Читать книгу Desordenando la vida... - Alicia Martin - Страница 7
ОглавлениеSi naces en el seno de una familia católica en la España de la década de los setenta, es bastante probable que la educación recibida en el hogar en el ámbito sexual haya sido más bien pobre, escasa o nula. Si además, tus padres decidieron educarte en un colegio donde los curas son muy rígidos y además tienes la mala suerte de no tener hermanos del sexo contrario, es evidente que tu conocimiento del otro sexo sea escaso y tu bagaje muy limitado.
Sin embargo, te convertirá en una persona con mucha imaginación, incluso a la larga, en un perversillo entretenido, ya se sabe que lo que no se conoce, se imagina; la imaginación siempre ha sido un buen aliado en tiempos de represión.
Mateo es un niño guapo, tímido e inquieto, tiene unos preciosos ojos verdes que sonríen solos cuando es feliz, es verdad que no le pasa a menudo, pero cuando sucede se ilumina su cara. Tiene un hermano, gemelo para más señas, bastante huraño y de pocas palabras: Román. Son hijos de una pareja de funcionarios con estudios, pertenecen a la privilegiada clase media de la época de Franco. Son una familia normal, demasiado normal incluso.
La madre, Rosa, es una mujer seria, buena madre y muy eficiente en su trabajo, su padre, Mariano, es un hombre listo, muy centrado en su trabajo y poco dado a las zarandajas, práctico, resolutivo y muy religioso. Se podría decir que un poco mojigato, su mujer al principio no tenía tanta devoción, pero a base de acudir a la misa diaria le ha cogido cierta afición y aunque muchas veces no tiene ni idea de qué pecado se acusará en confesión, siempre encuentra alguno finalmente.
La familia se reúne por las noches, los cuatro se ven solamente en la cena ya que los niños se quedan a comer en el colegio con la excusa de que “así aprenden a comer de todo”. El matrimonio no se puede desplazar cada día a comer desde sus centros de trabajo porque les queda muy lejos de casa.
Rosa es funcionaria como sus hermanas, trabajan juntas en el mismo ministerio por enchufe de un tío suyo; pero a pesar de trabajar fuera del hogar, sigue ejerciendo los roles tradicionales como ama de casa y cuidadora de los niños. Por supuesto Mariano se mantiene impertérrito sin mover una pestaña. No hay demasiada comunicación y siempre la conversación gira alrededor de algún percance del trabajo, algunas veces se digna a preguntarle qué tal le ha ido el día, o informarse acerca de las notas de los niños, pero más por cortesía que por un interés real.
Es todo muy protocolario y nada lúdico, se reza una estrofa cada día de un almanaque mariano y se procede a servir la cena, Rosa siempre sirve primero a su marido y luego a los niños -ella siempre la última y el peor trozo- así le enseño su madre, abnegación y sacrificio, y así enseña ella a sus hijos que las mujeres están para servir a los hombres, cuando después de cenar, ella se queda recogiendo, fregando y preparando los uniformes de los críos, mientras Mariano lee la prensa repanchingado en su sofá, él ha tenido un día muy duro.
Son niños educados en la represión, jamás interrumpen a su padre cuando habla y apenas tienen posibilidad de interaccionar entre ellos en la cena. Cuando finaliza y se les permite retirarse a su habitación les resulta un verdadero alivio, pueden irse sin hacer demasiado ruido. Se van pegando por el pasillo y reciben un buen capón por ello, sobre todo Román, que es más bruto, tienen trece años y las hormonas empiezan a hacer de las suyas, están muy revolucionados, pero no saben muy bien porqué.
Román todo lo arregla jugando al futbol o peleándose con algún compañero más bruto que él todavía, son felices cuando bajan a Málaga en verano, con los primos, que son muchísimos, dieciocho en concreto, lo pasan genial en la playa haciendo el burro y riéndose de las chicas. Posiblemente este verano las miren de otra manera, incluso a sus primas mayores.
