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Definición del problema: necesidad de una antropología del arte

1.1. ¿Es posible una teoría antropológica del arte visual?

El término «teoría antropológica del arte visual» probablemente suscite la noción de una teoría que trate la producción de arte en las sociedades coloniales y poscoloniales que los antropólogos suelen estudiar, además del llamado arte «primitivo» –ahora denominado «etnográfico»– que se halla en las colecciones de museos. Equivale a una «teoría del arte» aplicada al arte «antropológico», pero no es lo que tengo en mente. El arte de los periodos colonial y poscolonial, en la medida en que es «arte», puede observarse desde cualquiera de las «teorías del arte» existentes, siempre y cuando esta perspectiva sea útil. Los críticos, los filósofos y los estetas han sido prolíficos durante mucho tiempo; las «teorías del arte» constituyen un campo vasto y consolidado. Aquellos cuya profesión es describir y entender el arte de Picasso y Brancusi pueden escribir reflexiones sobre unas máscaras africanas como obras de «arte» y, en efecto, necesitan hacerlo porque existen relaciones artístico-históricas muy significativas entre el arte africano y el occidental del siglo XX. Carece de sentido desarrollar una «teoría del arte» para nuestro arte y otra distinta para el de las culturas que tiempo atrás quedaron bajo el influjo del colonialismo. Si las teorías estéticas generadas en Occidente se aplican a «nuestro arte», entonces se pueden usar con el arte de todo el mundo, y así es como debe ser.

Sally Price (1989) lleva la razón en denunciar la esencialización del arte «primitivo» y su consecuente marginación. Defiende que este arte merece que los occidentales lo aprecien según los mismos estándares críticos que usamos con nuestras obras. El arte de culturas no occidentales no es en esencia distinto del nuestro, pues lo producen artistas de talento, individuales y creativos, en una expresión espontánea de sus instintos primitivos o también como exponentes comunes de algún estilo «tribal» rígido. Como otros académicos contemporáneos de las artes etnográficas (Coote 1992, 1996; Morphy 1994, 1996), Price piensa que cada cultura tiene una estética específica, y que la tarea de la antropología del arte es definir sus características para que se puedan considerar las contribuciones estéticas de los artistas no occidentales correctamente, es decir, en relación con las intenciones específicas a su cultura. La autora argumenta:

El punto central del problema, tal y como yo lo entiendo, es que la apreciación del arte primitivo casi siempre se ha configurado en términos de una dialéctica falaz. La primera posibilidad es dejar que el ojo que evalúa lo estético sea nuestra guía sobre la base de cierto concepto indefinido de belleza universal. La otra es sumergirnos en el «saber tribal» para descubrir la función utilitaria o ritual de los objetos en cuestión. Generalmente, ambas vías se consideran opuestas e incompatibles (…). Yo propondría la posibilidad de una tercera conceptualización que se encuentre entre los dos extremos (…). Para ello, se necesita adoptar dos principios que aún no disfrutan de amplia aceptación entre los académicos de las sociedades occidentales.

–Un principio es que hasta el «ojo» del experto con más talento natural no está desnudo, sino que ve el arte por la lente de una educación cultural de Occidente.

–El otro es que muchos primitivos –artistas y críticos incluidos– también poseen un «ojo» valorador condicionado por un aparato óptico que refleja su propia cultura.

En el marco de ambos principios, la contextualización antropológica no representa un análisis tedioso de las costumbres exóticas que se opone a la «experiencia estética» verdadera, sino una vía para expandir tal experiencia más allá de nuestras estrechas miras, limitadas por la cultura. Si aceptamos que las obras de arte primitivo son dignas de representarse junto con las de los artistas más distinguidos de nuestras propias sociedades (…), nuestra siguiente tarea es reconocer la existencia y legitimidad de los marcos estéticos dentro de los que se crearon tales obras (Price 1989: 92-93).

