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NOVELA II

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SUBIR AL MAQUIS EN ABRIL

¡Qué felicidad, subir al maquis en abril! Cuando no hay guerra encarnizada, cuando el enemigo está ocupado en otro lugar, cuando a uno ya no lo persiguen sus perros y no ha utilizado todavía armas, entonces subir al maquis es como soñar, pero mejor aún.

Abril brota, abril se abre, abril vuela; abril se abalanza hacia la luz y las hojas se atropellan para llegar hasta el cielo. ¡Qué felicidad, subir al maquis en abril! Siempre se dice «subir», ya que para ir al maquis, hay que subir. El bosque secreto donde se esconde se encuentra en lo alto de las pendientes. El maquis es la otra mitad del país, por encima de las nubes.

La columna de chicos se elevaba en el sotobosque obstruido por los arbustos. Las hojas temblaban por la subida de la savia, y en el corazón del bosque saltaban los pequeños tapones que en invierno habían bloqueado su paso. Con un poco de entusiasmo, poniendo la mano en los troncos se podía oír la savia y sentir su estremecimiento.

La columna de chicos subía por un sotobosque tan frondoso que cada uno de ellos no veía más que a tres caminando delante, y al volverse no veía más que a tres caminando detrás. Cada uno podía pensar que no eran más que siete los que iban por el bosque. La pendiente era pronunciada, y aquel al que se veía en cabeza ponía los pies por encima de los ojos de aquellos que le seguían. Tenían un aire militar, como lo requerían los tiempos, con la ropa usada del 40 con la cual se había confeccionado el uniforme de los Talleres Juveniles. Habían añadido la gran boina que se llevaba ladeada, como señal del espíritu francés. Los sombreros diferenciaban a los ejércitos, su forma era fantasiosa, ponían un toque de genio nacional en una ropa sin color, hecha solo por su utilidad.

Subían. Los árboles temblaban. Y a ellos les dolían los pies con sus zapatones de cuero duro que no se adaptan jamás a los pies. El cuero militar no se ablanda, son los pies los que se adaptan al zapato una vez apretados los cordones como las mandíbulas de una trampa.

A la espalda llevaban unas mochilas de tela que les cortaban los hombros. Las armaduras de hierro rozaban en malos sitios, el peso tiraba, se cansaban y el sudor empezaba a metérseles en los ojos, los sobacos y la nuca se les quedaban pegajosos, y sufrían en la pendiente a pesar de su juventud y de las semanas de aire libre en los Talleres Juveniles.

¡Cuántas marchas habían hecho en la escuela de los soldados sin armas! A falta de tiro marchaban, llevaban piedras y aprendían a trepar, a meterse por los agujeros, a esconderse detrás de los matorrales, y sobre todo aprendían a esperar. Aprendían a esperar, ya que el arte de la guerra sobre todo consiste en esperar sin moverse.

Salagnon destacaba en esos juegos, los practicaba sin refunfuñar, pero esperaba lo que venía a continuación, una continuación en la cual la sangre, más que dar vueltas en redondo en unos cuerpos demasiado estrechos, pudiera derramarse al fin.

—El sudor ahorra sangre —se repetía. El lema de los Talleres Juveniles estaba pintado en una banderola a la entrada del campamento del bosque. Salagnon comprendía la belleza razonable de una consigna semejante, pero detestaba mucho más el sudor que la sangre. La sangre siempre la había conservado, latía inagotable en sus venas, y lo de derramarla no era más que una imagen, mientras que conocía el pegamento del sudor, esa horrible cola que empapaba los calzoncillos, la camisa y las sábanas en cuanto llegaba el verano, y de esa cola no se podía deshacer, le perseguía, le asfixiaba, repugnándole como la baba de un beso no deseado. No podía hacer otra cosa que esperar a que el tiempo refrescase, que pasara el tiempo sin hacer nada, y eso le exasperaba. Y le asfixiaba más aún. Aquel lema no le gustaba, ni el uniforme de un ejército vencido, ni la ausencia de armas, ni el espíritu de duplicidad que dirigía todos los actos, las palabras e incluso los silencios.

Cuando llegó al taller con una falsa hoja de ruta se extrañaron de su tardanza, pero él presentó excusas escritas y selladas. No las leyeron; apenas pasaron del encabezamiento impreso a las firmas ilegibles recubiertas de sellos, ya que poco importan los motivos (todo el mundo tiene los suyos y son excelentes), lo importante es saber si están justificados. Archivaron su hoja y le asignaron un catre de campaña en una gran tienda azul. Esa primera noche le costó mucho dormir. Los otros, cansados de tanto aire libre, dormían, pero moviéndose. Él acechaba los roces de insectos en la tela. La oscuridad refrescaba, el olor a tierra húmeda y a hierba se volvía cada vez más intenso, hasta oprimirle el corazón, y, sobre todo, aquella primera aventura le incomodaba. No era el miedo a ser desenmascarado lo que le molestaba, sino que aceptasen su documentación falsa sin hacer preguntas. Desde luego, en conjunto estaba muy lograda, pero era falsa. El plan funcionaba, pero no tenía de qué enorgullecerse; y sin embargo él tenía la necesidad de enorgullecerse. Su espíritu se irritaba con esos detalles, se entrampaba en cosas absurdas, volvía sobre sus pasos, buscaba otras salidas y no las encontraba, y se durmió.

