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1. Shanti, shanti Sutra: Desacelerar lo cambia todo

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Shanti, shanti fueron las dos palabras que más escuché en mi primer viaje a la India.

Cada vez que me precipitaba a hacer algo, comportándome como un típico urbanita procedente del mundo capitalista industrializado, un hindú me respondía con esta expresión. Tardé un tiempo en comprenderla, pero una vez que lo hice, ya no la olvidé.

Aunque puede entenderse como paz en un sentido espiritual, dentro de la cotidianeidad y las calles de la India, shanti, shanti es lo que los americanos expresarían como «Take it easy» o nosotros los españoles como «Para el carro» o «Tómatelo con calma».

¿Cuántas veces escuché a mi sabia abuela decir aquello de «Ve despacio que tengo prisa»? Por desgracia, no le hice caso, y cuando pisé Asia por vez primera, era un acelerado occidental hiperactivo.

Una de las claves para ser feliz es darse cuenta de lo que sucede. Sentir e integrar las vivencias resulta fundamental, pero en nuestras aceleradas vidas, solemos perdernos en la inacabable agenda pendiente que arrastramos.

Nos dejamos llevar por la hiperactividad, porque nos hace sentir importantes y tapa todo tipo de problemas o emociones que no queremos reconocer.

El «Ahora no tengo tiempo» o el «Es que no paro» son algunas de nuestras frases favoritas. Unos van como una moto, otros reconocen el estrés o lo utilizan de pretexto...

No niego que en ocasiones la vida nos somete a situaciones que requieren cierta urgencia, pero no está de más valorar aquello que verdaderamente es importante.

Hay que aprender a dar sentido al tiempo, midiendo la hiperactividad desbordante y no hay que caer en el engaño de creer que el estar muy ocupados nos hace más felices.

El ser humano necesita integrar, antes de meterse en otra cosa, ya sea en el terreno emocional, sensorial o intelectual. El mundo moderno nos ha hecho insaciables y, cuando tenemos algo, ya queremos algo más. De modo que al final vivimos en la insatisfacción de no tenerlo todo o no alcanzar lo inabarcable. En el patrón de respiración de muchos occidentales, la pauta es inhalar de forma compulsiva, acorde con la hiperactividad, no tener conciencia de la retención de aire y exhalar de forma brusca, ineficiente y escasa. Solo pensamos en acumular aire, no en soltar, ni en dar tiempo para oxigenar las células.

En las primeras sesiones de yoga, el alumno aprende a respirar, alargando los tiempos de inhalación, retención y exhalación. De pronto, descubre que una simple relajación o pausa en la respiración puede cambiar sus pautas de conducta y su estado mental.

La respiración es uno de los recursos principales, no solo para calmar la mente, sino para hacer circular la energía de la luz universal que está en todas partes y también en nosotros. Se trata de respirar de forma muy sutil, suave y pausada. De esto habla también el T’Ai I Chin Hua Tsung Chih, conocido como El secreto de la flor de oro, un texto que, en el prólogo de la traducción de Richard Wilhem, Carl Jung considera un tratado de alquimia, además de texto taoísta de yoga chino. Personalmente, lo considero una de esas joyas que Oriente nos ofrece y que releo a menudo, comprobando cómo evolucionan sus contenidos con el curso de mi propia vida. Es uno de esos libros que inicialmente fue transmitido de forma oral y que cristalizó dentro de un círculo esotérico de China. Su primera edición data del siglo VIII, pero no llegó a Occidente hasta 1929 con la traducción alemana de Richard Wilhem, de la que se hizo una versión americana dos años más tarde. Luego fue reeditado en varias ocasiones durante la contracultura americana de los años sesenta.

«Cuando te sientas a meditar, debes mantener el corazón tranquilo y la energía concentrada. ¿Cómo podemos acallar y calmar el corazón?

Mediante la respiración.

El corazón simplemente ha de ser consciente del flujo de la inhalación y la exhalación; no se debe escuchar mediante los oídos. Si no es escuchada, entonces la respiración es la luz; Si es luz, entonces es pura.»1

La flor dorada es un símbolo, una metáfora que nos habla de la luz y de cómo hacerla circular por nuestro cuerpo. Detrás de esta luz, se esconde la esencia de la energía verdadera, del ser trascendente, el Uno.

En el contexto de la filosofía taoísta a la que se vincula el texto, lo trascendente sería la naturaleza, pero si lo extendemos a cualquier otra forma de pensamiento o religión, el concepto sería igualmente válido.

