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Vivencias

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Aterricé en Laos en un avión de hélices, procedente de Hanói, la capital del norte de Vietnam. Mi puerto de entrada fue Luang Prabang, porque quise ir directamente al lugar del que tanto me habían hablado. El norte resultaba un lugar remoto en el que durante la antigüedad los pueblos solo podían ser alcanzados por vía fluvial o mediante penosas expediciones por la selva tropical, salpicada de montes.

El viajero y escritor Norman Lewis, en su libro de viajes por Indochina titulado A Dragon Apparent (1951), fue de los primeros en hablar de la belleza de sus pagodas.

Llegué casi al anochecer, entre el rumor de las aguas que envuelven a esta aldea que parece una isla rodeada por cuatro ríos. Los mantras de la tarde se habían callado, pero todavía podía olerse el incienso y palparse el calor del final del verano. Los niños jugaban en la calle y el mercado de noche se preparaba para recibir a los turistas de paso, que se movían con la cadencia apresurada del viajero occidental que considera que un lugar tan pequeño no necesita más de dos días de visita. Yo había venido para quedarme, al menos durante una semana.

Así pude observar, permanecer y entrar en la forma de vida de este pequeño paraíso, que se levanta poco antes del amanecer, cuando los monjes salen a la calle a pedir limosna, y se acuesta con el sol, entre rezos y plegarias.

En Luang Prabang encontré el culto budista integrado en la cotidianeidad y oficiado en el marco de unos templos históricos y monumentales que seguían vivos, no convertidos en reliquias o en museos aptos para la visita turística, como en otros puntos de Asia. Los monjes permitían compartir ceremonias y ser observados en pleno culto, siempre que hubiera un respetuoso silencio y se siguieran normas básicas como descalzarse al entrar en los templos y mantener una actitud considerada.

La primera pista que detecté en relación con la desaceleración fue la cadencia de los movimientos de los monjes, pues sus cuerpos parecían estar detenidos en la meditación y se movían como lo hacen las palmeras cuando el viento las mece.

Me recordaban la cadencia del tao, el ritmo que establece la naturaleza, tal como la entiende esta antigua forma de sabiduría china. Siguiendo el tao o el modo de ser de la naturaleza, alcanzas un estado de ánimo semejante a lo natural.

Este concepto de naturalidad que yo veía en los monjes de Luang Prabang se conoceen China como wu wei, que podría traducirse como «no hacer nada», algo que asociamos comúnmente con la meditación. Craso error, porque el wu wei es un equilibrio dinámico, un reposo para comprender con atención, un vacío de la mente para percibir completamente, una comprensión del todo desde la no acción. Un lugar en el que la sombra del pensamiento, que media entre el estímulo y la acción, desaparece. Esta es una de las claves para meditar que los monjes practican diariamente hasta alcanzar la perfección.

Desde el exterior, allí donde casi siempre estamos los modernos hombres civilizados, parece no suceder nada, pero internamente, están captando todo aquello que a nosotros se nos escapa. Pueden ser las armonías sutiles de la naturaleza como plantea el taoísmo o la mirada íntima hacia tu dios interior del budismo.

Chuang Tsé, el gran filósofo chino taoísta que vivió en el siglo IV a.C., cuando habla del wu wei nos dice:

«La mente del sabio por estar en reposo deviene espejo del universo, espectáculo de toda la creación.

Reposo, tranquilidad, quietud y naturalidad son los niveles del universo, la perfección última del Tao.»

Vuelvo a los monjes y escucho sus mantras, prestando atención a la sonoridad de unas palabras que no comprendo, pero cuya lenta cadencia apacigua mi estado de ánimo. Nada parece romper la armonía de un entorno que transcurre a un ritmo parecido al de las aguas del río Mekong. Suave, constante y fuerte.

Una tarde subí a la colina principal de Luang Prabang para visitar su templo y contemplar las vistas panorámicas de toda la región que desde ahí se divisan.

Con una terrible humedad, los ciento noventa escalones, solo podían ser superados a bajas revoluciones y a un ritmo constante. Una vez en la cima, las vistas parecían sacadas de un cuadro simbolista, con paisajes como los de Gustave Moreau, aquellos que recuerdan acuarelas japonesas, con colinas fantasmagóricas entre el vapor de las aguas del río fusionándose con las nubes. De pronto, el crepúsculo irrumpió para llenar de un color morado todo el cielo y los cientos de turistas quedamos paralizados, incapaces de hacer una fotografía durante unos preciosos segundos en los que el tiempo se detuvo.

