los casos, o, si no, vuelta a tapar la tierra a todo correr, con una cruz encima. O incluso los dejábamos en el suelo, pero raramente. Intentábamos no abandonar a nuestros muertos, volver con ellos, contarlos y recordarlos.

»A mí me gusta la nieve. Cae muy poca ahora, así que me pongo delante de la ventana y asisto a su caída como si fuera un acontecimiento. Los peores momentos de mi vida los he vivido en el calor extremo y el estruendo. O sea que para mí la nieve es el silencio, es la calma, es un frío vigorizante que me hace olvidar la existencia del sudor. Me horroriza el sudor, y durante veinte años he vivido nadando en él, sin poder secármelo. O sea que para mí la nieve es el calor humano de un cuerpo seco y abrigado. Dudo mucho de que esos que han conocido Rusia con mala ropa y miedo de congelarse tengan el mismo gusto por la nieve. Todos esos viejos alemanes no la soportan, y se van hacia el sur con los primeros fríos. A mí las palmeras no me gustan nada, y durante los veinte años de la guerra no vi la nieve, y ahora el calentamiento global me privará de ella. Así que me aprovecho. Yo desapareceré con ella. Durante veinte años he estado en países cálidos; ultramar, para entendernos. Para mí la nieve era Francia: los trineos, las bolas de Navidad, los jerséis con dibujos noruegos, los pantalones estrechos y los descansos, todas esas cosas inútiles y tranquilas de las que huí y a las cuales volví un poco a mi pesar. Después de la guerra todo había cambiado, y el único placer que encontré intacto fue el de la nieve.

—¿Qué guerra es esa de la que me habla?

—¿No notó usted que hubo una guerra que duró veinte años? Una guerra sin final, mal empezada y mal acabada; una guerra tartamuda, que quizá dure todavía. La guerra era perpetua, se infiltraba en todos nuestros actos, pero nadie lo sabía. El principio es vago: hacia el cuarenta o el cuarenta y dos, hay dudas. Pero el final está claro: sesenta y dos, ni un año más. Y en seguida fingieron que no había pasado nada. ¿No se dio cuenta?

—Nací después.

—El silencio después de la guerra sigue siendo guerra. No se puede olvidar lo que uno se esfuerza en olvidar, como si alguien le pidiera que no pensara en un elefante. Aunque haya nacido después, ha crecido usted entre las señales. Fíjese, yo estoy seguro de que usted ha odiado el ejército, sin saber nada de él. Esa es una de las señales de las que le hablo: un odio misterioso que se transmite sin que se sepa de dónde viene.

—Es una cuestión de principios. Una elección política.

—¿Una elección? ¿En un momento en que no tenía consecuencias? ¿Absolutamente indiferente? Las elecciones sin consecuencias no son más que señales. Y este ejército es una de ellas. ¿No le parece a usted desproporcionado? ¿No se ha preguntado nunca el porqué de un ejército tan considerable, en pie de guerra, piafando, visiblemente nervioso, que no servía para nada? ¿Que vivía aislado, sin que nadie se relacionase con él y sin relacionarse con nadie? ¿Qué enemigo podía justificar una máquina semejante en la cual todos los hombres, fíjese usted bien, todos, pasaban un año de su vida, o a veces más? ¿Qué enemigo?

—¿Los rusos?

—Pamplinas. ¿Por qué iban a destruir los rusos la parte del mundo que funcionaba, más o menos, y que les proporcionaba todo aquello de lo que ellos carecían? ¡Venga, hombre! No teníamos enemigos. Si después del sesenta y dos había un ejército en orden de marcha era para esperar a que pasara el tiempo. La guerra había terminado, pero los guerreros seguían allí. Y se esperaba que se escondieran, que envejecieran y que muriesen. El tiempo todo lo cura por defunción del problema. Se los encerró para evitar que se escapasen, para evitar que utilizasen a diestro y siniestro lo que habían aprendido. Los americanos hicieron una película estúpida sobre ese tema, un hombre preparado para la guerra que va vagando por el campo. No posee más que un saco de dormir, un puñal y el repertorio técnico de todas las formas de matar grabado en su alma y en sus nervios. No me acuerdo de cómo se llamaba.