Al día siguiente le emplearon en la deforestación. Los jóvenes trabajaban bajo los árboles con hachas; con el torso desnudo, golpeaban grandes hayas, que se resistían. A cada golpe lanzaban un grito sordo, como eco al choque del hacha cuyo mango vibraba en sus manos, y a cada golpe saltaban gruesos trozos de una madera clara, muy limpia, fresca como el interior de un cuaderno nuevo. Brotaba la humedad de las muescas y les salpicaba: se habría podido creer que estaban abatiendo un ser lleno de sangre. Al final el árbol se inclinaba y caía con el crujido de una viga, acompañado del roce de todas las ramitas y hojas que caían con él.

Se secaban la frente apoyados en el mango del hacha y miraban hacia arriba el hueco en el follaje. Veían el cielo azul y los pájaros empezaban a cantar. Con grandes serruchos, flexibles y peligrosos como serpientes, cortaban los árboles por la mitad, coordinando sus gestos mediante cantos de aserradores que habían aprendido de un hombre de veinticinco años a quien llamaban «jefe» y que les parecía poseer toda la experiencia de un sabio, pero un sabio según los tiempos modernos, es decir, sonriente, en pantalón corto y sin palabras inútiles.

Con la madera cortada hacían estéreos, que alineaban a lo largo de la pista transitable. Unos camiones vendrían a recogerlos más tarde. Le dieron a Salagnon un bastón bien recto, graduado, que le servía de regla para la tala. Antes de empezar el jefe le tocó el hombro.

—Ven a ver —y se dirigió hacia los estéreos—. ¿Lo ves?

—¿El qué?

Cogió uno de los troncos, lo sacó y lo que salió fue un trozo de quince centímetros, dejando un agujero redondo en el cubo de madera ordenada.

—Mete la mano. —Dentro estaba vacío. El jefe reemplazó el falso tronco como quien pone un tapón.

—¿Lo entiendes? El trabajo se mide en volumen, no en peso. Así que aquí cumplimos las exigencias, pero nos cansamos menos. Cortarás con mucho cuidado para formar los estéreos huecos. Mira la regla: las marcas ya están previstas.

Salagnon miró la regla, y después al jefe y los estéreos.

—Pero cuando vengan a llevárselos... verán que están huecos.

—Por eso no te preocupes. Nosotros trabajamos por volumen y seguimos las normas. Los de los camiones trabajan a peso, pero cargan la mitad con piedras, siempre las mismas por otra parte, y así cumplen también sus normas. En cuanto a los del carbón, saben que la mitad del peso se va con el humo. Porque todo esto va para hacer carbón de leña para los gasógenos, para que circulen los coches. Nosotros trabajamos para el esfuerzo de guerra, pero este esfuerzo no es nuestro, de hecho —terminó con un guiño al que Salagnon no respondió—. Y, sobre todo, ni una palabra.

Salagnon se encogió de hombros e hizo lo que se le decía.

Fue a buscar unos troncos. En el claro de tala, los jefes habían desaparecido. Los jóvenes habían dejado su sierra; muchos, echados, dormían. Dos cantaban la canción de los aserradores, sentados al pie de un árbol y manoseando hierbas aromáticas. Otro imitaba a la perfección el ruido de la sierra torciendo la boca, echado de espaldas, con las manos cruzadas detrás de la nuca. Con un tronco en cada mano, Salagnon los miraba sin entender nada.

—Los jefes se han ido —dijo uno de los que estaban echados, que parecía dormir—. Deja esos troncos. Frenamos un poquito el esfuerzo de guerra, un poco nada más —dijo, abriendo un solo ojo, que guiñó antes de volver a cerrar los dos.

Siguieron imitando los ruidos del trabajo. Salagnon, con los brazos colgando, se sonrojó. Cuando todos se echaron a reír de repente, él se sorprendió; comprendió en seguida que se reían por el éxito de su jugarreta.

En los Talleres Juveniles él hizo lo que se le decía. No buscaba más; no se atrevió a preguntar hasta qué nivel de mando se sabía que los trabajos de deforestación producían unos estéreos huecos. No sabía hasta dónde se extendía el secreto. Observaba a los jefes. Algunos no se interesaban más que por el buen lustre de los zapatones, perseguían el polvo y lo castigaban severamente. De esos desconfiaban, ya que los maniáticos del detalle son peligrosos, les trae sin cuidado de parte de quién están, lo único que quieren es orden. Otros jefes organizaban con cuidado las actividades físicas: marchas, transportes, series de flexiones. Estos inspiraban confianza, ya que parecían preparar para otra cosa, de la cual no podían hablar, pero no les interrogaban, porque tanto podía ser para el maquis como para el frente del este. No tenían opinión alguna de aquellos que solo se interesaban por las formas militares, la perfección del saludo, la corrección del idioma empleado; estos aplicaban el reglamento solo para pasar el tiempo.

Los jóvenes de los talleres se designaban mediante el impersonal «se», que adquiría un valor de «nosotros», figura vaga del grupo que no precisaba nada de sí mismo, ni su número ni su opinión. Se esperaba, se pasaba inadvertido, y, esperando, se inclinaba uno por Francia, una Francia joven y bella, pero desnuda, ya que no sabían cómo vestirla. Esperando, se procuraba no recordar que estaba desnuda; hacían como si nada, como si no mirasen. Estaban en abril.