Dentro del templo, apenas había nadie, tan solo dos chicas locales que habían ido a consultar una especie de oráculo, que consiste en sacudir un cubilete lleno de varillas con números. Me invitaron a participar y fue divertido ver sus caras ante mi supuesta suerte, que apenas me pudieron transmitir, porque no hablaban inglés. Me fui con la experiencia y la visión de un paisaje que no podré olvidar. Allá arriba, la vida parecía detenida, quieta y estática.

Probablemente, aquella forma de oráculo provenía del I Ching o libro de las mutaciones, el texto más antiguo de la China, que fue usado como oráculo imperial, a partir de una base cosmológica y metafísica, que también inspiró tanto al taoísmo como al confucianismo. También se lanzan unas varillas y, como sucede en casi todas las formas de adivinación primitivas como la cábala, la numerología pitagórica o la tántrica, los números establecen un oráculo. Aunque el I Ching es mucho más que esto. Por ejemplo, en él se recoge la sabiduría de los cinco elementos y temas de la medicina china.

Con la conciencia del oráculo, remonté el Mekong para visitar las cuevas de Paok See, famosas por los centenares de estatuillas budistas depositadas como ofrendas durante siglos por los devotos.

Subido a bordo de una larga y estrecha barcaza, un hombre curtido, con callos en las manos de tanto asir el remo, puso en marcha el motor. La corriente nos varaba continuamente, pero poco a poco corregíamos rumbo y ascendíamos sobre unas aguas arenosas con un caudal estremecedor. A uno de los lados, se divisaba alguna aldea de campesinos, pero el otro costado era casi imposible de ver debido a la enorme distancia. Cielos azules, con alguna nube sobre las verdes colinas selváticas. Unas horas más tarde, llegamos a las cuevas. La primera, junto al río, resultaba más luminosa y bella, pero también más visitada y ruidosa que la que descubrí internándome unos metros en la selva, siguiendo una escalinata que daba a una cavidad que invitaba a adentrarse en la oscuridad. Pasado el umbral, un bello Buda reclinado, ocupaba un altar que apareció bajo la luz de mi linterna.

Un poco más hacia el interior, en otra sala lateral y todavía más profunda, diversos Budas se alineaban de pie, como un ejército de la templanza. Silencio y oscuridad, cobijo y refugio de la luz cegadora del exterior. Toda una experiencia en el corazón de las tinieblas, un lugar en el que el tiempo parecía detenerse, un espacio donde serenarse, antes de volver a las aguas del río, que, ya de regreso, te llevaban como si fueras montado sobre una gran ola.

El arte budista ofrece numerosas variaciones. Normalmente, su espacio más conocido son las estupas o chortens, esas estructuras cónicas que apuntan al cielo, originadas como lugar de custodia de reliquias del Buda. Son lugares de culto exterior, cubiertas de oro, que relucen ante la luz del cielo e irradian su entorno. En cambio, las cuevas son espacios de recogimiento y meditación, con ese algo ancestral que nos devuelve al útero, al origen del que procedemos, a la noche de los tiempos, al silencio de la inmortalidad. Hoy suelen visitarse en compañía de fieles devotos o simples turistas, pero, si se llega a primera o última hora, queda la esperanza de vivir la experiencia en solitario, pudiendo sentir la atmósfera de recogimiento. Si esto no es posible, siempre queda la contemplación estética de los cientos de Budas que la gente ha ido depositando a lo largo de los siglos.

Aquí, en Laos, todos eran Budas alargados con bellas coronas flamígeras y expresivas sonrisas. Brazos gráciles y cuerpos en movimientos armónicos que demostraban un arte escultórico muy avanzado. El interior poco tenía que ver con la belleza de las grutas del arte budista hindú, como Ellora o Ajanta, pero quedaba compensado con su esplendor natural, con las cuevas suspendidas sobre el gran río, escondidas en mitad de la selva tropical. Llegar hasta ellas devenía en todo un ritual, una experiencia casi iniciática.

Al llegar al embarcadero de Luang Prabang, me quedé hipnotizado, observando el planear de las embarcaciones, que, para cubrir el trayecto de orilla a orilla, debían trazar virtuosas diagonales y curvas sinuosas que compensaban la fuerza contraria de la corriente. Lo que para unos hubiera sido un ejercicio de pánico, se vivía con toda tranquilidad. Simplemente, integraban el Tao en sus movimientos, siguiendo el flujo de la corriente del río. Si todos pudiéramos hacer lo mismo con nuestras vidas, tal vez sería todo más sencillo.