—¿Rambo?

—Sí, eso es, Rambo. Hicieron una serie bastante boba, pero yo hablo solo de la primera de esas películas, que mostraba a un hombre a quien yo podía comprender. Quería la paz y el silencio, pero se le negaba su lugar, y entonces atacaba a un pueblecito pequeño a sangre y fuego, porque no sabía hacer otra cosa. Eso, que se aprende en la guerra, no se puede olvidar. Creemos que ese hombre está lejos, en América, pero yo he conocido en Francia a cientos como él, y con todos aquellos que no conozco, serán miles. Se mantuvo el ejército para permitirles esperar y que no se desperdigaran. Eso no se conoce porque no se ha contado la historia: todo lo que pasa en Europa concierne al cuerpo social entero, y se trata en silencio. La salud es el silencio de los órganos, dicen.

Aquel señor anciano me hablaba sin mirarme, miraba caer la nieve por la ventana y hablaba con la misma suavidad, volviéndome la espalda. Yo no entendía de qué me hablaba, pero presentía que sabía una historia que yo no conocía, que él mismo era esa historia, y por azar me encontraba con él en el lugar más perdido posible, en ninguna parte, en un chalet de las afueras donde la ciudad se deshace en el barro pegajoso de los campos de Isère, y él estaba dispuesto a hablarme. Yo notaba que me latía el corazón. Había encontrado en la ciudad donde vivía, en la ciudad adonde había vuelto por fin, una sala olvidada, una cámara oscura que no vi en mi primer viaje; había empujado la puerta y ante mí se extendía el desván, sin iluminar, cerrado desde hace mucho tiempo, y sobre el polvo que recubría el suelo ni la menor marca de pasos. Y en aquel desván, un cofre, y en el cofre, no sé qué era lo que había. Nadie lo abría desde que lo habían colocado allí.

—¿Qué es lo que hizo usted en toda esa historia?

—¿Yo? De todo. France Libre, Indochina, djebel. Un poco de trena, y después nada.

—¿Trena?

—No mucho tiempo. Ya sabe, todo aquello acabó mal. Por la masacre, la renuncia y el abandono. Por la edad que tiene, sus padres debieron de concebirle sobre un volcán. El volcán temblaba, amenazaba con explotar y pulverizar todo el país. Sus padres debían de estar ciegos, o ser muy optimistas, o bien torpes. La gente en aquellos momentos prefería no saber nada, no oír nada, preferían vivir sin preocupaciones antes que temer que explotase el volcán. Y después no, se volvió a dormir. El silencio, la acritud y el tiempo han acabado con las fuerzas explosivas. Por eso ahora huele a azufre. Es el magma, que por debajo sigue caliente y brota por las fisuras. Sube con toda suavidad por debajo de los volcanes que no explotan.

—¿Lo lamenta usted?

—¿El qué? ¿Mi vida? ¿El silencio que la envuelve? No sé. Es mi vida; asumo lo que ha sido, no tengo otra. En esta vida, a los que se ha matado están muertos, y yo no tengo intención de morirme.

—Es lo que dice desde que le conozco —afirmó una voz potente detrás de mí, una voz femenina y armoniosa que ocupó todo el lugar—. Le digo que se equivoca, pero debo reconocer que, hasta ahora, tiene razón.

Yo me sobresalté y me levanté con el mismo gesto. Antes de verla incluso ya me gustó su manera de hablar, su acento de ultramar, la tragedia de su voz. Avanzó hacia nosotros una mujer, muy erguida, muy segura de sus pasos, con la piel cubierta de una fina red de arrugas como si fuese de seda plisada. Tenía la misma edad que Salagnon y se dirigió hacia mí, tendiéndome la mano. Ante ella me quedé inmóvil y mudo, con los ojos fijos y la boca abierta. Nos estrechamos la mano, porque ella me tendió la suya, y yo me llevé la sorpresa de su contacto muy suave, directo y encantador, raro en las mujeres, que normalmente no saben estrechar la mano. Ella irradiaba fuerza, eso se notaba en su palma, e irradiaba una fuerza justa, que no había tomado prestada al otro sexo, sino que tenía el color de la feminidad plena.

