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Los trabajos de Penélope musicóloga:

musicología y feminismo entre 1974 y 19941

Teresa Cascudo García-Villaraco2

La imagen de Penélope haciendo y deshaciendo su tapiz mientras esperaba la llegada de Ulises puede servir como metáfora —teniendo en cuenta que cualquier esperado es aquí innecesario— de la actitud que debe primar en cualquier «historia» que se pretenda actual. Como otras áreas del saber, la musicología se construye en la doble actividad de «hacer» y «deshacer», que depende de una actitud, que no solo debería influir en la «historia positiva de la música» —esto es,la recogida de documentos que faciliten la reconstrucción de una práctica musical y su interpretación—, sino también en el análisis y valoración de las mismas obras. Creo que esta introducción es indicadora de mi manera de entender el feminismo en música como una de las vías que permiten explorar pluralmente cualquier fenómeno musical: es un enfoque relativo y variado que contribuye a la aprehensión plural de un objeto de estudio determinado. Por supuesto, dicho punto de vista ha empezado a dar sus mejores resultados unido a las posibilidades metodológicas abiertas por la deconstrucción como instrumento interpretativo. Estas se evidencian mejor cuando se abordan, como es el caso de este ensayo, cuestiones que tienen más que ver con las relaciones entre los estudios sobre mujeres (women’s studies) con la musicología que con las relaciones de las «mujeres con la musicología» o de las «mujeres con la música».

Como queda claro en la lista bibliográfica que acompaña este texto, la teoría feminista musicológica se ha desarrollado sobre todo en el ámbito anglosajón. Visto con los ojos de una española, acostumbrada a la calidad de funcionario público de la mayoría de los docentes universitarios, a la general sordera universitaria con respecto a la música y a la inexistencia —al menos en mi especialidad— de polémicas académicas, la riqueza de las réplicas y contrarréplicas provocadas por algunas de las musicólogas a las que me referiré más adelante es, como mínimo, sorprendente. Por un lado, este dinamismo se ve favorecido por la agresiva competitividad del sistema de enseñanza americano, patente en el profesorado, así como en la actividad de las editoriales universitarias. Por otro, demuestra la capacidad felizmente subversiva del feminismo en un medio —a partir de ahora, aunque no lo especifique y aunque, a veces, lo que diga se pueda hacer extensivo a otras disciplinas, me referiré exclusivamente a la musicología— hasta hace bien poco dominado por un conjunto de categorías conceptuales e historiográficas y métodos heredado del siglo xix.

Es difícil reducir ese conjunto de categorías y métodos a una etiqueta sin dar lugar a equívocos, aunque es posible resumir en una lista algunas de sus ideas-clave: superioridad de la «música absoluta», preferencia por métodos positivistas, narraciones teleológicas que ponen de manifiesto la «evolución» de la música y fijación de sus protagonistas en la figura de «héroes-compositores». Estoy segura de que cualquier persona que, sin tener un bagaje musical muy amplio, se viera en la obligación de responder a la pregunta de cuál es su compositor preferido respondería sin dudar y con una probabilidad de 10 a 1: Beethoven. En efecto, Beethoven —que es el ejemplo historiográfico que mejor retrata las ideas antes referidas— es el titán musical que encarna un ideal masculino divertidamente coincidente con el paradigma del «hombre-de-verdad» cinematográfico de finales de los 80 del siglo xx tal y como lo caracterizaba Susan Faludi: «Musculoso, intrépido, individualista». Así la música de Beethoven puede representarse con adjetivos como musculosa, vigorosa, afirmativa y libre de sensiblerías, es intrépida, está en el origen de la revolución romántica, e individualista, puesto que es el resultado del genio creador del compositor. Por si fuera poco, su obra forma parte de una línea evolutiva que se puede identificar con la «tradición alemana» —¿quién no ha oído la tontería de las «grandes bes» de la música alemana refiriéndose a la línea «Bach-Beethoven-Brahms-Bruckner»?— y que, musicalmente, culmina con la gran escuela schoenberguiana, que, más avanzado el siglo xx, tuvo en Stockhausen su profeta en la tierra. Claro que no estoy hablando sobre la globalidad de la obra de Beethoven o sobre su figura histórica, sino de su popularizada imagen de sinfonista rebelde, de genio heroico elaborada por cierto tipo de historiografía patriarcalista y, además, centrada en un corpus muy reducido de las obras de su catálogo.