Vino el tío con una columna nueva de jóvenes. No fue a saludar a su sobrino, hicieron como si no se conocieran, pero los dos sabían en cada momento dónde estaba el otro. Su presencia tranquilizaba a Salagnon; los talleres no eran más que una espera, y los discursos sobre la revolución nacional no eran más que una imitación, o al menos debían serlo. ¿Cómo saberlo? La bandera no decía nada. La bandera tricolor se izaba cada mañana y todos alineados la saludaban, y veían entre sus pliegues los rostros que esperaban, todos diferentes. De los cuales no se atrevían a hablar porque no estaban seguros, como no se atreve uno a hablar de una intuición o de un ensueño demasiado íntimo, por miedo a acabar burlado. Pero en este caso era miedo a acabar muerto.

Comían bastante mal. Rascaban con el pan el inmundo rancho de verduras y judías que se cocía demasiado tiempo en unos fogones de hierro colado. Los platos se lavaban en un abrevadero de piedra, bajo el agua fría de una fuente canalizada. Una tarde les tocó el turno de lavar las escudillas a Salagnon y Hennequin. Los miserables purés que no duraban nada en el vientre se agarraban ferozmente al fondo de aluminio. Hennequin, un chico grandote, forzudo y radical, frotaba con estropajo metálico. Cepillaba el metal hasta quitar todos los restos y formaba un jugo nauseabundo verde grisáceo, verdoso por las espinacas, grisáceo por el aluminio, que aclaraba luego con agua limpia.

—La vajilla fregada con el cepillo es la única que vale. —Reía Hennequin—. Seis meses así, y acabaré agujereando el fondo.

Y se puso a silbar mientras rascaba de lo lindo, con el antebrazo enrojecido por el agua fría, los hombros tensos por el esfuerzo. Silbó varias cancioncillas, algunas conocidas, otras menos, y después picantes, y, por fin, God Save the King, muy fuerte, varias veces. Salagnon, que no conocía demasiado la música, le acompañó de todos modos, y formó con graves y pequeños «pom» «pom» una línea de bajo bastante adecuada. Eso animó a su camarada a silbar más fuerte aún, más limpiamente, e incluso a canturrear, pero solo las notas, no las palabras, ya que no sabía inglés, solo el título. Frotaban cada vez más fuerte y al ritmo, y las manchas incrustadas desaparecían a ojos vistas, el himno se desgajaba limpiamente de la frotación del metal, del arrullo de la fuente y de sus salpicaduras en el abrevadero. Vino corriendo un jefe, uno de esos tipos que parecían muy apegados a los pequeños detalles de orden, como los padres o los profesores.

—¡Aquí no se canta! —parecía furioso.

—¿Lully? ¿Lully está prohibido? No lo sabía, jefe.

—¿Qué Lully? Yo te hablo de lo que estás cantando.

—Es de Lully. No es subversivo, está muerto.

—¿Te burlas de mí?

—En absoluto, jefe.

Hennequin silbó de nuevo. Con algunos adornos, en realidad parecía muy barroco.

—¿Era eso lo que cantabas? Yo pensaba que era otra cosa.

—¿El qué, jefe?

El jefe gruñó y dio media vuelta. Cuando estaba fuera de la vista, Hennequin se rió para sus adentros.

—Qué morro tienes —dijo Salagnon—. ¿Es verdad lo que dices?

—Musicalmente es exacto. Habría podido argumentárselo nota por nota, y ese maniático del betún habría sido incapaz de demostrarme que yo silbaba alguna cosa prohibida.

—Pero no hay necesidad de pruebas para que maten a alguien.

Se sobresaltaron y se volvieron juntos, con el estropajo de acero en una mano y una escudilla grande en la otra: el tío estaba allí, como si inspeccionase la comida, con las manos a la espalda y andando tranquilamente.

—En ciertas situaciones, una bala en la cabeza basta como argumento.

—Pero era Lully...

—No te hagas el tonto conmigo. En otro sitio, una simple reticencia, un simple inicio de discusión, una sola palabra que no sea un «sí, señor», o incluso un simple gesto que no sea bajar los ojos, haría que te matasen de inmediato. Como se elimina a los animales que molestan. Frente a una pequeña tontería como la tuya, el que manda abre la funda de su revólver, coge el arma sin darse prisa y sin apartarse siquiera te mata al momento, con una sola bala, y deja tu cuerpo para que los otros se lo lleven a otro lugar, adonde quieran, a él le da lo mismo.

—Pero no se mata a la gente así.

—Ahora, sí.

—¡No se puede matar a todo el mundo, serían demasiados cuerpos! ¿Cómo se desharían de los cuerpos?

—Eso no es nada. No tienen aspecto sólido más que cuando viven. Ocupan volumen porque están llenos de aire, porque mueven viento. Cuando uno está muerto, se desinfla y se amontona. ¡Si supieras cuántos cuerpos se pueden amontonar en un agujero cuando ya no respiran! Se derriten, se hunden, se mezclan muy bien con la tierra o se queman. Y no queda nada.

—¿Por qué me dice eso? Se lo está inventando todo.

El tío le enseñó las muñecas. Una cicatriz circular las rodeaba, como si la piel hubiese sido masticada por mandíbulas de ratas que hubiesen querido cortarle las manos.

—Porque lo he visto. He sido prisionero. Me evadí. Lo que vi de verdad prefiero que no os lo imaginéis siquiera.

Hennequin enrojecía, pasando el peso de un pie al otro.

—Podéis volver a ocuparos de la vajilla —dijo el tío—. Que no se sequen las espinacas, que si no se pegan. Creedme por mi experiencia de explorador.

Los dos jóvenes volvieron a trabajar en silencio, con la cabeza baja, demasiado violentos para mirarse. Cuando levantaron la cabeza el tío había desaparecido.

