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NOVELA I

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LA VIDA DE LAS RATAS

Desde el principio, Victorien Salagnon tuvo confianza en sus hombros. Su nacimiento le había dotado de músculos, de aliento, de puños pesados, y sus ojos pálidos lanzaban esquirlas de hielo. Él clasificaba todos los problemas del mundo en dos categorías: los que podía resolver de un golpe (y ahí se empeñaba a fondo) y aquellos con los que no podía hacer nada. Estos los trataba con desprecio, pasaba fingiendo no verlos, o salía pitando.

Victorien Salagnon tenía todo lo necesario para el éxito: inteligencia física, sencillez moral y arte de la decisión. Conocía sus cualidades, y conocerlas es el mayor tesoro que se puede poseer a los diecisiete años. Pero durante el invierno de 1943, las riquezas naturales no servían para nada. Aquel año, el universo entero visto desde Francia parecía lamentable; intrínsecamente.

La época no era apta para gente delicada, ni para juegos infantiles. Se requería fuerza. Pero las fuerzas jóvenes de Francia, en 1943, los músculos jóvenes, los cerebros jóvenes, los cojones ardientes, no tenían otro empleo que limpiadores de habitaciones, trabajadores en el extranjero, hombres de paja para el provecho de los vencedores que no lo eran, deportistas regionales, pero no más, o grandes memos en pantalón corto pavoneándose por ahí con unas palas que sujetaban como si fueran armas. Cuando se sabía muy bien que, en cuanto a armas, el mundo entero tenía armas de verdad. Se combatía en todo el mundo y Victorien Salagnon iba al colegio.

Cuando llegó al borde se asomó, y bajo el instituto vio la ciudad de Lyon flotar en el aire. Desde la terraza veía lo que la niebla le dejaba ver: los tejados de la ciudad, el vacío del Saona y después nada. Los tejados flotaban, y no había dos que se pareciesen, ni en tamaño, ni en altura ni en orientación. Color de madera gastada, entrechocaban suavemente, encallados sin orden ni concierto en un bucle del Saona, donde resistían a causa de una corriente demasiado débil. Vista desde arriba, la ciudad de Lyon mostraba el mayor de los desórdenes, no se veían las calles, llenas de niebla, y ninguna lógica en la disposición de los tejados permitía adivinar su trazado: nada indicaba el emplazamiento de los pasajes. Esa ciudad demasiado antigua está menos construida que puesta, dejada en el suelo por un desprendimiento. La colina a la que se adhiere no ha proporcionado nunca una base demasiado segura. A veces, sus morrenas saturadas de agua no aguantan más y se vienen abajo. Pero aquel día no: el desorden que contemplaba Victorien Salagnon no era más que una imagen espiritual. La antigua ciudad donde vivía no se había construido recta, pero el aspecto indeciso y flotante que adoptaba aquella mañana de invierno de 1943 tenía más causas que las meteorológicas, desde luego.

Para convencerse intentó hacer un dibujo, ya que los dibujos encuentran orden allí donde los ojos no lo ven. Desde su casa había visto la niebla. Por la ventana, todo se reducía a formas, y parecían trazos de carboncillo en un papel granuloso. Había cogido un cuaderno de hojas rasposas y un lápiz de mina blanda, se los había metido en el cinturón y había guardado las cosas de clase en un hato de tela. No poseía ninguna bolsa con el formato de su cuaderno, y no le gustaba mezclarlo con el material escolar, ni exhibir su talento llevándolo en la mano. Y además aquella molestia no le disgustaba: le recordaba que no iba allí donde se podía creer que iba, sino hacia otro objetivo.

No dibujó gran cosa. El aspecto gráfico de la niebla se había revelado por la ventana, que ofrecía su marco y la distancia de su cristal. En la calle, la imagen se desvanecía. No quedaba más que una presencia confusa, invasora y fría, y muy difícil de captar. Para hacer una imagen no hay que meterse dentro. No sacó el cuaderno, se apretó bien la esclavina para evitar que el aire húmedo le alcanzara y se fue a la escuela, sin más.

Llegó al instituto sin haber hecho nada. Junto a la terraza intentó dar una idea del laberinto de sus tejados. Esbozó un rasgo o dos, pero la hoja, hinchada por la humedad, se desgarró. Aquello no parecía nada, solo un papel sucio. Cerró el cuaderno, se lo volvió a poner en la cintura e hizo lo mismo que los demás: se quedó bajo el reloj del patio dando golpes con los pies y esperando que sonase la campana.

En Lyon el invierno es hostil, no tanto por la temperatura como por esa revelación que logra el invierno: el material principal de esta ciudad es el barro. Lyon es una ciudad de sedimentos, de sedimentos compactados formando casas, enraizados en el sedimento de los ríos que la atraviesan, y «sedimento» no es más que una palabra bonita para referirse al barro que se acumula. En invierno en Lyon todo acaba en barro: el sol que flaquea, la nieve que no agarra, las paredes que gotean, e incluso el aire que notamos espeso, húmedo y frío, que impregna la ropa con pequeñas gotitas, manchas de un barro transparente. Todo se vuelve pesado, el cuerpo se hunde, no hay forma alguna de prevenirlo. Salvo quedándote en casa con una estufa encendida día y noche, y durmiendo en una cama cuyas sábanas hubiesen pasado por el calentador cargado de brasas varias veces al día. Y durante el invierno de 1943, ¿quién podía disponer de una habitación, de carbón o de brasas?

Pero justamente en 1943 resulta inconveniente quejarse: en otros lugares el frío es mucho peor. En Rusia, por ejemplo, donde combaten «nuestras tropas», o «sus tropas», o «las tropas», no sabe uno cómo decirlo ya. En Rusia el frío actúa como una catástrofe, una explosión lenta que destruye a su paso. Dicen que los cadáveres son como troncos de cristal, que se rompen si se los transporta mal, o que perder un solo guante equivale a morir, porque la sangre se hiela y forma agujas y desgarra las manos, o que los hombres que mueren de pie se quedan así todo el invierno, como árboles, y en primavera se funden y desaparecen, y también que son muchos los que mueren con los calzoncillos bajados, con el culo petrificado. La gente repite los efectos de ese frío como una colección de horrores grotescos, pero parecen chismes de viajeros que aprovechan la distancia para cargar las tintas. Circulan las trolas, mezcladas con verdades, sin duda, pero ¿quién tiene en Francia el menor interés o el menor deseo o incluso el menor resto de rigor intelectual o moral para seleccionar?

La niebla extiende su colada fría a través de las calles, a través de los pasillos, de las escaleras, hasta en las habitaciones. Las sábanas mojadas se pegan a aquellos que pasan, se arrastran sobre las mejillas de aquel que va andando, se le insinúan, le lamen el cuello como lágrimas de rabia enfriada, goteo de cóleras muertas, de besos afectuosos de agonizantes que querrían que alguien se uniera a ellos. Para no sentir nada no habría que moverse.

Bajo el reloj del instituto, los jóvenes resistían moviéndose lo menos posible, solo un poco contra el frío, pero no más, ya que se insinuaría la niebla. Iban dando con los pies en el mismo sitio, protegiéndose las manos, arqueando la espalda, bajando la cara hacia el suelo. Se metían bien la boina y se cerraban la esclavina, esperando que les llamase la campana. Habrían quedado bien, a tinta, esos chicos todos iguales, envueltos en una capa negra redondeada por los hombros, que se separaban en grupos irregulares en la arquitectura clásica del patio. Pero Salagnon no tenía tinta, sus manos estaban abrigadas, y la exasperación de la espera se apoderaba de él. Hizo lo mismo que los demás, esperar a la campana. Sentía con un punto de deleite el cuaderno, rígido, que le molestaba.

Sonó la campana y los chicos corrieron hacia la clase. Se empujaron, soltando risitas, fingieron que se callaban pero acentuaron los ruidos, pasaron entre codazos, muecas y risas contenidas ante los dos vigilantes que custodiaban la puerta con aire impasible, afectando esa rigidez militar que estaba tan de moda aquel año. ¿Cómo llamar a los alumnos del instituto? Tenían de quince a dieciocho años, pero en la Francia de 1943 la edad no valía nada. ¿Chicos? Era hacer demasiado honor a lo que vivían. ¿Hombres jóvenes? Era demasiado prometedor, en vista de lo que iban a vivir. ¿Cómo llamar a los que disimulaban una sonrisa pasando ante los vigilantes que los custodiaban, sino chavales? Eran chavales al cobijo de la tempestad, vivían en una caja de piedra limpia y congelada, y se daban empujones como cachorros. Esperaban que pasara la vida, ladraban, fingiendo que no ladraban, hacían, queriendo hacer creer que no hacían. Estaban al abrigo.

Sonó la campana y los chicos se reunieron. El aire en Lyon es tan húmedo, el aire de 1943 era de tan mala calidad que las notas de bronce no volaban, sino que caían con un ruido de cartón mojado y se deslizaban hasta el patio, y se mezclaban con las hojas destrozadas y los restos de nieve, con el agua sucia y el barro que lo recubría todo y poco a poco llenaba todo Lyon.

En fila, los alumnos fueron hacia su aula por un gran corredor de piedra frío como un hueso. El golpeteo de los chanclos resonaba en las paredes desnudas, pero ahogado por un roce continuo de esclavinas y de ese parloteo incesante de los chicos que callan pero aun así no saben guardar silencio. Todo ello formaba en los oídos de Salagnon una cacofonía infame que detestaba, que atravesaba poniéndose rígido como cuando uno se tapa la nariz al atravesar una habitación que huele mal. A Salagnon le era indiferente el clima; y más bien disfrutaba del frío de aquel lugar; el orden ridículo del colegio, lo soportaba. Eran circunstancias desgraciadas de las que uno se podía aislar, pero ¡si al menos eso se pudiera hacer en silencio! El jaleo en el pasillo le humillaba. Intentaba no oír, cerrar interiormente los tímpanos, volverse hacia su silencio propio, pero toda su piel percibía el escándalo que le rodeaba. Sabía dónde estaba, no podía olvidarlo: en una clase de chiquillos que acompañaban todas sus acciones con ruidos infantiles, y esos ruidos le volvían como un eco, y ese escándalo le rodeaba, como un sudor. Victorien Salagnon odiaba el sudor: es el barro que produce un hombre inquieto, con demasiada ropa, agobiado. Un hombre con libertad de movimientos corre sin sudar. Corre desnudo, su sudor se evapora a medida que corre, nada le entorpece, no se baña en sí mismo, conserva su cuerpo seco. El esclavo está encorvado y suda en la galería de la mina. El niño suda hasta ahogarse en el espesor de la lana con la que le ha arropado su madre. Salagnon tenía una verdadera fobia al sudor. Soñaba con tener un cuerpo de piedra, que no chorrease nunca.

El padre Fobourdon les esperaba ante la pizarra. Callaron y permanecieron de pie cada uno en su lugar, hasta que el silencio fuese perfecto. Un roce de tela o un crujido de la madera prolongaban su situación de pie. Aquello duraría hasta que se hiciera un silencio total. Fobourdon les indicó finalmente que se sentaran y el carraspeo de las sillas fue breve y se detuvo en seguida. Entonces se volvió hacia la pizarra y escribió con letras bonitas y regulares: «Commentarii de Bello Gallico: versión». Empezaron. Tal era el método del padre Fobourdon: ni una palabra que no fuera absolutamente necesaria, nada de cháchara para repetir lo escrito. Gestos. Enseñaba mediante el ejemplo la disciplina interior, que es un arte cuya práctica no vale para otra cosa que para la acción. Se veía a sí mismo romano, de piedra maciza tallada y después grabada. Lanzaba a veces breves comentarios que extraían una lección moral de los incidentes, siempre los mismos, que salpican la vida escolar. Menospreciaba aquella vida, aun estimando muy alta su vocación de enseñante. Le gustaba su lugar en el estrado más que un lugar en el púlpito, ya que desde este se utiliza la palabra para fustigar, mientras que desde aquel se indica, se ordena y se obra; se revela entonces el único aspecto de la vida que vale, el aspecto moral, que no tiene la estupidez de lo visible. Y, así, sacando el hueso a la luz, el lenguaje sí que es digno, por fin.

Tenían que traducir un relato de la batalla cuyo enemigo fue hábilmente rodeado y después cortado a trocitos. La lengua permite bellos efectos de la pluma, pensaba Salagnon, coqueterías que alegran y que se dicen, que rozan el papel sin consecuencias, delicadezas de acuarela que realzan un relato. Pero en las guerras de la Galia céltica se combatía de la manera más sucia, sin decirlo siquiera y sin pensar en la metáfora. Con la ayuda de espadas afiladas se separaban del cuerpo del enemigo trozos sangrantes que caían al suelo, y después se avanzaba por encima para cortar otro miembro más, hasta el final del enemigo o hasta caer uno mismo.

César el aventurero entraba en la Galia y la libraba a la masacre. César quería, y su fuerza era grande. Quería romper las naciones, fundar un imperio, reinar. Quería ser, agarrar todo el mundo conocido en su puño, quería. Quería ser grande, y no demasiado tarde.

De sus conquistas, de sus asesinatos en masa, hacía un relato desenvuelto, que enviaba a Roma para seducir al Senado. Describía las batallas como escenas de alcoba donde triunfaba el vir, la virtud romana, donde la espada de hierro se manejaba como un sexo triunfante. Mediante su hábil relato, daba el escalofrío de la guerra por poderes a aquellos que se habían quedado en casa. Retribuía su confianza, les daba algo a cambio de su dinero, les pagaba con un relato. Entonces los senadores enviaban hombres, subsidios y ánimos. A cambio recibían carros cargados de oro y anécdotas inolvidables, como la de las manos de enemigos cortadas en montones gigantescos.

César, mediante el verbo, creó la ficción de una Galia que él definía y conquistaba con una sola frase, con un solo gesto. César mentía como mienten los historiadores, describiendo por elección la realidad que les parece mejor. Y así el romano, el héroe que miente, funda la realidad mucho mejor que los actos. La gran mentira ofrece un fundamento a los actos, constituye a la vez los cimientos ocultos y el techo protector de las acciones. Actos y palabras juntas recortan el mundo y le dan forma. El héroe militar debe ser novelista, un gran mentiroso, un inventor de verbo.

El poder vive de imágenes, se nutre de ellas. César, genio en todo, llevaba lo militar, lo político y lo literario según el mismo patrón. Se ocupaba de una misma tarea en sus distintos aspectos: dirigir a sus hombres, conquistar la Galia, relatarlo, y cada aspecto reforzaba al otro en una espiral infinita que conducía hasta una cumbre gloriosa, hasta la parte del cielo donde no vuelan más que las águilas.