Pues bien, tal tipo de historia tiene uno de sus fundamentos en la aceptación de un canon en el que el papel de la mujer es fragmentario, ya que no se ha fijado una línea evolutiva en la que se puedan incluir «obras compuestas por mujeres». Además, este papel está relegado a un segundo plano por prejuicios laborales, que en nuestro siglo se agudizaron en los críticos años inmediatos a la Segunda Guerra Mundial. Como ejemplo, y tal y como veremos más adelante, se pueden referir dos casos del siglo xix: el mal no estaba en que Fanny Mendelssohn Hensel compusiera música, sino en que ganase dinero con ella; el mal no estaba en que Clara Schumann fuese una muy apreciada concertista, estaba en que pretendiese dedicarse a la actividad abstracta e intelectualizada y, por lo tanto, masculinizada, de la composición.

Pensar en los mecanismos de construcción de lo que entendemos como masculino y femenino constituye uno de los ejercicios más enriquecedores para evaluar el papel de la mujer en la música; sin embargo, este es solo uno de los instrumentos de análisis posibles. De hecho, y tal como en la crítica literaria que constituye el punto de referencia obligado de la musicología feminista, además de los «estudios sobre el género» hay otras tendencias que tuvieron mayor auge en los inicios de los estudios de mujeres que mantienen su pertinencia. Me refiero a lo que Elaine Showalter define como el estudio de las «imágenes de la mujer», centrado en la denuncia de la misoginia que se detecta en escritos —u obras musicales— firmados por hombres, y en el análisis de las obras creadas por mujeres y su modo de producción, que Showalter define como «ginocrítica». No obstante, para facilitar la exposición, consideraremos tres perspectivas, que, de hecho, son tendencias inseparables que no se pueden entender como fases de una evolución. Comenzaremos por una primera actitud determinada por la idea de «igualdad», durante la cual se pretendió hacer públicas las biografías y las obras de compositoras ignoradas por la historia; en segundo lugar, abordaremos la corriente de la «diferencia», en la que predomina el objetivo de caracterizar lo femenino y lo masculino en la música; concluiremos justamente con los «estudios de género», en los que, como veremos, la intención predominante es poner de manifiesto los mecanismos de construcción de las imágenes de femenino y masculino.

Según Gerder Lerner, la «historia compensatoria» o «de los méritos de las mujeres» (Lerner, 1975) es consecuencia de constatar la exclusión de las mujeres de las principales áreas de decisión. En el ámbito de la musicología, la estrategia evidente fue la «recuperación» de compositoras olvidadas o desconocidas y la edición de partituras de obras compuestas por mujeres, publicación de biografías y comercialización de grabaciones realizadas, en general, por mujeres. Esta actividad se basó en el principio de negación de la especificidad de lo femenino para conseguir la integración en una sociedad conformada por valores y normas masculinas. Un antecedente de esta perspectiva puede encontrarse en la obra de Sophie Drinker, Music and Women: The Story of Women in their Relation to Music (1948), que ha sido usado como uno de los textos fundacionales de la musicología feminista norteamericana. Por ejemplo, Ruth A. Solie destaca un aspecto metodológico primordial en este texto, que, por lo demás, acepta muchas de las convenciones de lo que deba ser la música hecha por mujeres basadas en un esquema tradicional de comportamiento. Solie acentúa el uso que Drinker hace del modelo de historia a largo plazo frente a la historia de las obras y estilos musicales para demostrar que han sido convenciones sociales y características estructurales de la civilización los que han impedido que ninguna mujer diera su nombre a una época y que ninguna perdurase asociada con una obra musical de su autoría.

Esta preferencia por una historia de los procesos musicales encuadrados en una perspectiva social es común con el método de las investigaciones publicadas en esta primera etapa de «la igualdad». Un ejemplo de este punto de partida lo encontramos en los estudios de Nancy B. Reich sobre mujeres compositoras de la Alemania romántica: Clara Schumann y Fanny Mendelssohn Hensel. En sus investigaciones, Reich hace hincapié en la reconstrucción de sus biografías respectivas atendiendo a su cualidad de mujeres trabajadoras. Ambas tuvieron en común una sólida y exigente formación musical desde su infancia. Sin embargo, entre ellas había una profunda diferencia de clase. Para Reich, a Clara Schumann le era permitido ejercer una actividad remunerada —fue, junto con Marie Pleyel, una de las mayores virtuosas del piano de su época— por necesidades familiares. Sus problemas con la composición provenían de una represión interiorizada confesada en sus propios escritos: como mujer, se creía incapaz de producir obras «superiores», solo posibles viniendo de una imaginación masculina. La lectura que Reich hace de los problemas de Fanny Mendelssohn Hensel —hermana de Félix Mendelssohn-Bartholdy, Hensel después de su matrimonio—, como compositora, se relacionaban más con prejuicios de clase: viniendo de una familia intelectual, siendo una dama de alta burguesía berlinesa y habiendo tenido una educación similar a la de su hermano— con el que discutía técnica compositiva en su adolescencia y juventud— era inaceptable que se comportara como una femme savante, y, cosa todavía más inaudita, que ganase dinero como consecuencia de ello.

