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Marisa, Pao y yo:

el primer programa de radio

de mujeres en la música1

Amelia Die Goyanes2

Mujeres músicas

Cuando Robert Schumann decidió casarse con Clara Wieck, una de las más famosas compositoras alemanas, le escribió en una carta: «Tendremos una vida llena de poesía y de flores; tocaremos, compondremos juntos, como los ángeles». Después Clara compuso un Concierto para piano dedicado al compositor Louis Spohr y Robert, no tan contento como al principio, le escribió:

¿Pero tú tocas esto siguiendo solamente tu inspiración? La primera parte encierra un tesoro de pensamiento, pero no me ha producido buena impresión. Cuando estabas sentada al piano no te podía reconocer, tu personalidad estaba por debajo de mi juicio.

Clara acabó diciendo: «Maldigo a mi padre que me dejó creer que yo era compositora»; «las mujeres no han nacido para componer»; «la composición ya no es posible, tengo que fijar esto en mi estúpida cabeza».

Se cuenta que, durante la estancia de Félix Mendelssohn en el Palacio de Windsor, la reina Victoria lo felicitó por un lied compuesto por él y titulado Italien, lied, que ella cantaba muy a menudo. Parece que Félix, visiblemente turbado, tuvo que confesarle que no era suyo, sino de su hermana Fanny, compositora alabada por Gounod, por Goethe y por su propio hermano; Félix, de vez en cuando, enviaba a Fanny composiciones para armonizar, pero pensaba, y se lo «sugería» por medio de su madre, que Fanny, en lugar de componer, debería dedicarse a labores «más propias de su sexo».

La historia de las mujeres músicas está llena de ejemplos como estos. Mujeres como Alma Schlindler, la esposa de Mahler, a la que Gustav prohibió expresamente componer; Anna Maria Scarlatti, hermana de Alessandro, que llegó a ser maestra de capilla y encarcelada por tal motivo después de un escándalo… Pero la mayoría ha permanecido en el anonimato: mujeres anónimas del Ospedale della Pietà, en Venecia, que interpretaban la música compuesta por Vivaldi, su director de orquesta; las capillas musicales de los monasterios de monjas medievales, como la del monasterio de las Huelgas en Burgos; «maestras de conciertos» y directoras de orquesta cuyos nombres no han pasado a los tratados ni a las menciones de los críticos; mujeres que han hecho música en su casa, entre otras cosas, porque no podían salir de ella… Las mujeres han hecho música en todas las épocas y en todas las culturas, unas veces dentro de los límites permitidos a su sexo y otras saliéndose de ellos.

Músicas «femeninas»

Pero ¿cuáles han sido esos límites, esas funciones permitidas a las mujeres por la sociedad? Hay algunos tipos de música que han sido considerados propios de mujeres, como las nanas o cantos cuneros, los cánticos plañideros, canciones de trabajos «femeninos» y cantos eróticos (destinados al erotismo de los hombres). Estos tipos de música se derivan de las funciones que tradicionalmente han sido realizadas por las mujeres, y contribuyen a que persistan estas funciones: cuidar a los niños, llorar a los muertos (como una forma de expresión de los sentimientos colectivos, que de cara al exterior se considera impropia de los hombres), realizar los trabajos domésticos (así como la mayor parte de los agrícolas y textiles) y agradar y servir sexualmente a los hombres (las danzas y cantos eróticos estaban ligados muchas veces a servicios sexuales). Todas estas composiciones musicales de mujeres son «música útil» para la sociedad patriarcal, para afianzar la separación de los sexos y la preponderancia de uno sobre otro.

Pero, a veces, las mujeres han invadido, por decirlo de alguna manera, el terreno de poder y preponderancia reservado a los hombres, o por lo menos han intentado invadirlo. ¿En qué condiciones?

Toda la música hecha por las mujeres, tanto la «propia» como la «impropia», ha tenido una serie de características —más bien limitaciones— comunes.

Una de ellas es el carácter de «música “no profesional”» y, por tanto, no remunerada o remunerada muy por debajo de la de los hombres. Así, en el siglo xix o en el Renacimiento, el trabajo de las mujeres en el campo musical se consideraba «de adorno». Ejemplo de ello es un anuncio publicado en el diario El Norte de Castilla en 1984:

La artística. Academia de solfeo, arpa, piano y armonía. Esta academia se compone de dos secciones, una artística educativa, o sea, de adorno y otra artística profesional con aplicación de sus estudios a la Escuela Nacional de Música de Madrid.

