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COMENTARIOS II

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TUVE DÍAS MEJORES Y LOS ABANDONÉ

Ahora vivo en una caseta sobre un terrado. He visto en un grabado antiguo lo abundantes que eran en Lyon las casetas sobre los terrados, todas iguales, ladrillos y madera, enlucido color tierra, tejado de una sola vertiente, y toda una pared dirigida hacia el este con ventanales de cuadraditos pequeños. No hace falta ninguna otra ventana: la vieja ciudad está construida en la base de una colina, casi un acantilado, que esconde el sol desde el mediodía. Por mi ventana mal aislada me deslumbra todas las mañanas el sol naciente. No veo nada por delante, nada a mi alrededor, nada por detrás, floto por encima de los tejados en una luz venida directamente del cielo. Antes de estar aquí, soñaba con ello. Ahora estoy aquí. Normalmente se progresa, se desea y se obtiene una casa más grande, más cómoda, con mucha más gente dentro. Uno se relaciona mejor. El sitio donde estoy ahora apenas es habitable, nadie viene a visitarme, estoy solo y me siento feliz. Feliz con la felicidad de no ser nada.

Pues tuve días mejores; tuve una casa. Tuve mujer, también. Ahora vivo en un palomar. Es raro el sitio este donde vivo, una simple protuberancia sobre el caos de los tejados, en esta ciudad hecha de chapuzas donde nada se ha destruido jamás, donde no cambia jamás nada, donde se acumula y se apila. Vivo en una caja, en un baúl depositado por encima de los edificios que a lo largo de los siglos se han acumulado a la orilla del Saona, como se acumulan los aluviones de este río que se endurecen y forman el suelo.

Me gusta mucho vivir en una caja por encima de los tejados. Antes tenía ganas. Miraba desde abajo esas piezas suplementarias añadidas en el aire, esos relieves de una ciudad que ya no se construye, pero que crece. Las deseaba, con la cabeza en alto, pero no sabía cómo acceder a ellas. Sospechaba que ninguna escalera lleva verdaderamente a ellas, o que es solo una galería estrecha que se cierra nada más pasar. Soñaba con estar frente a la ventana, frente a la nada, y sabía muy bien que en esta ciudad en desorden hay lugares a los cuales no se puede llegar, porque son solo trocitos de sueño. Pero yo estoy aquí.

La vida aquí es sencilla. Me siente donde me siente veo todas mis propiedades. Para obtener calor recurro directamente al cielo: en invierno el calor se evapora y te hielas; en verano, el sol oprime tan de cerca que te asfixias. Ya lo sabía antes, y lo verifiqué después, pero el caso es que vivo en una de estas casetas en las que quería vivir y no me canso nunca del placer de vivir aquí. Vivo en una habitación convertida en casa. Por la ventana veo la extensión de las tejas y los balcones interiores, las galerías con balaustrada y las escaleras de incendios, y es un horizonte muy bajo y confuso, y todo el resto es cielo. Cuando estoy sentado frente a este cielo, detrás de mí no hay nada especial: una cama, un armario, una mesa tan grande como un libro abierto, un fregadero que sirve para todo y, sobre todo, la pared.

Me alegro mucho de haber alcanzado el cielo. Me alegro de haber alcanzado el alojamiento miserable del que normalmente se huye, que uno hace cualquier cosa por abandonar cuando progresa en la vida. Yo no progreso. Yo me alegro.

Tenía trabajo, casa y mujer, que son tres rostros de una realidad única, tres aspectos de una misma victoria, el botín de la guerra social. Todavía somos caballeros escitas. El trabajo es la guerra; el oficio, un ejercicio de la violencia; la casa, un fortín, y la mujer, una presa, echada de través en el caballo y que uno se lleva.

Esto solo parecerá extraño a aquellos que creen vivir según su elección. Nuestra vida es estadística, las estadísticas describen mejor la vida que todos los relatos que se puedan hacer. Nosotros somos caballeros escitas, la vida es una conquista: no describo una visión del mundo, sino que enuncio una realidad medida. Mirad cómo se hunde todo, mirad en qué orden se hunde. Cuando un hombre pierde su trabajo y no vuelve a encontrar ninguno, le quitan su casa y su mujer le abandona. Mirad cómo se hunde todo eso. La mujer es una conquista, y ella se ve así: la esposa del ejecutivo en paro abandonará al vencido que no tiene fuerzas ya para apoderarse de ella. Ella ya no puede vivir con él, le da asco, arrastrándose durante las horas de oficina por la casa, ella no soporta ya a esa larva que se afeita menos, que se viste mal, que mira la tele durante el día y que hace gestos cada vez más lentos. Le repugna ese vencido que intenta salir adelante pero fracasa, que hace mil tentativas, se agita, se hunde y cae sin remedio en un ridículo que reblandece su mirada, sus músculos y su sexo. Las mujeres se alejan de los caballeros escitas caídos al sol, de esos caballeros descabalgados, manchados de barro: es una realidad estadística, que ningún relato puede cambiar. Los relatos son todos verdaderos, pero no pesan nada ante las cifras.

Yo había empezado bien. En los tiempos de la Primera República de la Izquierda nos gobernaba un Leviatán suave, avergonzado de su estatura y su edad, demasiado ocupado muriéndose de solidificación para pensar en devorar a sus hijos. El Leviatán empalagoso ofrecía un lugar a todos en el Estado de la Primera República de la Izquierda. Se ocupaba de todo y de todos. Yo trabajaba en una institución del Estado. Tenía un buen cargo, vivía en un piso bonito, con una mujer muy guapa cuyo nombre de pila era Océane. Me gustaba muchísimo ese nombre, que no quería decir nada, desprovisto de toda memoria; se ponen esos nombres por superstición como regalo de algún hada, para que la niña tenga oportunidades desde el principio. Yo ocupaba un lugar en el ascensor social. Subía. Estaba excluido que pudiese descender, eso habría sido una contradicción conceptual. No se puede concebir lo que la lengua no dice.

