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Vivencias

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Siempre recuerdo de Bangkok la imagen desde la lancha, remontando el río, camino del embarcadero junto al Wat Pho, porque es el primer lugar que suelo visitar para pedir a su gran Buda reclinado que me otorgue protección durante el viaje.

Además, detrás del templo está la reputada escuela de masajes, a la que acudo para quitarme los males de un largo vuelo intercontinental.

Bangkok suele ser mi puerto de entrada al continente asiático. Las horas de vuelo y el jet lag te dejan el cuerpo traspuesto y la contundencia de un masaje tailandés, en manos de las ancianitas o señoras ya expertas, te recoloca todos los huesos y terminaciones nerviosas, además de disolver todos los nudos que te bloquean. El cuerpo es como un mapa interno de nuestra conducta externa.

La idea de fluir es esencial también para el cuerpo. Si existe un bloqueo, por ejemplo, en el cuello o las cervicales, se rompe la comunicación entre el cerebro y el corazón, lo que tiende a convertirnos en robots, que amputan sus emociones en el típico nudo en la garganta.

El Tao establece la flexibilidad como una de las propiedades de la vida.

«El hombre, al nacer, es blando y flexible, y al morir queda rígido y duro.

Las plantas, al nacer, son tiernas y flexibles, y al morir quedan duras y secas.

Lo duro y lo rígido son propiedades de la muerte.

Lo flexible y blando son propiedades de la vida.

Por esto, la fortaleza de las armas es la causa de su derrota, y el árbol robusto es abatido.

Lo duro y lo fuerte es inferior, y lo blando y frágil es superior.»

Tao Te King, LXXVI

Por lo tanto, si nos sentimos rígidos, estamos más cerca de la muerte. Asimismo, la rutina de la sociedad industrializada nos educa para ser fuertes y duros, de modo que debemos desaprender y recuperar aquella flexibilidad que teníamos al nacer.

Un buen masaje es un buen principio para alcanzar esto de una forma inmediata, después de los efectos de un largo viaje y la carga que solemos llevar de nuestras rutinas. Es importante desbloquear nuestro cuerpo con masajes, yoga, terapias o prácticas físicas, que nos aproximen al arte de vivir fluyendo.

Lo orgánico tiene mucha más influencia sobre nuestra mente y nuestras emociones de lo que nos pensamos. El ser humano funciona como un todo holístico, en el que existe una interacción entre todas sus partes. Por eso, es básico para aprender a fluir, primero, deshacer los nudos de nuestro organismo, limpiando los canales energéticos mediante masajes, reiki, yoga o lo que se quiera.

Un buen masaje al iniciar un viaje, además de colocar el cuerpo en su sitio, prepara la mente para que deje de ser tan rígida como de costumbre.

En una ciudad tan caótica, bulliciosa y cargada de tráfico como Bangkok, lo mejor es recurrir al sky train, un tren elevado que cubre parte del centro urbano, o desplazarse en las pequeñas embarcaciones motorizadas, que amarran en distintos puntos del río que la atraviesa.

La primera vez que visité Bangkok, recuerdo que me impactó el espectáculo de la ciudad vista desde las aguas del río, con el trajín de los marineros lanzando y recogiendo los amarres. Recorrí la ciudad vieja visitando casi todos los templos más importantes, que se hallan a uno y otro costado del río Chao Praya.

En la orilla opuesta al Palacio Real y el Wat Pho, visité el Wat Arun, con sus torretas apiñadas y aquellos barrios humildes, que rodean al templo y en los que pude ver la vida sobre las aguas. Muchas casas eran todavía de madera y se sostenían sobre troncos y estructuras que las elevaban del nivel de río. Sobre las aguas, brotaban plantas y, en ocasiones algunas flores de loto, abriéndose paso entre la suciedad y la contaminación propias de una gran metrópoli. No todo lo que vi fue bucólico y arcaico, pero diría que en Bangkok hay espacio para todo. En ella conviven modernidad y tradición, vicio y moralidad, orden y caos.

Más tarde, cuando el sol ya se hacía insoportable, me bajé en el embarcadero de Rajchawongse, que me metió de lleno en el oscuro laberinto colorista de uno de los chinatowns más fascinantes que he visto en Asia.

Aquella exploración supuso todo un reto para mi torpe capacidad de fluir y dejarme llevar, ya que el laberinto puso a prueba mi sentido de la orientación. Como buen occidental, me resistía a no saber por dónde iba y me incomodaba no llegar al destino concreto que había determinado en el mapa. En aquel entresijo de callejones atestado de gente y mercancías invadiendo tu camino, era imposible orientarse. No había referencias exteriores, porque apenas podías ver el cielo o la posición del sol. Te perdías, quisieras o no. Presentando resistencia, te enfadabas, pero si te dejabas llevar, todo cambiaba, así que me dediqué a fluir y a vivir la experiencia como una sorpresa. Recordé nuevamente las leyes del Tao. El camino del cielo es saber vencer sin combatir, responder sin hablar, atraer sin llamar y actuar sin agitarse.