La realidad sugiere imágenes, y la imagen da forma a la realidad: todo genio político es un genio literario. Para esta tarea no basta el Mariscal: la novela, desde el momento que exhibe a una multitud francesa muda de humillación, no se puede llamar novela, apenas es un libro de lectura para la clase de los más pequeños, un Viaje por toda Francia para dos niños expurgado de todo lo que molesta, una serie de espacios para colorear que se rellenan sacando la lengua. El Mariscal habla como un viejo, no se queda despierto mucho rato, le tiembla la voz. Nadie puede creer en los objetivos infantiles de la revolución nacional. La gente asiente con aire distraído y piensa en otra cosa: dormir, ocuparse de sus asuntos o matarse unos a otros en la sombra.

Salagnon traducía bien, pero despacio. Soñaba mientras trabajaba con las breves frases latinas, les prestaba unas prolongaciones que ellas no tenían, les devolvía la vida. En el margen garabateó un plan escenificado de la batalla. Aquí el prado; allí, las lindes oblicuas que lo cierran; aquí, la pendiente que dará impulso; allí, las legiones ordenadas codo con codo, cada uno conociendo a su vecino, bien firme, y delante la masa celta desordenada y medio desnuda, nuestros antepasados los galos, entusiastas y cretinos, siempre dispuestos a pelearse para volver a sentir el estremecimiento de la guerra, solo el estremecimiento, poco importa el resultado. Cogió una gota de tinta violeta con el dedo, la mojó con saliva y formó unas sombras transparentes encima de sus trazos. Frotó suavemente, las líneas duras se fundieron, el espacio se hizo hueco, vino la luz. El dibujo es una práctica milagrosa.

—¿Está seguro de los emplazamientos? —preguntó Fobourdon.

Él se sobresaltó, enrojeció, tuvo el reflejo de taparlo todo con el codo y se avergonzó; Fobourdon esbozó el gesto de tirarle de la oreja pero se retuvo. Sus alumnos tenían diecisiete años. Los dos se irguieron un poco molestos.

—Me gustaría que adelantara usted en su traducción, en lugar de complacerse en esas marginalia.

Salagnon le enseñó las líneas ya hechas, y Fobourdon no encontró ninguna falta en ellas.

—Su traducción es buena, y la topografía exacta. Pero me gustaría que no mezclase los garabatos con una lengua latina que es el honor del pensamiento. Necesita usted todos los recursos de su espíritu, todos, para aproximarse a esas cimas que frecuentaban los antiguos. Por lo tanto deje de jugar. Forme su espíritu, ya que es el único bien del que dispone. Dé a los niños lo que les corresponde, y a César lo que se le debe.

Satisfecho se alejó, seguido de una brisa de murmullos que recorrió todas las filas. Llegó hasta el estrado y se volvió. Se hizo el silencio.

—Continúen.

Y los alumnos siguieron dando el equivalente de la guerra de las Galias en lengua escolar.

—Te has escapado de una buena.

Chassagneaux hablaba sin mover los labios, con habilidad de colegial. Salagnon se encogió de hombros.

—Fobourdon es duro. Pero al menos se está más tranquilo aquí que en otro sitio, ¿no?

Salagnon sonrió enseñando los dientes. Bajo el pupitre le cogió la parte más gruesa del muslo y se la retorció.

—No me gusta la tranquilidad —susurró.

Chassagneaux gimió y lanzó un grito ridículo. Salagnon siguió pellizcándole sin dejar de sonreír y sin dejar de escribir. Aquello debía de doler; Chassagneaux chilló una palabra estrangulada que desencadenó una risa general, las ondas de risa se propagaban a su alrededor, como un guijarro arrojado en el silencio de la clase. Fobourdon les hizo callar con un gesto.

—¿Qué pasa? Chassagneaux, levántese. ¿Es usted?

—Sí, señor.

—¿Y por qué?

—Un calambre, señor.

—Pequeño cretino. En Lacedemonia, los jóvenes se dejaban abrir el vientre sin una palabra, antes que romper el silencio. Limpiará usted los borradores y la pizarra durante una semana. Se concentrará usted en el aspecto ejemplar de esas tareas. El silencio es la limpieza del espíritu. Espero que su espíritu sepa recuperar la limpieza de la pizarra negra.

Hubo algunas risas, que interrumpió con un «¡basta!» muy seco. Todos volvieron a su trabajo. Chassagneaux, con los labios blandos, se tocaba el muslo con precaución. Un poco mofletudo, peinado con la raya muy recta, parecía un chico muy propenso a llorar. Salagnon le hizo llegar una nota doblada muchas veces. «Bravo. Has guardado silencio. Tienes mi amistad». El otro la leyó y le dirigió una mirada de húmedo reconocimiento, que provocó en Salagnon un asco enorme. Todo su cuerpo se tensó, tembló, casi le entraron ganas de vomitar. Entonces sumergió la pluma en el tintero y empezó a volver a copiar lo que ya había traducido. No dedicó atención a otra cosa que a su trazo, no pensó más que en su pluma y en la tinta que iba corriendo a lo largo del acero. Su cuerpo se calmó. Animadas por su aliento, las letras dibujaban unas curvas violetas, curvas vivas, su ritmo lento le tranquilizaba y acabó sus líneas con una rúbrica ágil, precisa como un toque de esgrima. La caligrafía clásica procura la calma de la cual tienen necesidad los violentos y los agitados.

Se ve al hombre de guerra en su caligrafía, dicen los chinos; eso dicen. Los gestos de la escritura son, en pequeño, los del cuerpo entero, e incluso los de la existencia entera. La postura y el espíritu de decisión son los mismos, sea cual sea la escala. Él compartía aquella opinión, aunque no se acordaba de dónde había podido leerla. De China Salagnon no sabía casi nada, detalles, rumores, pero bastaba para que estableciese imaginariamente un territorio chino, lejano, un poco desdibujado pero presente. Lo había amueblado con gruesos budas que reían, piedras redondeadas, jarrones azules no demasiado bonitos y esos dragones que decoran los frascos de tinta que se llama «china», pero cuya traducción inglesa, mentirosa, hace venir de la India. Su gusto por China le venía en primer lugar de eso mismo, de una palabra, solo una palabra en un frasco de tinta. Le gustaba hasta tal punto la tinta negra que le parecía que podía fundar un país entero. Los soñadores y los ignorantes a veces tienen intuiciones muy profundas sobre la naturaleza de la realidad.

Lo que sabía Salagnon de China se sustentaba en lo más esencial en las palabras de un señor anciano durante una hora de filosofía. Habló lentamente, se acuerda, y se repitió, y se complació con largas generalidades que embotaban la atención de su público.

El padre Fobourdon invitó a su clase a un jesuita muy viejo que había pasado la vida en China. Escapó a la revuelta de los bóxers, asistió al saqueo del Palacio de Verano, sobrevivió a la inseguridad general de las luchas de los señores de la guerra. Amaba el Imperio, aun agotado, se adaptó luego a la República, se acomodó al Kuo-min-tang, pero los japoneses lo expulsaron. China se sumió en un caos total, que prometía ser largo; su avanzada edad no le permitía esperar el fin. Así que volvió a Europa.

El anciano andaba encorvado y resoplaba, y se apoyaba en todo lo que podía alcanzar. Tardó un tiempo infinito en atravesar el aula ante los alumnos que estaban de pie, y se despatarró en la silla de oficina que el padre Fobourdon no utilizaba jamás. Durante una hora, una hora exactamente, entre dos campanadas, devanó con voz átona unas banalidades que se habrían podido leer en los periódicos, los de antes de la guerra, los que aparecían normalmente. Pero esa misma voz sin aliento, esa misma voz que no sugería nada, leyó también unos textos extraños que no se encontraban por ninguna parte.

Leyó unos aforismos de Lao-Tsé en los cuales el mundo se volvía de repente muy claro, muy concreto, y también muy incomprensible; leyó fragmentos del I Ching, cuyo sentido parecía también múltiple, como el de una serie de cartas; leyó, finalmente, un relato de Sun Tzu sobre el arte de la guerra. Afirmaba que se puede hacer maniobrar a cualquiera en orden de batalla. Afirmaba que la obediencia al orden militar es una propiedad de la humanidad, y que no obedecer es una excepción antropológica o un error.

«Dadme un grupo cualquiera de campesinos incultos y los haré maniobrar como guardia para vos», decía Sun Tzu al emperador. «Siguiendo los principios del arte de la guerra, puedo hacer maniobrar a todo el mundo, como en la guerra...». «¿Incluso a mis concubinas?», preguntó el emperador, «¿esas atolondradas?». «Incluso a ellas». «No me lo creo». «Dadme libertad plena y las haré maniobrar como los mejores de vuestros soldados».

Y el emperador, divertido, aceptó, y Sun Tzu hizo maniobrar a las concubinas. Obedecían por juego, se reían, se embrollaban con el paso y no salió de todo aquello nada bueno. El emperador sonreía. «Con ellas no esperaba nada mejor», dijo. «Si la orden no se ha comprendido bien, es que no se ha dado bien», dijo Sun Tzu. «Es culpa del general, que debe explicarse con mayor claridad».

Y lo explicó de nuevo, con mayor claridad, y las mujeres empezaron de nuevo la maniobra, y aún se reían. Se dispersaron escondiendo la cara detrás de sus mangas de seda. «Si aun así la orden no se comprende, es culpa del soldado», y entonces pidió que se decapitara a la favorita, aquella de la que partían todas las risas. El emperador protestó, pero su estratega insistió respetuosamente: se le había concedido plena libertad. Y si su majestad quería que se realizase su proyecto, había que obrar tal y como lo entendía aquel a quien había confiado la misión. El emperador accedió, con cierto pesar, y la joven fue decapitada. Una gran tristeza pesó sobre la terraza en la que se jugaba a la guerra, incluso los pájaros se detuvieron, las flores no emitieron ya más perfume, las mariposas dejaron de volar. Las bonitas cortesanas maniobraron en silencio como los mejores soldados. Permanecían juntas, bien apretadas, unidas entre ellas por la complicidad de las supervivientes, por esa emoción que transmite el olor del miedo.

Pero el miedo no es más que un pretexto que se da uno mismo para obedecer: la verdad es que muy a menudo preferimos obedecer. Haríamos cualquier cosa por permanecer juntos, por bañarnos en el olor del canguelo, por beber la emoción que tranquiliza, que expulsa la horrible inquietud de estar solo.

Las hormigas hablan mediante olores: tienen olores de guerra, de huida, de atracción. Siempre obedecen. Nosotros, las personas, tenemos unos jugos psíquicos y volátiles que actúan como los olores, y compartirlos es lo que más nos gusta. Cuando estamos juntos, unidos, sin pensarlo siquiera podemos correr, matar, luchar uno contra cien. Ya no nos parecemos; estamos lo más cerca posible de aquello que somos.

Sobre una de las terrazas de palacio, a la luz oblicua de la tarde que coloreaba los leones de piedra amarilla, las cortesanas maniobraban a pasitos pequeños ante el emperador entristecido. Caía la tarde, la luz adoptaba el tinte apagado de los uniformes militares, y ante los gritos breves de Sun Tzu ellas continuaban marchando al unísono, con el golpeteo rítmico de sus zuecos, en el revuelo susurrante de sus túnicas de seda deslumbrantes, de las cuales ya nadie pensaba en admirar los colores. El cuerpo de cada una había desaparecido, ya no quedaba más que el movimiento que seguía las órdenes del estratega.

La tienda es odiosa. Siempre fue innoble, ahora es ignominiosa. Decirlo así, claramente, se le ocurrió a Salagnon por la tarde después de salir de clase, uno de esos días de invierno en que a esas horas ya es de noche.

El momento de volver a casa no era el que Salagnon prefería. En la oscuridad, un frío espeso sube del suelo, parece que andas por el agua. Volver a esas horas en invierno equivale a hundirse en un lago, ir hacia un sueño que se parece al ahogamiento, a la extinción por entumecimiento. Volver es renunciar a haber salido, renunciar a ese viaje como principio de una vida. Volver es arrugar ese día y tirarlo, como un dibujo fallido.

Volver por la noche es tirar el día, pensaba Salagnon por las calles de la antigua ciudad, donde los grandes adoquines mojados relucían más que las pobres farolas, unidas a las paredes a intervalos demasiado grandes. En Lyon, en las calles más antiguas, era imposible creer en una continuidad de la luz.

Y además detestaba aquella casa, que sin embargo era la suya, odiaba esa tienda con escaparate de madera, con un almacén detrás donde su padre metía todo lo que vendía, y encima un entresuelo donde vivía la familia, su madre, su padre y él. La odiaba porque la tienda era odiosa, y porque volvía a ella cada noche y eso hacía pensar por tanto que era su casa, su hogar, su fuente personal de calor humano, cuando en realidad no era más que el sitio donde se podía quitar los zapatos. Pero volvía cada noche. La tienda es odiosa. Se lo repitió una vez más y entró.

La campanilla tintineó, la tensión se disparó al momento. Su madre le interpeló antes de que cerrase la puerta.

—¡Por fin! Corre a ayudar a tu padre. Está desbordado.

La campanilla sonó una vez más, entró un cliente con una vaharada de frío. Su madre, con un reflejo asombroso, se volvió y sonrió. Tenía esa vivacidad de los señores que se cruzan con una muchacha joven con formas interesantes: un movimiento que precede a todo pensamiento, una rotación del cuello desencadenada por la campanilla. Su sonrisa estaba imitada a la perfección.

—¿Señor?

Era una mujer guapa de porte elegante, que miraba de arriba abajo a la clientela con un aire que todo el mundo estaba de acuerdo en considerar encantador. Apetecía comprarle alguna cosa.

Victorien se dirigió hacia el almacén, donde su padre estaba subido en una escalerilla. Luchaba con unas carpetas y suspiraba.

—¡Ah! Aquí estás.

Desde lo alto de la escalerilla, con las gafas apoyadas en la punta de la nariz, le tendió un fajo de formularios y facturas. La mayor parte estaban arrugados, ya que el papel de 1943 no resistía a las impaciencias de Salagnon padre, a sus gestos impulsivos, enfurecido al ver que no conseguía salir adelante, a la humedad de sus manos al ponerse nervioso.

—Me faltan cosas, nada cuadra, me pierdo. Tú que sabes de números, vuelve a hacer las cuentas.

Victorien recibió el fajo y fue a sentarse en el último escalón de la escalerilla. El polvo flotaba sin llegar a posarse. Las lámparas de escaso voltaje no bastaban, iluminaban como pequeños soles a través de la niebla. No veía demasiado bien, pero eso no tenía importancia. Si no se hubiese tratado más que de cifras, hubiese bastado con leer y contar, pero lo que le pedía su padre no era una tarea de contable. La casa Salagnon llevaba una contabilidad múltiple, y esta variaba según los días. Las leyes de los tiempos de guerra formaban un laberinto por el cual había que circular sin perderse ni herirse; había que distinguir con mucho cuidado lo que estaba permitido vender, lo que se toleraba, lo que era accesorio, lo que era ilegal, pero no demasiado grave, lo que era ilegal y estaba castigado con pena de muerte, y aquello sobre lo cual se habían olvidado de legislar. Las cuentas de la casa Salagnon integraban todas las dimensiones de la economía de guerra. Allí se encontraba lo verdadero, lo oculto, lo codificado, lo inventado, lo plausible por si acaso, lo inverificable, que no tenía nombre siquiera, e incluso algunos datos exactos. Los límites eran vagos, desde luego, arreglados en secreto, conocidos solamente por padre e hijo.