Rosa usa un perfume que pasa totalmente desapercibido para su marido, pero que perturba por completo a Mateo; Rosa lo compra en una perfumería de esas de barrio de toda la vida y desconoce por completo el poder evocador de ese almizcle ámbar tan intenso y tan sutil que pareciera comprado en la perfumería más chic de París.
La capacidad de evocar recuerdos del perfume es evidente, pero trasladarse en el tiempo, con esa intensidad tan inquietante, al percibir por unos instantes esas partículas volátiles esparcidas en el aire, requiere de cierta sensibilidad. Volver a pasar los recuerdos por el corazón en un instante, mientras se cruza un desconocido en nuestro camino y nos deja la estela de su perfume, es una experiencia estremecedora, que difícilmente olvidamos porque el olfato es el órgano que más lejos puede “viajar” en el recuerdo. Hay quien afirma que nos puede “llevar” incluso hasta el vientre materno.
Para Mateo todo es ahora mucho más perturbador a esta edad, se siente rarísimo, hay una chica del colegio religioso Hijas de Jesús, las jesuitinas les llaman, que le mira mucho en el autobús. Es el trayecto diario para ir al colegio, él siente esa intensidad de los ojos marrones de esta muchacha clavados en los suyos; cada tarde, a las seis menos cuarto, está como un clavo en la parada del autobús que va al Retiro, donde ellos viven.
Es verla y ponerse nervioso, siente calor en las mejillas; es percibir la mirada de ella y sentirse flotando, aunque Mateo ve a Ana María como algo inalcanzable, debe ser mayor que él, debe tener catorce o quince años, calcula. No entiende por qué lo mira tanto a él, cuando van otros chicos mayores que él en el autobús, que son los que se dedican a mirar a las compañeras de Ana María.
Cada noche después de la cena la rutina de acabar los deberes y preparar el uniforme para el día siguiente, hojear algunos tebeos del capitán Garfio o Astérix. Ocasionalmente, algún viernes, les dejaban ver en familia el programa “un, dos, tres, responda otra vez” salen unas chicas muy guapas, más bien ligeritas de ropa para regocijo de los chicos.
Cada noche, Rosa, recogiendo lo que Román y Mateo han dejado tirado por el suelo y metiéndolo todo en el cesto de la ropa sucia, pantalones rozados por el barro o rotos de jugar al futbol, suspira pensando por qué no habrá tenido la fortuna de tener una niña. Una niñita a la que ella pudiera vestir con lazos, a su antojo y enseñarle a hacer pasteles, y no a estos faraguas, que rompen los pantalones cada dos por tres y hay que coserles rodilleras continuamente.
Le tienen harta y está cansada de recoger sus cosas tiradas, pero más tarde los ve metidos en sus camas, beatíficos, dormidos como angelotes y los adora, les pasa una mano por el pelo y les besa la frente. Cuando están despiertos les acerca la mano para que los niños se la besen como si fuera el papa de Roma.
Lo que desconoce es que al hacer esos movimientos se desprenden de su muñeca partículas volátiles de su perfume, evidentemente para Román este hecho pasa desapercibido, pero a Mateo primero le perturba y después le anestesia; cae rendido cada noche con ese dulzor del almizcle, sin saber el por qué le produce ese efecto el olor de su madre.
Cada día al salir de clase, lo mismos gritos desaforados, las mismas risas, algún bruto que suelta -“maricón el último”- y así cada tarde, correr hasta desgañitarse para llegar a la parada del bus, abrir el bocadillo para saber el contenido y engullirlo a bocados, mientras espera impaciente que aparezca Ana María.
Mateo ve a Ana María como algo inalcanzable, debe ser mayor que él, debe tener quince o dieciséis, calcula, y no entiende por qué lo mira a él habiendo chicos más mayores (que suelen ser los que les gustan a las chicas de su edad). Cada día van juntos en el autobús y se miran a los ojos en silencio, los otros chicos se dedican a mirar y a decir tonterías para llamar la atención de las compañeras de Almudena, ellas ríen divertidas con las bromas.
