Читать книгу Desordenando la vida... - Alicia Martin - Страница 8
Оглавление& Una tarde tomándome un té, disfrutando de mi soledad, en la terraza del bar preferido en verano, descubrí de la manera más tonta, que no había sido plenamente feliz hasta que no tuve una habitación individual y pude empezar a gestionar el tiempo como algo propio, no como algo propiedad de todos, menos de mí misma.
Nací en la década de los sesenta, una época en la que como casi todas las mujeres de mi generación, nacíamos con la hipoteca sobre nuestro tiempo, el que hemos tenido que dedicar al cuidado de los otros. De nuestros hermanos pequeños, nuestros novios, maridos, nuestros hijos, de nuestros padres cuando se hacen mayores, de nuestro primo solterón o de nuestra tía viuda. No puedo dejar de pensar que siempre he dejado de lado mis necesidades para complacer las de los demás.
Tuve una infancia feliz, rodeada de mis padres y de sus hermanos, dos chicos Juan y Pablo, Pablo por su padre, por eso le puso el nombre a su hijo y Juan como su tío, todo un personaje. Ella era la mayor de los chicos, y tal vez la diferencia de edad con sus hermanos, once años, los hizo ver casi más como hijos a quien que cuidar que como hermanos. Aún ahora la relación era así, siempre pendiente de ellos como si fuera su madre.
Desde pequeña he sido una niña muy estudiosa y responsable, y mis padres aprovecharon la circunstancia para convertirme en la cuidadora de mis hermanos. Con quince años cuidaba a los dos renacuajos y era feliz peinándoles y echándoles colonia como si fueran dos muñecos, pero no lo eran. Necesitaban estar atendidos continuamente, así que entre estudiar y cuidar de sus hermanitos tenía un horizonte demasiado casero para su edad. Salía poco con amigas, en parte por su falta de tiempo, les hacía de canguro mientras sus padres salían a divertirse.
Siempre he echado de menos tener una hermana como una gran confidente, sobre todo en la adolescencia. Con mis hermanos no era lo mismo, les sacaba demasiados años y no podía tener esa complicidad requerida para compartir sus momentos vitales. Hasta que no fui a la Universidad no tuve lo que se puede decir una amiga de verdad, de esas que uno daría la vida por ellas.
Fui una cría despierta, con simpatía natural de las que cautivan desde el minuto uno, yo era muy fácil de trato y eso me generaba enemigas; caía bien a casi todo el mundo y era buena persona. No había por donde darme porque además era guapa, así que algunas nenas se inventaban mentiras acerca de mi para desprestigiarme de alguna manera. Me hacían un poco el vacío porque brillaba demasiado, cuando iba por la calle los chicos siempre me decían piropos o intentaban hablarme. A mis “amigas” le daba un poco de rabia, sobre todo porque no era consciente de mi atractivo.
Más adelante, cuando ya fui casi una mujer con dieciséis, o diecisiete años, la cosa cambió; tenía tantos moscardones siempre a mi alrededor que mi mayor deseo era ser invisible, cosa que nunca conseguí. Es cierto que llegué tarde a descubrir cosas que otras chicas de mi edad ya tenían muy superado, mi primer beso en aquel baile fue la espita que abrió la caja de las sorpresas, me gustó que me besaran y me gustó mucho más pensar que era pecado.
Yo no hacía ningún esfuerzo por gustar a los chicos, pero me los llevaba a todos de calle. Siempre he sabido que era una seductora nata, estaba en mi ADN, en mi forma de andar, de mirar, de sonreír, para mí, lo normal era gustar. Lo raro, es que eso no sucediera; por eso, mi historial amoroso daba para un serial.
Lo cierto es que iba descartando candidatos con bastante soltura. Tenía la suerte de ver venir las cosas rápido y si la relación no se presentaba de la manera que entendía que era buena para mí, daba carpetazo rápidamente. El “pretendiente” en cuestión pasaba a ser no más que un mero recuerdo. Además, tuve la fortuna de no ser una mujer emocionalmente dependiente, sabía perfectamente lo que me hacía feliz e iba a por ello.