Esta posición es perfectamente coherente con la íntima relación entre la historia del arte y la teoría del arte en Occidente. Existe una analogía evidente entre la estética específica a la cultura y la específica a la época. Los teóricos del arte como Baxandall (1972) han mostrado que la recepción del arte de determinados periodos de tiempo en la historia de Occidente dependía de cómo se «veía» el arte en ese momento, y que las «formas de ver» cambian con el tiempo. Para apreciar el arte de un periodo histórico particular, tendríamos que recuperar la forma de ver que los artistas de ese momento suponían en su público, proceso al que contribuye el historiador del arte aduciendo el contexto histórico. Se podría llegar a la conclusión razonable de que la antropología del arte tiene un objetivo más o menos similar, pero lo que hay que elucidar es la «forma de ver» de un sistema cultural más que un periodo histórico.

No objeto las ideas de Price en lo que concierne a potenciar el reconocimiento del arte y los artistas no occidentales. ¿Qué persona bien intencionada podría oponerse a tal propuesta? Solo los «expertos» que obtienen una satisfacción reaccionaria de imaginar que los productores cuyo «arte primitivo» les gusta coleccionar son salvajes que acaban de bajar de los árboles. A esos idiotas se los puede desechar sin reparo alguno.

De todos modos, no creo que la elucidación de los sistemas estéticos no occidentales constituya una «antropología» del arte. En primer lugar, un proyecto como ese es más cultural que social. Desde mi punto de vista, la antropología pertenece a las ciencias sociales, no a las humanidades. Confieso que la diferencia es huidiza, pero sí implica que la «antropología del arte» se centra en el contexto social de la producción, circulación y recepción del arte, no tanto en la valoración de obras particulares, función que, considero, corresponde al crítico. Es interesante averiguar, por ejemplo, por qué la tribu yoruba valora que una escultura es superior estéticamente a otra (R. F. Thompson 1973), pero eso no indica por qué tal tribu esculpe, para empezar. La presencia de un elevado número de esculturas, tallistas y críticos de esculturas en Yorubalandia en una época determinada es un hecho social cuya explicación no se encuentra en la estética indígena. De manera similar, nuestras preferencias estéticas no pueden explicar por sí mismas la existencia de los objetos que reunimos en los museos y que consideramos desde un punto de vista estético. Los juicios estéticos son solo actos mentales interiores. Por otra parte, los objetos de arte se producen y circulan en el mundo externo físico y social. La producción y la circulación tienen que sostenerse sobre ciertos procesos sociales objetivos que se conecten con otros distintos, como el intercambio, la política, la religión y el parentesco. Si no hubiera, por ejemplo, sociedades secretas como el Poro o el Sande en África occidental, no existirían las máscaras que ellas producen. Estos objetos los podemos contemplar estéticamente nosotros, o el público indígena, solo por la presencia de ciertas instituciones sociales en la región. Incluso, si concediéramos que existe algo similar a la «estética» en el ideario de todas las culturas, estaríamos lejos aún de poseer una teoría que explicara la producción y circulación de obras particulares de arte en entornos sociales determinados. De hecho, como ya he argumentado previamente (A. Gell 1995), no me convence en absoluto la idea de que toda «cultura» tenga en su ideario un componente comparable a nuestra «estética». Creo que el deseo de ver el arte de otras culturas estéticamente nos dice más de nuestra propia ideología y de la veneración casi religiosa de los objetos de arte como talismanes estéticos, que de aquellas otras culturas. El proyecto de la «estética indígena» está, en esencia, orientado a refinar y expandir la sensibilidad estética del público occidental al proporcionar un contexto cultural en que los objetos de arte no occidentales pueden asimilarse a las categorías de valoración artístico-estética de Occidente. Esto en sí mismo no es perjudicial, pero, aun así, no llega a ser una teoría antropológica sobre la producción y circulación del arte.