—No sé si lo voy a conseguir.

—Victorien, me van a hacer una inspección. Así que, sin contemplaciones, es necesario que las existencias correspondan con las cuentas y se ajusten a las reglas. Si no, ¡ñaca! Para mí y también para ti. Alguien me ha denunciado. ¡Qué cabrón! Y lo ha hecho tan discretamente que no sé de dónde viene el golpe.

—Por lo general te las arreglas.

—Ya me las he arreglado: no me han metido en la cárcel. Pero quieren venir a ver. Visto el ambiente, es partidismo. En las oficinas de la prefectura las cosas han cambiado. Quieren orden y yo ya no sé con quién hablar. Y mientras tanto no puede haber ningún fallo en ese montón de papeles.

—¿Y cómo quieres que lo solucione yo? Todo es falso, o verdadero, ya no lo sé ni yo mismo.

Su padre se calló, le miró fijamente. Le miraba desde arriba porque estaba sentado más alto en la escalerilla. Habló separando bien cada una de sus palabras:

—Dime, Victorien, ¿de qué sirve que estudies en lugar de trabajar? ¿Para qué sirve, si no eres capaz de llevar un libro de cuentas que parezca de verdad?

Y no se equivocaba: ¿para qué sirven los estudios sino para comprender lo invisible y lo abstracto, para mostrar, desmontar, reparar todo aquello que rige el mundo por detrás? Victorien dudó y suspiró, y eso es lo que más se recrimina ahora. Se levantó con los fajos arrugados y cogió del estante el cuaderno grande forrado de tela.

—A ver lo que puedo hacer —dijo. Y casi no se le oyó.

—Rápido.

Se detuvo en el umbral, cargado de documentos, desconcertado.

—Rápido —repitió su padre—. La inspección puede tener lugar esta noche, mañana, un día imprevisto. Y vendrán los alemanes. Se meten porque tienen horror de que se les arrebate su botín. Sospechan que los franceses se entienden a espaldas suyas.

—Y no se equivocan. Pero son las reglas del juego, ¿no? Volver a coger lo que ellos ya han cogido.

—Son los más fuertes, porque el juego no tiene reglas. Nosotros no tenemos otros medios de sobrevivir que ser astutos, pero discretamente. Debemos vivir como las ratas: invisibles, pero presentes; débiles, pero astutos, mordisqueando por la noche las provisiones de los amos, aunque sea delante de sus narices, cuando duermen.

No estaba descontento de su imagen, y se arriesgó incluso a guiñar un ojo. Victorien levantó el labio.

—¿Así? —Y enseñó los incisivos, movió a un lado y otro unos ojos malignos e inquietos, lanzó grititos breves. La sonrisa de su padre se desvaneció: la rata bien imitada le desagradaba. Lamentó su imagen. Victorien volvió a recomponer la cara, con la sonrisa ahora de su lado.

—Puestos a enseñar los dientes, preferiría enseñar unos dientes de león, más que de rata. O de lobo. Es más comprensible y funciona igual. Así me gustaría a mí enseñar los dientes, como dientes de lobo.

—Claro, hijo mío. Y a mí también. Pero uno no elige su naturaleza. Hay que seguir la inclinación de nacimiento, y a partir de ahora naceremos como ratas. No es lo peor del mundo ser rata. Prosperan tan bien como los hombres y a expensas de ellos; viven mucho mejor que los lobos, aunque sea escondiéndose de la luz.

Escondiéndonos de la luz, así es como vivimos nosotros, pensó Victorien. Esta ciudad ya no es demasiado luminosa, con sus calles estrechas y sus paredes negras y su clima brumoso, que la esconde de sí misma. Pero además, reducimos la potencia de las bombillas, pintamos los cristales de azul y corremos las cortinas, tanto de día como de noche.

Ya no hay día, por otra parte. Solo una sombra propicia para nuestras actividades de ratas. Vivimos una vida de esquimales en la noche permanente del invierno, una vida de ratas árticas en una sucesión de noches negras y de vagos crepúsculos. Pues mira, me iré allí, seguía pensando, iré a establecerme al círculo polar, cuando acabe la guerra, a Groenlandia, sean quienes sean los vencedores. Estará oscuro y frío, pero fuera todo será blanco. Aquí todo es amarillo, de un amarillo asqueroso. La luz demasiado floja, las paredes rebozadas de tierra, las cajas de embalaje, el polvo de las tiendas, todo es amarillo, y también las caras de cera que no riega sangre alguna. Sueño con ver sangre. Aquí la protegemos tanto que no corre ya. Ni por el suelo ni por las venas. Ya no se sabe dónde está la sangre. Me gustaría ver sus rastros rojos sobre la nieve, solo por la intensidad del contraste, y por probar que la vida existe todavía. Pero aquí todo es amarillo, mal iluminado, hay guerra y no veo ya dónde pongo los pies.

Estuvo a punto de tropezar. Recuperó justo a tiempo los papeles, y siguió farfullando y arrastrando los pies, con esa forma de andar que tienen los adolescentes cuando están en casa, avanzando y retrocediendo a la vez y quedándose inmóviles de repente. Él, tan enérgico cuando estaba fuera, adoptaba en casa de sus padres una movilidad reducida. No le iba, pero no podía evitarlo: entre aquellas paredes vegetaba, sentía un malestar amarillento, un malestar hepático, que tenía el color de una pintura de un amarillo sucio bajo una iluminación pobre.

La hora de cerrar había pasado ya y la señora Salagnon había vuelto a la trastienda, que servía de apartamento. Victorien la veía de espaldas, veía la línea curva de sus hombros, su espalda, de la que sobresalía el nudo grueso del delantal. Ella se inclinaba sobre el fregadero. Las mujeres pasan mucho tiempo mojando cosas.

—Este no es un lugar ni una posición para un chico —suspiraba ella a menudo, y ese suspiro cambiaba, a veces resignado, a veces indignado, siempre extrañamente satisfecho.

—Baja temprano —dijo, sin volverse—. Tu tío viene a cenar esta noche.

—Tengo que trabajar —respondió él, enseñándole el cuaderno a la espalda de su madre.

Así es como se hablaban, por señas, sin mirarse. Él subió al entresuelo a paso ligero, porque quería mucho a su tío.

Su habitación era justo de su tamaño: de pie, rozaba el techo; una cama y una mesa bastaban para llenarla. «Habría podido servir de armario, y será un trastero cuando te vayas», decía su padre, riéndose apenas. Una lámpara de acetileno daba a la mesa una luz viva del tamaño de un cuaderno abierto. Con eso bastaba. El resto no tenía necesidad de iluminación. La encendió, se sentó y esperó que llegase alguna cosa que le impidiera acabar aquel trabajo. El silbido del acetileno hacía un ruido como de grillo, continuo, que volvía la noche más profunda. Estaba solo delante de aquella claridad redonda. Miró sus manos inmóviles posadas ante él. Victorien Salagnon poseía de nacimiento unas manos grandes, en el extremo de unos sólidos antebrazos. Podía cerrarlas, formando unos puños gruesos, dar unos toquecitos en la mesa, dar puñetazos, dar en el blanco, ya que tenía muy buena vista.

Ese rasgo físico habría hecho de él un hombre activo, en otras circunstancias. Pero en la Francia de 1943 no era cuestión de usar libremente la fuerza. Uno podía mostrarse agitado y tenso, dar la ilusión de ser voluntarioso, hablar de acción, pero todo eso no era más que una tapadera. Todos se conformaban con ser flexibles, ocupar el menor espacio posible, para que no se los llevara el viento de la historia. En la Francia de 1943, cerrada como una casa de campo en invierno, se había clausurado la puerta con cerrojo y atrancado los postigos. El viento de la historia no entraba más que por las rendijas, en forma de corrientes de aire que no hincharían jamás una vela y que servían únicamente para coger frío y morir de una neumonía, solo en tu habitación.

Victorien Salagnon poseía un don que no había deseado. En otras circunstancias nadie se habría dado cuenta, pero la obligación de permanecer en su cuarto le había dejado frente a sus manos. Su mano veía, como un ojo, y su ojo podía tocar como una mano. Aquello que veía podía volverlo a trazar con tinta, con pincel, lápiz, y reaparecía en negro sobre una hoja en blanco. Su mano seguía a su mirada como si un nervio las hubiese unido, como si un hilo directo se hubiese pasado entre ellas por error ya desde su concepción. Sabía dibujar lo que veía, y aquellos que veían sus dibujos reconocían lo que habían sentido ante un paisaje, un rostro, sin conseguir captarlo.

Victorien Salagnon habría querido no verse estorbado por los matices y arremeter, pero disponía de un don. No sabía de dónde le venía, era a la vez agradable y desesperante. Ese talento se manifestaba mediante una sensación motriz: algunos tienen acúfenos, manchas luminosas en los ojos, hormigas en las piernas, pero él sentía entre los dedos el volumen de un pincel, la viscosidad de la tinta, la resistencia del grano de papel. Supersticioso, atribuía esos efectos a las propiedades de la tinta, que era lo bastante negra como para contener una multitud de designios oscuros.

Poseía un tintero enorme, tallado en un bloque de cristal; contenía una reserva de ese líquido maravilloso, él lo ponía en medio de su mesa y jamás lo movía. Aquel objeto tan pesado debía de ser a prueba de bombas; en caso de bombardeo, se habría encontrado intacto entre los restos humanos, no habiendo perdido nada de su contenido, listo para embadurnar de negro brillante los hechos y las gestas de otra víctima.

La sensación de la tinta le oprimía el corazón. Condenado por el ambiente que reinaba en 1943 a pasar largas horas encerrado, cultivó ese don, con el cual de otro modo no habría hecho nada. Dejó que su mano se agitara en el espacio único de una página. La agitación servía de válvula de seguridad a la inercia del resto de su cuerpo. Débilmente pensaba en transformar su talento en arte, pero ese deseo se quedaba en su habitación, no pasaba del círculo de su lámpara, del tamaño de un cuaderno abierto.

La sensación de la tinta se le escapaba, no sabía cómo perseguirla. El mejor momento seguía siendo el deseo que precede justo al momento de tomar el pincel.

Levantó la tapa. En el bloque de cristal, el volumen oscuro no se movía. La tinta china no emite ni movimiento ni luz, su negro perfecto tiene las propiedades del vacío. Contrariamente a otros líquidos opacos, como el vino o el agua fangosa, la tinta es rebelde a la luz, no se deja penetrar por ella. La tinta es una ausencia cuya magnitud es difícil de calcular: puede ser una gota que absorberá el pincel o un abismo en el cual se puede desaparecer. La tinta escapa a la luz.

Victorien hojeó las facturas, abrió el cuaderno. Sacó de una pila el borrador de un tema latino. Al dorso garabateó un rostro. La boca abierta. No tenía ganas de sumergirse en las cuentas fraudulentas. Sabía muy bien lo que había que modificar para que todo resultase verdaderamente verosímil. Trazó unos ojos redondos, que cerró cada uno con una mancha. Le bastaba con recordar lo que era falso en las facturas. No todo. Era él quien las había hecho. Puso una sombra detrás de la cabeza que desbordaba por un lado del rostro. Llegaba el volumen. Se le daba muy bien hacer dos cosas a la vez. Como contraer al mismo tiempo dos músculos antagonistas: cansa tanto como actuar, no produce ningún movimiento y permite esperar.

La sirena resonó bruscamente, y después otras, y la noche cedió como una tela que se desgarra, todas gimiendo juntas. En el edificio la gente se volvía loca. Se cerraban las puertas de golpe, se oían gritos que bajaban por la escalera, la voz demasiado aguda de su madre se alejaba:

—¡Hay que llamar a Victorien...!

—¡Ya lo ha oído! —decía la voz de su padre, que se iba desvaneciendo, apenas audible, y después ya nada más.

Victorien secó su pluma con un trapo. Si no, la tinta se incrusta. La goma líquida que le da su brillo la vuelve sólida al secarse. La tinta es realmente una materia. Después apagó la luz y subió por la escalera del edificio. Iba a tientas y no se cruzó con nadie, ni oyó otra cosa que el coro de cobre de las sirenas. Cuando llegó a lo más alto, se callaron. Abrió el ventanuco que daba al tejado, fuera todo estaba oscuro. Franqueó con dificultades la abertura, no más ancha que sus hombros, avanzó sobre el tejado con pasos precavidos, con las piernas dobladas, tentando con el pie las tejas antes de avanzar. Cuando se encontró en el borde, se sentó y dejó las piernas colgando. No sentía nada más que su propio peso sobre las nalgas y la humedad glacial de la tierra cocida a través del pantalón. Ante él se abría un precipicio de seis pisos, pero no lo veía. La niebla le envolvía, vagamente luminiscente, pero sin permitirle ver nada, difuminando solo la luz suficiente para asegurarle que no cerraba los ojos. Estaba sentado en la nada. El espacio inexistente no tenía forma ni distancia. Flotaba con la idea del precipicio debajo, y encima la llegada de los aviones cargados de bombas. Si no hubiese sentido un poco de frío, le habría parecido no estar ya.

Un rugido lejano llegó del fondo del cielo, sin origen, la resonancia general de la bóveda celeste frotada con el dedo. Lanzas de luz surgieron de un golpe, a grupos, grandes juncos tiesos y vacilantes que tanteaban el espacio. Unos copos anaranjados aparecieron en su cúspide, les siguieron líneas de puntos. Explosiones ahogadas y crepitaciones llegaban hasta él con retraso. Veía ahora la línea de los tejados y el precipicio oscuro bajo sus pies. Disparaban a los aviones llenos de bombas que todavía no se veían.

Una mano se posó en su hombro; se sobresaltó, resbaló, un puño fuerte lo agarró.

—¿Qué cojones haces aquí? —sopló su tío a su oído—. Todo el mundo está en el refugio.

—Si puedo elegir, prefiero no morir en un agujero. ¿Te imaginas el impacto? Se hunde el edificio y mueren todos en la cueva. No distinguirían mis restos de los de mi madre, de los de mi padre y de las latas de paté que guardan. Quedaría enterrado todo junto.

El tío no respondió, sin soltarle el hombro. A menudo no decía nada esperando que el otro acabase.

—Y además me gustan mucho los fuegos artificiales.

—Idiota.

El sonido de los aviones disminuyó, derivó hacia el sur, se extinguió. Las lanzas de luz desaparecieron de golpe.