Una segunda perspectiva, que se puede intitular como de la «diferencia», da prioridad a la caracterización de lo femenino, esto es, de lo que distingue la naturaleza de la música hecha por mujeres de la hecha por hombres. El objetivo es, pues, buscar los rasgos de una estética musical femenina. El paralelo evidente es el concepto de écriture féminine procedente de la teoría de la literatura. La dificultad reside en la necesidad de aplicar uno de los principales instrumentos del feminismo, el análisis de las significaciones verbales, a la música, teniendo en cuenta uno de los problemas fundamentales de la crítica musical: ¿cómo atribuir cualidades femeninas o masculinas a un arte «sin contenido concreto»?

Una de las musicólogas que han abordado el problema de la «diferencia» para incluir la musicología como disciplina entre los estudios de mujeres es Susan McClary. El revuelo producido por sus ensayos, no en poco debido a su carácter resueltamente provocador, ha sido tan inesperado que merece que se le dedique especial atención. Su punto de partida, expuesto en «The Blasphemy of Talking Politics during Bach Year», publicado en el libro coeditado con Leppert en 1987, es la constatación de la «politicidad» de la música. Por un lado, pone de manifiesto los peligros de la fe en la aparente inocuidad política de la musicología tradicional; por otro, sienta las bases para un característico y ecléctico estilo de análisis, especialmente provechoso para poner al descubierto mecanismos patriarcales en el ámbito tanto de la música práctica como de la musicología. Para aclarar un poco las cosas, vale la pena recordar que Bach ha sido el ejemplo perfecto del genio musical de inspiración divina. McClary toma como referencia un artículo de Theodor Adorno, en el que el pensador alemán propone entender a Bach en un contexto social realizandouna crítica al «sacerdocio» musicológico que lo diviniza, destacando que es inútil para gran cantidad de aficionados y que, o bien mistifica la música dándole un origen sobrenatural, esto es, aquello a lo que llama inspiración, o bien la domestica tirivializándola, marginándola o retirándole cualquier significado. McClary analiza en su artículo dos piezas de Bach: «el primer movimiento del 5º Concierto de Brandenburgo» y la Cantata nº 140 Wachet Auf, mediante una lectura de contenido. Así, introduce en el discurso analítico términos como subversión, convención, problematización, libertad individual, autoridad tradicional, identidad nacional o, lo que nos interesa, género.

McClary publicó, en 1991, Feminine Endings, Music, Gender and Sexuality, donde parte de la idea de que la negación del significado musical es lo que ha bloqueado sistemáticamente cualquier intento de crítica feminista o de cualquier otro tipo de aproximación a la música basada en aspectos sociales. Uno de los capítulos está dedicado al análisis de dos obras «clásicas» que han sido abiertamente asimiladas por la cultura «popular». La primera es la ópera de Bizet, Carmen (1875), y la otra es la 4ª Sinfonía de Tchaikovsky (1877). En el análisis de la primera, McClary destaca los mecanismos musicales utilizados por Bizet para caracterizar a cada uno de los personajes en su relación con las convenciones morales burguesas, que a veces toman la apariencia de verdaderas paranoias culturales. Carmen es leído como un personaje que reúne tres elementos que implícitamente son subversivos según tales convenciones: poder erótico, exotismo étnico y cultura popular. Los tres elementos se manifiestan en la asociación del personaje con ritmos de danza populares y por la preferencia de un tipo de melodía cromática que consigue zafarse de las limitaciones del sistema tonal al tiempo que forma parte del mismo. Muchos de los argumentos de McClary se basan en la concepción de la música como una metafórica recreación del acto sexual; aunque esta concepción es a veces un tanto confusa, ya que cae en la mezcla de lo erótico y lo emocional cuando lo utiliza como contrapeso de la metáfora, bastante extendida, de la trascendencia de la música. El análisis de la representación realizada por hombres de lo femenino se combina en sus trabajos con el estudio de la escritura femenina y resulta especialmente brillante cuando aborda figuras de la cultura popular tales como Madonna o Laurie Anderson.