Aprendí rápido a lidiar con la inquina de otras mujeres, simplemente la ignoraba, veía destellos, pero era capaz de “hacerme la loca” como si nada sucediera. Fue mucho más tarde cuando vi con claridad meridiana como algunas “amigas” eran incapaces de alegrarse con mis éxitos y se regodeaban de lo malo que me sucedía con la apariencia de una bondad falsa, pero afortunadamente supe ser feliz ignorándolo la mayoría del tiempo.
En la Universidad encontré a dos buenas amigas, por las que siempre sentí admiración y no rivalidad, formaban parte de sus vidas y así ha seguido siendo hasta la actualidad, somos a la vez cómplices y consejeras; la verdad que daría la vida por ellas. Además, tenía el sentido del humor como aliado y por ello la vida me sonreía cada vez más; era especialista en hacer que me pasaran cosas buenas. Bien es cierto que ponía mucho de mi parte para que así fuera; siempre tuve buen ojo para elegir compañía, y cómo no, me casé con el mejor hombre que hubiera podido imaginar, bueno, inteligente y divertido.
El instinto maternal que tuve tan desarrollado desde bien chiquita hizo que yo no hubiera concebido mi vida con un hombre que no hubiera querido tener hijos, así que Víctor no tuvo opción, yo los tendría con él o con otro; es cierto que a él le daba mucha pereza tener hijos, aunque luego estaba encantado disfrutando de su paternidad.
Asumir el rol de abnegada, generosa, madre perfecta, buena hija, nunca me permitió ser quien quería ser porque yo misma me lo negaba, me parecía demasiado egoísta emplear el tiempo en mí mismo antes de regalárselo a los demás. Posponer mi realización personal era algo habitual, era incompatible con el tiempo que tenía que dedicar a los demás obligatoriamente.
Por un motivo o por otro, el caso es tener siempre prioridades que cumplir, antes que atender nuestras necesidades, es como estar achicando agua del bote cuando tienes una grieta en el mascarón y continuamente se cuela el agua. Es inútil el esfuerzo porque la exigencia de distribuir el tiempo entre lo que tenía que hacer siempre era mayor que lo quería hacer.
Nací con esa tara producto de la educación de la época. Mis padres decidieron ponerme Almudena porque vivían cerca de la catedral y les hacía ilusión, especialmente a mi madre. Mis padres me trasmitieron la peligrosa idea de que tenía que ser cómo los demás querían, sólo si era obediente y buena era digna de amor. Mis padres me querían en función de lo orgullosos que se sintieran de mí, presumían de lo guapa que era, de lo buena estudiante y me utilizaban de canguro para mis hermanos pequeños porque era muy responsable.
A veces me sentía como un caballo de carreras preparándome para ganarlo todo para no decepcionarles. Ayudaba a mis hermanos con los deberes, a su madre con las tareas de casa y era especialmente obediente con su padre para no crisparlo porque tenía muy mal genio y a veces le tenía incluso miedo. Pero cuando en la adolescencia empecé a pensar por mi cuenta, gracias a mi gran afición por la lectura, me convertí en la oveja negra de la familia, afortunadamente para mí, porque siendo una ovejita negra podía saltarme determinadas barreras, asumiendo mi rol de descarriada.
He conquistado mi libertad a un precio caro, muchos disgustos con mi padre, mucho chantaje emocional de mi madre y poco apoyo por parte de mis hermanos. Aunque tal vez ellos tenían bastante con conquistar su propia vida, porque todos, hombres y mujeres, hemos sido víctimas de nuestro tiempo con padres muy autoritarios, por lo general.
En este momento de mi vida me siento como si estuviera en medio de una tormenta y todos y cada uno de los que me rodea me tira fuertemente de los brazos hacia sí y temo romperme en mil pedazos.
Creo que ha llegado el momento de empezar a pensar en mí, creo que siempre he dado amor a todo aquel que me lo ha demandado sin escuchar de verdad lo que yo necesito; éste es el momento de hacerlo, necesito saber qué es lo que quiero y deseo yo, los demás ya me lo han dejado siempre claro.