¡Qué tiempos más heroicos fueron aquellos, los primeros tiempos de la Primera República de la Izquierda! La esperábamos desde hacía tanto tiempo... ¿Cuánto duró? ¿Catorce años? ¿Tres meses de verano? ¿Solo la velada del domingo en que fue elegido? A partir del día siguiente, desde el día siguiente quizá, se fue degradando, como la nieve que ya se amontona desde el último copo caído del cielo. El ascensor se puso a bajar, y además yo salté. La caída es una forma de disfrute. Lo sabemos por los sueños: cuando uno cae, se provoca una ligera distensión del vientre que flota como un globo de helio en el cielo abdominal. Esa flotación parece lo que era la excitación sexual antes de que supiéramos que el propio sexo es excitable. La caída es una forma muy arcaica de placer sexual, y a mí me gustó caer.

Casi he llegado. Me alojo en una parte de la ciudad antigua que no se renueva, porque no se encuentran las escaleras para acceder a ella. Yo estoy por encima de los tejados, veo los edificios por su cubierta anónima, no puedo reconstruir el trazado de las calles, de lo desordenados que son los tejados. Las instalaciones eléctricas datan de la invención de la electricidad, con interruptores a los que hay que dar la vuelta y cables aislados con una funda de algodón. El revoque de los pasillos no está pintado y se cubre de algas que viven de la luz de las bombillas. El suelo está pavimentado con baldosas de tierra cocida que se agrietan, se rompen, se desmenuzan y desprenden el perfume a arcilla de los cascos de vasijas de barro en una excavación arqueológica.

¡Cuando salgo lo veo! Está echado al pie del letrero que indica que no se puede aparcar, encerrado en un saco de dormir del que no sobresale más que el mechón grasiento de su coronilla. Delante de mi puerta, el vagabundo del barrio no deja que se vea nada. Cuando duerme, no muestra más que un boceto de forma humana, esa forma que intentan esconder los body bags, los sacos para cadáveres de plástico negro donde se meten las bajas militares.

Las aceras son estrechas, debo saltar por encima de él para poder pasar. Él se acurruca en torno al panel indicador que prohíbe aparcar. Parece una presa caída en una tela de araña. Sigue vivo, suspendido en un capullo, esperando que ella se lo coma. Está al final de la caída, pero a ras de suelo se tarda mucho tiempo en morir.

Comprendo que alguien se asombrará de mi atracción por la caída. Lo habría podido hacer más fácil: saltar por la ventana. O coger un saco de dormir e irme a la calle. Pero ¿qué haría yo en la calle? Sería como estar muerto; no es eso lo que quiero. Quiero caer y no estar caído. Espero caer lentamente, y que la duración de la caída me diga la altura a la que estaba. ¿No resulta injurioso, como injuriosos son los problemas de los ricos? ¿Injurioso para aquellos que caen de verdad y no querían? ¿El verdadero sufrimiento no impone que uno se calle? Sí: callarse.

Los que sufren jamás exigen callarse. Aquellos que no sufren, por el contrario, se aprovechan del sufrimiento. Es un golpe en el tablero del poder, una amenaza velada, una incitación a guardar silencio. ¡Salid a la calle, si queréis! Si no estáis contentos, ¡fuera! Si tal cosa no os conviene, ¡ahí está la puerta! Hay otros que esperan detrás y estarán muy contentos de ocupar vuestro lugar. E incluso un lugar un poco menos bueno. Se contentarían con eso. Se les propondrá un lugar un poco menos bueno y se callarán. Contentos de tenerlo. Se negociarán las plazas a la baja, se negociará la escala social a la disminución. Se negociará el ascensor social en descenso. Hay que moverse y callar. Reducirse. Pedir menos. Callar. Los vagabundos son como las cabezas plantadas en estacas a la entrada de los territorios controlados por la guerra: amenazan, imponen silencio.

Yo me desinstalo. Ahora vivo en una sola habitación donde lo hago todo, y hago bien poca cosa. Puedo juntar todo lo que poseo en dos maletas y puedo llevarlas a la vez, una con cada mano. Pero aun así resulta demasiado, no tengo ninguna mano libre, es necesario que tire más cosas. Querría reducirme a mi envoltorio corporal, para tener el corazón limpio. ¿Limpio el corazón? ¿De qué? No lo sé, pero ya lo sabré.

Paciencia, corazón mío: la gran desnudez no tardará ya. Y entonces lo sabré.

Tuve días mejores y los abandoné.

Con mi mujer todo iba mal sin escándalos, no explotaba nunca nada. Los chirridos que percibíamos a veces los atribuíamos a la incomprensión de los sexos, tan comprobada que hasta se han escrito libros sobre el tema, o al desgaste de lo cotidiano, tan comprobado que también se escriben libros de ello, o incluso a los azares de la vida, que no es fácil, ya se sabe. Pero nuestro oído nos engañaba; esos chirridos eran como si alguien cavara, oíamos el ruido continuo de la construcción de la galería de una mina justo debajo de nuestros pies. La mina se derrumbó a su debido tiempo, un sábado. Los fines de semana son propicios para los hundimientos. Uno se ve más, y por más que se comprima el empleo del tiempo, siempre da algo de juego. Siempre queda un poco de vida en esos dos días en los que uno no trabaja. ¡Fue un verdadero estropicio!

Empezó como de costumbre, con un programa muy preciso. No crean que el tiempo libre es libre en realidad: solo está organizado de otra manera. El sábado por la mañana, pues, la compra; por la tarde, de shopping. Las palabras difieren, ya que no es lo mismo, en absoluto. Lo primero es una obligación, y lo otro un placer. Lo primero es una obligación utilitaria, y lo otro un ocio que se busca.

Por la noche: unos amigos en nuestra casa. Otras parejas, con las cuales cenamos. El domingo por la mañana, dormir hasta tarde, como norma. Quizá un momento de sensualidad, un poco de ejercicio, ropa cómoda, un brunch. Después por la tarde no me acuerdo. Ya que nosotros no llegamos a la tarde. Ese día no hicimos nada, y por la tarde ella lloró sin parar. Ella no hacía más que llorar delante de mí, que no decía nada. Y me fui.

Como pareja practicábamos sobre todo la compra. La compra funda la pareja; el sexo también, pero el sexo no nos inscribe más que personalmente, mientras que la compra nos inscribe como unidad social, actores económicos competentes que amueblan todo su tiempo, ocupan con muebles ese tiempo que no llena ni el trabajo ni el sexo. Entre nosotros hablamos de compras y las hacemos; entre amigos, hablamos de nuestras compras, las que ya hemos hecho, las que vamos a hacer, las que desearíamos hacer. Casas, ropa, coches, equipos y abonos, música, viajes, objetos. Así nos entretenemos. Podemos describir indefinidamente, en un círculo cerrado, el objeto de deseo. Eso se compra, luego es un objeto. El lenguaje lo dice, y tranquiliza que lo diga el lenguaje, y eso procura una desesperación infinita que no se puede ni explicar.