Las críticas mejor fundamentadas al trabajo de McClary han venido justamente de la musicología feminista anglosajona. Están patentes, por ejemplo, en el artículo de Paula Higgins, «Women in Music, Feminist Criticism, and Guerrila Musicology: Reflections on Recent Polemics» (1993). El gusto de McClary por la provocación y la indiferencia en sus análisis entre la esfera de lo público y la esfera de lo privado, tiene características propias del star system norteamericano que facilita la ridiculización para los opositores y las disensiones dentro del feminismo. McClary cae en uno de los típicos errores provocados por la autoconfianza y autocomplacencia cientifista: ignorar los escritos del pasado, en este caso escritos de mujeres denunciando los constreñimientos de la sociedad patriarcal, como mitológicos desde una perspectiva moderna, lo que la lleva a afirmar que la entrada «en serio» de las mujeres en el mundo profesional de la música data de finales de la década de los sesenta. Es una muestra de cómo la crítica posmoderna utiliza la superficialidad para no responder a los problemas que de verdad acucian a la sociedad como globalidad o, en particular, a la sociedad académica. El caso McCIary —que en parte fue debido a la irreverencia de hablar, no ya de política, sino de sexo en sesudas reuniones musicológicas— reproduce prácticas comunes de, utilizando la expresión de Lyotard, la «aristocracia universitaria»: una minoría que copa el mercado encubriendo la labor de una gran mayoría de académicos, propiamente académicas en este caso.

En música, las disparidades entre la perspectiva de la diferencia y la de los estudios de género son sobre todo una consecuencia de la ampliación de los objetos de análisis, que ya no están limitados a las obras musicales como espacio privilegiado de manifestación de lo femenino y de lo masculino. La introducción en la musicología de instrumentos analíticos y conceptuales procedentes de la deconstrucción han tenido como efecto principal el de superar la dicotomía masculino/femenino. En consecuencia, las diferencias entre las obras resultan ya no de la oposición binaria, sino de todas las posibilidades de una pluralidad de posiciones. La consecuencia de considerar el género una construcción, ni natural ni inalterable, ha sido convertir como objeto de estudio la identificación de los procesos de esa construcción como categoría de las prácticas sociales y culturales: el objeto de estudio es considerado así un sujeto en progreso, una acumulación de varios discursos. Por tanto, se ha pasado a otorgar una gran importancia a la crítica de los aspectos institucionales de la historia tradicional de la música que, al excluir los circuitos alternativos, han sido la causa de la invisibilidad de las mujeres. Atender a los circuitos alternativos —alternativos por oposición provisional a lo que en cada momento es considerado mainstream, y que, pase el juego de palabras, que aquí no se aplica en el sentido específico que le da el feminismo, también suele ser malestream— supone tomar en serio la enorme cantidad de obras compuestas por mujeres en interacción con el estilo de otras obras compuestas por mujeres, pero también, y sobre todo, supone la revisión de esa producción para ver de qué manera contribuyó al desarrollo de algunos géneros. Para hacernos una idea, y por continuar con ejemplos ya referidos, basta mencionar que Fanny Mendelssohn Hensel compuso tantos Lieder como Robert Schumann o como Ludwig van Beethoven y Félix Mendelssohn-Bartholdy juntos. La estrategia de abordar los circuitos alternativos extiende su influencia a otros aspectos como el del estudio del papel de las mujeres en la profesionalización de la composición y sus efectos en la definición de una estética femenina. Dos buenos ejemplos de los estudios de género en música desde una perspectiva feminista son Gender and the Musical Canon (1991) de Marcia Citron y Cecilia Reclaimed. Feminist Perspectives on Gender and Music (1994), editado por Susan C. Cook y Judy S. Tsou. El primero se centra en la exploración de los factores que contribuyen a la formación del canon musical, partiendo de la evidente constatación de la ausencia de mujeres del repertorio clásico estandarizado, así como de las listas de «grandes compositores» y «grandes obras» con las que se suelen elaborar las cronologías en la historia de la música. El segundo, cuyo prefacio es de Susan McClary, ofrece un variado conjunto de artículos que aborda aspectos metodológicos de la práctica feminista de la musicología, las imágenes de la mujer desde el Renacimiento inglés o la Francia de Lully y Quinault hasta el rap, biografías de mujeres como la pianista y compositora Amy Beach o la violinista Anna Maria della Pietà, repertorios de mujeres compositoras publicados en la prensa norteamericana hasta la Primera Guerra Mundial o aspectos represores de la recepción del modernismo musical en Estados Unidos durante los críticos años del período de entreguerras.