—Le presento a mi esposa, Eurydice Kaloyannis, judeogriega de Bab el-Oued, última de su especie. Ella lleva mi apellido ahora pero yo sigo utilizando aquel que usaba cuando la conocí. Escribí tantas veces ese nombre, en tantos sobres, con tantos suspiros, que no puedo pensar en ella de otra manera. El deseo que tengo de ella se llama con ese nombre. Y, además, no me gusta que las mujeres pierdan su apellido, dado además que el suyo no tiene descendencia, y yo honraba muchísimo a su padre, a pesar de todas nuestras diferencias. Y, sobre todo, Eurydice Salagnon suena bastante mal, ¿no le parece? Parece una lista de verduras, y no rinde homenaje alguno a su belleza.

Ah, sí, su belleza. Era eso, justamente, eso. Eurydice era bella, lo supe en seguida, sin necesidad de decírmelo, solo con mi mano en la suya, mis ojos en sus ojos, inmóvil, tonto y mudo, buscando palabras. La diferencia de edad emborrona las percepciones. Creemos que no somos de la misma edad, nos creemos muy lejos, cuando en realidad estamos muy cerca. El ser es el mismo. El tiempo corre, uno no se baña jamás en la misma agua, los cuerpos se desplazan en el tiempo como barcas en dirección a la corriente. El agua no es la misma, jamás es la misma, pero las barcas, tan alejadas las unas de las otras, ignoran que son idénticas, que solo están desplazadas. A causa de las diferencias de edad, no se sabe juzgar la belleza, ya que la belleza se siente como un proyecto: es bella aquella a la que puedo desear besar. Eurydice tenía la misma edad que Salagnon, y una piel que tenía esa edad, y unos cabellos que tenían esa edad, y los ojos, los labios, las manos, que no decían otra cosa. No hay nada más detestable que la expresión «conservarse bien», y el sarcasmo lleno de falsa modestia que acompaña la constatación de «no representar» la edad que se tiene. Eurydice sí que representaba su edad, y era la vida misma. Su vida intensa, toda entera al mismo tiempo, estaba presente en cada uno de sus gestos, toda su vida en la postura de su cuerpo, toda su vida en las inflexiones de su voz, y esa vida la llenaba, se dejaba admirar, era contagiosa.

—Mi Eurydice es fuerte, es tan fuerte que cuando la saqué del infierno no tuve que mirar hacia atrás para comprobar si ella me seguía. Yo sabía que estaba allí. No es una mujer a la que se pueda olvidar, y se nota su presencia incluso detrás de uno.

Le pasó el brazo por encima de los hombros, se inclinó hacia ella y la besó. Acababa de decir lo que yo pensaba. Yo les sonreí, ya lo tenía todo claro, pude recuperar mi mano y que no me temblase más la mirada.

Victorien Salagnon me enseñó a pintar. Me dio un pincel de lobo, un pincel chino de trazado rápido que saltaba sobre el papel sin perder su fuerza.

—Estos no los encontrará en las tiendas. Solo encontrará pinceles de pelo de cabra que valen para la caligrafía, para hacer toques planos de relleno, pero no para el trazo.

Me enseñó a sujetar el pincel en la mano hueca, como se sujetaría un huevo, con una sujeción tan inestable que la respiración la desviaba.

—Le basta con controlar el aliento.

Me enseñó a apreciar las tintas, a diferenciar los negros, a juzgar su intensidad y su profundidad antes de utilizarlos. Me enseñó el valor del papel en blanco, cuya extensión intacta es tan preciosa como un estado de iluminación. Me enseñó que el vacío es preferible a lo lleno, ya que lo lleno no se mueve, pero que lo lleno es existencia y que hay que decidirse a romper el vacío.

Pero no hizo nada delante de mí, se contentó con hablarme y mirarme trabajar. Se contentó con enseñarme el uso de los utensilios. Su manejo a continuación me pertenecería a mí. Y lo que yo quisiera pintar me pertenecería. Yo era quien tenía que pintar, y enseñárselo, si lo deseaba. Si no, se contentaba con ver cómo sujetaba el pincel en el momento del toque, o cómo fluía a lo largo de la huella de un trazo. Eso le bastaba para verme dando mis primeros pasos en la pintura.