Sonó el fin de la alerta, la mano del tío se hizo más ligera.

—Ven, vamos a bajar. Cuidado, no resbales. Te arriesgas a caerte desde el tejado. Te recogerían de abajo y te echarían al agujero de las víctimas por causas desconocidas, y nadie habría sabido nada de tu independencia. Ven.

En la escalera iluminada se cruzaron con familias en pijama. Los vecinos hablaban mientras volvían a subir en las cestas la cena que no se habían podido terminar. Los niños jugaban aún, refunfuñando por tener que volver, y unos buenos sopapos los mandaron a la cama.

Victorien seguía a su tío. Bastaba que estuviera presente para que, sin decir nada, todo cambiase. Cuando les devolvió a su hijo sus padres no dijeron nada, pasaron a la mesa. Su madre se había puesto un vestido bonito y se había pintado los labios. Su boca palpitaba y hablaba sonriendo. Su padre leyó en voz alta la etiqueta de una botella de vino tinto, subrayando la añada con un guiño destinado al tío.

—De este ya no queda —aseguró—. Los franceses ya no lo consiguen. Los ingleses se lo bebían antes de la guerra, y ahora lo confiscan los alemanes. He podido endilgarles otra cosa, como no saben nada... y guardar unas cuantas botellas de este.

Sirvió con generosidad al tío, después se sirvió él mismo y después más modestamente a Victorien y su madre. El tío, poco charlatán, comía con indiferencia, y los padres se agitaban en torno a su mesa calzada. Balbuceaban, alimentaban la conversación con un entusiasmo falso, se turnaban para suministrar anécdotas y ocurrencias que provocaban una vaga sonrisa en el tío. Cada vez se volvían más y más frívolos, se convertían en globos errantes, se propulsaban por la habitación, sin objetivo, mediante el aire que huía de su boca. La masa del tío cambiaba la gravedad, siempre. No se sabía qué pensaba, ni siquiera si pensaba, porque se limitaba a estar allí, y eso deformaba el espacio. Alrededor de él se notaba cómo se inclinaba el suelo, ya no se mantenían erguidos, resbalaban, y había que agitarse de una manera un poco ridícula para conservar el equilibrio. Victorien estaba fascinado, habría querido comprender ese misterio de la presencia. ¿Cómo explicar las deformaciones de la atmósfera a quien no conociese a su tío? A veces lo intentaba: decía que su tío impresionaba físicamente, pero como el hombre no era ni alto, ni gordo, ni fuerte, ni nada en particular, una descripción en ese sentido siempre se quedaba corta. Así que no sabía cómo seguir, y no decía nada más. Habría tenido que dibujar no a su tío, sino su entorno. El dibujo tiene este poder, es un atajo que muestra, para gran alivio del decir.

Desbordante, su padre contaba las sutilezas del comercio de guerra, puntuando con algún codazo y un guiño los momentos álgidos en los que el ocupante era desposeído por el ocupado, sin saberlo siquiera. Que el alemán no se enterase de nada desencadenaba las risas más estentóreas. Victorien participó en la conversación. No pudiendo explicar su aventura por el tejado, contó detalladamente la guerra de las Galias. Se fue animando, inventó detalles, ruido de armas, galopes de caballería, resonar del hierro entrechocado. Disertó sobre el orden romano y la fuerza celta, la igualdad de armas y la desigualdad de espíritu, el papel de la organización y la eficiencia del terror. El tío escuchaba con una sonrisa afectuosa. Finalmente, puso la mano en el brazo de su sobrino. Y eso hizo que se callara.

—Todo eso tiene dos mil años, Victorien.

—Está lleno de enseñanzas que no envejecen.

—En 1943 no hablamos de guerra.

Victorien enrojeció y sus manos, que habían acompañado su relato, se posaron en la mesa.

—Tienes mucho valor, Victorien, estás lleno de ímpetu. Pero es necesario que se separen el agua y el aceite. Cuando el valor se separe de las chiquilladas, y si es el coraje el que queda en la superficie, ven a verme y hablaremos.

—¿Y dónde podré encontrarte? ¿Para hablar de qué?

—En ese momento ya lo sabrás. Pero recuerda: espera a que el agua y el aceite se separen.

Su madre asintió, y su mirada fue pasando del uno al otro. Parecía recomendar a su hijo que escuchase bien y que hiciese lo que le decía su tío. Su padre lanzó una sonora carcajada y sirvió bebida de nuevo.

Llamaron a la puerta y todos se sobresaltaron. El padre dejó la botella inclinada encima de su vaso y el vino no caía. Volvieron a llamar.

—¡Pero ve a abrir! —El padre dudaba aún, no sabía qué hacer con la botella, con la servilleta, con la silla. No sabía en qué orden desprenderse de todas ellas, y eso le inmovilizaba. Llamaron más fuerte, los golpes precipitados indicaban una orden, la impaciencia de la sospecha. Abrió y por la abertura de la puerta se deslizó el vigilante que tenía la cara pequeña y puntiaguda. Sus ojos inquietos recorrieron toda la habitación y sonrió con aquellos dientes que tenía demasiado grandes para su boca.

—¡Tarda usted mucho! Vengo del refugio. Vengo a ver si todo está bien después de la alerta. Estoy haciendo la ronda. De momento, todo el mundo está bien. Afortunadamente esta noche no iba con nosotros, porque algunos no han podido ponerse a cubierto.

Mientras hablaba saludó a la señora con un gesto de la cabeza, miró a Victorien con aquella sonrisa que enseñaba los dientes y cuando hubo terminado se enfrentó al tío. Le había visto desde el principio, pero sabía esperar. Lo miró y dejó que se instalara un ligero malestar.

—¿Señor? ¿Usted es...?

—Mi hermano —dijo la madre, con una prisa culpable—. Mi hermano, que está de paso.

—¿Y dormirá aquí en su casa?

—Sí. Le hemos improvisado una cama con dos sillones.

Él la hizo callar con un gesto: ya conocía el tono de excusa. Esa forma que tenían los demás de hablarle le daba todo su poder. Pero quería un poco más: quería que aquel hombre que estaba allí y que no conocía bajase los ojos y acelerase el ritmo de su voz, que se sofocase al hablar con él.

—¿Está usted declarado?

—No.

La música de la frase indicaba que ya había terminado. La palabra, una bola de acero, cayó en la arena, y no iría más lejos. El vigilante, acostumbrado a los raudales de charlatanería que desencadenaba una sola de sus miradas, casi perdió el equilibrio. Sus ojos se agitaron, no sabía cómo seguir. En aquel juego en el que él era maestro, todos debían colaborar. El tío no jugaba.

Salagnon padre puso fin a la violenta situación con una risa jovial. Cogió un vaso, lo llenó y se lo tendió al policía del barrio. La madre le puso una silla detrás, dándole en las rodillas, y le obligó a sentarse. Así él pudo bajar los ojos y salvar la cara, y sonreír largamente. Degustó el vino con una mueca apreciativa; ya se podía hablar de otra cosa. Encontró el vino excelente. El padre sonrió con modestia y volvió a leer la etiqueta en voz alta.

—Claro. ¿Y queda todavía de esa añada?

—Dos, una es esta. La otra se la regalo, porque usted sabrá apreciarlo. Se preocupa usted tanto por este edificio que puede aceptar un pequeño esparcimiento.

Sacó otra botella idéntica y se la puso en los brazos. El otro fingió que estaba violento.

—Vamos, vamos, acéptela para darme gusto. Bébasela usted a nuestra salud, y acuérdese de que la casa Salagnon siempre vende lo mejor.

El vigilante degustaba el vino con chasquidos de la lengua. No miraba hacia el tío.

—¿Y qué hace usted exactamente? —le preguntó entonces este, con voz inocente.

El vigilante hizo un esfuerzo para volverse hacia él, pero sus ojos inquietos no conseguían mirarle con fijeza.

—Debo velar por el orden público; velar por que cada uno esté en su casa y que todo vaya bien. La policía tiene otras tareas, no daría abasto para todo. Algunos ciudadanos serios pueden ayudarles.

—Realiza usted una tarea noble e ingrata. Hace falta orden, ¿verdad? Los alemanes lo han entendido antes que nosotros, pero nosotros acabaremos por comprenderlo. Es la falta de orden lo que nos ha perdido. Ya nadie quería obedecer, mantenerse en su lugar, cumplir con su deber. El espíritu del goce nos ha perdido, y sobre todo el de las clases inferiores, estimulado por leyes estúpidas y laxas. Han preferido los espejismos de la vida fácil a la certeza de la muerte prevista. Afortunadamente, personas como usted nos devuelven a la realidad. Le rindo homenaje, señor.

Levantó su vaso y bebió, y el vigilante no pudo hacer otra cosa que beber a su salud, a pesar de la sensación que tenía de que aquel discurso rebuscado debía de contener algunas trampas. Pero el tío adoptaba un aire modesto, que Victorien no le conocía.

—¿Hablas en serio? —apuntó él. El tío tenía una sonrisa de amable ingenuidad que dejó una sensación molesta en la mesa. El vigilante se levantó, apretando la botella contra su cuerpo.

—Debo acabar mi ronda. Usted mañana habrá desaparecido. Y yo no me habré enterado de nada.

—No se preocupe, no le causaré ninguna molestia.

El tono, simplemente el tono, expulsó al vigilante. El padre cerró la puerta, aplicó la oreja, fingió espiar un paso que se alejaba. Después volvió a la mesa fingiendo la pantomima de andar a hurtadillas.

—Qué lástima —rió—. Teníamos dos botellas y a causa de las desgracias de la guerra solo nos queda una.

—Sí, ese es el problema.

El tío sabía hacer que alguien se sintiera a disgusto hablando poco. No añadió nada más. Victorien supo que un día seguiría a aquel hombre o a sus semejantes, dondequiera que fuesen, hasta donde fuesen. Seguiría a aquellos hombres que por la precisión musical de lo que dicen consiguen que se abran las puertas, que se paren los vientos, que se desplacen las montañas. Toda su fuerza sin objetivo la confiaría a esos hombres.

—No estabas obligado a dársela —dijo la madre—. Se habría ido sin nada.

—Pero así es más seguro. Así está en deuda con nosotros. Hay que saber llegar a un compromiso.

La madre no siguió. Simplemente esbozó una sonrisa un poco socarrona, un poco derrotada, con sus bellos labios rojos de aquella noche. En la guerra ella al menos estaba en su lugar, ya que no había cambiado; para ella, el enemigo era el marido.

Detrás del instituto se extendía un parque cercado con muros y con árboles dentro. Desde el interior no se veían los límites del parque, tan grande era, y se podía creer que las alamedas que se hundían bajo los árboles llegaban hasta las cumbres azuladas que flotaban por encima de su follaje. Si se seguía la dirección de las alamedas, con la intención de atravesar el parque, se caminaba mucho tiempo entre unos matorrales mal recortados, bajo unas ramas bajas y abandonadas a su suerte, y se atravesaban macizos de helechos que se cerraban al pasar y hoyos que iban socavando los caminos abandonados. Más lejos aún, se pasaba junto a estanques vacíos, fuentes secas cubiertas de musgo, pabellones cerrados con cadenas, pero con las ventanas abiertas de par en par, y se llegaba por fin a aquella pared que se había olvidado a fuerza de evitar las ramas y de hundirse en un colchón de hojas. El muro no tenía fin, era muy alto, y solo unas pequeñas puertas que costaba mucho encontrar permitían salir, pero sus cerraduras con el orín incrustado no permitían abrirlas ya más. Nadie llegaba hasta tan lejos.

El instituto permitía el uso de su parque a los exploradores. Era como un bosque, pero más seguro, y en ese enclave lleno de naturaleza y de religiosidad atlética, a nadie le importaba lo más mínimo lo que hiciesen, mientras no saliesen de allí.

La patrulla se reunió en la caseta del guarda, que se había amueblado con bancos de iglesia. El puesto del guarda ya no existía y la casa se iba deteriorando, acumulaba frío año tras año. Los pequeños exploradores con pantalón corto temblaban y respiraban formando vaho. Se frotaban las rodillas con las manos y esperaban a que les dieran la señal del gran juego, para poder calentarse al fin moviéndose. Pero debían esperar y escuchar el preámbulo del joven sacerdote de barba fina; era de aquellos que se levantaban la sotana en el patio del instituto para jugar con ellos al fútbol.

Siempre hablaba antes, y sus discursos preliminares eran demasiado largos. Les hizo una exposición de las virtudes del arte gimnástico. Para los pequeños exploradores de rodillas desnudas, aquello no significaba nada más que «gimnasia», un sinónimo pedante de «deporte», y siguieron temblando pacientemente, convencidos de que el ejercicio calienta e impacientes por empezar ya. Salagnon fue el único que observó la insistencia con la que el joven sacerdote empleaba aquel término de «gímnica», al que parecía atenerse. Cada vez que su voz quedaba suspendida, Salagnon afirmaba con la cabeza, y los ojos del joven sacerdote adquirían un fugaz brillo metálico, como una ventana que se abre y que recibe solo un instante el brillo del sol; no se ve, es demasiado breve para que se note, pero sí que sentimos el deslumbramiento, sin saber de dónde viene.

Los pequeños exploradores indiferentes esperaban el final del discurso. Con su pobre equipamiento, tenían tanto frío como si hubiesen ido desnudos. Aquella tarde de invierno nada podía vestirlos salvo moverse, correr, agitarse de una forma u otra. Solo el movimiento podía protegerlos de la intromisión del hielo, y ese movimiento les estaba prohibido.

Cuando el joven sacerdote acabó su discurso, los pequeños exploradores se levantaron al mismo tiempo que aquel a quien seguían. Acechaban el final de las frases, la voz que cae hasta el punto final que se oye muy bien. Los pequeños exploradores formados en la música de los discursos se levantaron entonces como un solo hombre. El joven sacerdote se emocionó con su empuje, tan propio de esa edad frágil que sale de la infancia pero, ay, no dura mucho, como las flores. Anunció una gran partida de «tocar y ver».

Las reglas del juego son sencillas: en el bosque, dos grupos se persiguen y uno debe capturar al otro. A un grupo se le atrapa tocando; al otro, viendo. Para unos es fatal ser visto, y para los otros, ser cogido.

El joven sacerdote designó los equipos, Minos y Medusas, según decía él, ya que sabía letras, pero los pequeños exploradores hablaban de Tocadores y Miradores, ya que tenían un lenguaje más directo, y otras preocupaciones.

Salagnon era el rey Minos, jefe de los Tocadores. Desapareció con su grupo en el monte bajo del parque. En cuanto hubieron pasado la linde, los puso al paso. Les hizo andar a pasos pequeños, en fila. Ellos lo hicieron porque al principio uno sigue siempre. Al llegar a un claro, los ordenó, los dividió en tríos, cuyos miembros debían ir siempre juntos.