El sábado que todo explotó fuimos al hipermercado. Empujamos nuestro carrito entre una multitud de parejas bien vestidas. Venían juntos, como nosotros, y algunos llevaban niños pequeños sentados en la sillita del carro. E incluso algunos llevaban a su bebé en su cochecito. Echado de espaldas, con los ojos abiertos, el bebé miraba los falsos techos de los que colgaban imágenes y se veía rodeado de una agitación y de un estruendo que no comprendía, deslumbrado por la luz que los demás no veían, pero él sí, ya que estaba echado de espaldas y con los ojos abiertos. Entonces el bebé se echaba a llorar, aullaba inconsolable. Los padres empezaban a discutir en seguida. Él se impacientaba cada vez más: la cosa iba muy despacio, ella quería verlo todo, dudaba ostensiblemente, decidía con habilidad el momento de la elección y eso duraba mucho, y ella se ofendía: él iba a rastras, como si le molestase estar allí en familia, compraba cualquier cosa, a toda prisa. Él adoptaba un aire exasperado y fingía mirar a otro lado. Estallaba la bronca, con las mismas frases para todo el mundo, ya formadas antes de que abriesen la boca. Las peleas de pareja están tan codificadas como las danzas simbólicas de la India: las mismas posturas, los mismos gestos, las mismas palabras que sirven de señal. Todo remite a unos hábitos de representación, todo está dicho sin necesidad de decirlo. Se desarrolla así, nosotros no éramos ninguna excepción. Solo que entre nosotros el conflicto no estallaba sino que rezumaba como un sudor, ya que no teníamos niño alguno para sacarlo a la luz.

Ese sábado en que la mina que se iba excavando se derrumbó, íbamos empujando juntos un carrito en el hipermercado. Yo fui a las carnes refrigeradas y me quedé como un tonto delante de las vitrinas alineadas iluminadas desde el interior. Me incliné y me quedé inmóvil, iluminado por debajo, y así debía de dar miedo, con las sombras invertidas en la cara, la mandíbula colgante, los ojos fijos. Mi aliento producía una neblina blanca. Cogí con una mano una bandeja envuelta en plástico y llena de carne cortada a dados y me la pasé a la otra mano, despacio; después la dejé, cogí otra, y así sucesivamente. No demasiado rápido, hacía pasar por delante de mí los paquetes de carne con un movimiento de cinta transportadora, un movimiento circular sin principio ni fin, agarrotado por el frío. El gesto sucedía sin que yo participase. Debía elegir, pero no sabía el qué. ¿Cómo no dudar ante unas estanterías tan llenas? Habría bastado con tender la mano hacia aquella abundancia, cerrarla al azar y habría resuelto el problema del menú de la noche, pero aquel día no se trataba de comer. Yo llevaba a cabo, encima de las bandejas, un movimiento que era incapaz de interrumpir: pasaba la carne cortada a dados de una mano a otra, la cogía y la dejaba, siempre el mismo gesto, y hacía dar la vuelta a la carne, incapaz de cesar, incapaz de salir, representando sin querer, ¡oh, no, sin querer!, una caricatura del tiempo que no pasa. No sabía adónde ir.

Debía de dar miedo iluminado por debajo, rodeado de una neblina surgida de mi boca, congelado encima de la vitrina, moviendo solamente las manos pero siempre con el mismo gesto, tocando sin decidirme la carne que alguien había cortado sin odio, de la manera más razonable, de la manera más técnica, de manera que ya no fuese músculo, sino carne. Los que me observaban se alejaban de mí.

Yo no sabía adónde ir, ya que no sentía nada; no sabía elegir, porque aquello que veía no me decía nada. La carne permanecía muda, hablaba con etiquetas, y estas no eran más que formas de un rosa intenso, cubos retractilados de poliuretano, no eran más que formas puras, y para decidir entre las formas hay que usar la razón discursiva, y la razón discursiva no permite decidir nada.

La carne formaba un montón debajo de mí, en la vitrina refrigerada que conserva tan bien la carne, en la luz sin sombras del neón que le da a todo una coloración igual. No sabía adónde ir. No conseguía adivinar hacia dónde se dirigía el tiempo. Así que repetía el mismo gesto de coger y ver, y después lo dejaba.

Habría podido continuar así hasta morir de frío, ir cayendo congelado en la vitrina refrigerada y quedarme entre las carnes, como una forma muy mal cortada, demasiado orgánica, demasiado aproximativa, colocada por encima del montón ordenado de las carnes bien cortadas.

Fue la voz de Océane la que me evitó morir congelado o que me detuvieran los vigilantes del almacén. Su voz me despertaba siempre, siempre un poco demasiado alta, ya que siempre estaba demasiado forzada por un exceso de decisión.

—Mira —decía ella—, ¿en qué estás pensando?

Y pasó debajo de mi nariz una bandeja negra llena de dados rojos, como para hacérmelos oler, pero yo no olía nada. No veía bien tampoco, porque tenía los ojos desenfocados, había dejado de distinguir lo que estaba lejos de lo que estaba cerca.

—Un buen estofado a la borgoñona con zanahorias —dijo—. Y una ensaladita de entrante, ya he cogido dos bolsas, y una buena bandeja de quesos después, y ya está. ¿Te encargas tú del vino?

Ella seguía pasándome la carne por delante con una mano maquinal, por debajo de la nariz, por debajo de los ojos, esperando una aprobación, una señal de entusiasmo, algo que demostrase que la había entendido, que estaba de acuerdo, que había tenido una idea buena de verdad, pero yo admiraba la geometría de la carne. Los dados blandos y perfectamente cúbicos formaban un bello contraste con el negro mate del poliestireno. Un pañuelito pequeño en el fondo de la bandeja absorbía la sangre; un film de plástico bien tirante aislaba todo el conjunto del aire y de los dedos. El corte era limpio y la sangre invisible.

—Esto son cubos. No existe ningún animal con esta forma.