Todo se decidió a primera hora de una mañana. Los jefes se agitaron, recelosos, recogieron sus cosas y se mostraron dispuestos a partir. Algunos desaparecieron. Llegó una columna de camiones al campamento para vaciarlo. Se desmontaron las tiendas, cargaron el material. Faltaba embarcar y bajar hasta el tren del valle de Saona. Se les enviaba a participar en el esfuerzo de guerra.

Los chicos asistieron a una extraña disputa entre los jefes. El objeto era la ocupación de los camiones y su lugar en la columna. Parecía importante para ellos estar delante o detrás, y discutían acaloradamente, y eso llevaba a súbitos estallidos de voz y a gestos de cólera, pero todos se mostraban evasivos en cuanto a los motivos de desear tal lugar y no tal otro. Insistían pero sin dar argumentos. Los chicos, alineados a lo largo del camino, con la mochila llena a sus pies, esperaban, y reían al ver tanta mezquindad y tanto sentido de la prelación aplicado a unos camiones asmáticos parados en un camino de tierra.

El tío, tenso, insistía en subir en el último camión, con un grupo que había designado y reunido aparte. Los otros refunfuñaban, sobre todo un oficial del mismo grado con el cual no se entendía. El otro quería ser el último también, cerrando filas, como decía él. Repitió varias veces la expresión con un cierto énfasis, y le parecía un argumento suficiente, unas palabras lo suficientemente importantes y militares como para decidirse, y señalaba al tío el camión que iba en cabeza.

Salagnon esperaba, el tío pasó junto a él, muy cerca, rozándole casi, y al pasar le dijo entre dientes:

—Quédate a mi lado y no te subas si no te lo digo yo.

La negociación prosiguió y el otro cedió. Furioso, se fue en cabeza; dio la orden de partir con gestos demasiado insistentes.

—¡Mantened el contacto visual! —gritó desde el primer camión, saliendo casi de la portezuela, tieso como un conductor de carro de combate. Salagnon se instaló y en el último momento Hennequin vino a unirse a él. Se hizo sitio a su lado y se sentó, riendo.

—Están chiflados. Es un ejército de república bananera: trescientos generales y cinco cabos. Les das una insignia de oficial y se andan con remilgos poniendo la boca como un culo de pollo; parecen viejas delante de una puerta haciendo cortesías para no pasar la primera.

Cuando el tío en la cabina se dio cuenta de la presencia de Hennequin esbozó una mueca, abrió la boca, pero la columna ya había partido. Los camiones avanzaban entre un estrépito de suspensiones de muelles y de grandes motores. Sacudidos por los baches se agarraban todos a la caja abierta, y atravesaron el bosque para coger la carretera de Mâcon.

En el camino cruzado por senderos, invadido de piedras y de ramas, los camiones no iban demasiado deprisa. La separación se iba haciendo mayor, los primeros quedaron pronto fuera de la vista y, antes de salir del bosque, los tres últimos doblaron por un sendero estrecho, que subía hacia las crestas de las cuales en realidad habrían tenido que alejarse.

Bien agarrados, ellos se dejaban conducir. Hennequin empezó a inquietarse. Sus ojos redondos iban de uno a otro y no leyó en los rostros ni la menor sorpresa. Se levantó, dio golpes en el cristal. El chófer siguió conduciendo y el tío, vuelto hacia él, le miró con indiferencia. Hennequin se alarmó, quiso saltar, lo cogieron. Lo cogieron por los brazos, la nuca, los hombros, y lo sujetaron a la fuerza. Salagnon se dio cuenta de que no había entendido nada, pero todo parecía tan evidente que se comportó como todo el mundo. Ayudó a sujetar a Hennequin, que se debatía y gritaba. No se le entendía, porque babeaba un poco.

El tío dio unos golpecitos en el cristal e indicó con un gesto que se le taparan los ojos. Estuvieron de acuerdo y lo hicieron, con ayuda de un pañuelo de explorador. Hennequin farfullaba de la manera más patética.

—Los ojos no, los ojos no. Os juro que no diré nada. Soltadme, me he equivocado de camión. No es grave equivocarse de camión. No diré nada, jamás, pero, por favor, no me tapéis los ojos, es horrible, dejadme ver, no diré nada nunca...

Sudaba, lloraba y olía mal. Los otros lo mantenían a la distancia del brazo para no acercarse. Él se debatía cada vez más blandamente, se contentaba con gemir. El camión se detuvo, el tío subió a la parte de atrás.

—Soltadme —dijo Hennequin, bajito—. Quitadme esta venda. Es horrible.

—No contábamos contigo.

—No diré nada. Quitadme esta venda.

—Saber te pone en peligro. La policía de los alemanes rompe los cuerpos como rompe las avellanas para coger los secretos que hay dentro. No tienes que ver nada, será mejor para ti.

Hennequin se meó encima sin más ni más, y algo peor. Olía demasiado mal, así que le dejaron al borde de un camino, atado de tal forma que le costara un poco de tiempo deshacerse de sus ataduras. El camión volvió a emprender la marcha y todos se mantuvieron apartados del lugar húmedo de aquel al que habían expulsado.

Los camiones les dejaron donde el camino se convierte en una senda que sube entre los árboles. Volvieron a bajar de vacío, protegidos por unas astucias administrativas demasiado largas de explicar, pero que en aquella época bastaron.