El ser profesora de asignaturas «de adorno» constituía la única opción profesional o semirremunerada de las señoritas músicas de principios de siglo. La música era un «adorno» que contribuía a dotar a la futura madre de familia de mayores encantos a la hora del matrimonio; era una especie de «dote» mayor que unir a la belleza, la «delicadeza» o la hidalguía familiar.

Escribe Brian Trowell analizando la interpretación de la música en el Renacimiento:

Las damas también tocaban, cantaban y bailaban, ya que estas habilidades les permitían mostrar un cuello torneado, una cintura de avispa, un hermoso par de hombres y un brazo o una boca deliciosos, porque todas estas habilidades musicales formaban parte de las comuniones del juego del amor cortesano.

Las motivaciones de estas damas renacentistas quedan por investigar, pero lo que sí sabemos es que las mujeres que hacen música son vistas por los hombres y por la sociedad (patriarcal) como objetos de uso sexual.

Música y poder

Sin remontarnos al pasado remoto, Boris Vian escribía hace unos años en unas de sus críticas de jazz: «Una pelirroja, Norma Carson, toca como fuego, parece que suena agradablemente. Habrá que presentársela a Kathleen Stobart. Yo siempre voy a los conciertos de orquestas femeninas (para mirar, claro)». Es conocido el caso de la prima donna de las óperas del siglo xviii y principios del xix que, según nos relata Stendhal (en su Vida de Rossini), tenían que soportar los flirteos constantes del empresario de turno. Más aún soportaban, hace más de dos mil años, las crotalistas y aulétridas griegas que se alquilaban para los banquetes (masculinos) donde tocaban y bailaban desnudas por muy poco dinero (no podían acumular clientes ni dracmas —las tarifas ponían dos límites: solo un cliente diario, solo dos dracmas diarios— mientras los «grandes solistas» varones se enriquecían) y, además, eran expulsadas del banquete cuando los hombres iniciaban la «discusión espiritual» (en palabras de Platón). Esto, entre otras cosas, nos acerca a otra constante histórica: la ausencia de las mujeres en funciones que conllevan poder económico, político, social, religioso o militar (poder a secas) quedando en muchos casos expresamente vetada la música relacionado con el ejercicio de estos poderes.

Las mujeres han participado en muchas ocasiones en la música religiosa (coros de sacerdotisas egipcias, griegas y romanas cantaban himnos a las divinidades), pero nunca desde el poder. Mahoma toma medidas contra las muchachas cantoras; el rey David nombra a los varones de la tribu de Leví para que cuiden la música del templo, situación que, apoyada por la máxima de San Pablo «mulieres in ecclesia taceant», se perpetúa en la Iglesia Católica hasta el siglo xx.

Las capillas musicales medievales del alto clero y de la nobleza europea estaban compuestas solo por hombres (las voces agudas las hacían niños y castrados).

Las mujeres también eran excluidas de las formaciones orquestales del siglo xix de alto prestigio político y social. Y no solo tenemos referencias de la historia de Occidente: sucede igual en otras culturas, ya que en todas las conocidas existe una estructura patriarcal. En algunas culturas de África negra el tambor está asociado al ejercicio del poder y el primer tambor, equivalente al director de la orquesta occidental, es siempre un hombre.

División sexista

Las dos actividades musicales de mayor rango social en los dos últimos siglos han sido la composición y la dirección de orquesta. El trabajo del compositor estaba unido al del intérprete hasta prácticamente el siglo xviii. Ha sido en la época de preponderancia del compositor sobre el intérprete, de separación de funciones en pro de una de ellas, cuando la mayoría de las mujeres han dejado de tener acceso a esta función.

La cuarta característica, que puede englobar a todas las demás, es la división sexista del trabajo musical. Existen divisiones y subdivisiones múltiples y lo más interesante de estudiar es que estas son cambiantes a lo largo del tiempo y del espacio. Ya hemos hablado de las crotalistas y aulétridas griegas (los crótalos son castañuelas y el aulós similar a la dulzaina). Pues bien, en las orquestas sinfónicas difícilmente encontraremos una instrumentista de percusión ni —salvo en los últimos años— de viento. Y aun dentro de las de cuerda («femeninas» en los dos últimos siglos) muy raramente existen contrabajistas. Tantas y tantas excusas ha puesto la sociedad para justificar esta división que incluso hubo quien inventó, a principios del siglo, un violín «femenino» que se tocaba apoyándolo en las piernas en lugar de en la barbilla, porque así resultaba más «femenino».