—¿Qué animal?

—Ese al que han matado para cortar la carne.

—Calla, no seas morboso. ¿Qué te parece el menú de esta noche?

Yo cogí de nuevo el carro, gesto que se puede interpretar como forma de aprobación masculina, una señal detestable, pero que se entiende. Levantando los ojos hacia el techo, ella echó la bandeja en el carro de rejilla. Cayó encima de las bolsas de hojas de ensalada cortada, lavada y seleccionada, al lado de una bolsa cubierta de escarcha y llena de zanahorias congeladas.

Empujando el carro, pasamos a lo largo de las vitrinas frigoríficas descubiertas. Una gran cristalera mostraba la carnicería del almacén. La iluminación uniforme se reflejaba en las paredes con baldosas, no dejando sombra alguna y exhibiendo todos los detalles de la actividad del corte. Unas piezas abiertas en canal colgaban de unos raíles fijos al techo, algunas en el centro de la sala y otras a la espera detrás de unas cortinas de plástico. Se trataba de grandes mamíferos, lo veía por su forma, por la disposición de sus huesos y sus miembros, nosotros tenemos los mismos. Unos hombres con máscara iban y venían con grandes cuchillos. Iban calzados con botas de plástico por las cuales resbalaban gotas rojas, envueltos en unas batas blancas que flotaban por encima de su ropa de trabajo y tocados con gorras que les cubrían el pelo como las que lleva uno cuando toma una ducha. Unas máscaras de tela les disimulaban la nariz y la boca, no se les podía reconocer, solo se veía si llevaban gafas o no. Algunos llevaban en la mano izquierda un guantelete de malla de hierro y sujetaban el cuchillo con la otra mano. Con la mano enguantada guiaban la rotación de las piezas suspendidas para ponerlas a la luz, y en su otra mano brillaba el cuchillo. Otros fantasmas empujaban carros llenos de cubos, y en los cubos flotaban restos rojos veteados de blanco. Unas siluetas más jóvenes limpiaban el suelo con chorros de agua, por los rincones, debajo de los muebles, y luego frotaban con unos rascadores de caucho. Todo resplandecía con una limpieza perfecta, todo relucía de vida, no era más que transparencia. Manipulaban unas herramientas peligrosas como navajas de afeitar, y unos chorros de agua limpiaban el suelo permanentemente. No se reconocía a nadie.

¿Por qué no soportamos ya la carne? ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho nosotros que no recordamos, para no soportarla ya? ¿Qué hemos olvidado con respecto al tratamiento de la carne?

Hacían rodar medio buey suspendido de un gancho que le perforaba los miembros. Me hizo pensar en un buey por su tamaño, pero no podía estar seguro, porque le habían quitado la piel y la cabeza, todo aquello que permite un verdadero reconocimiento. No quedaban de él más que los huesos recubiertos de rojo, los tendones blancos en los músculos, las articulaciones azules en el ángulo de las patas, los músculos hinchados de sangre en los cuales flotaba una espuma blanca de grasa. Armado con una sierra eléctrica, un hombre enmascarado atacó el cuerpo de carne. La pieza vibraba bajo la hoja, y separó un cuarto enorme que tembló, vaciló y después se dio la vuelta, de golpe. Lo atrapó al vuelo y lo echó en una mesa de acero donde otros, enmascarados y provistos del guante de hierro, lo fueron trabajando con un cuchillo. No percibía los ruidos. Ni el chillido de la sierra, ni su ruido de roedor en el hueso, ni los impactos de la carne al caer, ni el ligero deslizamiento de los cuchillos, ni el ligero choque de los guantes, ni los chorros de agua que limpiaban permanentemente toda la extensión del suelo, impidiendo que se formasen bajo la mesa charcos de sangre. Solo veía la imagen. Una imagen demasiado detallada, demasiado perfecta; demasiado iluminada y demasiado limpia. Tenía la impresión de estar viendo una película sádica, ya que faltaba el ruido, el olor, el contacto, el toque blando de la carne y su abandono al cuchillo, su perfume insípido de vida abandonada, su chasquido flácido al caer sobre una superficie dura, su blandura frágil de cuerpo privado de piel. Faltaba todo lo que podía asegurarme mi presencia. No quedaba más que el pensamiento cruel, aplicado al despiece de la carne a dados. Tuve una arcada. No por ver aquello, sino por verlo sin oír nada. La imagen sola flotaba, y me cosquilleaba de forma desagradable el fondo de la garganta.

Bajé los ojos, me aparté del gran ventanal donde se exhibía la limpieza del matadero, y fui a lo largo de las vitrinas refrigeradas donde estaban ordenadas las carnes por categorías. Despojos, buey, cordero, animales, cerdo, niños, ternera.

«Animales», me lo puedo imaginar. Es una frase mutilada: quieren decir carne para animales. Pero ¿«niños»? Entre el cerdo y la ternera. Examiné de lejos aquellas bandejitas sin atreverme a coger ninguna, por miedo a la reprobación. Bajo el plástico, bien tenso, la carne parecía fina y rosa. Correspondía al nombre. Carne, niños. Le enseñé la etiqueta a Océane, con un asomo de sonrisa temblorosa, presta a abrirse en risa franca si ella me hubiese dado la señal, pero ella lo entendía siempre todo. Desechó aquella niñería encogiéndose de hombros, sacudió la cabeza con un gesto vago y volvimos a recorrer los largos pasillos. Proseguimos nuestras compras. Ella consultaba la lista en voz alta, y yo, empujando el carro, meditaba sin objetivo claro sobre la naturaleza de las carnes y su uso.

Volvíamos en el coche cuando nos vimos entorpecidos por un embotellamiento a orillas del Saona. A lo largo del mercado, los camiones en doble fila pisaban las vías de circulación. Los semáforos se quedaban demasiado rato en rojo, y esperábamos más de lo que queríamos. Los coches amontonados en gran número en el muelle avanzaban apenas, a trompicones, en un hervidero de gases deletéreos que el viento ligero del río, afortunadamente, iba alejando. Yo daba golpecitos en el volante, mis ojos erraban, y Océane le daba los últimos toques al menú.

—¿Qué podríamos hacer para postre que fuera nuevo? ¿Qué te apetecería?