Afirmo esto por motivos a los que no afecta la corrección o no de mi postura sobre la imposibilidad de usar la «estética» como parámetro universal para describir y comparar culturas. Aun si todas, como suponen Price, Coote, Morphy y otros, tuvieran una «estética», la acumulación de explicaciones sobre la estética de las culturas no constituiría una teoría antropológica. Las teorías específicamente «antropológicas» poseen unas características especiales que les faltan a tales proyectos. Los esquemas valorativos, sean del tipo que sean, solamente guardan interés para la antropología si forman parte de los procesos sociales de interacción que los generan y sostienen. La antropología jurídica, por ejemplo, no es el estudio de los principios jurídicos-éticos –las ideas de otros sobre lo que está bien y mal–, sino de los conflictos y su resolución, procesos en los que los actores apelan a tales principios. De manera similar, la antropología del arte no puede ser el estudio de los principios estéticos de tal o cual cultura, sino de la movilización de tales principios o lo que se les parezca, en el curso de la interacción social. La teoría estética del arte no se asemeja en ningún aspecto relevante a las teorías antropológicas existentes sobre los procesos sociales. A lo que sí se asemeja es a la teoría del arte occidental, solo que no se aplica este, sino al arte exótico o popular. Para desarrollar una teoría específicamente antropológica del arte, resulta insuficiente «tomar prestada» la teoría del arte y aplicarla a un nuevo objeto. El paso que se debe dar es generar una nueva variante de una teoría antropológica existente y aplicarla al arte. No pretendo ser más original que los colegas míos que han usado la teoría del arte para analizar objetos exóticos. Solo quiero emplear mis procesos no originales de una forma novedosa. Las «teorías antropológicas existentes» no tratan del arte, sino del parentesco, las economías de subsistencia, el género, la religión y temas similares. En consecuencia, mi objetivo es concebir una teoría del arte que sea antropológica porque se parece a aquellas otras teorías que se confirman como antropológicas. Por supuesto, esta estrategia de imitación depende mucho de qué tipo de disciplina se considera que es la antropología, y de cómo se diferencia de otras disciplinas similares.

¿Qué característica define la categoría de «teoría antropológica», y sobre qué base defiendo que los esquemas valorativos estéticos no se subsumen a ese término? Si de verdad puede decirse que la antropología trata un tema específico, este son las «relaciones sociales», es decir, las relaciones entre los participantes de los sistemas sociales. Reconozco que muchos antropólogos, en la tradición de Boas y Kroeber, entre ellos Price, consideran que el tema de la antropología es la «cultura». El problema de esta formulación es que solo se descubre en qué consiste una «cultura» determinada al observar y registrar la conducta cultural en un entorno específico; es decir, se ha de analizar cómo uno se relaciona con «otros» particulares en las interacciones sociales. La cultura no existe fuera de las manifestaciones producidas en las interacciones, aseveración válida, incluso, si ofrecemos asiento a alguien y le solicitamos que «nos cuente acerca de su cultura». En este caso, la interacción es entre el antropólogo investigador y el probablemente desconcertado informante.

En mi opinión, el defecto de la corriente sobre la «estética indígena» es que tiende a reificar la «respuesta estética» fuera del contexto social de sus manifestaciones, además de que la antropología boasiana cosifica a la cultura en general. Suponiendo que exista una teoría antropológica de la «estética», esta trataría de explicar por qué los agentes sociales, en entornos particulares, responden como responden ante las obras de arte. Creo que podemos diferenciar esto de la tarea –loable, pero en esencia no antropológica– de proporcionar un «contexto» del arte no occidental, de manera que el público occidental acceda a él. Sin embargo, las respuestas del «público» del arte indígena difícilmente se acaban en enumerar los contextos en que se utiliza algo similar a un esquema valorativo estético para «valorar» el arte. Puede que tales contextos sean inusuales o inexistentes, pero no por ello se produce y circula menos «lo que a nosotros nos parece arte».