El discurso feminista en el ámbito de la musicología se ha revelado, como vemos, un enriquecedor punto de vista para estudiar los fenómenos musicales en el presente y en el pasado. Es un agudo instrumento para criticar un tipo de historia reductora, centrada en las sobras de tradición erudita, que considera al héroe como principal sujeto histórico y que cree en un sentido de la evolución musical. En esta manera de ver la historia de la música, las diferentes prácticas musicales no se consideran y las composiciones de mujeres, al no pertenecer a una línea única de evolución, son consideradas como residuales o como excepcionales, ya que supone la consagración del canon, un grupo ideal de obras y compositores integrados en una línea también ideal de evolución. Incluso hacer una historia femenina de la música, que puede ser un acto feminista, requiere instrumentos diferentes de los utilizados para la construcción de «la» historia de la música, tales como considerar la música un tipo de discurso conformado por prejuicios de «género» para deconstruir el canon del que emanan las normas estéticas y los métodos de análisis —los que testan el cumplimiento o no de dichas normas en una pieza musical— de la historia de la música tradicional.

Finalmente, cabe señalar que la musicología feminista, del que este ensayo ha pretendido ser una simple introducción, refleja, como no podía dejar de ser, las ambigüedades del feminismo como actitud individual con significado político. En el caso de la musicología, que desde el punto de vista feminista se concibe claramente como una actividad política, encontramos una cierta heterogeneidad que, no obstante,comparte un mismo punto de partida y una situación secundaria en relación a otras disciplinas. Para justificar una crítica feminista es necesario justificar antes una «epistemología femenina», y en esto la musicología acaba por situarse en una posición subsidiaria en relación no solo a la crítica literaria sino, principalmente, a la filosofía. Al final ¿puede haber varios feminismos musicológicos como varias historias de la música? ¿Cómo se resuelve el problema de la aporía mujer/ mujeres en la práctica musical? ¿Se puede llegar a la caracterización de una estética femenina que no sea susceptible de deconstrucción? ¿No se corre el peligro de caer en las mismas rutinas de la «historia» de la música absoluta? Si deconstruir este paradigma supone hacer otro tanto con la serie de valores que en él se incluyen —como unidad orgánica, por ejemplo, o complejidad constructiva—,¿qué reglas codificarán el valor de una obra «femenina»? ¿Se podrán aplicar a una obra compuesta para un hombre? ¿Quién nos garantiza que un criterio tal no provenga, en última instancia, de una manera de entender el mundo propia del patriarcado, incluso aunque sea por negación? ¿De qué manera se integrarán las perspectivas abiertas por el feminismo en las historias de la música á la portée de tout le monde como es el caso de los manuales para los conservatorios y para la enseñanza secundaria? Preguntas estas que solo pueden encontrar respuesta en la práctica y que no deben conformar futuras historias de la música «políticamente correctas», sino futuras historias basadas en el sentido común y en la aspiración a conseguir una efectiva igualdad entre hombres y mujeres.

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1 Basado en el texto de una conferencia leída por la autora en el seminario Mujeres y Música, organizado por la Librería de Mujeres de Zaragoza en diciembre de 1994. Su contenido se amplió y actualizó en el artículo de Teresa Cascudo y Miguel Ángel Aguilar-Rancel, «Género, musicología histórica y el elefante en la habitación». En: Susan Campos Fonseca e Isabel Porto Nogueira (eds.). Estudos de gênero, corpo e música: abordagens metodológicas. Goiânia, Brasil: ANPPOM, pp. 27-55.

2 Profesora titular del Área de Música de la Universidad de La Rioja, donde es docente en el Máster Universitario en Musicología y coordinadora del programa de doctorado en Musicología. Sus principales líneas de investigación son las relaciones entre nacionalismo y música, la crítica musical y los estudios de género. Ha colaborado con un capítulo en el volumen dedicado al siglo xix de la Historia de la Música en España publicado recientemente por el FCE y, entre sus publicaciones, se destaca la edición de los volúmenes: De literatura y de música. Estudios sobre María Martínez Sierra (en colaboración con María Palacios) y Nineteenth Century Music Criticism (este último, publicado por la editorial Brepols). En 2016, fue elegida para el cargo de defensora universitaria por el Claustro de la Universidad de La Rioja. Más información: http://unirioja.academia.edu/TeresaCascudo

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