Embarcadero de Luang Prabang al atardecer sobre el río Mekong.

El wu wei puede entenderse como un juego del hombre que retorna a la niñez para compenetrarse con los elementos de la naturaleza y actúa desde la acción espontánea. Cuando de adultos adquirimos la conciencia del Yo, que en sánscrito se denomina Ahamkara, esta se apropia de la acción y la subordina a sus propios fines. Cuando actuamos desde este Yo, la acción se estropea, se premedita y no fluye.

Al desacelerar y pausar, activas la capacidad de escuchar las armonías de tu entorno y la acción surge de una forma espontánea y natural. Sin embargo, esto no se puede confundir con la velocidad. Espontaneidad no es celeridad, sino naturalidad desde una cadencia, que se ajusta al entorno que te rodea.

La cadencia de Luang Prabang era reposada desde el amanecer. Recuerdo la ritualidad de unos desayunos coloniales, entre muebles de teca y ventiladores, viendo pasar la vida.

La gente local se movía de forma silenciosa y apacible, entre turistas que iban y venían, persiguiendo con sus cámaras a los monjes en su rito matinal de recoger alimentos por las calles.

Un día trabé amistad con un monje que sabía mucho de fútbol y tenía ganas de aprender inglés. Resultaba curioso comprobar cuánto sabían de fútbol los monjes, tanto como cualquiera de los nativos dedicados al transporte o el turismo. Tal vez esta era la religión nuestra que más les llegaba o, simplemente, era la punta de lanza del voraz capitalismo comercial, que se enriquece vendiendo camisetas en cualquier lugar del mundo.

Los monjes saben de fútbol y también son personas. Este descubrimiento de aquel día rompía mi estúpido tópico de pensar que eran personas que vivían la vida en plena reclusión y aislamiento. Su visión del deporte era serena, sin pasiones, estridencias o alteraciones de tono, casi comprendiendo el sentido reverencial que para muchos de nosotros puede tener esta especie de religión del urbanita occidental contemporáneo.

A mi alrededor, los templos se disponían junto a una estupa central blanca cubierta por esferas desconchadas y restos dorados. Los tejados de los edificios parecían posarse sobre el suelo, adornados por preciosas filigranas ornamentales en madera policromada, en tonos rojos y colores terrosos. Había en ellos un indudable estilo, procedente de la antigua China.

No podía dejar de contemplar aquellas maravillas, mientras el monje seguía hablándome de su día a día, de los años que le quedaban de formación, de la imagen que él tenía de Occidente. No es que sus palabras fueran ruido para mí, pero lo que expresaba, lo que verdaderamente me hablaba era su tono melodioso y pausado.

Aquel era un lenguaje universal, cuya cadencia parecía ajustarse con la melodía del río y el sentido de las nubes, detenidas sobre las colinas.

Luang Prabang fue declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco y, desde entonces, su paz puede quebrarse por la irrupción de todos los turistas que venimos a conocer su magia y, en ocasiones, nos perdemos en el detalle de una superficie que no nos deja escuchar su silencio. Para ello, hay que detenerse, frenar y quedarse un tiempo.

Un lugar para permanecer unos días, más allá de lo establecido en las guías o en la idea típica del mundo civilizado que viene a ver lo que hay que ver en un tiempo preestablecido, para seguir acumulando millas y trofeos turísticos.

Luang Prabang invita a comprender el poder de la desaceleración, pues en la lentitud y en la pausa se hace visible lo más sutil.

Algo de todo esto se mantiene en Vientiane, la capital de Laos, pero, como es de esperar, la ciudad rompe la magia de los lugares remotos. En comparación con otras metrópolis asiáticas, Vientiane resulta un balneario a orillas del Mekong, pero sus vibraciones son bastante reconocibles para cualquier occidental. Tráfico, bares, bullicio, alta oferta hotelera, bazares y templos en reconstrucción que hablan de una ciudad que se abre al mundo, desde el anclaje de un régimen comunista que le ha aportado un cierto candor por su anacronismo.

El mayor espectáculo son los atardeceres en el paseo del Mekong, donde las mujeres acuden a practicar aeróbic al aire libre, a un ritmo endiablado, más propio de un after ibicenco que de un pequeño país budista.

Me hubiera gustado seguir el descenso por el Mekong hasta las cascadas de Pakse y, desde ahí, llegar a la vecina Camboya, pero me lo reservo para otra ocasión.

No hay que correr, ni ansiar acumular más millas, solo desacelerar y observar qué sucede en tu interior.

Darshan

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