Un enfoque puramente cultural, estético y «valorativo» sobre los objetos de arte es un callejón sin salida para la antropología. En cambio, lo que me interesa es la posibilidad de formular una «teoría del arte» que encaje de manera natural en el contexto de la antropología, considerando la premisa de que las teorías antropológicas «se reconocen» en principio como teorías sobre las relaciones sociales y nada más. La forma más sencilla de concebir esto es suponer que hay una suerte de teoría antropológica donde a las personas o los «agentes sociales», en determinados contextos, los sustituyen los objetos de arte .

1.2. El objeto de arte

De manera inmediata, nos hemos de preguntar la definición del «objeto de arte», y del «arte» en sí mismo. En un discurso reciente sobre este problema en un contexto antropológico, Howard Morphy (1994: 648-685) considera y rechaza la definición occidental institucionalizada del arte, según la que este es todo lo que traten como arte los miembros del mundo del arte reconocido institucionalmente (Danto 1964) –por ejemplo: críticos, marchantes, coleccionistas, teóricos, etc.–. Resulta justo, pues no existe un «mundo del arte» en sí mismo en muchas sociedades que estudian los antropólogos, pero aquellas producen obras, algunas de las cuales se reconocen como «arte» en nuestro «mundo del arte». De acuerdo con la «teoría institucional del arte», la mayoría del arte indígena es «arte» (en el sentido que queremos transmitir al decir «arte») solo porque nosotros pensamos que lo es, no porque quienes lo produjeron pensaron que lo es. Aceptar la definición de arte formulada por el mundo del arte obliga al antropólogo a aplicar al arte de otras culturas un marco de referencia de naturaleza abiertamente metropolitana. Hasta cierto punto, esto es inevitable (la antropología es una actividad metropolitana, al igual que la crítica artística), pero resulta comprensible que Morphy no se muestre inclinado a aceptar el veredicto del mundo del arte occidental, no formado en antropología, en cuanto a la definición del «arte» más allá de las barreras físicas de Occidente. En cambio, propone una definición dualista: los objetos de arte son aquellos que poseen propiedades semánticas o estéticas y que se usan para presentar o representar algo (ibíd.: 655). O sea, los objetos de arte o son signos que transmiten un «significado», o son objetos elaborados para provocar una respuesta estética cultural, o ambas posibilidades a la vez.

Pongo en duda estas condiciones. Ya he expresado mi opinión de que las «propiedades estéticas» no pueden abstraerse antropológicamente de los procesos sociales que rodean el despliegue de posibles «objetos de arte» en entornos sociales específicos. Por ejemplo, dudo que un guerrero en un campo de batalla tenga un interés «estético» en el diseño del escudo que porta el enemigo. Sin embargo, el escudo ostenta ese dibujo para que el guerrero lo vea y se asuste. Tal objeto, si se parece al que se muestra en la página siguiente (fig. 1.2/1), es irrefutablemente una obra de arte que puede resultar interesante para un antropólogo, pero sus propiedades estéticas a nuestros ojos son totalmente irrelevantes con respecto de sus implicaciones antropológicas. Según la antropología, no se trata de un escudo «hermoso», sino de uno aterrador. La inmensa variedad de respuestas sociales y emocionales hacia un artefacto –terror, deseo, maravilla, fascinación, etc.– en los patrones sucesivos de la vida social no se reduce a los sentimientos estéticos, no sin generalizar tanto la respuesta estética, que se acaba arrebatándole todo sentido. El efecto que surte la teoría de la estetización de la respuesta es, sencillamente, igualar las reacciones del Otro etnográfico a las nuestras en la medida de lo posible. De hecho, las respuestas a los artefactos no son nunca tales, que sea posible señalar, entre el espectro de artefactos disponibles, aquellos que se consideran «estéticamente» y aquellos que no.


Fig. 1.2/1. Escudo asmat. Fuente: Rijksmuseum voor Volkerkunde (RMV 1854-446).