Ellos cortaron a través del bosque, siguieron recto y subieron al maquis. Subieron mucho tiempo y el cielo apareció al fin entre los troncos; la pendiente se atenuó, la marcha se hizo menos penosa, el terreno se volvió llano. Desembocaron en un prado largo y alto, bordeado de bosquecillos. El suelo áspero resonaba bajo sus pies, la roca bajo la hierba afloraba en grandes piedras cubiertas de musgo y unas recias hayas se reclinaban allí, torcidas por una vida entera de pastos alpinos.

Se detuvieron sudando, dejaron sus gruesas mochilas, se dejaron caer en la hierba con gemidos forzados y suspiros sonoros. En medio del prado les esperaba un hombre esbelto y sólido, apoyado en un bastón de marcha. Llevaba en torno al cuello un turbante colonial, y en la cabeza el quepis color azul cielo de los meharistas echado hacia atrás; iba armado con un revólver en su funda de cuero atada delante, quitando así al arma su aire reglamentario y dándole un aspecto asesino. Le llamaban «mi coronel». Para la mayor parte de los jóvenes era el primer militar francés que veían que no tenía el aspecto de un guardia campestre, un encargado de intendencia o un jefe de exploradores. Este hombre se podía comparar a aquellos que custodiaban los cordones policiales en las calles, aquellos hombres impecables que custodiaban las Kommandantur, o aquellos inquietantes que recorrían las carreteras en un camión oruga. Era como los alemanes, un guerrero moderno, y además con ese toque de chulería francesa que levanta la moral. Solo, poblaba todo el prado. Los chicos sin aliento se llenaron de un entusiasmo silencioso, sonrieron y uno a uno se fueron enderezando cuando él se aproximó.

Se acercó a ellos caminando con facilidad, saludó a todos los jefes llamándoles «teniente» o «capitán» según la edad. Dirigió a todos los chicos una mirada y una señal breve con la cabeza. Hizo un discurso de acogida del cual nadie recordaba luego los detalles, pero que decía: «Estáis aquí, este es el momento. Estáis exactamente donde hace falta en este momento». Tranquilizaba y dejaba espacio para el sueño; a la vez era institución y aventura, y tuvieron la sensación de que con él, ahora, la cosa sería seria, pero que no tendrían que preocuparse.

Se instalaron. Un granero servía de cuartel general. Acondicionaron las ruinas, repararon con cuidado el tejado recubierto de piedras finas; levantaron unas tiendas con unas cubiertas de lona verde y vástagos cortados del bosque. Hacía un tiempo bonito, fresco, todo era sano y divertido. Instalaron despensas, una cocina y puntos de agua con que vivir largo tiempo lejos de todo, aislados.

Sembrada de gruesas piedras y de árboles vigorosos, la hierba crecía a ojos vistas; se hinchaba, lenta y acidulada como los huevos al batirlos. Una multitud de flores amarillas brillaba al sol; bajo un cierto ángulo, formaban una lámina de oro continua que reflejaba el sol. La primera noche hicieron hogueras, se quedaron despiertos hasta tarde, se rieron mucho y se durmieron aquí y allá.

Al día siguiente llovió. El sol salió a regañadientes y se mantuvo tan oculto detrás de la cubierta de nubes que no se sabía en qué parte del cielo se encontraba. El entusiasmo juvenil es un cartón que no resiste la humedad. Fatigados, congelados, mal protegidos por su campamento improvisado, dudaban. Miraban en silencio el agua que goteaba de las tiendas. La bruma trepaba por la pradera y poco a poco la iba ahogando.

El coronel recorrió todo el campamento con su bastón de boj trenzado, con esa energía de madera dura cuya potencia dominaba. La lluvia no le mojaba, sino que resbalaba sobre él como la luz. Brillaba más aún. Los rasgos de su rostro seguían el hueso muy de cerca, las arrugas trazaban un mapa de los arroyos que dejaban al desnudo la estructura de la roca. Era esencial en todo. Con su turbante sahariano negligentemente anudado, el quepis azul cielo echado hacia atrás, el arma reglamentaria ceñida delante, iba de alojamiento en alojamiento balanceando el bastón, dando golpes a las ramas, desencadenando detrás de él chaparrones que no le alcanzaban. Para el tiempo de lluvia su rigidez indiferente era preciosa. Reunió a los chicos en la gran ruina cuyo tejado había sido reparado. El suelo estaba cubierto de paja seca. Un hombre gordo a quien llamaban «perolas» les entregó una hogaza de pan a repartir entre ocho, una lata de sardinas a repartir entre dos (fue la primera de la innumerable cantidad de latas de sardinas que abrió Salagnon) y para cada uno un cuarto de litro de café auténtico y humeante. Se lo bebieron felices, y estupefactos, ya que no se trataba de aguachirle ni de sucedáneo, sino de un auténtico café africano, oloroso y cálido. Pero fue la única vez que bebieron café en toda su presencia en el maquis. Ese día festejaron su llegada o conjuraron los efectos de la lluvia.

Les formaron en el objetivo preciso de la guerra. Un oficial de infantería evadido de Alemania les enseñaba el uso de las armas. Con el uniforme siempre abrochado, bien afeitado y con el pelo cortado al uno, por su aspecto no parecía que vivía desde hacía dos años escondido en los bosques, si no fuera por su forma de poner los pies cuando marchaba, sin hacer crujir ni una sola rama, sin rozar una sola hoja, sin tocar siquiera el suelo.

Cuando daba lecciones a los chicos, estos se sentaban en la hierba a su alrededor y les brillaban los ojos. Él traía unas cajas de madera pintadas de verde, las ponía en el centro del círculo, las abría lentamente y de allí salían las armas.

