Читать книгу Fuga y retorno de Teresa - Alfonso Crespo Hidalgo - Страница 10

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Los cuatro primeros capítulos del Libro de la vida versan sobre la infancia, adolescencia y primera juventud de Teresa de Cepeda; concluyen en el capítulo cuarto, verdadera charnela vital, que cierra la historia de su vida como seglar y abre la nueva historia de Teresa de Jesús, con la toma de hábito y los primeros tiempos, aún con atmósfera de novedad, en la vida del claustro. Les precede un prólogo, que comentaremos más adelante.

Estos cuatro capítulos constituyen una unidad, completa y diferenciada, dentro del Libro.

Fijemos primero la biografía de la Santa en unas fechas emblemáticas: Teresa de Cepeda y de Ahumada nace en Ávila el 28 de marzo de 1515. Con veinte años (2 de noviembre de 1535) entra en el monasterio carmelita de La Encarnación, fuera de las murallas de la ciudad. Toma el hábito un año después y profesará de carmelita el 3 de noviembre de 1937. En él vivirá 27 años, hasta que en 1562, buscando una nueva forma de vida contemplativa, funda el Convento de San José de Ávila y emprende una larga y fecunda aventura fundacional. De aquí a su muerte (4 de octubre de 1582) transcurren 20 años exactos. Son los más ricos de la vida de Teresa de Jesús, bajo todos los aspectos: fundadora, escritora, años de plenitud y de desbordamiento, de riquísimas experiencias místicas y de extenuante actividad, como escritora y como fundadora[11].

Nos detenemos en algunos detalles sobre la vida de Teresa, de su infancia y adolescencia, hasta que decide huir de la casa paterna camino del monasterio de La Encarnación. Allí ingresa con veinte años.

En el primer capítulo, la Santa traza la semblanza de su hogar: nace de unos padres «virtuosos y temerosos de Dios». De su padre recuerda la afición a los buenos libros. Hombre de caridad y «de gran verdad». Su madre enseña a sus hijos a rezar y «a ser devotos de Nuestra Señora». Mujer de virtudes: «Grandísima honestidad», «muy apacible y de harto entendimiento». Con una nota reivindicativa, señala Tersa que la madre murió joven, treinta y tres años: la enfermedad y «los trabajos» le acortaron la vida.

Eran tres hermanas y siete hermanos. Ella es, sin embargo, «la más querida de su padre». Y una travesura infantil: con siete años huye del hogar, con su hermano Rodrigo, para emular el martirio que leía en las vidas de los santos: «Concertábamos irnos a tierras de moros, pidiendo, por amor de Dios, que allá nos descabezasen» (Vida, 1,4)[12]. Aventura fallida que compensa jugando a ser monja ermitaña. A los 14 años, muere su madre, y ella se confía «con muchas lágrimas» a los cuidados maternos de la Virgen María (1,7).

En estos años comienza a tener trato con parientes ligeros, «de aficiones y niñerías no nada buenas». Hay también unos escarceos sentimentales con un mozo «con quien por vía de casamiento me parecería podía acabar bien» (2,9).

La vida de la joven Teresa llegó a preocupar a su padre. Ella misma confiesa que «su sagacidad para cualquier cosa mala era mucha» (2,4). A sus dieciséis años –¡ay, siempre difícil adolescencia!– es internada en el monasterio agustino de Santa María de Gracia (2,6), una especie de internado para señoritas necesitadas de corrección de conducta. Es curioso el consejo que Teresa da a los padres de hijos adolescentes:

«Si yo hubiese de aconsejar, dijera a los padres que en esta edad tuviesen gran cuenta con las personas que tratan sus hijos, porque aquí está mucho mal, que se va nuestro natural antes a lo peor que a lo mejor» (2,2).

Pronto empieza a remontar vuelo: «Comenzó mi alma a tornarse a acostumbrar en el bien de mi primera edad» (2,8). Curiosamente –¡qué bien hacen las compañías a estas edades!– influirá en ella la «buena compañía» de una monja del pensionado; sus conversaciones fueron determinantes en el proceso de recuperación espiritual (cf 3,1). Estuvo allí un año y medio.

En este ambiente comienza Teresa a plantearse su vocación religiosa. Su estado antes de entrar en el pensionado lo define con claridad: «Yo estaba entonces enemiguísima de ser monja» (2,8). Pero comienza su discernimiento, motivado por el testimonio de las monjas que la acompañan. Una de ellas (doña María de Briceño) narra su propia vocación, que tuvo su punto de arranque en la meditación de la frase del evangelio «muchos son los llamados y pocos los escogidos» (3,1; cf Mt 20,16). Plantea sus dudas entre monja y casamiento: ¡a los dos estados temía la voluntariosa Teresa! Poco a poco, va teniendo «más amistad de ser monja, aunque no en aquella casa» (3,2).

Confiesa la Santa que ya en este tiempo «andaba más ganoso el Señor de disponerme para el estado que me era mejor» (3,2). Y, a través de una serie de acontecimientos, Teresa irá viendo cómo Dios le indica el camino. Una nueva enfermedad, «unas calenturas y unos grandes desmayos», la llevan de vuelta a la casa de su hermana mayor, en Castellanos de la Calzada. De camino, se detiene unos días en Hortigosa, con su tío paterno Pedro Sánchez de Cepeda, hombre devoto y culto, con buena biblioteca –¡cómo ayuda un buen libro en momentos de soledad y de dudas!–. Encuentro providencial, pues la inquieta Teresa quedará «amiga de buenos libros».