Aunque el panorama puede parecer desolador, y más aun sabiendo que hasta prácticamente hoy algunas orquestas seguían negando su entrada a las mujeres, estas, o algunas de ellas, han participado, participan y continuarán participando en todas las actividades musicales, aunque muchos «críticos» vayan solo a ver y no a oír.

Marisa, Pao y yo

«Sol la, sol la, sol sooool Fa». La lección 20 del método de solfeo de «Progreso Musical», cantada por angelicales vocecillas y con un acompañamiento algo pedestre de piano. Así empezaba uno de nuestros programas de «Mujeres en la música», el dedicado a las mujeres pedagogas. Grabamos esta lección de solfeo con grandes risas un día en la buhardilla-casa de Marisa Manchado. Ella hacía el papel de «señorita de música», es decir, tocaba el piano, y Pao Tanarro y yo cantábamos como aplicadas alumnas de primero de solfeo una lección que yo escogí porque a los seis años, cuando la estudié por primera vez, me encantaba.

Marisa, con larga melena ondulada y oscura, enorme voz y risa desmesurada de grandes carcajadas es justo lo opuesto a la moderada «señorita de música» que intentaba imitar. En cuanto a las aprendices de alumnas, las dos tenemos la voz aguda, sobre todo Pao, y es un placer escucharla lanzar diatribas, como dardos puntiagudos, contra el machismo, con esa vocecilla infantil, de la que se esperan frases insulsas o lecciones de solfeo, cualquier cosa excepto justo lo que dice.

En la lección 20, había unos silencios que marcábamos aspirando hacia arriba exageradamente, así me lo enseñaba de pequeña mi señorita Isabel (ella sí era una verdadera señorita de música), para que aprendiera bien aprendido que el silencio también hay que medirlo, aunque no tenga sonido. Conseguía con ello despertarme de las somnolientas horas de solfeo y piano, sentada en una silla con dos almohadones para llegar a las teclas, vestida con el uniforme gris del cole y peinada con apretadas trenzas.

Aquel día, en casa de Marisa, hicimos de niñas para ambientar mejor nuestro programa y meternos de lleno en el tema de las mujeres en la música, porque en esa lección 20, con sus silencios exageradamente aspirados, se resumía muy bien la relación que tuvieron a lo largo de la historia muchísimas mujeres con la música, la de señoritas decentes pasando lánguidas horas ante el piano, para poder ofrecer al futuro pretendiente los gorgoritos de su aguda voz o los vivos movimientos de sus blancas manos. Y si nadie pica, pues la niña de mayor puede ser señorita de música, que es un oficio muy recatado que se puede ejercer hasta en las mejores familias.

Hace poco he vuelto a escuchar este programa, pues, para celebrar el 30º aniversario de Radio 2 (ahora, Radio Clásica), los directivos de Radio Nacional han tenido la buena idea de repetir algunos de los espacios emitidos a lo largo de su historia. Y eligieron el nuestro entre otros por su «tema altamente sugestivo ya desde su título genérico», según dice el presentador. Aparte de lo chocante de escuchar en la despedida cómo felicitábamos el año nuevo (la fecha de emisión era el 31 de diciembre) la verdad es que el programa dedicado a las pedagogas me pareció extraordinario, en lo que el término significa fuera de lo común y ordinario. Marisa me lo dijo por teléfono: «Éramos estupendas, éramos magníficas».

Sí, lo éramos, pero sobre todas las cosas, éramos atrevidas. En primer lugar, porque desconocíamos absolutamente el medio: ninguna de nosotras, ni siquiera yo que soy periodista de profesión, se había puesto nunca delante de un micrófono y menos había inventado un programa de radio, escrito un guion, buscando las ilustraciones sonoras y presentando el programa. Y, todo esto, sin red. Con nulo bagaje radiofónico, y gracias a Gabriel Vivó, que consiguió que aceptaran en la circunspecta Radio 2 una serie firmada por tres locas, cuya relación con la música era desde la aficionada (yo) que trabajaba en una revista de música, Ritmo, hasta la compositora y maestra profesional (Marisa), pasando por la estudiosa (Pao).