Yo acudía a menudo. Aprendía trabajando, y él me miraba. Él ya no pintaba. Me dijo que, aprovechando el tiempo libre que tenía, había empezado a redactar sus memorias en unos cuadernos.

Nos llevábamos bien. Los hombres de guerra a menudo presumen de literatos. Quieren ser eficaces en todo, han actuado y piensan que sabrán narrar como nadie. Y, por otra parte, los aficionados a la literatura presumen de estrategia, táctica, poliorcética, todas las disciplinas que se despliegan en la realidad de una forma a menudo catastrófica, de una manera que conviene lamentar, pero mucho más densamente que en los libros, confesémoslo.

Me habló varias veces de esas memorias, como de pasada, y un día no aguantó más y fue a buscar su cuaderno. Escribía en un cuaderno Sieyès azul con una letra bonita, escolar. Tomó aire profundamente y me lo leyó. Empezaba así: «Nací en Lyon en 1926, en una familia de pequeños comerciantes de la cual yo era hijo único».

Y dejó de leer, bajó el cuaderno y me miró.

—¿Comprende el aburrimiento? Ya la primera frase me aburre. La leo y estoy impaciente por llegar al final, y ahí me detengo para no seguir más. Todavía quedan varias páginas, pero ya me detengo.

—Quite la primera frase. Empiece por la segunda, o incluso más allá.

—Es el principio. Debo comenzar por el principio; si no, no hay forma de entenderse. Son memorias, no una novela.

—¿De qué se acuerda usted verdaderamente, lo primero?

—De la niebla, del frío húmedo y de lo que odio el sudor.

—Pues empiece por ahí.

—Tendré que nacer primero.

—La memoria no tiene principio.

—¿Usted cree?

—Lo sé; los recuerdos vienen de cualquier manera, todos juntos, y la memoria no tiene principio más que en la nota biográfica de la gente muerta. Y usted no tiene intención alguna de morirse.

—Simplemente, quería ser claro. Y nacer me parece un buen principio.

—Pero usted no estaba allí, o sea que no es nada. Hay muchos principios en unas memorias. Elija el que más le convenga. Puede usted nacer cuando le dé la gana. Se nace a cualquier edad, en los libros.

Perplejo, volvió a abrir su cuaderno. Recorrió en silencio la primera página y después las demás. El papel ya amarilleaba. Había consignado los detalles, las circunstancias y las peripecias de lo que había vivido, de lo que le parecía un deber que no se olvidase. Estaba todo bien ordenado. Pero no decía lo que él quería decir. Cerró el cuaderno y me lo tendió.

—Yo no sé hacer estas cosas. Empiece usted mismo.

Me cabreaba un poco que se tomase mi consejo tan al pie de la letra. Pero soy el narrador, y por tanto, debo narrar. Aunque no sea lo que yo quiero, aunque no sea aquello a lo que aspiro, porque lo que yo querría es mostrar. Por ese motivo estoy en casa de Victorien Salagnon, para que me enseñe a sujetar un pincel, mejor que un bolígrafo, y al fin pueda mostrar. Pero quizá mi mano esté hecha para el bolígrafo. Y, además, tengo que compensarlo de una manera o de otra, y tomarme algunas molestias para corresponder a todas las molestias que él se toma por mí. El dinero facilitaría las cosas, pero no tengo, y él no quiere. O sea que he cogido su cuaderno y me he puesto a leerlo.

Me lo he leído todo. Él tenía razón: era aburrido, no pasaban de los típicos recuerdos de guerra que se publican por cuenta del autor. Leyendo esos libros de letra grande y llenos de sangrías, uno se da cuenta de que en una sola vida no pasa gran cosa, cuando se cuenta así. Sin embargo, un solo instante vivido contiene más de lo que se puede describir en una caja entera de libros. En cada acontecimiento hay algo que su relato no resuelve. Los acontecimientos plantean una pregunta infinita a la cual contar no responde.

Yo no sé qué competencia me ha otorgado él. Yo no sé por qué ha creído en mí observando con sus ojos demasiado claros, en los cuales no identifico ninguna emoción, solo una transparencia que me hace creer en la proximidad. Pero yo soy el narrador y por lo tanto narro.

El arte francés de la guerra

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