La primera que les enseñó les decepcionó: su forma no era seria.

—El FM 24/29 —dijo él—. El fusil ametrallador, la ametralladora ligera del ejército francés.

Los ojos de los chicos se cubrieron con un velo. Lo de «fusil» les desagradaba, lo de «ligera» también, y lo de «francesa» despertaba sus recelos. Aquella arma parecía frágil, con un cargador metido de través como con torpeza. Era menos seria que las máquinas alemanas que veían en las esquinas de las calles, derechas y directas, con su boca perforada siempre dispuesta a ladrar y sus bandas de cartuchos inagotables y la cruz ergonómica de metal que no tenía nada que ver, pero nada de nada, con aquellas piezas de madera que hacen tan ridículos los fusiles. El cargador, una cajita pequeña, no debía de durar demasiado. ¿Y acaso no era la función de una metralleta disparar mucho rato precisamente?

—No os confundáis —dijo sonriendo el oficial. Nadie había dicho nada, pero él supo leer aquellas miradas—. Esta arma es la de la guerra que vamos a librar. Se transporta a pie, se puede llevar al hombro y se usa entre dos. Uno busca los blancos y coloca el cargador, el otro tira. ¿Veis la pequeña horquilla que hay debajo del cañón?: permite colocar el arma y apuntar. Dispara a mucha distancia, exactamente donde quieres, una serie de balas de grueso calibre. En el cargador hay veinticinco cartuchos, que se pueden soltar uno a uno o en ráfagas. ¿El cargador os parece pequeño? Se vacía en diez segundos. Pero diez segundos es mucho tiempo cuando se está disparando; en diez segundos uno tritura una sección entera y se va. No nos quedaremos nunca mucho tiempo en el mismo sitio, porque eso atraería la réplica y permitiría al enemigo recuperarse. Haces que pierda una sección en diez segundos y te largas. El FM es el arma perfecta para aparecer y desaparecer, el arma perfecta de la infantería que marcha con flexibilidad, de la infantería mordiente y que maniobra bien. El más robusto del grupo la lleva a la espalda y los otros se reparten los cargadores. Las máquinas grandes no lo son todo, señores. Y además las tienen los alemanes. Nosotros no tenemos más riqueza que los hombres, y vamos a llevar a cabo una guerra de infantería. ¿Ellos tienen el país? Nosotros seremos la lluvia y los arroyos que ellos no pueden tener. Seremos el agua que desgasta, las olas que rompen en el acantilado, y el acantilado no puede hacer nada, porque está inmóvil, y acaba por hundirse.

Levantó una mano abierta que atrajo todas las miradas y la cerró y la abrió varias veces.

—Seréis grupos unidos, ligeros como las manos. Cada uno será un dedo, independientes, pero inseparables. Las manos se deslizan por todas partes muy discretamente y cerradas son un puño que golpea; a continuación, se vuelven manos ligeras que escapan y se dispersan. Nosotros pelearemos con nuestros puños.

Se expresaba con mímica ante aquellos chicos encandilados, sus manos potentes se cerraban como martillos y después se abrían en ofrendas inofensivas. Cautivaba la atención, se aseguraba la instrucción sin el ridículo de un vejestorio en el cuartel. Dos años en el bosque le habían desengrasado, habían afinado sus gestos, y cuando hablaba lo hacía mediante imágenes físicas que apetecía experimentar.

Les enseñó también los fusiles Garand, de los cuales habían recibido varias cajas y muchas municiones. Y las granadas, peligrosas de emplear, ya que sus estallidos van mucho más lejos que la distancia a la cual se lanzan, si se lanzan como guijarros; hay que volver a aprender el gesto sencillo que conocen los niños pequeños: lanzarlas con el brazo echado hacia atrás. Les enseñó el plástico, esa pasta para modelar muy blanda en los dedos, que explota si se la cabrea. Aprendieron a montar y desmontar la metralleta Sten, hecha de tubos y barras, que aguanta todo lo que le eches. Aprendieron a disparar en un valle bordeado de maleza que ahogaba el ruido hacia unos blancos de paja totalmente deshechos.

Salagnon descubrió que disparaba bien. Echado en las hojas muertas, con el arma pegada a la mejilla, el blanco lejano en el alineamiento de la mira, le bastaba con pensar en una línea que alcanzase el blanco para que este resultase abatido. Siempre era igual: una pequeña contracción del vientre, pensar en una línea recta trazada hasta un punto, y el blanco caía; todo en el mismo instante. Se puso muy contento al manejar tan bien el fusil y devolvió el arma con una gran sonrisa.

—Está bien acertar disparando —dijo el oficial instructor—. Pero no es así como se lucha.

Y le pasó el fusil al siguiente, sin dedicarle más atención. Salagnon tardó bastante en comprenderlo. En combate no hay tiempo para echarse, apuntar y disparar, y, además, el blanco también se esconde, apunta y te dispara. Se dispara como se puede. El azar, la oportunidad y el miedo desempeñan el papel más importante. Todo aquello le daba ganas de dibujar. En casa, cuando su alma estaba agitada, le hormigueaban los dedos. La atmósfera del maquis donde se sueña con la guerra en primavera le agitaba los dedos sin objetivo. Fue tanteando a su alrededor. Encontró papel. Les habían enviado unas cajas de municiones y de explosivos por la noche. Los aviones pasaron por encima de ellos y ellos encendieron una hilera de fogatas en las sombras; se abrieron unas corolas blancas en el cielo negro, mientras el ruido de los aviones se alejaba. Tuvieron que encontrar los contenedores colgados de los árboles, desenredar y plegar los paracaídas, ordenar las cajas en la ruina reconstruida, apagar las hogueras, suspirar tranquilos y oír de nuevo los grillos escondidos en la hierba.