Un día, mi amiga Concha Fagoaga, que es profesora en la Facultad de Periodismo y ha escrito libros sobre mujeres y feminismo, me dijo sorprendidísima: «Ayer pongo la radio para oír música clásica y escucho hablar del patriarcado y me quedé sorprendidísima, ¡y resultó que eras tú!». Pues sí, tres brujas hablábamos de asuntos insólitos y poco adecuados a la seriedad de una emisora como Radio 2, un canal de la radio oficial enteramente dedicado a música «clásica».

No solo eso, aún recuerdo las caras de sorpresa en los pasillos de la radio aquel día que pusimos a todo meter a Concha Piquer y Estrellita Castro, para ilustrar el tema de las tonadilleras en un programa sobre mujeres cantantes. Esas tres locas que hablaban del patriarcado, contaban anécdotas picantes de las antiguas divas de la ópera y hacían cantar a Estrellita Castro por las ondas más serias del país, también se atrevían a poner nanas españolas tradicionales, música de banda de jazz cajún dirigidas por mujeres y extrañas canciones folklóricas de Burundi o sitios por el estilo, que Marisa Manchado sacaba no se sabe muy bien de qué clase de discos raros. La misma sintonía con que empezaba el programa era un canto africano de mujeres que Marisa había mezclado con música compuesta por ella misma, con un resultado lejano, encantador o inidentificable.

Fuimos tan atrevidas para hacerlo, encima sin la más mínima idea técnica de qué era aquello de la radio. En la grabación del primer espacio un alma caritativa que se sentaba frente a nosotras separada por un cristal y movía los botones del control (también era una mujer, por cierto), nos dio la primera y única lección, diciéndonos: «Cuando se encienda la luz roja, habláis; cuando se apague, dejáis de hablar».

Gran enseñanza que seguimos al pie de la letra. Como no podía ser de otra forma, leíamos el guion y el programa nos salía bastante acartonado. Solo recuerdo una vez que improvisamos la locución, pero fue por un fallo de lectura, pues nos saltamos sin darnos cuenta una serie de líneas.

Nunca confesé a mis compinches que, minutos antes de empezar cada una de las grabaciones, el principal sentimiento que me embargaba era el de terror, pero en cierto modo resultaba positivo y servía para despertarme, ya que la hora de estudio que nos habían asignado era los lunes de 8 a 9 de la mañana.

Esta graciosa concesión era, por supuesto, una novatada que, yo concretamente, pagaba bastante caro. Por un lado, tuve que pedir permiso para llegar tarde a mi trabajo en la revista Ritmo; por otro, estaba obligada a despertarme a una hora indecente, anterior al amanecer… y era invierno. Antes de llegar al estudio tenía que levantar a Luna, mi hija, llevarla a casa de alguna abuela voluntariosa, y luego cruzarme la Casa de Campo casi a oscuras y llegar con una hora de adelanto a Prado del Rey, correr hacia al archivo, ponerme la primera en la cola, pedir las grabaciones con muchísima prisa, por favor, encomendarme al diablo para que no hubiera errores en las signaturas y los discos estuvieran disponibles, y esperar la llegada del santo advenimiento para que, a las 8 de la mañana, la persona encargada del control, tuviera todas las ilustraciones sonoras disponibles y se pudiera terminar la grabación en una hora. Agotador.

No siempre me tocó a mí pedir las grabaciones en el archivo, pero cuando así fue lo recuerdo con angustia. Sin duda no era la única mujer con niños pequeños y doble «curre» estresante que en esos momentos cruzaba Madrid. Estoy segura de que a muchas mujeres que lean esto les suena el tema.

Pero ¿cómo empezó todo? Los antecedentes del programa de radio si no me equivoco fueron dos: por un lado, un trabajo de historia de la música que hizo Pao para el conservatorio (creo recordar que la asignatura la daba Jacinto Torres) y versaba sobre las mujeres en la música. Cuando lo leí me pareció que el tema era apasionante y digno de profundizarse. Un estímulo adicional es que, por aquel entonces, no había absolutamente nada, ni libros, ni artículos, ni expertos en el tema, como, por otro lado, sucedía con otros aspectos de la historia de las mujeres (y también de la historia de la música).