Llevaba tres días sin aparecer -igual se ha ido a otro sitio, o estará enferma- rondaban esos pensamientos por la mente de Mateo. Cuando la vio aparecer el quinto día de ausencia suspiró profundo, y esta vez se fijó en ella con más detenimiento, tenía las piernas más largas o los calcetines más cortos, pensó. Llevaba la melena recogida en una diadema y por primera vez se fijó en su nariz respingona.
Al pasar a su lado, Ana María, además de clavarle la mirada, le sonríe y consciente de que se había puesto rojo como un tomate y que sus mejillas le ardían, le devolvió la sonrisa sin dejar de mirarla. Luego se volteó y se hizo el digno, ya había sucedido el milagro, al pasar por su lado el olor de su perfume lo había impregnado todo. No entendió nada, pero lo sintió, la mirada de ella, el aroma y su sexo revolucionado, tres en uno irremediablemente.
Hubo miles de miradas , encuentros siempre a la misma hora y en el mismo sitio, parada del autobús, pintor Rosales, hasta el día que Mateo cumplió por fin quince años y pudo invitar a Ana María a su fiesta de cumpleaños en casa, y aprovechó para acompañarla a casa. Ella iba para diecisiete y tenía un medio amigo, pero le seguía gustando ese niño tímido y sin saber muy bien porqué ella se excitaba pensando en él cada noche y el roce de la mano de él al caminar le resultaba muy agradable.
Mateo parecía un muñeco Madelman, torpe en sus movimientos, sabía que ésta era su única oportunidad, había visto tontear a Ana María con ese gilipollas de diecisiete, y sabía que era ahora o nunca. Así, en la mitad del camino, sin haber besado jamás a una chica y sin tener la más mínima experiencia se lanzó como un poseso, agarró a Ana María por el cuello y la besó, como notaba que ella respondía a sus requerimientos le metió la lengua hasta la garganta hasta quedarse casi sin aliento; a ella le gustó ese dulzor de sus labios y esa lengua inquieta en busca de la suya. Era un chico sin experiencia, pero muy intenso.
Ana María había pensado que sería un tontaina de esos que a ella le habían dado besos en los labios, suaves, descafeinados, pero no, toda la escena se llenó de almizcle nuevamente y el perfume los envolvió. Ana María estaba muy alterada, ella le cogió la mano y la acercó a su pecho que tenía el pezón erecto y le dejo acariciarlo; la excitación fue máxima y el miembro del pobre Mateo estaba desorbitado, tanto que le costó calmarse y durante todo el viaje de vuelta a casa iba como pisando nubes de algodón.
Estaba feliz por haberla besado, sobre todo por haberse atrevido a pisar las rayas prohibidas para una primera cita, era su primera vez en todo, en el beso, en el morreo y en acariciar un pecho y había salido victorioso de la prueba. Le había entusiasmado todo lo que le sabía a prohibido, la ropa interior de Ana María no se parecía nada a esa faja de color carne y ballenas que usaba su madre, era suave y pequeña y tenía un encaje sutil en las copas que se quedaría grabado en su memoria para siempre. Había pecado y le había encantado hacerlo, aunque tuviera que confesarse.
Y ahí es donde Mateo se convirtió en un chico morboso sin remedio. Nada de besitos ni de poesías, él quería montar en la montaña rusa y punto. El hecho de seguir acudiendo a misa en su colegio, lo hacía todavía más interesante, el sexo cuando sabe a pecado es brutal y eso era Mateo, deseo en estado puro. Así fue cómo Mateo descubrió el amor y el sexo a la vez y fue incapaz de distinguirlo nunca. Fue una de esas personas afortunadas que piensan que son la misma cosa porque realmente lo son; cuando se mezclan las energías de dos personas que se aman y se desean ambos conceptos se funden en uno sólo.
Jugaron a verse a escondidas durante unos meses, citas en el parque, en un banco, besarse debajo del árbol y poner los nombres grabados, todo muy cursi y muy típico de las costumbres locales, pero con ese grado de excitación (el corazón a muchas revoluciones) que lo hace todo muy interesante.