Al abrir una caja de municiones, Salagnon dio con un papel marrón. Los dedos le temblaron y se le llenó la boca de saliva. Las balas de fusil estaban ordenadas dentro de unas cajas de cartón gris; y las cajas, envueltas en un papel fibroso, suave como una piel vuelta. Deshizo el embalaje sin desgarrar nada. Desplegó cada hoja, la alisó, las recortó todas por los pliegues y obtuvo un pequeño fajo del tamaño de dos manos abiertas, un formato muy agradable. Roseval y Brioude, que efectuaban las mismas tareas, observaron ese cuidado maniático. Habían desenvuelto sin contemplaciones las cajas de balas, desgarrando el papel, que guardaron para el fuego.

—¿Se puede saber qué haces? —preguntó al final Brioude.

—Un cuaderno. Para dibujar.

Se rieron.

—¿Estos son momentos para dibujar, chico? Los lápices y los libros yo los he dejado en el colegio. No quiero saber nada de ellos. Se acabó. ¿Y qué quieres dibujar?

—A vosotros.

—¿A nosotros? —y se rieron más. Luego pararon—. ¿A nosotros?

Salagnon se puso manos a la obra. Tenía guardados en una caja metálica varios lápices Conté de diferentes durezas. Los extrajo y les sacó punta con un cuchillo. No desnudó más que la mina necesaria para despuntarlos. Roseval y Brioude adoptaron una pose: se colocaron en plan heroico, con la cara en tres cuartos, el puño en la cadera; Brioude puso el codo sobre el hombro de Roseval, que adelantó la pierna con un giro de cadera clásico. Salagnon hizo un bosquejo; trabajaba feliz. Los lápices dejaban marcas untuosas en el grueso papel de embalaje. Cuando acabó les enseñó el dibujo y los dos se quedaron con la boca abierta. De la arcilla blanda del papel sobresalían dos estatuas de pizarra. Se les podía reconocer, y el heroísmo de parodia que fingían había quedado desprovisto de ridiculez: eran dos héroes fraternos, que no reían ni hacían reír, iban a por todas, a construir un porvenir.

—Haz otro —le pidió Brioude—. Uno para cada uno.

Acabaron de desenvolver las cajas sin estropear el papel. Salagnon cosió un cuaderno que forró con un cartón duro, de una caja de raciones alimenticias enviadas desde América. El resto del papel lo dejó suelto para regalar.

A finales de mayo los prados y bosques alcanzaron su plenitud. Los vegetales, hinchados de luz, acabaron ocupando todo el lugar que podían ocupar. Su verdor acabaría por uniformizarse, los infinitos matices de verde se reducirían y convergerían en un verde esmeralda más bien oscuro, empañado y general. A los verdes eléctricos de abril y mayo sucedió al fin una dulce penumbra de agua profunda que tenía la fuerza de una época de estabilidad.

Los grupos de combate se habían formado ya, y sus miembros se conocían bien. Cada uno sabía con quién podía contar, quién iba delante, quién llevaba las municiones, quién daba la orden de echarse cuerpo a tierra o de correr. Sabían marchar en fila sin distanciarse, sabían desaparecer a una señal en los huecos de los caminos, detrás de las piedras, detrás de los troncos, sabían hacer fuego juntos y detenerse al mismo tiempo, sabían vivir en grupo. El coronel velaba por todo, por la instrucción militar y el mantenimiento del campamento. Les persuadió con una sola mirada de que un campamento ordenado era ya un arma contra Alemania. Ellos sentían que crecían y se volvían más flexibles, más fuertes.

Salagnon siguió dibujando; la cosa trascendió y le pidieron retratos. El coronel decidió que esa sería una de sus tareas. A las horas del mediodía destinadas a la siesta iban a posar ante él. Él trazaba en su cuaderno unos bocetos que luego pasaba a hojas sueltas. Modelaba retratos heroicos de jóvenes que mostraban sus armas, con las boinas ladeadas, la camisa abierta, jóvenes seguros de sí mismos y sonrientes, orgullosos de su porte, de su pelo un poco largo, de sus jóvenes músculos temblorosos que les gustaba exhibir.

Ya no desgarraban el papel de envolver, sino que lo trataban con cuidado y se lo llevaban a Salagnon en pilas de hojitas bien lisas, con el mayor formato que permitían los pliegues.

Dibujó también escenas de campamento, de jóvenes dormidos, de la búsqueda de leña y la limpieza de las ollas, del manejo de las armas y de las reuniones por la noche en torno al fuego. El coronel colgó algunos de sus dibujos en la pared del granero, que servía de puesto de mando. Los miraba a menudo en silencio, sentado en su pequeño despacho hecho de cajas lanzadas en paracaídas, o de pie, soñador, apoyado en su bastón trenzado. El espectáculo de esos jóvenes héroes simplificados por el dibujo le hinchaba el pecho. Salagnon le parecía valioso. Los lápices y el papel conferían corazón al vientre.