—Basta con que nos vean y perdemos, y nosotros debemos acercarnos hasta poder tocarlos con la mano. Su arma es de un alcance muy superior a la nuestra. Pero, afortunadamente, tenemos el bosque. Y también la organización. Ellos se confiarán demasiado ya que se imaginan que van a ganar, pero su confianza les hace vulnerables. Nuestra debilidad nos obliga a ser inteligentes. Esta será vuestra arma: la obediencia y la organización. Tenéis que pensar juntos, y actuar juntos, con exactitud, en el momento preciso en que se presente la ocasión. No hay que dudar, porque las ocasiones no vuelven.

Les hizo marchar con el mismo paso en torno al claro. Después les hizo repetir también el mismo gesto: a una señal, echarse cuerpo a tierra en silencio, y después siguiendo otra señal, levantarse de un salto y correr juntos en la misma dirección. Y volverse a tirar al suelo. El ejercicio les divirtió al principio, pero después protestaron. Salagnon ya lo sabía. Uno de los mayores, que tenía un rostro hermoso ornado con poco pelo y los cabellos bien ordenados por una raya untada con brillantina, encabezó la protesta.

—¿Otra vez? —dijo, cuando Salagnon silbó la señal de echarse al suelo una vez más.

—Sí. Otra vez.

El otro se quedó de pie. Los exploradores estaban todos echados en grupos, pero levantaron la cabeza. Con las rodillas desnudas en las hojas húmedas, empezaban a tener frío.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta la perfección.

—Yo no sigo. Esto no tiene nada que ver con el juego.

Salagnon no dijo nada. Miró al otro, que se esforzaba por sostenerle la mirada. Los exploradores que estaban echados en el suelo dudaban. Salagnon nombró a dos de los mayores, casi tan mayores como aquel que le desafiaba.

—Vuillermoz y Gilet, cogedle.

Los dos se levantaron y le sujetaron por los brazos tímidamente, y acto seguido, cuando empezó a debatirse, con firmeza. Como se resistía, lo sujetaron duramente con una sonrisa de triunfo.

En un hueco crecían unas zarzas. Salagnon se aproximó al prisionero, le quitó el cinturón y los pantalones.

—¡Metedlo ahí dentro!

—¡Pero no tienes derecho!

El otro quiso huir, y sin pantalones fue arrojado a las zarzas. Las lianas espinosas no aflojaban, y pequeñas perlas de sangre aparecieron en su piel. Se deshizo en lágrimas. Nadie fue a ayudarle. Uno de los exploradores recogió sus pantalones cortos y los echó a las zarzas, y se enredaron entre los pinchos mientras él se debatía. Hubo risas.

—Si queréis ganar, nuestro equipo tiene que ser una máquina, tenéis que obedecer como obedecen las piezas de las máquinas. Y si pretendéis que no sois máquinas, si pretendéis tener sentimientos, peor para vosotros. Perderéis. Y hay que ganar.

En cada trío estableció una jerarquía: designó al cabecilla, encargado de oír sus órdenes y de transmitirlas mediante movimientos de los dedos, y los hombres de piernas, que debían seguirle y correr, y después convertirse en hombres de brazos para coger. Unió los tríos en dos grupos que confió cada uno a los dos mayores que se habían convertido en sus esbirros, dispuestos ahora a obedecerle en todo.

—Y tú —dijo a su víctima, salida de las zarzas, que se volvía a poner los pantalones sorbiéndose los mocos—, vuelve a tu puesto y que no te oiga más.

El entrenamiento prosiguió y se consiguió la unidad. Los cabecillas rivalizaban con entusiasmo. Cuando estuvieron preparados, Salagnon los situó. Los disimuló entre los matorrales, detrás de los árboles grandes, en los bordes de la alameda que se perdía entre los bosques a partir de la casa del guarda. Y esperaron.

En silencio esperaban confundidos entre las hojas, agazapados bajo los helechos, con los ojos fijos en aquel espacio descubierto por el cual vendrían los otros. Esperaban. La humedad subía del suelo hacia su ropa, alcanzaba su piel, que se impregnaba de frío, como una mecha se impregna del petróleo que absorbe. Algunas ramas secas traspasaban el lecho de hojas y se clavaban en su vientre, sus muslos, y ellos se desplazaban suavemente para evitarlas, y después aguantaban su contacto. Ante su rostro se alzaban los helechos con sus frondas velludas, los báculos apretadamente enrollados y dispuestos a surgir al primer signo de primavera. Olían su perfume verde intenso que resaltaba sobre el olor blanquecino de los champiñones mojados.

Su respiración se calmó, y ahora oían lo que resonaba dentro; sus arterias resonaban, cada una de ellas caja de un tambor cuya membrana vibrante era el corazón. Algunos árboles entrechocaban lentamente, crujían de vez en cuando, caían algunas gotas aquí y allá con un ruido de papel que se rasga, o sobre ellos, y tenían que hacer un gesto muy lento, muy silencioso, para secárselas.

Los otros iban a venir.

Sonó un ruido de madera, muy claro, de rama contra tronco: los Miradores pasaban ante el primer grupo. Habían dado un golpe al tronco de un árbol seco.

Los Miradores se sobresaltaron y continuaron su camino. El bosque tiene ruidos a los cuales no hay que prestar atención; otros en cambio sí hay que vigilarlos, pero no se sabe cuáles son. Eran cuatro, caminaban con muchas precauciones, hombro con hombro, cada uno de ellos vuelto hacia un borde del camino. Los Tocadores no podían aproximarse sin ser vistos. Avanzaban paso a paso, con las aletas de la nariz temblorosas; eso no servía para gran cosa, pero cuando los sentidos están alerta todos los órganos se inquietan conjuntamente. Pasaron delante de Salagnon, que no se movió. Nadie se movía, pasaron los cuatro. Entonces Salagnon gritó: «¡Dos!» y el segundo grupo, que estaba muy cerca, se levantó y corrió frente a los Miradores. Estos se volvieron hacia el ruido de ramitas rotas y gritaron con una alegría de vencedores: «¡Visto! ¡Visto!». Los Tocadores, según la regla, se inmovilizaron y levantaron las manos. Los Miradores, olvidando toda prudencia, se acercaron para coger a sus prisioneros. Reían por haber ganado con tanta facilidad, porque su arma era mucho más fuerte. Iban a decir el nombre de los prisioneros, como exige la regla, pero su sonrisa demasiado grande les impedía hablar. Perdieron tiempo. «¡Tres!», gritó Salagnon, y el tercer grupo salió de entre los helechos, franqueó de un salto los pocos pasos que les separaban de los Miradores. Los cogieron por la espalda, antes de que se volvieran. Salvo uno, que se escapó sin decir nada, corriendo con todas sus fuerzas, y tomó el primer camino que encontró. «¡Cuatro!», gritó Salagnon, haciendo altavoz con las manos. El fugitivo, sin aliento, que se había detenido en la primera alameda un poco escondida, apoyado en un árbol para recuperar las fuerzas, fue atrapado por el grupo ya escondido allí, detrás de aquel mismo árbol donde había creído encontrar refugio.

Otros gritos resonaron en la caseta del guarda. El primer grupo llegó y sujetó por los hombros a los últimos Miradores, avergonzados, cogidos por detrás cuando se precipitaban hacia el ruido. Habían corrido sin precauciones, seguros de hacer muchos prisioneros con un solo golpe de vista, sin riesgos, de lejos, mediante el arma de su mirada, únicamente. Pero no. Estaban todos prisioneros.

—Ya lo veis —dijo Salagnon.

—Os habíamos visto —protestaron.

—Pero no habéis dicho los nombres. Si no se dicen, se pierde. Los perdedores no tienen ningún derecho y se callan. Volvamos.

El joven sacerdote se había instalado en el local de la patrulla, junto a una estufa encendida con trozos de leña. Entraron, cosa que le sobresaltó, y se levantó bruscamente dejando caer el libro del que solo había leído una página. Lo recogió y lo puso del revés para que no se pudiese leer el título.

—Hemos ganado, padre.

—¿Ya? Pero el juego debía durar al menos dos horas.

Los Tocadores hicieron entrar a los Miradores, confusos, cada uno entre dos de los otros, severamente. Aquel que había pasado por las zarzas no era el menos entusiasta a la hora de llevar a sus prisioneros, y empujarlos un poco, solo un poquito más de lo necesario, para guiarlos, y ellos se dejaban empujar.

—Bueno, enhorabuena, Salagnon. Es usted un gran capitán.

—Todo esto es ridículo, padre. Son juegos infantiles.

—Los juegos preparan para la edad adulta.

—En Francia ya no hay edad adulta, padre, al menos para los hombres. Nuestro país está poblado solamente por mujeres y niños, y un solo viejo.

El sacerdote, violento, dudó en responderle. El tema era delicado, el tono de Salagnon, quizá provocador. Sus ojos de un azul frío querían perforar los de él. Los exploradores se agolpaban en torno a la estufa donde el fuego de ramitas apenas calentaba.

—Bueno. Como el juego ha terminado, quedémonos un rato más. Enviad a los prisioneros a buscar leña, y así les servirá de lección por perder. Alimentad el fuego y reunámonos a su alrededor. Vamos a contar historias. Os propongo que contemos de forma conveniente las hazañas del capitán Salagnon. Con rimas dedicadas a su gloria y amplificación épica. Las publicaremos en el diario de la patrulla, y él mismo nos hará las ilustraciones de esta batalla, con la inspiración de su pincel. Porque el héroe es tanto aquel que gana como aquel que sabe relatar su victoria.

—Como quiera, padre —dijo Salagnon, con un tono irónico, o amargo, no se sabía; y repartió las tareas, designó los grupos, supervisó la actividad. Pronto crepitaba el fuego.

Fuera, el día iba oscureciendo. Se volvió opaco, y eso ocurría en el parque mucho más rápido que en cualquier otro lugar de la ciudad. La estufa crepitaba, por su puerta abierta se veían centellear las brasas, recorridas por palpitaciones luminosas como la superficie de una estrella. Los exploradores sentados en el suelo, bien apretados, escuchaban las historias que inventaban algunos de ellos. Hombro con hombro, muslo con muslo, aprovechaban sobre todo el calor que producían todos juntos. Se dejaban llevar por ensueños sencillos, hechos de percepciones elementales unidas al grupo, al reposo y al calor. Salagnon se aburría, pero le gustaban mucho aquellos pequeños exploradores. El resplandor del fuego que formaba sombras sobre los rostros hacía resaltar sus enormes ojos abiertos, sus mejillas redondas, sus labios carnosos de niños grandes. Pensó que si la de los exploradores era una institución admirable, diecisiete años era una edad algo extraña para jugar a tales juegos. Su director de estudios le apreciaba. Podía convertirse en sacerdote a su vez, jefe de exploradores, ocuparse de los niños, consagrarse a la generación siguiente, que quizá escapase a la suerte de esta. Podía acabar como aquel hombre sentado entre ellos que sonreía a los ángeles, entre los hombros de los dos mayores, rodeando con los brazos las rodillas cubiertas por una sotana. Pero la luz que se percibía a veces en sus ojos le disuadía. No le apetecía nada ocupar el lugar de aquel hombre. Pero ¿qué lugar ocupar entonces en la Francia de 1943?

Hizo lo que se le había pedido: dibujó para el diario de la patrulla. Y le complació mucho hacerlo, y le felicitaron por su talento. También es eso el dibujo: darse a sí mismo el lugar donde obtener placer, delimitarlo uno mismo, ocuparlo con todo el cuerpo, y recibir cumplidos, además. Pero no estaba seguro de que un hombre pudiese contener toda su vida en el espacio de una hoja de dibujo.

Tuvo lugar la inspección. Llegaron a las cuatro de la tarde, como las visitas. Un oficial indiferente encabezaba la marcha, ya que daba pasos más largos que los demás. Detrás iba un funcionario de la prefectura envuelto en un abrigo y una bufanda, cubierto con un sombrero bajo y sujetando una cartera de piel blanda. Dos soldados, fusil a la espalda, les seguían con paso regular.

El oficial saludó entrechocando los talones y no se quitó la gorra. Estaba de servicio y se excusó. El funcionario estrechó la mano a Salagnon padre, quizá demasiado rato, y se puso cómodo. Se quitó el abrigo, se dejó puesta la bufanda, abrió la cartera encima de la mesa. Le llevaron los libros de cuentas. Un soldado se quedó delante de la puerta con el arma al hombro, mientras el otro iba al almacén a inspeccionar los estantes.

Encaramado a la escalerilla, se cubrió de un polvo marrón. Leía las etiquetas y decía las cifras en alemán. El funcionario seguía con su pluma las columnas de cuentas y hacía preguntas precisas, que el oficial traducía a su lengua brutal; el soldado del fondo del almacén respondía, y el oficial traducía de nuevo a un francés melodioso al funcionario sentado detrás de él, a quien no miraba. El oficial longilíneo se apoyaba con una sola nalga en la mesa como un pájaro a punto de partir, con una mano en el bolsillo, levantando así la parte baja de su chaqueta. La línea de los hombros era limpia, la gorra la llevaba intrépidamente ladeada, los pliegues del pantalón metidos en las botas esculpidas. Tenía menos de treinta años, sin que se pudiera precisar más, ya que todo en sus rasgos oscilaba entre la juventud y la usura. Una cicatriz violeta atravesaba su sien, su mejilla, descendía a lo largo de su cuello y desaparecía en el cuello de su chaqueta negra. Formaba parte de las SS, una calavera adornaba su gorra, pero nadie sabía cuál era su grado. Así posado, como un ave de presa elegante, un atleta indolente, parecía uno de esos carteles de gran belleza que proclamaban que las SS, en toda Europa, decidían con indiferencia la vida y la muerte.

Victorien, sentado detrás de él, frente al funcionario que examinaba minuciosamente las cuentas, redactaba un tema en latín. El soldado inmóvil, el funcionario encorvado, el oficial que esperaba con un aburrimiento muy distinguido que las tareas de intendencia llegasen a su fin, y su padre sonriente, franco, abierto, accediendo a todas las demandas, disciplinado, pero sin bajeza, caluroso sin resultar pesado, obediente, con la reserva justa que se puede permitir a los vencidos, qué arte tan grande.

El funcionario cerró el libro al fin, echó atrás la silla, suspiró.

—Señor Salagnon, está todo en regla. Respeta usted las leyes de la economía de guerra. No crea que dudamos de usted, pero los tiempos son terribles, y debemos verificarlo todo.

Detrás del alemán, concluyó con un guiño insistente. Salagnon padre le devolvió el guiño y se volvió hacia el oficial.

—Me siento muy aliviado. Todo es tan complejo hoy en día... —Sus labios temblaban al retener una sonrisa—. Siempre puede haber algún error, y sus consecuencias en tiempos de guerra son incalculables. ¿Aceptarían ustedes un vasito de mi mejor coñac?