El otro motivo de que empezáramos a reunirnos fue que la Librería de Mujeres convocó un premio al cual nos presentamos, con un trabajo dividido en tres partes, cuyo tema general era lo masculino y lo femenino en la música. Mi parte trataba de las formas clásicas, como la sonata y el concierto y su estructuración en temas masculinos (fuerte y en tono mayor) y femeninos (débil y en tono menor). Aunque no nos dieron ningún premio, aquel trabajo fue interesantísimo de hacer y sirvió para que nos conociéramos, tuviéramos nuestras primeras reuniones de trabajo y estableciéramos estrechos vínculos amistosos.

Además de estos prólogos, el programa de radio tuvo sus epílogos. Poco tiempo después de acabarlo escribimos al alimón, un artículo en el diario Liberación, el mismo que se reproduce en este libro junto a este artículo. También el Instituto Francés nos contactó para un ciclo de música de mujeres, en el que tuve que dar la primera y única conferencia de mi vida. Luego ha habido varios intentos por escribir un libro, del que hemos llegado a hacer algunos capítulos pero que nunca hemos terminado.

Sin embargo, el eje fundamental fue aquel programa de radio, porque entonces sí que realmente investigamos un tema inédito. Lo era en dos aspectos concretos: el punto de vista feminista con el que lo mirábamos y su estructura, abarcando todos los medios de participación en la música. Es decir, no solo se hablaba de las consabidas compositoras desconocidas, sino también de las intérpretes, las pedagogas, las cantantes, las bailarinas, las mecenas, las directoras de orquesta, las orquestas de mujeres, las rockeras, las jazzistas, el folklore hecho por mujeres y los conceptos femeninos en la música. Para mí estas dos formas de mirar el tema han sido lo más importante, porque han exigido un trabajo que bebía en muy diversas fuentes.

Pero, además, el hecho de que fuera un programa de radio exigía que hubiera ilustraciones sonoras para cada uno de los temas. Antes de empezar el programa, hubo que meterse en el riquísimo archivo sonoro de Radio Nacional, con las botas puestas, eso sí, y hacer el vaciado de una especie de gigantesco galimatías, imposible de abarcar. Porque lo más curioso es que no sabíamos realmente qué buscábamos. Música compuesta por mujeres, mujeres que tocaran algo que no fuera piano, mujeres concretas de las que conocíamos nombres y apellidos, apellidos con iniciales delante que no se sabía si se correspondían a un nombre masculino o femenino, grabaciones varias que puede que sirvieran y puede que no, actuaciones en directo o voces de mujeres músicas que la radio hubiera grabado. Recuerdo haber estado días y días consultando fichas y llenando a mano folios y folios llenos de signaturas. Todo esto, aparte de nuestros propios discos, cintas y documentos sonoros, rescatados de los fondos de los cajones de nuestras respectivas casas.

Después, como quien escarda cebollino, había que hacer limpia de cosas inútiles, pero sin tirar nada; todo podía valer, para la radio, para un libro, para hacer listas con nombres de compositoras. En ese aspecto, Pao nos ganaba siempre por puntos, pues era la que más datos, nombres, citas, papelajos y bibliografía aportaba. Las escribía en diminutas fichas que amontonábamos poniendo en la parte superior siempre una de nuestras citas preferidas, la del que llamábamos «el músico que llevo dentro». La cita era una frase de Alejo Carpentier asegurando que las mujeres jamás podrían componer a causa de su mente concreta y no abstracta. La habíamos sacado del libro Ese músico que llevo dentro, del famoso autor de Concierto barroco.

Una de nuestras mejores recopilaciones eran precisamente declaraciones y escritos de músicos y críticos, desde Wagner hasta Mahler, pasando por Schumann. Algunos santones modernos, como Jean Cocteau, también estaban en la lista. Y críticos actuales; casi todos los que habían tocado el tema se encontraban de un modo u otro «fichados» en la lista de despropósitos elaborada por las tres brujas acusicas.