Tampoco me satisface la idea de que por norma general se reconozca la obra de arte en que participa de un código «visual» para comunicar un sentido. Rechazo de pleno la noción de que algo que no sea la lengua misma tenga «significado» como este se suele entender. La lengua es una institución única que se apoya en una base biológica. Al usarla, podemos hablar de objetos y atribuirles «significados» en la medida en que «encontramos algo que decir de ellos». Sin embargo, el objeto de arte visual no forma parte de la lengua por este motivo, ni constituye una lengua alternativa. Podemos hablar de tales objetos y habitualmente lo hacemos, pero o estos no pueden comunicarse por sí mismos, o emplean el lenguaje natural en un código gráfico. Hablamos de los objetos con signos, pero aquellos no son, salvo algunas excepciones, signos propiamente dichos que posean «significado», y, si de verdad lo tienen, entonces son parte de la lengua –es decir, signos gráficos–, no otra lengua con carácter visual. De vez en cuando regresaré a esta cuestión, pues mi polémica postura con respecto del «lenguaje del arte» tiene facetas distintas, y es mejor tratarlas por separado. Por lo pronto, me limitaré a advertir al lector que he evitado emplear la noción de «significado simbólico» en este trabajo. Puede que el rechazo a hablar de arte en términos de símbolos y significados cause cierta sorpresa, ya que muchos consideran que el ámbito del «arte» y lo simbólico comparten más o menos el mismo espacio y tiempo. Más que en la comunicación simbólica, centro todo el énfasis en la agencia, la intención, la causalidad, el resultado y la transformación. Considero el arte un sistema de acción, destinado a cambiar el mundo más que a codificar proposiciones simbólicas sobre él. El enfoque sobre el arte centrado en la acción es inherentemente más antropológico que la opción semiótica, porque el primero analiza el papel práctico de mediación que desempeñan los objetos de arte en el proceso social, más que la interpretación de los objetos «como si» fueran textos.

Después de desechar los dos criterios de Morphy para discriminar la categoría de «objeto de arte» en el contexto de la antropología del arte, todavía me queda, por supuesto, el problema no resuelto de proponer una pauta desde la que asignar tal categoría. Sin embargo, para nuestra fortuna, la teoría antropológica del arte no necesita proporcionar un criterio tal que sea independiente de la teoría en sí misma. El antropólogo no está obligado a definir el objeto de arte por adelantado de manera satisfactoria para los estetas, los filósofos, los historiadores del arte o cualquier otro. La definición de objeto de arte que empleo no es institucional, estética ni semiótica, sino teórica. El objeto de arte es cualquier cosa que se inserte en la «ranura» de objetos de arte dentro del sistema de términos y relaciones concebido en la teoría (más tarde se delineará esto). Nada se puede concluir a priori en relación con la naturaleza de este objeto, pues la teoría se fundamenta en la premisa de que la naturaleza del objeto de arte está en función de la relación social, la matriz en que está engarzado. No posee una naturaleza «intrínseca» fuera del contexto relacional que le da lugar. La mayoría de los objetos de arte de los que hablaré son conocidos, y no encontramos dificultad alguna en identificarlos como «arte»; por ejemplo, la Mona Lisa. Reconocemos una categoría preteórica de objeto de arte, con dos subcategorías principales: «occidental», e «indígena» o «etnográfica». En consecuencia, desarrollo el análisis en términos de miembros «prototípicos» de tales categorías, por pura conveniencia. Sin embargo, cualquier cosa podría ser, teóricamente, un objeto de arte desde el punto de vista antropológico, incluidas las personas, pues no existe solución de continuidad entre la teoría antropológica del arte –que podemos definir de manera aproximada como las «relaciones sociales en los alrededores de los objetos que median la agencia social»– y la antropología social de la gente y su cuerpo. Así, desde la perspectiva de la antropología del arte, un ídolo de un templo que se considera el cuerpo del dios y un médium espiritual que, de manera similar, proporciona al dios un cuerpo temporal se tratan en teoría de manera equivalente, a pesar de que el primero es un artefacto; y el segundo, un ser humano.