Leyendo y recordando su niñez feliz vuelve a considerar la vanidad de las cosas y el miedo al infierno:

«Vine a ir entendiendo la verdad del mundo y cómo acababa en breve, y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno. Y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más seguro estado, y así poco a poco me determiné a forzarme para tomarle» (3,5).

Y, con cierta chispa, puntualiza:

«En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma con esta razón: que los trabajos y pena de ser monja no podía ser mayor que la del purgatorio, y que yo había bien merecido el infierno» (3,5).

Teresa señala muy sincera:

«En este movimiento de tomar estado, más me parece me movía un temor servil que amor... Pasé hartas tentaciones estos días» (3,6).

La lectura de las Cartas de san Jerónimo le da a la Santa un último empujón: comunicará a su padre el propósito de ingresar en el Convento de La Encarnación. Para la decidida Teresa, esta comunicación a su padre «era ya casi como tomar el hábito» (3,7). Por ello, ante la resistencia del padre, huye de la casa paterna camino del monasterio. Arrastra en su fuga a un hermano suyo «diciéndole la vanidad del mundo» (4,1). Huida dramática, tensa y dolorosa. Después de tantos años todavía permanece nítidamente gravada en la memoria de la Santa:

«Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí» (4,1).

Teresa tiene veinte años. A esta edad, una buena moza como ella habría ya encontrado un buen partido. Sin embargo, Teresa busca esposo de más realeza.

Este capítulo cuarto es una profunda reflexión, mejor, una hermosa oración de diálogo de amistad con Dios, sobre el camino recorrido hasta ahora. Teresa recuerda todas las gracias concedidas por Dios, como dote de bodas, a esta muchacha que entrega su vida al Dios que tanto la ama:

«A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura» (4,2).

Reflexiona sobre la enfermedad, sobre la ayuda de los buenos libros, en esta ocasión el Tercer abecedario de Francisco de Osuna. Pero, también, Teresa insinúa ya que este idilio se puede romper; ella se conoce a sí misma y comienza una estrategia que se continuará a lo largo de su vida: contraponer su debilidad con las mercedes que Dios le hace... juego ventajoso. Bien sabe ella que siempre le ganará su Amado:

«¿En quién, Señor, pueden así resplandecer como en mí, que tanto he oscurecido con mis malas obras las grandes mercedes que comenzasteis a hacer?» (4,4).

Con sabor bíblico, reminiscencias del Salmo 50, exclamará:

«Es verdad que muchas veces me templa el sentimiento de mis grandes culpas el contento que da que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias» (4,3).

Teresa vive al final de esta etapa un momento de intimidad y amistad con Dios:

«Comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez llegaba la unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro» (4,7).

Culmina esta primera etapa de su vida con un auténtico cántico de alabanza, reforzado con un Amén que clausura el capítulo.

Nos adentramos, ahora, en el estudio de la «imagen» de Dios que Teresa nos transmite a través de su obra. No busquemos conceptos ni definiciones. Teresa no escribe un tratado de Teología, sino su propia historia de amor, un capítulo más de la historia de la salvación. Aquí, como en la Biblia, Dios aparece en acción. Y a través de su acción es como vamos a ir conociéndolo.

Así, también, lo conoció Teresa. La Santa descubre la presencia de un Dios que actúa en su vida, en las cosas y vicisitudes normales. Y nos hablará de dos experiencias interesantes, que a lo largo de la narración se hacen destacar: la «espera» y las «intenciones» de Dios sobre Teresa. También nos facilitará, con profunda humildad, el que podamos echar una ojeada a ciertas actitudes teresianas que condicionan la acción de Dios en ella. Todo concluirá, en esta primera etapa de su vida seglar, en un cántico –el Magníficat de Teresa– con el que la propia Santa, como tantos héroes bíblicos, cierra el relato de su aventura.

No dejaremos de lado el Prólogo que Teresa antepone a la obra. En él, concisamente, nos dibuja los rasgos de «su» Dios, «que tanto la esperó» y una mirada sobre ella misma, «que se resistía a las mercedes que su Dios le hacía». Los dos personajes básicos de este relato quedan ya perfectamente caracterizados.

La autora, con instinto literario, implica ya desde el principio al lector en esta historia suscitando una curiosidad que no le dejará ajeno, sino que provocará en él un deseo de respuesta:

«Y por esto pido, por amor del Señor, tenga delante de los ojos quien este discurso de mi vida leyere, que ha sido tan ruin que no he hallado santo de los que se tornaron a Dios con quien consolarme porque considero que después que el Señor los llamaba, no le volvían a ofender. Yo no solo tornaba a ser peor, sino que parece traía estudio a resistir las mercedes que Su Majestad me hacía...» (Pról. 1).

Adentrémonos en el mejor conocimiento de los dos protagonistas, a veces antagonistas: Dios y Teresa. ¿O quizás Teresa y Dios?, pues parece que hasta ahora es la Santa la que lleva la iniciativa: es ella la que se pone a escribir.

Fuga y retorno de Teresa

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