Así como «el músico que llevo dentro» presidía las citas modernas, San Pablo encabezaba las antiguas. Con sus «mulieres in ecclesia taceant» (las mujeres en la iglesia callan) se ha comenzado más de un programa y no pocos artículos dedicados a la música religiosa, a los castrados, a la voz femenina y a tantos aspectos de la relación entre las mujeres y la música que podemos decir que gracias al inefable Saulo, el policía romano que se pasó al bando contrario, Pao Tanarro, Marisa Manchado y Amelia Die, han tenido trabajo, excusa para indignarse y tema de conversación durante bastantes horas de su vida.

Otras personas, personajes y personajillos han planeado sobre nuestras tres cabezas: Mari Franco Lao, la autora italiana del libro Música bruja; Patricia Adkins, recopiladora, en su recientemente traducido Donne in musica, de una gran cantidad de nombres y anécdotas de mujeres compositoras; Rosario Marciano, que hace poco he tenido el placer de conocer y ha trabajado tantísimo en el tema; Joaquina Labajo, que escribe un muy recomendable artículo en este libro y fue la autora del primer artículo sobre el tema, publicado en España, concretamente en la revista Ritmo.

Y también mis mujeres músicas preferidas, mis santonas, sin distinciones de época ni de especialidad: Barbara Strozzi, que pedía en el siglo XVII a ver si le podían pagar un poco más por su trabajo de compositora; las pianistas actuales hermanas Labeque, divertidísimas de escuchar en directo; la fantástica y fuerte Teresa Berganza; la inmensa y cálida Ella Fitzgerald; mi supuesta antepasada, Beatriz de Die, trovadoresa que, según una cita, escribía versos más eróticos que la misma Safo; la pedagoga Nadia Boulanger de quien me hubiera encantado recibir lecciones; la malísima Reina de la Noche de La flauta mágica mozartiana, con sus perversos y punzantes agudos; las olvidadas Elisabeth Jacquet de la Guerre, Mariana Martínez, Cecilia Chaminade, Lili Boulanger, Fanny Mendelsshon; las mujeres que cantan nanas en cualquier época y lugar del mundo; la inteligente e innovadora Wanda Landovska; la indefinible Maria Callas; cualquier mujer que ejerza el insólito papel de percusionista; la esforzada Clara Wieck, estrenando obras de su marido Schumann y olvidando su propia (y estupenda) obra; las niñas huérfanas del Ospedale della Pietà veneciano en la época de Vivaldi; la Isadora Duncan de la Revolución Rusa; la pianista Maria Joao Pires tocando «esa» sonata de Mozart…

Pero, sobre todo y más que nadie, mis amigas Marisa Manchado y Pao Tanarro. Ellas aman la música sin limitaciones ni prejuicios, como aman a las mujeres también sin limitaciones ni prejuicios. Seguro que otras compañeras de género comparten y han compartido a lo largo de la historia estos dos afectos; ellas también han acabado por convertirse en mis santonas desconocidas.

Epílogo en 2019

No quiero ni puedo cambiar la historia de cómo se hizo nuestro programa de radio de Mujeres en la música, tampoco mis afectos a Pao Tanarro y Marisa Manchado y a la música, añadiría algunas mujeres más a mis santonas preferidas. Y como la vida sigue, tengo que decir que aquella hija pequeña, Luna, que yo transportaba antes de llegar a Radio Nacional tiene ahora un hijo y sigue peleando y trabajando como mi otra hija Marina y como hicimos nosotras por lo que aún nos queda, que es bastante.

1 Amelia Die, Marisa Manchado y Pao Tanarro (artículo aparecido en el diario Liberación del 20-2-1985).

2 He sido periodista durante más de 30 años, las últimas revistas en las que trabajé son Muy Interesante (jefa de edición) y Quo (subdirectora). Estudié en el Real Conservatorio de Música de Madrid y en varias escuelas de jazz y he trabajado en revistas como Ritmo, donde fui redactora jefa durante 5 años, y colaboradora de la sección de música en la revista Cambio 16. Posteriormente, me dediqué al teatro, estudié en la Escuela Municipal de Arte Dramático de Madrid (EMAD) y me licencié en Dirección de Escena en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (RESAD). Actualmente dirijo la escuela de teatro y música: Taller de Artes Berlín Teatro, de la que soy fundadora y profesora. El programa de Radio 2 (Radio Clásica) de RNE Mujeres en la música fue en su día una de las actividades más satisfactorias para mí, fuimos pioneras investigando y difundiendo del papel de las mujeres en el arte y ejercimos así el activismo feminista.

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