1.3. La sociología del arte

He ofrecido una definición provisional de la «antropología del arte» como el estudio teórico de las «relaciones sociales en los alrededores de los objetos que median la agencia social», y he indicado que, para que tal ciencia sea específicamente antropológica, tiene que desarrollarse sobre la base de que, en aspectos teóricos relevantes, los objetos de arte equivalen a las personas o, dicho de manera más precisa, a los agentes sociales. ¿Acaso no existe alternativa a esta proposición en apariencia radical? Podríamos dar un paso atrás ante el abismo y estar de acuerdo en que, incluso, si la teoría antropológica del arte no fuera una «estética transcultural» o una rama de la semiótica, entonces aún podría ser una sociología de las «instituciones de arte», lo que no implicaría necesariamente afirmar la personalidad de los objetos de arte. En efecto, existe una creciente «sociología del arte» que se ocupa, precisamente, de los parámetros institucionales de la producción, recepción y circulación del arte. No obstante, no es coincidencia que la «sociología del arte» (institucional) haya estudiado principalmente el arte occidental o, en su defecto, el de Estados burocráticos avanzados como China, Japón, etc. No puede existir una sociología «institucional» del arte a menos que las instituciones relevantes todavía estén vigentes: público destinatario, mecenazgo público o privado de artistas, críticos de arte, museos, academias, escuelas de arte, etc.

Los académicos de la sociología del arte como Berger (1972) y Bourdieu (1968, 1984) analizan las características institucionales de las sociedades de masas más que de la red de relaciones que rodea a obras de arte particulares en marcos propios de interacción. Esta división del trabajo es específica. La antropología estudia el contexto inmediato de las interacciones sociales y sus dimensiones «personales», mientras que la sociología más bien trata las instituciones. Claro está, existe un continuo entre la perspectiva sociológica-institucional y la antropológica-relacional. Los antropólogos no pueden hacer caso omiso ante las instituciones. La antropología del arte ha de considerar el marco institucional que abarca la producción y circulación de obras de arte, siempre y cuando existan tales instituciones. Dicho esto, sigue habiendo muchas sociedades en las que aquellas no están especializadas en el arte en sí mismas, sino que poseen un alcance más general, por ejemplo: los cultos, los sistemas de intercambio, etc. La antropología del arte quedará siempre como un campo sin desarrollar si limita sus intereses a la producción y circulación del arte institucionalizado comparable a las que ya se estudia en el contexto de los Estados burocráticos industriales avanzados.

Actualmente, la «sociología del arte» está representada en la «antropología del arte» principalmente como estudios del mercado del arte «etnográfico», por ejemplo, el reciente e ilustre trabajo de Steiner (1994). Morphy (1991), Price (1989), Thomas (1991) y otros académicos han escrito análisis muy esclarecedores sobre la recepción de arte no occidental por el público occidental, pero estos estudios se ocupan del mundo del arte institucionalizado de Occidente y las respuestas de los indígenas a cómo recibe un público extraño sus producciones artísticas. Considero que se puede distinguir entre estas investigaciones sobre la recepción y apropiación del arte no occidental, y el alcance de una teoría verdaderamente antropológica del arte, lo cual no significa denigrar a tales estudios de manera alguna. Nos hemos de preguntar si una determinada obra de arte se produjo en realidad con esta recepción o apropiación en mente. En el mundo contemporáneo, gran parte del arte «etnográfico» se genera para el mercado metropolitano. En este caso, no se puede tratar la cuestión si no es en este marco específico. Sin embargo, en el pasado y también todavía hoy, el arte se producía y se produce para una circulación mucho más limitada, de forma independiente a otras recepciones más allá de las fronteras culturales e institucionales. Estos contextos locales, en los que se crea el arte como derivado de la mediación de la vida social y la existencia de instituciones más generales, justifican al menos una autonomía relativa para una antropología del arte que no se circunscribe a la presencia de instituciones específicas al arte.