Confió a Salagnon una serie completa de Faber-Castell, una caja de metal con cuarenta y ocho lápices de colores distintos. Procedía de la cartera de un oficial alemán, robada en la prefectura junto con los documentos que contenía. Fueron detenidos varios sospechosos, sin criterio alguno, y todos torturados. El responsable del robo fue denunciado y luego ejecutado. Los documentos enviados a Londres habían servido para bombardear diversos nudos ferroviarios en el momento en que se distribuían preciosos convoyes. Salagnon utilizó esos lápices pagados con sangre sin saber nada. Dio mucha más profundidad a las sombras y utilizó los colores. Dibujó paisajes, árboles y las grandes rocas cubiertas de musgo echadas a sus pies.

Como le faltaba tinta, improvisó una con la ayuda de grasa de armas y negro de humo. De un negro brillante, esa tinta basta aplicada con una espátula de madera daba un aire dramático a determinadas escenas y a ciertos rostros. En el campamento los jóvenes se veían distintos; Salagnon contribuía a que se sintieran felices de vivir juntos.

Una tarde de principios de junio el cielo permaneció de un azul oscuro mucho tiempo. A las estrellas les costaba salir, no se iluminaban, una dulce luminosidad general hacía inútil que encendieran las linternas. Una tibieza azul no dejaba dormir a los jóvenes. Echados en la sombra o apoyados en las rocas, bebían vino tinto robado por la tarde. El coronel había autorizado la expedición a condición de que tuvieran cuidado de no ser apresados, que aplicaran las reglas tantas veces repetidas y que no dejasen a nadie atrás.

Provistos de cubos, berbiquíes y clavijas de madera bajaron a la estación que había a orillas del Saona. Se deslizaron entre los trenes parados en la zona de distribución. Habían visto unos cuantos vagones cisterna marcados con un nombre alemán que debía de ser su destino. Los grifos estaban sellados, pero las cisternas eran de madera, y, por lo tanto, pudieron perforar con el berbiquí y el vino cayó en sus cubos con un ruido que les hizo reír. Las clavijas sirvieron para taponar los agujeros, y luego volvieron a subir, sin ser vistos, sudando bajo un sol muy intenso, derramando un poco de vino y riendo cada vez más fuerte a medida que se iban alejando de la estación. No habían perdido a nadie, volvieron todos juntos y el coronel no tuvo nada que decir. Hizo que pusieran el vino a refrescar en la fuente y les pidió que esperasen un poco para bebérselo.

Aquel atardecer que no parecía querer terminar para dar paso a la noche, empinaron el codo sin prisa y se rieron a ratos de algunos chistes y del relato varias veces reiniciado y adornado de su expedición de aquel día. Las estrellas no acababan de encenderse, el tiempo no pasaba. Estaba bloqueado, como cuando se bloquea el péndulo de los relojes al llegar al final de su carrera y se queda inmóvil justo antes de volver.

En el granero que servía de puesto de mando brillaba una lámpara de petróleo cuya luz anaranjada se filtraba por las rendijas de la puerta. El coronel había reunido a su Estado Mayor de pacotilla formado por jefes de grupo, esos adultos muy jóvenes en los cuales los muchachos confiaban como si fueran hermanos mayores o jóvenes profesores suyos, y discutían a puerta cerrada desde hacía horas.

Salagnon, bastante borracho, estaba echado de espaldas al lado del cubo. Rascaba la hierba que tenía debajo, la hierba húmeda de rocío y de savia, sus dedos se hundían entre las raicillas y notaba el aliento frío que subía del suelo. Notaba en la punta de los dedos la noche que subía por debajo de él. ¡Qué idea decir que cae la noche, cuando en realidad sube desde el suelo e invade poco a poco el cielo, que sigue siendo hasta el último momento la última fuente de luz! Se fijó en una estrella única, suspendida por encima de él, y tomó conciencia de la profundidad del cielo y sintió contra su espalda la tierra como una esfera, una esfera gigante, contra la cual estaba aplastado, y esa esfera daba vueltas en el espacio, caía indefinidamente en la inmensidad azul oscuro que lo contiene todo, al mismo ritmo que la estrella inmóvil por encima de él. Oscurecían juntos, aplastados contra una gruesa bola a la cual se quedaban pegados, con los dedos hundidos en las raíces de la hierba. Esa presencia de la hierba debajo de él hizo que le invadiera una alegría profunda. Inclinó la cabeza y los árboles destacaron negros sobre la noche clara, cada uno con un peso infinito, y las rocas inmóviles a sus pies brillaron ligeramente, deformando el suelo con su peso, y todo el espacio, cual sábana, se tensaba por el peso de la presencia de los chicos echados en la hierba, los árboles achaparrados y las rocas cubiertas de musgo, y eso le proporcionaba esa misma alegría profunda, duradera.

Experimentó una benevolencia eterna, sin límite, por todos aquellos que, a su alrededor en la hierba, bebían con él de un mismo cubo de vino, y la misma benevolencia teñida de esperanza confiada por aquellos que se reunían en el granero y por el coronel que no abandonaba jamás su quepis azul pálido de meharista. Desde hacía horas discutían a puerta cerrada en torno a la única lámpara iluminada de todo el campamento, de la cual se veía, desde fuera, la luz que se filtraba por las rendijas de la puerta, una luz amarilla, mientras todo lo demás era azul o negro.

La lámpara de petróleo se apagó. Los jefes de grupo se unieron a ellos, bebieron con ellos hasta que la noche se hizo verdaderamente negra y la hierba quedó empapada de agua fría.

Al día siguiente, el coronel anunció con ceremonia, delante de todos ellos alineados, ante la bandera izada en lo alto de un poste, que la batalla de Francia acababa de comenzar. Había que bajar ya y luchar.

El arte francés de la guerra

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