¿Qué me apetecería? Recuperé el control de mis ojos y la miré fijamente. ¿Qué me apetecería? Mi mirada debía de ser algo inquietante, no respondía nada, ella se puso nerviosa. ¿Qué me apetecería? Abrí la portezuela y salí. El motor ronroneaba, esperábamos en fila a que se pusiera verde el semáforo.

—Voy a ver lo que puedo encontrar —dije, señalando hacia el mercado.

Cerré la portezuela y me deslicé entre los coches parados. El semáforo se puso en verde, arrancaron, yo molestaba. Los evité dando unos saltos, saludando con un gesto de la mano a aquellos que me tocaban el claxon y hacían rugir los motores. Imaginé que Océane se habría puesto al volante, prefiriendo no bloquear el paso antes que seguirme y abandonar las compras. Derrapando sobre las verduras desechadas, recuperando el equilibrio sobre una caja de cartón húmeda, aplastando una caja con mucho ruido, conseguí llegar al mercado.

Me metí entre la multitud de gente que llevaba cestas y que, muy lentamente, circulaba entre los puestos. Buscaba los chinos. Los encontré por el olor. Seguí el olor extraño de los alimentos chinos, ese olor tan particular que al principio no conocemos, pero que después no se puede olvidar, porque es muy reconocible, siempre el mismo, debido al uso repetido de determinados ingredientes y de ciertas prácticas que no conozco, pero cuyo efecto soy capaz de localizar de lejos por el olor.

A fuerza de comer así, ¿tendrán los chinos ese olor siempre? Quiero decir: ¿lo llevarán encima, en ellos, en su boca, en su sudor, bajo los brazos, en los alrededores del sexo? Para saberlo habría que abrazar largamente a una bella china, o menos bella, no importa, pero lamerla continuamente por todas partes para tener la certeza. Para saber si la diferencia entre las razas humanas consiste en una diferencia de cocina, una diferencia de prácticas alimenticias, que con su uso impregnan la piel, y todo el ser, hasta las palabras, y al fin el pensamiento, habría que estudiar minuciosamente la carne.

Gracias a ese perfume en torno a ellos, encontré en seguida la carnicería china. Bajo su toldo de tela pendían alineadas unas tripas lacadas. No sé el nombre de esa pieza de carne, no sé incluso si tiene nombre en francés o en alguna lengua europea. Se trata de entrañas, pero enteras, sin olvidar nada, entrañas de color rojo, suspendidas por la tráquea de un gancho de hierro. Como sé un poco de anatomía, veo vagamente de qué órganos se trata y, sin poder dar un nombre exacto al animal, sospecho que es un ave, o al menos un volátil.

No sé qué hacen con eso. Los libros de cocina china que se encuentran en Francia no explican nunca nada. En esos libros no se habla más que de bocados nobles, cortados con cuchillo, según las reglas de un matadero normal, según los cortes naturales del animal. No se muestran jamás horribles despojos, que, sin embargo, se comen. Estos son de un realismo estremecedor, y me estremezco más aún ante la idea de la manera en que se extraen. No hay medio, creo, de disolver la piel, la carne, los huesos y no dejar intactas más que las entrañas en su disposición natural. Habrá por tanto que introducir la mano en la garganta del animal, seguramente vivo, para que las vísceras estén todavía hinchadas con el aliento, y coger el nudo aórtico, o cualquier otra presa sólida, y arrancarla y tirar con toda tu alma, y entonces aquello cederá y todo el interior quedará en tu mano, todavía humeante y respirando. Se sumergirá rápidamente en el caramelo rojo para fijar las formas tal y como son, para mostrarlas sin inventar nada. Pero ¿quién podría inventar tales órganos? ¿Cómo se podrían inventar las tripas? ¿Se puede inventar el interior del cuerpo, la carne más profunda, palpitante, moribunda, colgada? ¿Cómo se puede inventar lo verdadero? Uno se contenta con cogerlo y enseñarlo.

Me detuve pues bajo el toldo de lona del carnicero chino, admirando las tripas colgantes lacadas de rojo. ¡Ah, el genio chino! Aplicado a los gestos y a la carne. Ignoro cómo se comen esas vísceras pintadas, ignoro cómo se disponen, no me lo puedo ni imaginar, pero cada vez que paso por aquí y las veo colgando, tan realistas, tan auténticas, tan rojas, me detengo y sueño, y eso provoca en mí un poco de saliva que no me atrevo a tragar. Al final decidí adquirir un colgajo. El carnicero vestido de blanco hablaba un francés difícil de entender. Con la mayoría de sus clientes solo utilizaba el chino. Decidí no preguntarle nada, porque las explicaciones serían fastidiosas, seguramente decepcionantes, y además ya aplicaría la imaginación. Lleno de seguridad, señalé una tripa con aire entendido y me la envolvió en un plástico al vacío.

Reemprendí mi camino por entre la multitud, atravesé la avalancha, los gritos de los comerciantes, el parloteo incesante, los olores de todo lo que se come. Llevaba aquella bolsa de plástico bien pesada con una felicidad inexplicable.

Pero aquello no bastaba para alimentar a nuestros invitados. Buscaba otra cosa, con las aletas de la nariz temblorosas. Un vapor me detuvo. Graso y afrutado, de una riqueza increíble, emanaba de una olla panzuda colocada sobre la llama de un hornillo de gas. Un hombre grueso, que llevaba atado un delantal que arrastraba por el suelo, removía su contenido. La olla le llegaba a la cintura, y su cuchara de madera tenía un mango como de porra. A mí me habría costado sujetarla con una sola mano, y él le daba vueltas sin esfuerzo, como si fuera una cucharilla de café en una taza. Lo que removía era rojo, casi negro, y hervía por el centro, y encima flotaban en círculo hierbas y trozos de cebolla.

—¡Morcilla! —gritaba—. ¡Morcilla! ¡Auténtica morcilla! —insistía en lo de «auténtica»—. No es una mariconada, es auténtica morcilla de cerdo.