Por este motivo, parece que la antropología del arte puede separarse del estudio de las instituciones artísticas o «mundo del arte», por lo menos provisionalmente, lo que implica la necesidad de reconsiderar la proposición que adelantábamos antes. Argumentar que hemos de ver los objetos de arte como «personas» para abarcarlos en una teoría «antropológica» del arte parece una noción muy extraña, pero solo si uno no tiene en cuenta que históricamente la antropología ha tendido a desfamiliarizar y relativizar el concepto de «persona». Desde su nacimiento, se ha ocupado típicamente de las relaciones peculiares entre las personas y las «cosas» que, de alguna manera, «parecen» personas o cumplen la función de estas. Tylor anunció este tema básico por primera vez en Primitive Culture (1875) [en español, Cultura primitiva], donde trataba el «animismo» –atribuir vida y sensibilidad a cosas inanimadas, plantas, animales, etc.– como característica fundamental de las culturas «primitivas», si no de la cultura en general. Frazer retomó precisamente esta línea en sus voluminosos estudios sobre la magia simpática y por contagio. Los mismos puntos surgieron, si bien de manera distinta, en el trabajo de Malinowski y Mauss, en relación con el «intercambio», así como la magia, clásico de la antropología sobre el que también escribieron prolíficos estudios.

Espero que se reconozca de forma inmediata y fácil el carácter maussiano de la idea de que la teoría antropológica del arte ha de «considerar a los objetos de arte como personas». Ya que las prestaciones o «dones» se consideran extensiones de la persona en la teoría del intercambio de Mauss, entonces, de la misma manera, también se pueden ver los objetos de arte como personas. Podría no ser descabellado afirmar que, si la teoría maussiana del intercambio es la «teoría antropológica» ejemplar y prototípica, entonces la manera de producir una «teoría antropológica del arte» sería construir una que se asemeje a la de Mauss, pero que trate los objetos de arte en vez de las prestaciones. La teoría del parentesco de Lévi-Strauss equivale a la teoría de Mauss al reemplazar las «prestaciones» con las mujeres; por lo tanto, la «teoría antropológica del arte» que propongo también ha de ser como la de Mauss cambiando las «prestaciones» por los «objetos de arte». Sería una parodia de la teoría que pretendo generar, pero empleo la analogía para orientar al lector con respecto de mis intenciones básicas. Mi premisa es que una teoría antropológica sobre cualquier tema solo lo es en la medida en que se parezca, en ciertos puntos fundamentales, a otras teorías antropológicas. De lo contrario, llamarla «antropológica» sería absurdo. Mi objetivo es producir una teoría antropológica del arte afín a otras teorías antropológicas (no solo a la de Mauss, claro). Una objeción básica mía a las teorías de la «estética transcultural» y de la «semiótica» en cuanto al arte etnográfico es que las afinidades de estos enfoques están en la estética (occidental) y la teoría del arte, no en la antropología en sí misma de manera independiente. Puede que sea imposible fundar o derivar una teoría del arte útil a partir de las teorías antropológicas existentes, pero, hasta que se haya llevado a cabo el experimento, no es posible dirimir la cuestión.