—Vamos a retirarnos sin aceptar nada. No estábamos invitados a tomar el aperitivo, querido señor, sino que veníamos a hacer una inspección.

El funcionario cerró su cartera y se puso el abrigo, ayudado por un Salagnon inquieto que no se atrevió a decir nada más. Que el alemán no quisiera tomar nada de aquello que podía ofrecerle le desestabilizaba.

El soldado, que había vuelto del almacén, se sacudió el polvo y se volvió a sujetar con cuidado el barboquejo del casco. El oficial, con las manos a la espalda, daba algunos pasos distraídos esperando que todos volvieran a vestirse. Se detuvo delante de Victorien, se inclinó sobre su hombro y señaló una línea con su dedo enguantado.

—Ese verbo exige un acusativo y no el dativo, joven. Debe usted prestar atención al caso. Los franceses se equivocan a menudo. No saben declinar, porque no tienen la misma costumbre que nosotros.

Daba golpecitos en la línea para marcar el ritmo de sus consejos, y su gesto desplazó la hoja. Vio el garabato en el margen del borrador, el soldado de guardia como un mojón, el oficial visto de espaldas como un pájaro desilusionado, el funcionario encorvado sobre el libro, con las gafas cabalgando en la nariz pero la mirada pasando por encima, y Salagnon padre sonriéndole y haciéndole un guiño. Victorien enrojeció, no hizo gesto alguno por esconderlo porque era demasiado tarde. El oficial le puso la mano en el hombro y apretó.

—Traduzca con cuidado, joven. Los tiempos son difíciles. Conságrese al estudio.

Su mano se levantó, se enderezó, dio una orden seca en alemán y todos juntos partieron, él delante y los dos soldados cerrando la marcha con paso regular. Ya en el umbral se volvió hacia Victorien. Sin sonreír, le hizo un guiño y desapareció en la noche. Salagnon padre cerró la puerta, esperó en silencio unos instantes y después pataleó de alegría.

—¡Les hemos engañado! No se han dado cuenta de nada. ¡Victorien, qué talento tienes, tu obra es perfecta!

—¿Sabes por qué se sobrevive a la batalla? Pocas veces por valentía, a menudo por indiferencia; indiferencia del enemigo, que prefirió por capricho matar a otro, indiferencia de la suerte, que por esa vez nos olvidó.

—¿Pero qué estás diciendo?

—Es el texto que estoy traduciendo.

—Qué bobada esos versos latinos tuyos. Los más astutos sobreviven, y ya está. Un poco de suerte, de labia, y se consigue. Deja a tus romanos en sus tumbas y ve a hacer algo útil. Contabilidad, por ejemplo.

Victorien continuó su trabajo sin atreverse a mirar más a su padre. Aquel guiño sería para él ya siempre el peor recuerdo de aquella guerra.

Volvió su tío, cenó y durmió, y partió por la mañana. No se atrevieron a hablarle de la inspección. Adivinaban que si le decían que todo había ido bien no le gustaría, provocaría su desprecio, o incluso su cólera. El tío era un tipo rudo, la época lo requería; ya no estaban los tiempos para blanduras. El mundo entero, desde hacía quince años, sufría un aumento progresivo de la gravedad. En los años cuarenta aquel factor físico alcanzó una intensidad difícilmente soportable para el ser humano. Los blandos eran los que más sufrían. Se derrumbaban, languidecían, sus límites desaparecían y se quedaban pegados, acababan convertidos en abono, que es el puré nutritivo ideal para otros que crecen más rápido, más violentamente, y ganan así la carrera al sol.

El tío había hecho aquella guerra durante los dos meses en que participó Francia. Se le confió un fusil, que cuidaba, examinaba y engrasaba cada tarde, pero no disparó ni una sola vez fuera del recinto de los campos de tiro, detrás de la línea Maginot. Pasó las tres cuartas partes de un año en un blocao. Con el arma en bandolera, custodió unas fortificaciones tan bien dispuestas que no se tomaron jamás. Francia sí que se tomó, pero no sus murallas, dignas de Vauban, que fueron abandonadas sin el menor impacto sobre su bonito hormigón camuflado.

Dentro se estaba bien. Lo tenían todo previsto. Durante la guerra anterior habían sufrido demasiado por culpa de la improvisación. Las trincheras fueron un lodazal tan caótico y espantoso, una desorganización tan enorme, algo tan deplorable comparado con las otras, se admiraron tanto las trincheras del adversario, una vez tomadas, tan limpias, tan apuntaladas, tan bien drenadas, que se decidió subsanar ese retraso. Todos los problemas que había planteado la guerra precedente se resolvieron metódicamente. En 1939, Francia estaba dispuesta para afrontar en excelentes condiciones las batallas de 1915. Como resultado, el tío vivió varios meses bajo tierra en unas salas bastante limpias, sin ratas, y menos húmedas que los refugios de arcilla donde se enmoheció su padre. Se enmoheció literalmente, le salieron hongos entre los dedos de los pies. Alternaban alertas, ejercicios de tiro y baños de sol en una bodega con rayos ultravioleta donde se entraba con gafas negras. La medicina militar estimaba que en vista de la protección de la que disfrutaban las guarniciones, el raquitismo sería mucho más asesino que las balas enemigas.

Los primeros días de mayo los desplazaron a una zona forestal, menos fortificada. El tiempo era adecuado para trabajar en el bosque, la tierra estaba seca y olía bien cuando la removían. Se enterraron alrededor de unos artilleros que habían escondido sus tubos en unos agujeros tapizados de leños. A mediados de mayo, sin haber oído jamás otra cosa que las bromas de los compañeros, los pájaros que cantaban o el viento que susurraba entre las hojas, supieron que estaban desbordados. Los alemanes avanzaban entre un estrépito de motores y bombas de las cuales ellos no tenían la menor idea, ellos, que se echaban a dormir la siesta en el musgo del sotobosque. Sus oficiales, con medias palabras, les aconsejaron que se fueran, y en dos días, a trozos, viruta a viruta, el regimiento desapareció.

Fueron andando por las carreteras rurales en grupos cada vez más pequeños, cada vez más distantes unos de otros, y al final no fueron más que unos cuantos, los amigos, quienes siguieron andando más o menos hacia el sudoeste sin encontrar a nadie. Salvo quizá un coche que se había quedado sin gasolina junto a la carretera o una granja abandonada cuyos habitantes se habían ido unos días antes, dejando a los animales que vagaban por los patios de tierra batida.

Francia estaba silenciosa. Bajo un cielo de verano, sin viento, sin coches, sin otra cosa que sus pasos sobre la gravilla, fueron andando por carreteras bordeadas de árboles, entre los setos, cargados con sus armas y sus uniformes. En mayo de 1940 hacía un calor maravilloso, el grueso capote reglamentario les molestaba, las polainas de vendas se les pegaban a las piernas, la gorra de tela gruesa provocaba el sudor sin llegar a absorberlo, los largos fusiles se balanceaban y se sacudían y difícilmente servían de bastón. Lo echaron todo a las cunetas según iban avanzando y acabaron marchando con el pantalón suelto, en mangas de camisa, con la cabeza destapada. Incluso de sus armas se desembarazaron, ¿para qué las iban a necesitar? Si se llegan a encontrar con un destacamento enemigo, les habrían matado. Algunos de ellos habrían hecho diana en algún enemigo aislado, pero, vista la organización de los otros, ese pequeño placer lo habrían pagado muy caro, y hasta los más fanfarrones sabían muy bien que no era más que una forma de hablar, una forma de que no se les cayese la cara de vergüenza, al menos verbalmente, porque en realidad se les había caído ya. Así que tiraron sus armas después de haberlas inutilizado para tranquilizar su conciencia y para obedecer por última vez el reglamento militar, y así fueron mucho más ligeros. Cuando pasaban por delante de una casa vacía, registraban los armarios y se ponían ropa civil. Poco a poco ya no les fue quedando nada de soldados, su ardor se había fundido como la escarcha por la mañana, y no fueron ya más que un grupo de jóvenes fatigados que volvían a casa. Algunos se hicieron un bastón, otros llevaban una americana colgada del brazo, y aquello parecía una excursión bajo el hermoso sol de mayo, por las carreteras desiertas de la campiña lorenesa.

Todo esto duró hasta que se cruzaron con los alemanes. En una carretera más larga, una columna de carros de combate grises se había parado bajo los árboles. Los soldados, con el torso desnudo, tomaban el sol sobre sus máquinas, fumaban, comían y reían, bronceados y con sus bellos cuerpos intactos. Una fila de prisioneros franceses iba en el otro sentido, guiados por reservistas de edad madura que llevaban los fusiles como si fueran cañas de pescar. Los soldados de los tanques, sentados, con los pies colgando, se llamaban unos a otros, hacían bromas y tomaban fotos. Los prisioneros parecían más viejos, mal hechos y mal vestidos, arrastraban los pies por el polvo, adultos patéticos marchando con la cabeza gacha bajo las pullas de jóvenes atletas en traje de baño. El grupo de su tío fue capturado con un chasquido de los dedos, pero de verdad. Uno de los guardias barrigones chasqueó los dedos en su dirección con una tranquilidad de profesor y les indicó la columna. Sin pedirles nada, sin contarlos siquiera, los integró allí. La columna, que iba creciendo día tras día, continuó su marcha hacia el nordeste.

Aquello ya era demasiado y el tío escapó. Muchos escaparon: no carecía de riesgos, pero tampoco era difícil. Bastaba con aprovecharse del escaso número de guardias, de su indolencia, de una curva, de unos matorrales que bordeaban la carretera. Cada vez desaparecían unos cuantos. A algunos los volvían a coger, los mataban al momento y los tiraban a la cuneta. Pero otros conseguían huir.

—Lo que me asombra, lo que me asombrará siempre —decía el tío—, es que huyeran tan pocos. Todo el mundo obedecía.

La capacidad de obedecer es infinita, es uno de los rasgos humanos más compartidos; siempre se puede contar con la obediencia. El primer ejército del mundo aceptó disolverse y después se dirigió él solo a los campos de prisioneros. Lo que las bombas no habrían obtenido lo hizo la obediencia. Bastó con chasquear los dedos; así de acostumbrados estaban a ella. Cuando ya no sabemos qué hacer, hacemos lo que nos dicen. Aquel hombre que chasqueó los dedos parecía tan seguro de saber lo que había que hacer. La obediencia está inscrita tan profundamente en el menor de nuestros gestos que ya ni siquiera la vemos. Seguimos. El tío no se perdonó jamás haber obedecido a aquel gesto. Jamás.

Victorien no comprendía lo que quería decir su tío. Él no veía que estuviese obedeciendo. Estudiaba textos, aprendía latín leyendo antiguos libros, pero se trataba de formación, no de obediencia. Y dibujaba: nadie se lo había pedido. Por tanto, escuchaba los relatos de su tío como cuentos exóticos. Algún día se iría de allí. A la espera, seguía con su vida escolar.

A veces salía con un grupo de alumnos del instituto. Salir en Lyon significaba recorrer la calle principal. Eso se hacía en grupo, grupos de chicos y grupos de chicas separados, y no faltaban los susurros, las miraditas y las risas solapadas, y a veces se producía la fugaz heroicidad de un cumplido que se perdía en seguida entre la agitación incómoda de los jóvenes. Disipaban esa agitación recorriendo la calle de la República, en un sentido, después en el otro, en Lyon todo el mundo lo hace, antes de tomar una copita en los cafés con toldo de tela que dan a la plaza, la gran plaza vacía que está en el centro. A un lionés de diecisiete años no se le habría ocurrido hacer otra cosa.

Uno de los amigos que frecuentaba en la calle y en los cafés (frecuentaba es mucho decir) le había invitado a la academia de dibujo.

—Ven al curso de desnudo, tú que tienes talento. —Se reía levantando su vaso, y Victorien enrojecía, hundía la nariz en el suyo, sin saber qué responder. El otro era mayor, desaliñado, artista, hablaba haciendo alusiones, se burlaba en lugar de reír y aseguraba que en el curso de desnudo no se ingresaba así como así.

—Mi amigo tiene talento —le había dicho al profesor, entregándole las dos botellas proporcionadas por Victorien, sustraídas de la bodega de su padre. Con una botella bajo cada brazo, el señor de la perilla quedó con las dos manos ocupadas, y en el tiempo que tardó en dejar aquellas para recuperar el uso de estas, Victorien ya estaba sentado al lado de su amigo (es mucho decir) delante de su hoja en blanco clavada con chinchetas en un caballete. Todo quedó arreglado, el profesor de dibujo se encogió de hombros e hizo caso omiso de las sonrisas burlonas que había provocado el incidente. Victorien, muy serio, con los lápices en la mano, empezó a observar a la joven que estaba en medio de los chicos, una joven desnuda que adoptaba poses, poses que él ignoraba que se pudieran adoptar.

Se había hecho muchas ilusiones con la idea de ver al fin a una chica desnuda. Su amigo (es mucho decir) se reía al describirle la escena y la anatomía secreta de las chicas y los ojos desorbitados de los chicos y el apoplético y viejo profesor de dibujo al que le temblaba la barbilla cada vez que la joven, con sus encantos al aire, cambiaba de postura.

—Para esto —añadía— hay que pagar un derecho de entrada. ¡Claro! ¿Qué te creías?

Pero no era así. Se había hecho muchas ilusiones con la idea de ver a una joven desnuda, pero no le acababa de convencer del todo. Los pechos, por ejemplo, los pechos de una mujer desnuda cuando uno los mira no son del todo como los de una estatua o los grabados que consultaba a veces: los pechos auténticos son mucho más pesados que los que uno se imagina, son menos simétricos, tienen peso y cuelgan; tienen una forma particular, que no obedece a la geometría; escapan al ojo, requieren la mano para ser percibidos mejor. Y las caderas también tienen pliegues y rincones que las estatuas no poseen. Y la piel tiene detalles: pelitos, manchas que las estatuas no tienen. Claro, porque las estatuas no tienen piel. La piel de esta joven se erizaba, se cubría de bultitos, la recorrían los escalofríos, porque en el taller hacía frío.

Él había esperado una ensoñación erótica, se había imaginado explotando, arrastrándose, babeando o al menos temblando, pero nada de eso ocurrió: delante de ella, delante de aquella estatua no tan bien hecha, no sabía qué sentir, no sabía adónde mirar. Su lápiz le dio aplomo. Trazó, siguió las líneas, frotó las sombras, y progresivamente el dibujo le fue ofreciendo el peso real de las caderas, los pechos, los labios y los muslos; y progresivamente vino la emoción que se había imaginado, pero bajo una forma muy distinta. Tuvo ganas de estrecharla entre sus brazos, de buscar en todo su cuerpo el calor y los temblores, de cogerla y llevársela a otro lugar. Su línea se hizo cada vez más fluida, y al final de la sesión consiguió algunos esbozos hermosos, que enrolló apretadamente y escondió en su habitación.