Aquello olía horrorosamente bien, te hacía temblar de placer, hervía a fuego lento, como cuando uno se ríe tan contento haciendo cosas horribles pero deleitosas. Un mequetrefe de enormes orejas y pelo ralo traía cubos, vacilando bajo su carga. En los cubos llevaba la sangre; bien roja, espumosa por los bordes, sin transparencia alguna. Cuando el pequeño ayudante, con esfuerzo, le tendía su carga, el maestro charcutero la atrapaba con una sola mano, una gruesa mano velluda teñida de morado, y con un solo gesto vaciaba el cubo en la olla. Vertía un cubo entero de sangre espesa, vertía toda la sangre de un cerdo degollado de un golpe, y aquello volvía a hervir. Removía una olla llena de sangre con un cucharón cuyo mango era una porra. En cuanto se había cocido, llenaba unas tripas hasta reventar. Trabajaba dentro de un vapor pesado, que olía muy bien. Le compré varios metros de morcilla negra. Cuando le pedí que no la cortase, sino que la dejase de un solo trozo, se extrañó, pero no me dijo nada más y la enroscó con cuidado. Me preparó una bolsa grande, de doble capa para que no se rompiera, y me la tendió con un guiño. Aquella bolsa equilibró la primera y multiplicó mi placer.

Aquello estaba bien, pero no bastaba; el interior no lo es todo. Debía procurarme otras cosas para que el banquete fuera perfecto.

Un africano me inspiró. Hablaba muy fuerte con voz de bajo, interpelaba a los hombres llamándoles «jefe», y se reía, y a las mujeres las saludaba con un guiño y les hacía un cumplido adaptado a cada una, y ellas seguían su camino sonriendo. Vendía mangos maduros y bananas pequeñas, montones puntiagudos de especias, frutos de colores chillones y restos de volatería: carcasas desnudas, alas rotas, patas con las uñas. Le compré unas crestas de gallo de un rojo demasiado vivo, como hinchadas de hidrógeno, a punto de arder o de salir volando. Me las empaquetó prodigándome consejos cómplices, porque aquello tenía virtudes. Me las tendió con una sonrisa que me llenó de alegría.

Todavía no tenía la cabeza en su sitio, pensé. La cabeza, ¿no es algo capital, como la misma palabra sugiere? La encontré en un cabileño. El viejo carnicero con bata gris, con las mangas remangadas por el antebrazo, en el cual músculos y ligamentos aparecían como otras tantas cuerdas, estaba deshuesando un cordero a golpes de cuchillo. Detrás le contemplaban otras carnes. En un asador cerrado se asaban unas hileras de cabezas. Se las veía en su espetón a través de un cristal que no estaba demasiado limpio. Iban dando vueltas a pequeñas sacudidas, puestas en fila, caramelizándose a fuego lento. Sus ojos fijos se habían dado la vuelta, sacaban la lengua hacia un lado. Alineadas, cortadas a ras de la laringe, las cabezas de cordero daban vueltas desde hacía horas en el asador cerrado, morenas y grasientas, apetitosas, cada individuo era reconocible. Compré tres. Me las envolvió en papel de periódico, lo puso todo en una bolsa de plástico y con un movimiento de cabeza que decía mucho me las tendió. Habitualmente esas cosas no gustan más que a los viejos gourmets árabes, aquellos que se limitan a esperar el fin. Eso aún me gustó mucho más.

Volví a casa, cargado con mi oloroso equipaje. Lo puse todo encima de la mesa, hizo un ruido de suave aplastamiento. Abrí las bolsas y de ellas escapó el olor. Los olores son partículas volátiles, huyen de las formas materiales para constituir en el aire una imagen que se percibe en el hueco del alma. De los alimentos que había traído emanaba un olor físico: yo veía el vapor azulado que salía de las bolsas, el gas pesado que caía al suelo, se pegaba a la pared, lo invadía todo.

Océane lo vio también, y sus ojos muy abiertos no se movían. No sabía si iba a gritar o a vomitar, y ella tampoco lo sabía. Así que no dijo nada. Delante de ella todo aquello se desplomaba en la mesa, se movía solo. Yo desempaqueté mis alimentos, y cuando acabé ella dio un respingo pero se contuvo.

—¿Has encontrado todo esto en el mercadillo? ¿Al aire libre? ¡Es asqueroso!

—¿El qué? ¿El aire libre?

—No, no, ¡esto! ¿No está prohibido?

—No sé. Pero mira los colores. Rojo, dorado. Brillos, bronces, todos los colores de la carne. Déjame a mí.

Me puse un delantal grande y la saqué de la cocina cogiéndola por los hombros.

—Yo me ocupo de todo —dije, tranquilizador—. Tómate tiempo para ti, ponte guapa, como tú sabes.

Mi entusiasmo interior no era de esos sentimientos que se pudieran discutir. Cerré la puerta tras ella. Me serví un vaso de vino blanco. La luz que pasaba a través tenía el color del bronce nuevo, y su perfume era el de un golpe de pico al sol en un guijarro calcáreo. Lo vacié para impregnarme bien de él, y me serví otro. Saqué los instrumentos; el mango del cuchillo se adaptaba a mi palma, me venía la inspiración. Dispuse los despojos sobre la mesa. Los reconocía todos como fragmentos de animales muertos. Mi corazón se aceleró al verlos tan reconocibles, y les estuve muy agradecido por mostrarse tal y como eran. Después de unos segundos de duda, esos que se tienen ante la página en blanco, saqué el cuchillo.

Entre una bruma anaranjada, alcohol y sangre, practiqué una cocina alquímica; transmuté el aliento de vida que hinchaba aquellos despojos en colores simbólicos, texturas deseables, perfumes reconocibles como los de los alimentos.

Cuando volví a abrir la puerta de la cocina mis dedos vacilaban, todo lo que tocaba resbalaba, y yo dejaba por todas partes un rastro rojizo. Y lo que veía también, al moverse, dejaba un rastro luminoso, un halo persistente que tardaba tiempo en desvanecerse.

