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La «microhistoria» del Libro

La historia, maestra de vida, también puede ayudarnos a entusiasmarnos con la lectura del Libro de la vida. La intrahistoria de este libro nos puede parecer novelesca o fantasiosa. Tomemos el Libro en nuestras manos: es un humilde cuaderno, modestísimo en todo, menos en su contenido. Escrito en tamaño parecido a nuestro DIN A4, contiene un total de 225 folios, siendo los folios autógrafos 205; los otros son añadidos, como el voto de censura del P. Báñez y varios folios en blanco.

Los primeros años del Libro no fueron fáciles. Lo escribió, en su segunda redacción, en el convento recién fundado de San José de Ávila, en torno a 1565. La Santa tenía 50 años. El manuscrito estuvo diez años en manos de su autora (1565-1575); luego es secuestrado por la Inquisición y permanece doce años prisionero, hasta 1587. Un teólogo de prestigio, el P. Domingo Báñez, en 1575, avalaría la catolicidad del Libro, denunciando con unas palabras proféticas que no es bueno el miedo como reacción ni la sospecha constante ante lo que se sale del «camino llano y común y carretero». Aunque el experto teólogo no se siente a gusto con las «visiones y revelaciones» que narra el libro (cosa que ocurría a la misma Santa), acredita a la autora como mujer «no engañadora». E insiste: «Tengo grande experiencia de su verdad, obediencia, penitencia, paciencia y caridad con los que la persiguen... Y esto es lo que se puede apreciar como más cierta señal del verdadero amor de Dios que las visiones y revelaciones»[3].

Será Fray Luis de León quien, en 1588 y en Salamanca, ciudad de letras por antonomasia, presentaría a la luz pública el Libro, introduciéndolo en sociedad. Cuatro años después, el manuscrito será llevado a la biblioteca real de El Escorial a requerimiento de Felipe II (1592). Forma parte ya del Patrimonio Nacional[4]. Toma pleno sentido la famosa sentencia de la Santa en su carta a las monjas de Sevilla, en 1579: «La verdad padece, pero no perece». El Espíritu Santo es provocador y sopla cuando quiere y su presencia en sus fieles abre a novedades insospechadas que con frecuencia son difíciles de atar o catalogar (cf Jn 3,1-8).

Pero quedan aún unos episodios curiosos, alguno cargado de intrigas, en las andanzas del manuscrito. Señalamos dos: a principios del siglo XIX, el rey impuesto, José Bonaparte, quiso llevar en su equipaje de latrocinio, cuando huía a Francia, la «joya» de Teresa y piedra preciosa de nuestra literatura. No lo consiguió. Una mano anónima hizo que el manuscrito se quedara oculto en Madrid y devuelto a El Escorial. Y un segundo viaje frustrado: en la huida de nuestro patrimonio hacia Ginebra, con motivo de la contienda civil, en 1939, el manuscrito emigró junto a un buen elenco de nuestra mejor pintura con destino a Ginebra, pero tampoco atravesó la frontera. Quedó depositado en el Castillo de Perelada en Gerona, y terminada la guerra, regresó felizmente a su estante sereno de El Escorial. Recientemente sí ha salido, pero no ya a hurtadillas, a su ciudad natal de Ávila, como estímulo para preparar la celebración del Centenario de su Vida[5].

Fuga y retorno de Teresa

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