Iban dando pasos para adentrarse en más refriegas amorosas, pero a menudo los compañeros de Mateo y sobre todo su hermano, le echaban en cara que no estuviera disponible para jugar con ellos al futbol y hacer el burro, aunque a Mateo todo eso se la traía al fresco y sólo pensaba en morrearse con Ana María, ir al cine a meterse mano y bañarse en la piscina para verla en bikini.
Su madre no hacía más que echarle sermones, que por qué salía con una chica más mayor, que era una fresca y que tuviera cuidado, que no se le ocurriera hacer tonterías. La mala suerte es que casi nunca tenían ocasión de quedarse a solas en su casa, y en alguna ocasión la madre de Ana María les pilló de sopetón en el sofá del salón escondidos debajo de la manta un poco azorados y estuvo castigada más de una semana sin salir.
Todo iba trascurriendo a las mil maravillas ese inolvidable verano, cada día daban un paso más en afianzar su relación, intentaban zafarse de la vigilancia materna y darles esquinazo a sus amigos para poder estar a solas los dos y poder besarse interminablemente. Para Mateo todo era novedoso, siempre era la primera vez para él y por eso lo vivía con esa intensidad desmedida.
Hasta que un buen día Ana María desapareció irremediablemente de su vida, su familia se fue a vivir a Alicante después del verano y aunque se escribieron algunas cartas y prometieron volver a verse, acabaron por cansarse de tantas cartas de amor y terminaron por perderse de vista. Ni que decir tiene que Mateo salió con otras chicas, tonteaba, pero como era tan intenso acababa por agobiarlas.
Ellas querían un poco de novela rosa, la ceremonia del cortejo en toda regla y Mateo a pesar de ser un chico educado, era muy primario, lo único que quería era conectar desde lo más íntimo; la verdad es que algunas se lo ponían en extremo complicado, o por el contrario, eran demasiado facilonas y eso acababa por desmotivarlo.
Pasaron los años y no volvió a sentir nunca lo mismo que cuando estaba loco por Ana María, hasta que no fue a la Universidad donde conoció a una chica muy guapa, cándida en exceso, que le subyugó. Montse no tenía demasiadas inquietudes intelectuales, pero era lo suficientemente cariñosa cómo para que acabará por hacer planes de boda al cabo de los años. Después de un noviazgo largo, con muchas idas y venidas, y con demasiados escarceos por parte de Mateo. Él, sin embargo, estaba contento. Pensaba que una mujer así no le complicaría mucho la vida, aunque él nunca estuvo enamorado de ella con pasión, la quería muchísimo y se conocían desde hace años, lo cual era interpretado como un síntoma innegable de éxito para su futuro matrimonio. Incluso tenían pensando hasta los nombres que llevarían sus vástagos.
Por otra parte, la inocencia de ella le acercaba a él, cada vez más, a su lado oscuro, estaba irremisiblemente condenado a vivir su sexualidad en “secreto”. No tenía la menor intención de compartirlo con ella. Le atraía poderosamente la atención todo lo que supusiera saltarse las normas. Cada vez un pasito más en la escalada de la curiosidad: clubs secretos de hombres en grupo, encuentros con desconocidas practicantes de Bondage.
Jugar a ser un chico malo es la fantasía sexual de la mayor parte de los tímidos, todo lo que tenga que ver con el morbo, vestirse con ropas femeninas le excitaba increíblemente y por supuesto se masturbaba a escondidas de su mujer, no pensaba en manera alguna compartir ninguno de sus jueguecitos con ella, primero, porque pensaba que se asustaría muchísimo y pensaría que era un pervertido; y segundo, porque le aburría mortalmente hacerlo con ella, no le ponía nada de nada e intentaba evitar en lo posible el contacto íntimo, aunque a veces no le quedaba más remedio que hacer teatro e interpretar el papel de galán romántico que le daba cien patadas. Mateo en la cama quería ser “malo”.