Océane apareció ante mí, y no se le podía hacer ningún reproche. Un vestido blanco la envolvía con un solo gesto, y sus formas modeladas brillaban llenas de reflejos. Su cuerpo, exhibido en el expositor de unos zapatos puntiagudos, se hinchaba lleno de curvas: nalgas, muslos, pecho, vientre delicioso, hombros, todo brillaba con reflejos nuevos de seda en cada uno de sus movimientos. Sus manos con las uñas pintadas se agitaban en ligeros movimientos de pájaro, caricias del aire, roce de objetos, dándoles sin pensar un lugar un poco más perfecto. Ella iba andando sin prisa alrededor de la mesa que estaba poniendo, y su lentitud me turbaba. Su complejo peinado relucía con una luz de roble encerado, despejaba su nuca, mostraba sus orejas curvadas, adornadas de brillantes. Sus párpados empolvados aleteaban como las alas de una mariposa indolente, y cada uno de esos aleteos provocaba el estremecimiento perfumado de todo el espacio a su alrededor. Ella ponía la mesa al compás, colocaba los platos a intervalos perfectos, los cubiertos alineados en su tangente, los vasos de tres en tres, en línea. En el centro de la mesa, sobre una franja bordada de blanco, las velas formaban sombras y reflejos suaves en el metal, el vidrio y la porcelana. Las llamitas tornasolaban su vestido con toques efímeros, tan delicados como caricias.

Cuando llegué yo con mi delantal ensangrentado, mis manos ennegrecidas hasta debajo de las uñas, con manchas extrañas en las comisuras de los labios, las llamitas temblaron y me cubrieron de contrastes terribles. Ella abrió mucho los ojos y la boca, pero no dijo nada. El movimiento de retroceso que hizo se convirtió en un desplazamiento hacia la puerta.

—Ya acabo —dije yo—. Hazlos entrar y que se sienten.

Me precipité de nuevo a la cocina, con la puerta cerrada. Ella estaría impecable, jamás se le podría hacer el menor reproche; acogería perfectamente a nuestros amigos, de los cuales ahora he olvidado los nombres, orientaría hábilmente la conversación, adoptaría un talante equilibrado y ligero, justificaría con tacto mi ausencia hasta mi regreso. Estaría perfecta. Siempre se esforzaba por estarlo. Y lo conseguía siempre. Cosa que, cuando se piensa, es un milagro tremebundo.

Los olores que producían mis preparativos pasaban por la puerta, empujaban los goznes, se abrían paso entre los paneles de madera blanda, se introducían por los intersticios de debajo y se extendían por todas partes. Pero cuando yo salí para gritar: «¡A la mesa!» con una voz demasiado fuerte, parecía que ellos no se daban cuenta de nada. Sentados en nuestros sillones bebían champán y conversaban en un tono bajo, afectando con su postura distendida una indiferencia muy conveniente.

El entusiasmo corría por mis venas, alimentado por el vino blanco, cuya botella había vaciado. Mi voz, demasiado fuerte, deshilachó el fondo sonoro neutro, conversaciones y música, que hábilmente había puesto en marcha Océane. Yo no me había quitado el delantal, ni me había limpiado los labios. Cuando surgí en el halo tamizado del salón, la atmósfera se volvió tan pesada, tan coagulada, que me costó articular las palabras, pero quizá fuese el alcohol o la inadecuación de mi entusiasmo. Me costaba mucho continuar avanzando, bajo su mirada, me costaba accionar mis pulmones en aquel aire enrarecido, para producir algunos sonidos que ellos hubiesen podido comprender.

—Venid —dije, con un tono bajo—. Venid a sentaros. Está preparado.

Océane los situó, sonriente; yo traje las enormes bandejas. Puse delante de ellos un horrible montón de olores fuertes y de formas ensangrentadas.

Para presentar las tripas chinas, había reconstruido la col mitológica de la que todos procedemos, esa verdura generatriz que no se encuentra en los huertos. Con la ayuda de unas hojas de col verde había recreado un nido, y en su corazón, bien apretado, había puesto la tripa roja, con la tráquea al aire, dispuesta tal y como está cuando se encuentra dentro. La había preservado del corte ya que en su forma intacta estaba precisamente la gracia.

Había frito las crestas de gallo, solo un poquito, y al hacerlo se habían hinchado y resaltaba más su color rojo. Las serví así, ardiendo y turgentes, en un plato negro que ofrecía un contraste terrible, un plato liso en el cual resbalaban, temblaban y se movían todavía.

—Cogedlas con unos palillos, o casi mejor con unas pinzas, y mojadlas en esta salsa amarilla. Pero ojo: ese amarillo está cargado de capsaicina, repleto de picante, teñido de cúrcuma. También podéis elegir esta otra, si os apetece más. Es verde, color tierno, pero también es fuerte. La he cargado de cebolla, de ajo y de rábano asiático. La anterior arrasa la boca, esta la nariz. Elegid; pero si probáis, ya será demasiado tarde.

Las crestas fritas, a las que no había secado el aceite, se deslizaban demasiado en el plato negro, realmente. Un movimiento brusco en el momento de dejarlas hizo que derrapase una, que salió disparada como por un trampolín y dio en la mano de un comensal, que gimió y la retiró rápidamente, pero no dijo nada. Continué.

No había cortado la morcilla ni tampoco la había cocido demasiado. La enrollé en espiral en una gran bandeja hemisférica y la salpiqué de curry amarillo y de jengibre en polvo, que con el calor desprendían un perfume picante.

Y, finalmente, puse en el centro las cabezas cortadas, las cabezas de cordero intactas, colocadas en un plato elevado, dispuestas sobre un lecho de ensalada picada, cada una de ellas mirando en una dirección distinta, con los ojos saltones y la lengua fuera, como una parodia de esos tres monos que no ven nada, no oyen nada y no dicen nada. Esos gilipollas.

—Ea —dije.

Se hizo el silencio, el olor invadió toda la estancia. Si no hubiesen experimentado todos al mismo tiempo esa sensación de irrealidad, nuestros invitados habrían podido sentirse incómodos.

—¡Pero esto es asqueroso! —dijo uno de ellos, con voz de falsete. No sé quién fue, porque en seguida dejé de verlos, me olvidé de todos ellos y me fui a vivir incluso a otro lugar, para no cruzármelos jamás en la calle. Pero me acuerdo de la música exacta de esa palabra que pronunció para expresar su malestar: la «q» como un hipo, las «s» arrastrándose como el ruido que se hace al aterrizar sobre el vientre. Recuerdo la música de esa palabra mucho mejor que su cara, ya que había pronunciado «asqueroso» como en una película de los años cincuenta, porque era la palabra más violenta que se podía permitir en público. En nuestro maravilloso salón, en presencia de Océane, a quien no se le podía hacer el menor reproche, era todo lo que podía decir. Hicieron lo que pudieron para desaprobarme, pero yo, blindado por el alcohol y una felicidad absurda, reducido a mí mismo, no oía nada. Me habrían tenido que hablar claramente, o ya que estaban desprovistos de vocabulario (porque en nuestras esferas el vocabulario se degrada tanto que no sirve para nada) intentar mirarme a los ojos para desaprobarme, con ese aire de querer fulminarte que a menudo suele bastar. Pero todos apartaron la vista de la mía y no lo intentaron siquiera. No sé por qué, pero lo que veían en mis ojos debía de incitarles a apartarse de mi cara para no resultar aspirados, heridos y engullidos.