No frecuentó mucho tiempo a los estudiantes de arte. Una tarde su tío cogió a aquel amigo suyo (es mucho decir) saliendo del café al que iban. Le esperaba en la acera, con un hombro apoyado en la pared y los brazos cruzados. Cuando el grupito salió riendo, se fue derecho hacia el pintorzuelo y le dio dos bofetadas. El otro se vino abajo, tanto por el efecto de la sorpresa y de las bofetadas como del alcohol que había bebido. Todos se dispersaron y desaparecieron por las calles laterales, salvo Victorien, alelado por aquella brusca violencia. Su amigo (es mucho decir) seguía tirado en el suelo, incapaz de levantarse, sollozando a los pies de su tío, inmóvil, que le miraba con las manos en los bolsillos. Pero lo que espantó más a Victorien, mucho más que ver desmoronarse así a un joven que un cuarto de hora antes parecía intocable, brillante y malicioso, fue el parecido que en aquel momento tenía el tío con su hermana, en los rasgos de su rostro indiferente por encima de un joven que estaba tirado a sus pies, desmoronado porque acababa de darle dos bofetadas. Esto le espantó, porque no comprendía qué era lo que podían tener en común, y sin embargo se apreciaba el parecido.

El tío se lo llevó hasta la tienda sin decir nada. Le abrió la puerta y le señaló el interior, a oscuras. Victorien le miró, interrogante.

—Dibuja. Dibuja todo lo que quieras. Pero deja ese ambiente y a esa gente. Deja a esos tipos, esos pintorzuelos que se llaman artistas pero a los que basta con darles un par de bofetadas para curarles de su vocación. Habría tenido que levantarse y darme un puñetazo, o al menos intentarlo. O llenarme de insultos, o al menos soltar uno. Pero no ha hecho nada. Se ha echado a llorar. Así que déjalo.

Empujó a Victorien hacia la tienda y cerró la puerta tras él. Dentro estaba oscuro. Victorien atravesó el lugar a tientas y llegó a su habitación. Durmió mal. En la oscuridad de su cuarto, redoblada por la oscuridad de sus ojos cerrados, le pareció que dormir era una debilidad. La fatiga le arrastraba hacia abajo, hacia la resignación del sueño, pero la agitación buscaba el vuelo y le arrastraba hacia lo alto, donde chocaba contra el techo, demasiado bajo. Esos dos movimientos reñían en su cuerpo una guerra civil que le descuartizaba. Se despertó por la mañana agotado, jadeante y amargo.

Victorien Salagnon llevaba una vida estúpida y se avergonzaba de ella. No veía adónde iría después de traducir los viejos textos que ahora ocupaban sus días. Podía aprender a hacer números y ocuparse de los negocios de su padre, pero la tienda era odiosa. La tienda siempre había sido un poco innoble, y en tiempos de guerra se volvía ignominiosa. Podía estudiar, obtener diplomas y trabajar para el Estado francés sometido a los alemanes o para una empresa que participase en los esfuerzos bélicos de Alemania. La Europa de 1943 era alemana, y völkisch, todos encerrados en sus pueblos como en el barracón de un campo. Victorien Salagnon sería siempre un ser de segunda clase, un vencido sin haber tenido la ocasión de combatir, ya que nació así. En la Europa alemana, los que llevaban un nombre francés (y él no podía disimular el suyo) proporcionarían vino y mujeres jóvenes y elegantes a los que llevaban un nombre alemán. En la Europa nazi no sería nunca más que un siervo, y eso estaba inscrito en su nombre, y duraría para siempre.

No es que él tuviera algo contra los alemanes, pero si las cosas continuaban así, su vida entera se reduciría a su nacimiento y nunca conseguiría ir más allá. Ya era hora de hacer algo en contra, un acto, una oposición, en lugar de refunfuñar bajando la cabeza. Habló con Chassagneaux y ambos decidieron (es decir, Chassagneaux aceptó sin reservas la proposición de Salagnon) ir a pintar en las paredes palabras sin concesiones.

No era más que un principio, y tenía la ventaja de que podía hacerse rápido, y lo podían hacer solos. Un acto semejante mostraría a los franceses que se cocía una resistencia en el corazón de las ciudades, allí donde el ocupante estaba mejor instalado. El francés está vencido, lo llevan muy tieso, pero no es ningún ingenuo: eso sería lo que diría la pintada a la vista de todo el mundo.

Se agenciaron pintura y un par de brochas grandes. La casa Salagnon tenía tantos proveedores que fue fácil recibir un gran cubo de pintura para metales. Bien espesa, cubriente y resistente al agua, según indicó aquel que se la ofreció por teléfono, creyendo complacer al padre. No era blanca, sino rojo oscuro. Pero encontrar pintura en 1943 ya era un éxito, no se podía esperar encima elegir el color. Ya se arreglarían. Decidieron hacerlo por la noche; preparaban las palabras que iban a pintar en unas hojitas pequeñas que después se tragaban, y durante varios domingos hicieron reconocimientos para encontrar una pared. Debía ser lo bastante larga para acoger toda una frase y suficientemente lisa, para no entorpecer la lectura. No tenía que estar demasiado aislada, para que se pudiera leer por la mañana, ni tampoco demasiado frecuentada, para que no les estorbase alguna patrulla. Además tenía que ser de color claro, para que resaltase el rojo. Todo eso hacía descartar el adobe, la mampostería de escoria y los guijarros. Quedaban las fábricas de los barrios del este, los largos muros pálidos alrededor de los almacenes que los obreros siguen por la mañana para ir al trabajo. Por la noche, esas calles están vacías.

La noche acordada fueron allí. Alumbrados solo por la luna, atravesaron el Ródano y caminaron hacia el este. Sus pasos resonaban, hacía cada vez más frío y se guiaban por los nombres de las calles aprendidos de memoria antes de salir. Las brochas les molestaban en la manga, el cubo les tiraba del brazo, había que cambiarlo de mano a menudo y deslizar rápidamente la otra en el bolsillo. La luna había girado en el cielo cuando llegaron a la pared que querían pintar. En cada esquina de la calle se escondían, acechando el paso rítmico de alguna patrulla o el gruñido de algún camión militar. No se habían cruzado con nadie, y se encontraron frente a la pared. Brillaba bajo la luna como un rollo de papel en blanco. Los obreros lo leerían por la mañana. Salagnon no tenía una idea precisa de quiénes eran esos obreros, salvo que eran sólidos, tercos y comunistas. Pero la comunidad de nación compensaría la diferencia de clase: eran franceses, y vencidos, como él. Las palabras que leerían por la mañana encenderían aquella parte que no tenía cabida en la Europa alemana. Los sometidos debían rebelarse, ya que si estaban sometidos por la raza, no obtendrían nada jamás. Había que escribirlo con palabras sencillas.

Abrieron el cubo, y eso ya les costó cierto tiempo. La tapa cerraba muy bien y se habían olvidado de llevar un destornillador. Hicieron palanca con los mangos de las brochas, demasiado gruesos, que resbalaban. Se hacían daño, la sangre agitada en sus venas hacía temblar sus dedos, sudaban de preocupación frente a aquel cubo que no eran capaces de abrir. Metieron un guijarro plano bajo las pestañas de la tapa, echaron pestes a media voz, y acabaron por abrir el maldito cubo, vertieron la pintura por el suelo, y se mancharon las manos y el mango de los pinceles. Estaban sudando.

—¡Uf! —dijeron los dos, bajito. El cubo abierto dejaba escapar un olor embriagador a disolvente. Se hizo el silencio y Salagnon oía su corazón. Lo oía de verdad, como desde fuera. Sintió de repente muchas ganas de orinar.

Atravesó la calle, muy ancha en aquel lugar, y se resguardó en la esquina de un muro. Escondiéndose de la luna, meó en la base de un poste de cemento. Aquello le alivió infinitamente, incluso le exaltó, escribiría. Miraba las estrellas en el cielo frío cuando oyó un «Halt!» que le sobresaltó. Tuvo que utilizar las dos manos para dominar su chorro. «Halt!». Esa palabra vuela como una bola lanzada por un tirachinas: la palabra es en sí misma un acto, la entienden todas las almas europeas. La «H» la propulsa como un motor a reacción, la «t» abrupta da en el blanco: «Halt!».

Salagnon, que no había terminado aún de orinar, volvió la cabeza con precaución. Cinco alemanes corrían. La luna hacía brillar las partes metálicas de su uniforme, su casco, sus armas. El cubo seguía abierto al pie del muro, bajo una gran «N» ya trazada, se notaba el olor a disolvente hasta en su rincón en la sombra. Chassagneaux corría, y el eco de sus pasos en las paredes se volvía agudo, al irse alejando. Un alemán se echó el arma al hombro y disparó, se oyó un golpe seco y la carrera se interrumpió. Dos soldados arrastraron el cuerpo por los pies. Salagnon no sabía qué hacer, si seguir meando, huir o levantar las manos. Sabía que hay que levantar las manos cuando a uno lo detienen, pero su actividad quizá le dispensase. No sabía ni siquiera si le habían visto, no estaba escondido detrás de nada, solo lo disimulaba la sombra. No se movió. Los alemanes pusieron el cuerpo debajo de la «N», volvieron a tapar el cubo, intercambiaron algunas palabras cuya sonoridad se grabó para siempre en el cerebro de Salagnon, reblandecido por el espanto y el malestar. No vieron nada. Dejaron el cadáver bajo la letra y se marcharon en una columna bien ordenada, llevándose el cubo y los pinceles.

Salagnon temblaba, se sentía desnudo en su rincón, nada le escondía. No le habían visto. La sombra le había ocultado, la ausencia es más protectora que los muros. Cuando se volvió a abrochar, estaba pegajoso. A fuerza de temblar se había llenado el sexo de pintura. Fue a ver a Chassagneaux: la bala le había dado en la cabeza. El color rojo se iba extendiendo debajo de él en la acera. Volvió, siguió hacia el oeste las calles que le llevaban hacia su casa, sin tomar ya precaución alguna. Se levantaba una niebla que le impedía ver y ser visto. Si se hubiese cruzado con una patrulla no habría huido, habría sido detenido; con aquellos restos de pintura habría acabado en chirona. Pero no encontró nada y, de madrugada, después de limpiarse el sexo con disolvente industrial, se echó en la cama y durmió un poco.

Un vehículo fue a recoger el cuerpo, pero no borraron la letra y dejaron la sangre en el suelo. Los tipos del Propaganda Staffel seguramente lo habrían aconsejado: dejar la señal de la rebelión mostraría su aplastamiento inmediato. O bien nadie había pensado en enviar a alguien a rascar la pared y limpiar la sangre.

El cuerpo de Robert Chassagneaux fue expuesto en la plaza Bellecour, echado de espaldas y custodiado por dos policías franceses. La sangre se había ennegrecido, la cabeza le colgaba hacia el hombro, tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Un letrero impreso anunciaba que Robert Chassagneaux, de diecisiete años, había sido abatido al huir cuando se aproximaba una patrulla, mientras pintaba lemas hostiles en los muros de una fábrica estratégica. Se recordaban también las reglas del toque de queda.

La gente pasaba delante del cuerpo echado en la plaza. Los dos policías un poco encorvados que lo custodiaban intentaban no mirar a nadie, esa guardia les pesaba, no sabían cómo sostener las miradas. En aquella plaza demasiado grande y silenciosa, ocupada todo el invierno por inquietudes y brumas, nadie se paraba. Iban desfilando, bajando la cabeza, hundiendo las manos en los bolsillos, y volvían rápidamente al abrigo de las calles. Pero alrededor del joven muerto se formaban pequeñas aglomeraciones de amas de casa con sus cestos y ancianos. Leían en silencio el cartel impreso y miraban el rostro con la boca abierta y el pelo pegajoso de sangre. Los señores viejos se iban mascullando, y determinadas mujeres interpelaban a los policías, intentando avergonzarlos. Ellos no respondían, murmurando sin levantar la cabeza un «¡circulen, circulen!» apenas audible, como si chasquearan la lengua, exasperados.

Cuando el cuerpo empezó a oler se lo entregaron a sus padres. Fue enterrado lo más deprisa posible. Ese día, todos los alumnos de su clase llevaron un crespón negro, que Fobourdon se abstuvo de comentar. Cuando sonó la campana de la tarde no se levantaron, se quedaron sentados en silencio, frente a Fobourdon. Pasaron un par de minutos antes de que alguien se moviera.

—Señores —dijo, al fin—, mañana será otro día.

Y entonces se levantaron sin mover sus sillas y se fueron.

Como todos, Salagnon se informó de las circunstancias de su muerte. Circulaban rumores, historias excesivas que para muchos parecían ciertas. Él asentía cada vez y las transmitía también, añadiendo otros detalles.

La muerte de Chassagneaux debía ser ejemplar. Salagnon falsificó una carta que se suponía que había escrito la víspera de su muerte. Una carta de disculpa a sus padres, de adiós a todos y de trágica resolución. Imitó cuidadosamente la letra de su camarada y desgastó un poco el papel para darle verosimilitud. Hizo circular esa carta y se la entregó a los padres de Chassagneaux. Estos le recibieron, le hicieron muchas preguntas y lloraron mucho. Él respondió lo mejor que pudo, se inventó lo que no sabía, en un sentido siempre favorable, y le creyeron sin problemas. Le dieron las gracias, le acompañaron a la puerta con muchos miramientos, secándose los ojos enrojecidos, y él se despidió. En la calle se fue corriendo, con la frente al rojo vivo y las manos sudorosas.

Durante varias semanas se entretuvo dibujando. Mejoró su arte copiando a los maestros, de pie ante los cuadros del Museo de Bellas Artes, o sentado en la biblioteca, frente a montones de libros abiertos. Dibujaba las posturas del cuerpo, primero los desnudos antiguos, y luego se aburrió de esto y reprodujo entonces Cristos desnudos, decenas de ellos, todos los que encontró, y después se los inventó. Buscaba su desnudez, su sufrimiento, su abandono. Cuando un artificio de ropajes, paños u hojas disimulaban la desnudez íntima, no los dibujaba. Dejaba un hueco y no ponía nada en su lugar, ya que no sabía cómo dibujar los testículos.

Una tarde robó el espejito que utilizaba su madre para arreglarse. Esperó a que todo el mundo durmiese y se desnudó. Se puso el espejo entre las piernas y dibujó los muslos crispados y ese órgano que le faltaba a las estatuas. Así pudo completar sus dibujos. A los cuerpos de mujer que también había copiado no les añadió nada, cerrando el trazo, y parecía que la cosa era así.

Esto duraba una parte de la noche. Dibujar le impedía dormir.