Tracé un recorrido sin rumbo, sin ningún fin más allá de vagar, contemplar e impregnarme del placer sensorial, que suponía cruzar partes del mercado con crujientes patos cantoneses, fideos pad thai y herboristerías con tés de todas clases.

Al llegar a la zona de los paquetes de mil bolígrafos y las esquina con peluches gigantes, me vi dentro de una pesadilla infantil, pero al final pude salir sano y salvo. Toda una experiencia.

Así ha sido cada vez que he visitado el Chinatown de Bangkok, nada ha cambiado desde entonces.

Con el tiempo fui aprendiendo algún itinerario parcial, pero, en un momento u otro, sigo perdiéndome, lo que hace distinta cada visita.

En la capital de Thailandia, otra de mis vivencias fue descubrir la lancha que se toma en el puente de Phanfa y cruza la ciudad de forma transversal, surcando un estrecho canal de apenas tres metros de ancho, entre puentes y todo tipo de barrios. La embarcación iba llena de tailandeses, ajenos al salpicar del agua, cada vez que se aproximaba a tierra firme. Este era un vestigio de la antigua Bangkok, que llegó a considerarse la Ámsterdam asiática y que hoy ha perdido la mayor parte de sus canales.

Al caer la noche, la ciudad se transformaba en un espectáculo de neones y modernidad, con trenes y autopistas sobrevolando mi cabeza, entre rascacielos que se erigían como gigantes en una imagen que parecía sacada de la película Blade Runner. El exceso de estímulos sensoriales seguía poniendo a prueba mi capacidad de fluir. Tampoco podía sacarme de la cabeza las voces de los replicantes protagonistas de la película que venían a encontrarse con el dios de la ingeniería genética que los había creado, para pedirle que les permitiera vivir más. Los androides no solo podían soñar con ovejas mecánicas, como plantea el título original de la novela de Philip K. Dick en la que se basa la película, sino que, además, pueden tener sentimientos y crecer con esa tara tan nuestra del miedo a la muerte. También ellos se resistían al eterno cambio y a los ciclos de la vida.

Un día, mi amigo Pol Comesana, que llevaba ya unos años viviendo en la ciudad, al frente de su web y agencia de viajes Mundo Nómada, me llevó a la terraza de uno de esos modernos hoteles de veintitantas plantas, en las que te sentías muy frágil, mientras el viento parecía mecer todo el edificio. Allí arriba, uno era un ser diminuto ante las luces de la ciudad bulliciosa. También podías sentirte como un dios que observa desde las alturas, aunque a mí esa distancia en el espacio me conectó con mi interior.

Al ver a la ciudad moviéndose, pensé que mi organismo era también una metrópoli en movimiento a la que debía cuidar y atender.

En otra visita a Bangkok, pasé el fin de semana en el gigantesco mercado de Chatucchak, situado al norte de la ciudad y que constituye uno de los mayores bazares del mundo donde puedes encontrar desde serpientes cobra, hasta baterías de cocina o diversos modelos de atrapasueños.

Recuerdo que un día vi una prenda y luego quise volver para comprarla. Me pasé dos horas, tratando de encontrar aquellos pantalones de yoga azules que me había mostrado una vendedora china. Fue imposible, así que acabé comprando otros muy parecidos. En mi obsesión por que fueran los mismos, aturdido por el intenso calor, diría que se me apareció Heráclito, para recordarme la lección de la inmediatez: vive en el presente, porque las cosas no regresan, fluyen.

Uno de mis mejores recuerdos de Thailandia fue la primera vez que, volviendo de las ruinas de Ayuthayya, regresé a Bangkok por vía fluvial. El trayecto duró unas cuatro o cinco horas, en las que pude contemplar la vida rural en ambas riberas del río, como si todo fuera un pesebre de la antigüedad. En esos tiempos, iba de fotógrafo intrépido y viajaba en compañía de una canadiense que acababa de conocer. Jugábamos y competíamos a ver quién hacía mayor cantidad de fotos, o quién tenía el objetivo más largo, o cuál era la mejor posición de la cámara. Ella era muy rápida y yo acabé exhausto, sin vivir la experiencia por estar pegado al visor.

De pronto, entró la luz del atardecer y la gran ciudad emergió sobre las aguas.

El espectáculo era tan especial que el furor fotográfico se detuvo irremediablemente. Fue una contundente lección para los dos. Habíamos estado perdiendo el tiempo con nuestras cámaras, obsesionados con captar y poseer instantáneas, cuando lo importante era vivenciar, parar, contemplar y fluir con lo que aconteciera.

Fijar imágenes en el tiempo y el espacio no vale para nada si no hay experiencia.

La fotografía fija una espontánea, pero, como establece la ley de la impermanencia budista, bajo la doctrina conocida como anicca, debemos considerar siempre la naturaleza transitoria de las cosas. Las formas solo existen porque están en permanente cambio.

Ram Dass, quien fuera conocido como Richard Alpert, antes de abandonar su carrera de psiquiatría en Harvard junto a Timothy Leary (el gurú del movimiento psicodélico), lo explica muy bien en su libro autobiográfico Aquí todavía, cuando un derrame cerebral lo tuvo a las puertas de la muerte.