—Voy a serviros —dije, con una amabilidad de la cual ellos seguramente habrían prescindido.

Les serví con las manos, ya que ningún otro utensilio sirve, solo la mano, y sobre todo desnuda. Abrí con los dedos la col generadora, empuñé la tripa reluciente y rompí corazones, bazos, desmembré hígados, abrí con un pulgar bien rojo las tráqueas, laringes, colon, para tranquilizar a mis invitados en cuanto al grado de cocción: para tales manjares solo puede convenir un fuego moderado, la llama debe ser una caricia, un roce coloreado, y el interior debe sangrar todavía. El fuego culinario no debe ser el fuego del ceramista: este va al corazón y transmuta a la pieza en su masa. El fuego culinario sirve solo para captar las formas, fijar los colores y su delicadeza natural, y no debe alterar el gusto, el gusto de las funciones animales, el gusto del movimiento, ahora suspendido, el gusto de la vida que debe permanecer fluida y volátil bajo su inmovilidad aparente. Bajo la fina superficie coloreada quedaba la sangre. Probadlo. De ese gusto, el gusto de la sangre, uno no se separa. Los perros que han probado la sangre, se dice, deben ser sacrificados antes de que se conviertan en monstruos sedientos de muerte. Pero los hombres son diferentes. El gusto de la sangre lo tenemos, pero nos controlamos; cada uno de nosotros lo guarda en secreto, lo mima en su fuego interior y no lo muestra jamás. Cuando el hombre prueba la sangre no la olvida, como tampoco la olvida el perro, pero el perro es un lobo emasculado y hay que sacrificarlo si cambia de naturaleza, mientras que el hombre, después de haber probado la sangre, es al fin un ser completo.

Serví algunas crestas para cada uno, un poco más a los hombres que a las mujeres, con cierta sonrisa que explicaba esas diferencias. Pero las cabezas solo se las serví a los hombres, con un guiño prolongado que ellos no comprendieron, pero que les impidió rechazarlas. Les puse las cabezas en el plato y orienté la mirada hacia las mujeres, y cada una de las cabezas, con sus ojos blancos y desfallecidos, sacaba la lengua en un efecto burlesco muy cómico. Me eché a reír a carcajadas, pero solo. Multiplicaba los guiños, los codazos, las sonrisas cómplices, pero aquello no disipaba el espanto. Ellos no entendían nada. Sospechaban algo, pero no comprendían nada.

Cuando ataqué la morcilla, le apliqué el cuchillo con un poco de violencia, y un chorro de sangre negra se elevó con un suspiro y cayó en la bandeja, pero también en el mantel, el plato, dos gotas en un vaso donde desapareció en el vino, indistinguible, y una gota minúscula en el vestido de Océane, bajo la curva de su seno izquierdo. Ella cayó como si le hubiese alcanzado en el corazón un estilete muy fino. Los demás se levantaron en silencio, se tomaron el tiempo necesario para doblar su servilleta y se dirigieron hacia el perchero. Se pusieron los abrigos, ayudándose unos a otros sin decir una palabra, solo unos reconocimientos corteses efectuados con los ojos. Océane, echada de espaldas, desmayada, respiraba tranquila. La mesa seguía iluminada solamente por las velas. La vacilación de las llamitas agitaba las sombras sobre su vestido, que envolvía como un soplo su cuerpo maravilloso. Brillaba como una extensión de agua agitada por una pequeña resaca, por una brisa vespertina, por un céfiro del sol poniente. Toda la superficie de su cuerpo se agitaba, y el único punto fijo era la mancha de sangre negra en la curva de su seno, por encima de su corazón.

Todos se despidieron con un gesto de la cabeza y nos dejaron al fin. Yo me llevé a Océane y la tumbé en nuestra cama. Ella abrió los ojos en seguida y se puso a llorar; gorgoteó, recuperó el aliento, aulló, sollozó, se ahogó entre mocos y lágrimas, incapaz de articular una sola palabra. Las lágrimas corrían negras por sus mejillas, estropeaban su vestido. Lloraba sin parar, se volvía y se revolvía, lloraba ahogadamente, con la cara hundida en la almohada. La gran funda blanca se iba manchando a medida que lloraba, se manchaba de rojo, marrón, negro, gris purpurina diluido, agua cargada de sal, y el cuadrado de tela se iba convirtiendo en un cuadro. Yo me quedé a su lado con una sonrisa idiota, creo. No intenté consolarla, ni siquiera hablar. Me sentía cerca de ella, por fin, más de lo que había estado nunca. Soñaba con que aquello durase, pero sabía que todo aquello se desvanecería al desecarse su llanto.

Cuando ella se calló al final y se secó los ojos, supe que entre nosotros todo había terminado. Todo lo que había tenido lugar antes y todo lo que habría podido tener lugar después. Nos dormimos uno junto al otro sin tocarnos, ella lavada, peinada, bajo las sábanas, y yo completamente vestido, encima.

El domingo por la mañana ella lloró un poco más al levantarse, pero luego se endureció como un hormigón que fragua. El domingo por la tarde me fui.

El lunes por la mañana ya vivía otra vida.

No la volví a ver nunca más, ni a ninguno de los amigos que teníamos en común. Desaparecí durante algún tiempo al otro extremo del país, en su extremo norte, mucho más pobre, donde desempeñé un trabajo modesto, mucho más modesto que aquel que había abandonado al abandonar a mi mujer.

Me desinstalé, como cuando se desinstala un programa, desactivé una a una las ideas que me animaban, intentando no obrar más, para evitar ser obrado. Esperaba que mi último acto fuera aquel que se representa antes de morir: esperar.

Victorien Salagnon era aquel para quien, sin conocerle, había preparado esa espera.

El arte francés de la guerra

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