1.4. La silueta de una teoría antropológica

Mi conclusión actual afirma que la teoría antropológica del arte es aquella que se «parece» a una teoría antropológica y en la cual las obras de arte figuran como elementos relacionados cuyos vínculos se describen en la teoría. Sin embargo, ¿a qué se parecen las teorías «antropológicas»? ¿Es verdaderamente posible delinear la forma de una teoría antropológica en contraposición a cualquier otro tipo de teoría? Tal vez no, pues la antropología es un culto muy amplio y solo guarda diferencias muy ambiguas con respecto de otras disciplinas como la sociología, la historia, la geografía social, la psicología social y cognitiva. No me cuesta hacer esta concesión, pero, por otra parte, hemos de considerar eso en lo que sobresalen los antropólogos según el punto de vista de las disciplinas cercanas. Dicho de manera directa, se considera que la antropología es excelente en ofrecer ricos análisis sobre conductas, actuaciones, aseveraciones, etc., en apariencia irracionales (el problema de «mi hermano es un loro verde»: Sperber 1985; Hollis 1970). Ya que casi todas las conductas son «en apariencia irracionales» desde el punto de vista de alguien, la antropología tiene el futuro asegurado. ¿Cómo resuelven los antropólogos los problemas sobre la supuesta irracionalidad de la conducta humana? Localizándola o contextualizándola no en la «cultura», que es una abstracción, sino en la dinámica de la interacción social. En efecto, la conducta puede venir condicionada por la «cultura», pero es mejor considerarla un proceso o una dialéctica reales que se desarrollan en el tiempo. Sobra decir que la antropología comparte la perspectiva para interpretar la conducta social con la sociología y la psicología social, por no mencionar otras disciplinas. La antropología difiere porque proporciona una profundidad de análisis que mejor podría describirse como «biográfica». Es decir, la forma en que la antropología ve a los agentes sociales trata de replicar la perspectiva temporal de los propios agentes, mientras que la sociología (histórica) suele ser, por así decirlo, suprabiográfica; y la psicología social y la cognitiva, infrabiográficas. Por tanto, la antropología se centra en el «acto» enmarcado en el contexto de la «vida» (o, siendo más precisos, la «etapa de la vida») del agente. La periodicidad fundamental de la antropología es el ciclo vital. Esta perspectiva temporal –la fidelidad a lo biográfico– dicta lo cerca y lo lejos que ha de posicionarse el antropólogo respecto del tema. Si estudia, por ejemplo, la cognición en la microescala típica de gran parte de la psicología cognitiva de laboratorio, se pierde la perspectiva biográfica, por lo que el antropólogo, a todos los efectos, solo está practicando psicología cognitiva. Por el contrario, si la perspectiva del antropólogo se extiende a un punto tal, que el ritmo biográfico del «ciclo vital» ya no delimita el alcance de su discurso, entonces estudia historia o sociología.

Tal vez no a todos les guste esta definición de la antropología, pero yo afirmaría que abarca la mayor parte del trabajo que se considera típicamente «antropológico». Esta profundidad específicamente biográfica posee, claro está, una correlación espacial. Los espacios de la antropología son los que los agentes recorren en el curso de sus biografías, sean estrechos o, como ocurre con cada vez mayor frecuencia, anchos e, incluso, de alcance mundial. Además, se determina cierta visión de las relaciones sociales. Los antropólogos suelen observar las relaciones en un contexto «biográfico»; o sea, se consideran las relaciones como parte de una serie biográfica a la que se accede en distintas fases del ciclo vital. Las relaciones «sociológicas» son, por decirlo así, perennes o suprabiográficas, como la relación entre clases en el capitalismo, y la existente entre grupos o castas en las sociedades jerárquicas. Las relaciones «psicológicas», por otra parte, son infrabiográficas, con frecuencia no más que «encuentros» momentáneos, como, por ejemplo, en los entornos experimentales en que se solicita a los sujetos que interactúen entre sí y con el experimentador en formas que no tienen precedentes ni consecuencias biográficas. Las relaciones antropológicas son reales, poseen consecuencias biográficas y se articulan al «proyecto de vida» del agente.

Si estas estipulaciones son correctas, entonces empieza a emerger la silueta característica de una «teoría antropológica». Esta se distingue en que típicamente trata las relaciones sociales, que, por su parte, ocupan un espacio biográfico. Sobre él se adquiere, transforma y transmite la cultura a través de varias etapas vitales. El estudio de las relaciones a lo largo de la vida –relaciones por las que se recibe y reproduce la cultura– y de los proyectos vitales que los agentes buscan realizar por medio de sus relaciones con los demás permite a los antropólogos llevar a cabo la tarea intelectual que tienen asignada: explicar por qué la gente actúa como actúa, aun si su conducta parece irracional, cruel, piadosa y desinteresada. El objetivo de la teoría antropológica es proporcionar explicaciones sobre la conducta en el contexto de las relaciones sociales. En consecuencia, la teoría antropológica del arte analiza la producción y circulación de los objetos de arte como una función de tal contexto relacional.

Arte y agencia

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