Ahora que tengo a la libertad cómo aliada, no la pienso soltar...caiga quien caiga y le pese a quien le pese. Voy a arriesgarme a vivir y aceptar todo aquello que ni siquiera llego a comprender bien del todo. A veces, vivir no requiere más que una vida consciente, darnos cuenta de algo que está por encima de nuestro entendimiento. Como cuando contemplamos una bandada de estorninos danzando al unísono -ese baile ante nuestros ojos que nos deja atónitos por su espectacular sincronicidad- no entendemos cómo puede haber esa exactitud en las distancias, pero no por ello nos deja de parecer el mayor espectáculo a contemplar.
Como cuando una breve molécula de perfume, de alguien pasando a nuestro lado, se escapa hasta nuestra pituitaria y nos retrotrae en el tiempo “en décimas de segundo” a aquellos besos o aquel abrazo interminable, que reconocimos en décimas de segundos.
¿No es un verdadero milagro que sucedan cosas que no podemos comprender bien del todo, pero que son fascinantes y nos hacen la vida más interesante?
Alguien dijo alguna vez que una vida sin riesgo no es vida, eso explicaría porque nos dedicamos a desordenar nuestra vida cuando pareciera que teníamos las piezas encajadas ya, tenemos un buen trabajo y salud, disfrutamos de una familia feliz y organizada. Pero la necesidad de sentir seguridad es tan imperiosa cómo la necesidad de vivir emociones, asumir riesgos, cambiar de trabajo o enamorarse de nuevo.
Vivimos al filo en la cuerda floja con la mezcla de sensaciones contradictorias, entre el miedo a la incertidumbre, la losa de las obligaciones, la carencia de nuevos estímulos o la necesidad de seguridad y el deseo de vivir intensamente. Cuando notamos que la sangre fluye más rápidamente por nuestras venas nos sentimos vivos. Y a veces, vivir requiere de coraje y valentía, y yo estoy en un momento de mi vida en el que he reunido ambos requisitos, no, sin mucho esfuerzo.
Creemos que amar significa amar todo el tiempo de la misma manera, incluso sabiendo de su imposibilidad, lo exigimos. Aun sabiendo que sería mentira porque significaría que la vida fuera como una foto fija en permanente quietud; esa foto fija nos aseguraría una vida estable con vocación de permanencia.
Sentir miedo a que todo cambie de repente se ha vuelto una constante, como si fuera posible que nuestros deseos se hicieran realidad, sólo por pensar en ello. Nos movemos bien en la rutina cotidiana y aunque proclamemos a los cuatro vientos que la rutina es mortal y le gritemos al viento para que nos sorprenda con algo mágico que cambie nuestra vida, la realidad es que nos produce terror.
Sin embargo, me debato también con mi deseo interno de conservar las cosas cómo están, y desear, a la vez, que todo cambie. Necesito que mi vida cambie, sea otra, seguramente por mi necesidad de cambio constante; no porque no me guste la mía, sino por la necesidad de experimentar otras cosas nuevas que la propia inercia de mi vida me impide hacerlo, incluso el añorar mi propia cotidianidad.
Tenemos tan poca confianza en la marea de la vida, del amor, de las relaciones. Celebramos la marea que sube y nos defendemos, asustados, de la marea que baja y tenemos mucho miedo que la marea no pueda volver a subir.
Pero afortunadamente la única permanencia posible de la vida y del amor reside en el crecimiento. Es ese cambio el que trae aparejada la libertad, la libertad de movimientos, el constante y magistral vaivén al que la vida nos invita a participar sin tener la obligación de ser la misma persona que fuimos hace un año o ni siquiera ayer.
Porque tenemos el derecho de cambiar y crecer cómo personas, de evolucionar sin tener que pedir permiso ni poner excusas para ello, y mucho menos arrepentimientos por no ser los mismos, ojalá las personas entendiéramos que estable no quiere decir estático y sepamos construir parejas estables que tampoco lo sean.
Muchas veces pienso que poco podemos saber de los anhelos de los demás, si no somos capaces de entender ni los propios, no sabemos ni lo que de verdad nos conmueve porque no nos atrevemos a experimentarlo, nos tenemos tanto miedo que escondidos detrás de una apariencia de normalidad nos envalentonamos porque pensamos que estamos a salvo de la vida.
Pero la vida sale a nuestro encuentro, aunque intentemos escaparnos.