Hemos de aprender a conectar lo interno con lo externo, sabiendo mover la energía llamada chi o prana dentro de nosotros.

La luz de la flor de oro no es solo nuestro cuerpo, ni lo que está fuera de él como los ríos y las montañas, sino también el sol y la luna. Todo el universo conforma esta idea de luz o energía universal con la que podemos conectar. Una de las claves para conseguirlo es la respiración, la quietud mental y la apertura de corazón.

En un conocido sutra budista llamado Suramgama Sutra se dice:

«Concentrando los pensamientos uno puede volar; concentrando los deseos, uno se pierde. Solo mediante la contemplación y la quietud surge la verdadera intuición».

En palabras de Buda: «Cuando fijas tu corazón en un punto, entonces nada es imposible para ti». El problema es que normalmente el corazón quiere acción y distracción para poder huir, por eso evitamos sentir desde el corazón.

Una de las mejores técnicas para enfocar y sentir nuestro corazón es la respiración silenciosa, pero para ello hay que desacelerar y rendirse a la inacción.

«El secreto de la magia en la vida consiste en usar la acción para alcanzar la inacción.»

Así lo postula El secreto de la flor de oro, siguiendo una de las premisas clave del pensamiento taoísta, que veremos en este capítulo.

Si logramos aplicar este principio de desacelerar en nuestra vida cotidiana, aparece un espacio vacío que permite observar, sentir, emocionarse, tomar decisiones y muchas otras cuestiones que en la precipitación o prisa no existen.

La cuestión reside en cómo introducir esta nueva premisa de desacelerar en tu vida cotidiana, dentro de un contexto ya creado que te incita a vivir al límite y estresado. Resulta muy difícil cambiar una conducta adquirida.

Allí es donde puede entrar la potencialidad del arte de viajar. El viaje te saca de contexto, creando una burbuja en forma de nuevo entorno, que se potencia si el territorio desconocido se rige por otras pautas de conducta. No se trata tanto de miles de kilómetros, sino de formas y cadencias. Nueva York es más de lo mismo y en mayor aceleración. Hay que aprender de otras formas culturales. A mí, me ha servido el continente asiático, pero a otros les servirá África o Sudamérica. No importa, la cuestión es poder levar amarras y desplazarse a un lugar sin las referencias de la cotidianeidad. Esta es la razón por la que París o Londres tampoco sirven como destino donde cambiar nuestras formas de relacionarnos con el tiempo y la actividad.

Con respecto a esto, mi primer aprendizaje fue en la atmósfera caribeña cubana, donde la impaciencia, la frustración o el enfado por la pérdida de tiempo fruto de un pinchazo se convirtió en el regalo de una noche en mitad de la nada, escuchando los grillos bajo las estrellas.

En la India, comprendí el concepto de desacelerar, pero allí hay tanta energía que no pude llevarlo a la práctica. Diría que empezó a calar en mí visitando países budistas, y probablemente fue Laos el que mejor me transmitió la práctica de ir por la vida a un ritmo más pausado.

La contemplación del discurrir del agua de un gran río como el Mekong apacigua el ánimo y te lleva a un estado de meditación. Si lo prolongas durante un buen rato, tarde o temprano, llegas a comprender qué significa fluir, otra enseñanza oriental que veremos en el capítulo siguiente.

La prisa y la aceleración no son más que el producto de un plan, de una previsión, de una meta, de haber calculado llegar en un tiempo. Sin embargo, ¿qué sucede si no hay cálculo, sino hay plan? De pronto, la tensión desaparece, porque ya no hay objetivo, ni meta, ni timing.

Ciertamente, resulta desconcertante, porque no sabes a qué aferrarte, pero si le das espacio, vas comprendiendo que puedes desenvolverte en la vida dejándote fluir como el agua que se adapta a los cambios, sorteando obstáculos, avanzando sin prisa, pero sin pausa.

La experiencia de desacelerar la podemos aprender en entornos rurales, aldeas, en el campo, contemplando montañas o ríos, pero difícilmente se va a dar en un entorno urbano, ni occidental, ni asiático.

Mi consejo es perderse en algún lugar recóndito, muy lejos del aeropuerto que nos ancla a nuestro mundo conocido de prisas y rutinas. Aprender a desacelerar es una de las grandes conquistas para una vida mejor.

Mi paraíso del tiempo pausado, que no perdido, fue Laos, un país en el que incluso en su capital Vientiane, la gente vive fluyendo pausadamente como el río que les da la vida.

Darshan

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