Y en otros lugares ¿cómo se vivía? En otros lugares, jóvenes de la misma edad, de la misma estatura, de la misma corpulencia, con las mismas preocupaciones cuando se les deja tranquilos, se echaban en la nieve esperando no dormirse y sobre todo que su metralleta no se congelase. O bien, en pleno desierto, llenaban sacos de arena para fortificar agujeros, bajo un sol imposible de imaginar cuando no se lo ha conocido. O reptaban boca abajo por el inmundo barro tropical que se mueve solo, llevando encima de la cabeza el arma cuyo mecanismo puede encasquillarse, pero sin levantar demasiado la cabeza, para no convertirse en un blanco fácil. Algunos acababan sus vidas levantando las manos al salir de los blocaos lamidos por las llamas y los abatían en fila, como se cortan unas ortigas, y otros desaparecían sin dejar nada, en un estallido, en el martillazo que sigue al silbido de los cohetes que parten juntos, que desgarraban el aire y caían juntos, y otros morían de una simple cuchillada en la garganta que desgarra la arteria y la sangre salpica hasta el final. Los había también que acechaban la sacudida de las explosiones a través de las paredes de acero, que les protegían del aplastamiento en el fondo del mar. Otros miraban por el visor dirigido hacia abajo el punto exacto donde soltar las bombas sobre casas habitadas que desfilaban bajo su vientre. Y otros esperaban su fin en barracones de madera, rodeados de alambre de espinos, de los cuales no podían salir nunca. Vida y muerte se entrelazaban a lo lejos, y ellos permanecían al abrigo del instituto.

Desde luego, no hacía calor. El combustible lo reservaban para la guerra, para los navíos, carros de combate y aviones, y eso hacía imposible la calefacción en las aulas, pero permanecían sentados en unas sillas delante de unas mesas, detrás de unos gruesos muros que les permitían conservar esa posición sentada. No hacía calor, la cosa no llegaba a tanto, pero al menos estaban tranquilos.

El instituto subsistía, nadando entre dos aguas. No se pronunciaba jamás la palabra «guerra», no se preocupaban de otra cosa que no fuese el examen.

El padre Fobourdon no se interesaba más que por el aspecto moral de su tarea. Se expresaba mediante consignas escuetas y con algunas digresiones eruditas que podían dar a entender mucho más de lo que decía. Pero había que buscarlo y quererlo, y si se lo hubieran hecho observar, él habría fingido sorpresa, antes de entregarse a una cólera que habría concluido la conversación.

Cada invierno veía caer la nieve, ese plumón que revoloteaba sin peso y desaparecía al primer contacto de los adoquines que le esperaban en el suelo. Entonces, bruscamente, con una voz impetuosa que sobresaltaba a todo el mundo, exclamaba: «¡Trabajad! ¡Trabajad! Es lo único que os queda». Y a continuación iba recorriendo la clase a pasos lentos entre las hileras de niños sumergidos en sus trabajos latinos. Ellos sonreían sin levantar la cabeza, y esas sonrisas escondidas eran como un chapoteo ligero, un eco de las frases bruscas lanzadas al aire frío de la clase, y después volvía la calma eterna del estudio: roces de papel, crujidos de pluma, pequeños resoplidos y a veces una tos sofocada inmediatamente.

O a veces decía: «Este saber será todo lo que tendréis». O bien: «Cuando se haya acabado, en esta Europa de brutos, vosotros seréis los libertos, los que gestionan sin decir nada los asuntos de su amo».

No ampliaba las explicaciones nunca. No volvía a lo que había dicho antes, ni lo repetía. Se sabían las frases de Fobourdon, sus manías de profesor. Los alumnos las repetían sin comprenderlas, las coleccionaban para reírse, pero las recordaban con admiración.

Aprendieron que en Roma el trabajo no era nada; se dejaba el saber y la técnica a los esclavos y los libertos, mientras que el poder y la guerra eran el ejercicio de los ciudadanos libres. Aunque era libre, el liberto no se separaba de su origen repugnante, y su actividad le traicionaba siempre: trabajaba y era competente.

Aprendieron que durante la Alta Edad Media, mientras todo se hundía en la guerra general, los monasterios, como si fueran islas, preservaron el uso de la escritura y conservaron el recuerdo del gran silencio meditativo del trabajo, aislados. Aprendieron.

Luego, cuando en primavera un hombre de uniforme negro vino a su clase a hablarles del porvenir, aquello pareció una intrusión sorprendente. Llevaba un uniforme de fantasía, pero negro, que no pertenecía a ningún ejército existente. Se presentó como miembro de una de las nuevas organizaciones que dirigían el país. Llevaba botas, pero más bonitas que las de los alemanes, que parecían zapatones de obrero de la construcción; llevaba las botas rectas y brillantes de los oficiales de caballería franceses, cosa que le colocaba sin duda alguna en la tradición de elegancia nacional.

«La frontera de Europa está en el Volga», empezó a decir, con tono cortante. Hablaba con las manos a la espalda, los hombros desplegados hacia el techo. El padre Fobourdon se rascó la garganta y dio un paso para colocarse delante del mapa clavado en la pared. Lo disimuló con sus anchos hombros.

—En esa frontera está nevando, hay menos treinta grados, el suelo está helado y tan duro que no se puede enterrar a los muertos antes del verano. En esa frontera nuestras tropas se baten contra las del Ogro Rojo. Y digo «nuestras» tropas; hay que decirlo así ya que son los nuestros, las tropas europeas, los jóvenes de diez naciones que combaten como camaradas para salvar la cultura del derrumbamiento bolchevique. El bolchevique es la forma moderna del asiático, señores, y para el asiático Europa es una presa, desde siempre. Desiste porque nosotros nos defendemos. De momento es Alemania la más avanzada en el camino del nuevo Orden, la que dirige ese levantamiento de las naciones. La vieja Europa debe darle su confianza y seguirla. Francia estaba enferma, pero ahora se purifica y está recobrando su carácter propio. Francia se compromete en la revolución nacional y tendrá su lugar en la nueva Europa. El único modo de conquistar ese lugar es con la guerra. Si queremos un lugar en la Europa de los vencedores tendremos que estar entre los vencedores. Señores, ustedes deben unirse a nuestras tropas, las que combaten en nuestras fronteras. Pronto recibirán una convocatoria para los Talleres Juveniles, donde seguirán la formación necesaria. Después se integrarán en el ejército nuevo, que asegurará nuestro lugar en el mundo. Renaceremos mediante la sangre.

La clase, estupefacta, escuchaba en silencio. Después un alumno, boquiabierto, sin pensar en pedir la palabra, balbució con tono quejoso:

—Pero ¿y nuestros estudios...?

—Los que vuelvan podrán proseguirlos. Si lo encuentran necesario todavía. En seguida verán que la nueva Europa necesita soldados, hombres fuertes, y no intelectuales con las manos frágiles.

El padre Fobourdon se balanceaba sobre un pie y sobre el otro delante del mapa de geografía. Nadie osaba tomar la palabra, pero todos estaban agitados e iba fermentando un guirigay que le causaba horror. Recorrió la clase con los ojos. Había que acabar con aquel desorden. Designó a uno cuya cabeza, erguida, sobresalía de los demás.

—Usted, Salagnon. Parece que tiene usted algo que decir. Hágalo, pero sea conciso.

—Entonces no podremos obtener el bachillerato.

—No. Se les reservará después una convocatoria. Es un acuerdo que hemos hecho con el instituto.

—No sabíamos nada.

El supuesto militar abrió los brazos con un gesto de simulada impotencia, cosa que aumentó aún más el escándalo en la clase, cosa que amplió aún más su sonrisa de enterado y aumentó a su vez el desorden.

—Las cosas han sido así desde el principio —gritó el padre Fobourdon, sin paños calientes—. ¡Y ustedes a callar!

Al momento se hizo el silencio. Todos miraban al padre Fobourdon, que dudaba en ampliar la información mediante un bonito ejemplo erudito. Volvió los ojos, le temblaban las manos y las escondió a la espalda.

—Desde el principio ha sido así —murmuró—. Si no sabían nada es porque no escuchaban.

Todos temblaban. El frío les parecía mucho más doloroso que de costumbre. Se sentían desnudos. Irreparablemente desnudos.

La primavera de 1944 se declaró al cabo de unos pocos días. Marzo explotó con bolas amarillas alineadas a lo largo del río, con rosarios de llamas frescas caídas del cielo, con bolas de flores solares en los jardines de la orilla del Saona. En marzo, todas las forsitias se iluminaron a la vez como un reguero de fuego vivo, una línea de explosiones amarillas que se remontaban en silencio hacia el norte.

Su tío vino a casa una tarde y en el umbral dudó antes de entrar. Llevaba un traje nuevo, camiseta y pantalón corto de cinturilla ancha, unos calcetines que le llegaban hasta las rodillas y botas de marcha. Esbozaba una sonrisa confusa. ¡Él, confuso! Sabía muy bien que se fijarían en su ropa. No le abrigaba suficiente para la temperatura de aquella tarde, pero anunciaba el verano, el ejercicio ordenado, la vida al aire libre; lo mostraba con una ostentación ingenua. Detrás de la espalda escondía arrugada una boina, una de esas planas, adornadas con un escudo, que se llevan ladeadas sobre una oreja.

—¡Vamos, entra! —dijo al fin Salagnon padre—. Enséñanos lo guapo que vas. ¿De dónde has sacado ese uniforme?

—Talleres Juveniles —masculló el tío—. Soy oficial en los Talleres Juveniles.

—¿Tú? ¿Con esa cabeza de burro que tienes? Qué vas a hacer en los talleres?

—Mi deber, Salagnon, nada más que mi deber.

El tío miraba fijamente ante él, sin moverse ni decir nada más. El padre dudó si proseguir en ese tono y luego lo dejó; con los sobrentendidos uno no sabe nunca hasta dónde puede llegar. A menudo vale más no saberlo. Mejor pongamos cara de estar medio dormidos, cara de nada, ¿no?

—Vamos, entra. Ven a beber un poco. Vamos a celebrarlo.

El padre se puso a la tarea, sacó una botella, se ocupó quizá con demasiada lentitud y cuidado de quitar el capuchón y después el corcho. Los gestos sencillos encadenados le daban una compostura. El mundo estaba agitado y buena parte de esa agitación se le escapaba. Era una maldita tormenta y no se podía fiar uno de nadie. Pero él debía continuar, llevar su barca evitando que se hundiera. Continuar: con ese proyecto bastaba. Llenó los vasos y se tomó un poco de tiempo para admirarlos.

—Prueba. En los talleres no tendrás más que un vino peleón aguado, servido en vasos de aluminio. Aprovecha.

El tío bebió como se bebe agua cuando se tiene sed. Cogió y dejó el vaso con un solo gesto.

—En efecto —dijo vagamente—. Veo que los negocios van bien.

—Van bien si uno se esfuerza.

—¿Sigue cerrado Rosenthal? Su persiana no se ha movido. ¿Ha quebrado?

—Se fueron una mañana como quien se va de vacaciones. Llevaban una maleta cada uno. No sé adónde fueron. Con Rosenthal solo nos decíamos buenos días, buenas tardes. Nos veíamos al abrir y por la noche al cerrar. Me habló un día de Polonia, con aquel acento suyo que no hacía fácil la conversación. Debieron de irse a Polonia.

—¿Tú crees que en estos momentos se hace turismo en Polonia?

—No tengo ni idea. Tengo mucho trabajo. Y mucho más aún desde que cerraron. Una mañana, puf, desaparecieron, y no sé adónde fueron. No voy a remover cielo y tierra para encontrar a esos Rosenthal a los que no conoce ni su madre.

La expresión le hizo reír.

—Y tú, Victorien, ¿conocías al pequeño Rosenthal?

—Era más pequeño. No iba a mi clase.

El tío suspiró.

—No te pondrás triste por un tipo al que no conoces más que de nombre y por una persiana bajada. Bebe, te digo.

—Nadie se preocupa por nadie, Salagnon. Francia desaparece porque se ha convertido en una serie de problemas personales. Nos morimos por no estar juntos. Eso sería lo que nos haría falta: sentirnos orgullosos de estar juntos.

—¡Francia! ¡Sí, qué bonita es Francia! Pero no es ella la que me da de comer. Y, además, Rosenthal no era francés.

—Hablan francés como tú, sus hijos han nacido aquí, sus chicos van al mismo colegio que el tuyo. O sea que...

—No es francés, te lo digo yo. Sus documentos lo demuestran, y no hay más que hablar.

—No me hagas reír con los documentos, Salagnon. Los tuyos te los ha hecho tu hijo. Y son más auténticos que los auténticos.

Salagnon padre e hijo se sonrojaron a la vez.

—Vamos, no nos enfademos. Bebe un poco. De todos modos, yo no tengo nada que hacer con Rosenthal. Yo trabajo. Y si todo el mundo trabajase como yo, muchos de los problemas que tú dices no los tendríamos; nadie tendría tiempo ni de pensar siquiera.

—Tienes razón. Trabaja. Y yo me voy. Bebamos un trago. Quizá sea la última vez.

Por la noche, Victorien acompañó a su tío un poco achispado para evitarle el encontronazo con una patrulla, que no habría podido evitar y que incluso habría provocado, porque era su estilo cuando bebía. Había empinado el codo sin tener en cuenta lo que bebía, había pedido más, y luego había querido volver allí donde se alojaba con los demás, que partían al día siguiente para los Talleres Juveniles.

—Acompáñale, Victorien —le pidió su madre. Y Victorien sujetó a su tío por el codo para evitar que tropezase con los bordillos de las aceras.

Se separaron en el Saona, una zanja negra atravesada por un viento gélido. El tío, sobrio de repente, se irguió y dijo que podía seguir solo. Apretó con gravedad la mano de su sobrino y cuando hubo empezado a atravesar el puente, Victorien le llamó de nuevo, se acercó hasta él corriendo y le confió el proyecto del instituto. El tío le escuchó hasta el final, a pesar de la camiseta y el pantalón corto que dejaban pasar el viento. Cuando Victorien acabó, se estremeció; se callaron los dos.

—Te enviaré una hoja de ruta para mi campamento —dijo al fin.

—¿Se puede hacer?

—Falsa, Victorien, una falsificación. Ya tienes la costumbre, ¿no? En este país se fabrican más documentos falsos que verdaderos. Es toda una industria. Y si los falsos se parecen tanto a los verdaderos es porque están hechos por los mismos, que según las horas los hacen verdaderos o falsos. Así que no te preocupes demasiado, el documento que lleves dará testimonio. Me voy. No querría morir de una pulmonía. Vista la época en la que vivimos, sería demasiado absurdo. No me perdonaría morir de una pulmonía. No me lo perdonaría —repetía, con una risa de borracho.

Abrazó a Victorien con un entusiasmo torpe y se alejó. Estaba tan oscuro en la ciudad apagada que hacia la mitad del puente ya había desaparecido.

Victorien volvió con las manos hundidas en los bolsillos, el cuello levantado, pero sin temblar. No temía al frío.

El arte francés de la guerra

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