Dos décadas antes, a mediados de los sesenta, se instaló en la India para practicar meditación budista y convertirse al hinduismo.

«La práctica de la meditación en Boghgaya me sensibilizó respecto a la impermanencia y sobre cómo tratamos de eludirla. Este reconocimiento provocó una gran ansiedad en mí; revelaba la fragilidad del lugar en el que intentaba mantenerme. Mi Ego puso obstáculos a la verdad; edificado sobre la ilusión de su sólida existencia aparte, luchó contra la abrumadora evidencia de que, como cualquier otra cosa, era impermanente.»2

En el mismo libro, cuenta que los monjes budistas son instruidos en los osarios o en lugares donde los cuerpos son abandonados para que sean devorados por los buitres. Normalmente, esto se da en cimas elevadas, señaladas por escaleras pintadas de blanco, sobre la piedra y cubiertas de banderas multicolores de plegarias budistas. Allí los monjes meditan entre los cuerpos en descomposición para aprender la naturaleza impermanente del cuerpo y de todas las cosas vivientes. Esta meditación permite obtener el desapego de lo físico y aproximarse, desde el alma, a la contemplación de la mente y el cuerpo.

La impermanencia también es un modo de comprender la importancia de focalizar la atención en el momento presente. Si todo está en permanente cambio, ¿para qué preocuparse por prever lo que traerá el futuro o anclarse en el pasado?

La última vez que estuve en Bangkok fue camino de Myanmar. De nuevo, llegué con dos amigos fotógrafos, esta vez con la intención de escribir una parte de este libro, que en un principio se iba a titular El país de las sonrisas y que debía centrarse en los países del sudeste asiático. Al final, como las cosas se torcieron con mi editor, pasados seis meses de espera y estancamiento, en vez de aferrarme a mi idea inicial, decidí transformar aquel proyecto en lo que hoy es este libro. Una prueba más de la aceptación del fluir, ya que, después de tanto tiempo, el libro ya no era el mismo, porque yo estaba en otro momento. Sentí que la primera idea se había encallado por algo, así que lo mejor era empezar de nuevo.

Del mismo modo que el libro tuvo sus cambios y avatares, nuestro viaje sufrió un revés en cuanto llegamos, pues al entrar a la habitación del hotel supimos que Gino, el hermano de Teo, acababa de morir. Tenía apenas cincuenta años y la familia estaba destrozada.

Teo llevaba mucho tiempo planeando nuestro viaje, incluso había pedido un crédito para realizarlo. Estaba muy ilusionado con volver a sentirse fotógrafo de viajes después de pasarse unos años inmerso en la rutina y las obligaciones de un padre de familia.

Durante todo el día las llamadas se sucedieron, mientras crecían nuestras dudas sobre qué hacer. Finalmente, le pusieron un billete de vuelta en la mano y para sorpresa mía y de Mariano, el otro compañero fotógrafo, nos dijo que regresaría unos días más tarde, directamente a Yangon. Fue una muestra de entrega y valentía, además de una lección sobre cómo encajar y asumir una situación.

Despedimos a Teo en una tarde lluviosa, con el cuerpo desencajado y el alma partida, pues, Mariano y yo, que nos quedábamos, apenas nos conocíamos y tuvimos que fluir sin nuestro hombre enlace, el nexo que nos había involucrado en el viaje.

Sin embargo, se creó una camaradería inmediata, tal vez como consecuencia de la situación tan dramática que habíamos vivido. Era como si la muerte le hubiera quitado trascendencia a todo, por lo que resultaba absurdo discutir sobre dónde ir, qué comer o cómo pagar o protestar por lo que fuera. Nos sentíamos unos privilegiados y todo estaba bien. Se lo debíamos al gesto de Teo y a la celebración de seguir vivos en el viaje de la vida. La muerte lo cambia todo y, aunque no hay que temerla, es un profundo recordatorio de la necesidad de fluir.

Carpe diem, vive al día, como si cada amanecer fuera el último. Fluye con lo que viene y adáptate a los cambios frente a lo que es inexorable.

El Tao nos dice que vivir es llegar y morir es volver.

Tal como había prometido, Teo volvió tres días después. Venía ojeroso, descompuesto, casi muerto, pero satisfecho consigo mismo.

Durante aquel viaje por Myanmar, la memoria de su hermano estuvo con nosotros y cada visita a un templo o pagoda tuvo una carga simbólica especial.

Viajar es también una oportunidad excepcional para transitar un duelo. La distancia te ubica en un lugar adecuado para la reflexión, la interiorización y la toma de conciencia, que en cambio no facilitan la rutina y el entorno establecido. En mis viajes a Asia, he podido llorar muertes de seres queridos años después de que hubieran sucedido. Es necesario cumplir, sentir y transitar el duelo, porque, si no, se enquista.

La vida hay que sentirla como un fluir, como ese lugar en el que estamos de paso, cuyo cuerpo es vehículo de un alma que al morir seguirá su curso, fluyendo como las aguas del río.

Al menos así es como la contemplan los orientales.

Darshan

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