Читать книгу Biterna - Alister Mairon - Страница 10

Capítulo III

Оглавление

Camino de Viladrau, 1625

Les llevó casi dos jornadas a pie alcanzar la sierra de Las Guillerías, lugar donde se asentaba actualmente Tarragó. En su periplo, Ross y su banda apenas si se cruzaron con un par de carros de bueyes que bajaban leña a las ciudades. Por lo demás, su trayecto transcurrió en soledad y silencio por entre los frondosos bosques mediterráneos.

En cuanto dejaron atrás la línea de costa, los secos arbustos y los detestables pinos que los acompañaban desde que salieran de Barcelona, dieron lugar a bosquecillos de robles que no tardaron en convertirse en verdaderas selvas alfombradas de romero y hojas muertas.

El clima de la zona también cambió. Tan pronto como empezaron a internarse en el territorio, el sol desapareció, sustituido por un manto perenne de nubes que descargaban agua cada pocas horas. Las pezuñas de la mula de Beatrice se hundían en el barrizal provocado por las frecuentes lloviznas.

Las quejas de Dismas sobre la humedad en sus calcetines y el precio de las botas se tornaron una molesta constante durante el camino.

Al caer la noche, empapado y hambriento, el grupo se detuvo para descansar en una diminuta posada que encontraron frente a un cruce de caminos, al pie de las montañas. Ataron a la mula de Beatrice en el cobertizo que hacía las veces de establo y cruzaron la pequeña puerta de madera.

Dentro la atmósfera era cálida y tranquila. Salvo por la presencia de dos labriegos que bebían cerveza mientras un tercero canturreaba la historia de un noble cruel condenado al Infierno, la posada estaba prácticamente vacía. Eso les permitió ocupar un lugar junto al fuego, cosa que Dismas agradeció dejándose caer en la silla con un suspiro de placer.

Beatrice se arrellanó en su asiento y giró la cabeza en dirección a los labriegos cantores. Ross sonrió para sí. No importaba en qué lugar del mundo se hallaran, Beatrice siempre encontraría la forma de empaparse de la cultura local. Sin duda alguna, pensó Ross, si no la hubieran internado en el convento de niña, su compañera habría terminado ejerciendo de juglaresa.

El propietario de la posada no se demoró en aparecer junto a los recién llegados. Se trataba de un hombre menudo, con un prominente bigote oscuro que tapaba sus labios finos y resecos. De no haber portado un raído delantal atado a la cintura, cualquiera le habría tomado por un campesino más.

—Bona nit —los saludó. Ross negó con la cabeza—. ¿Buenas noches? —intentó el hombre.

Los mercenarios correspondieron a su saludo.

—¿Qué puedo… ofrecerles? —El español del posadero resultaba vacilante—. Tenemos estofado de verduras, pero si prefieren otra cosa…

—El estofado estará bien —decidió Ross.

Tan pronto como les sirvió, la mujer aprovechó para preguntarle:

—¿Sabe dónde podemos hallar a un boticario?

—¿Un herbolario? —Ross asintió—. No hay muchos por esta zona. La mujer del carnicero a veces prepara remedios.

—En realidad andamos buscando a uno en concreto —intervino Martel—. Buscamos a Cosme Soler. Nos han dicho que ahora vive por aquí.

El posadero se retorció el bigote, pensativo.

—No conozco a nadie con ese nombre, pero he oído hablar de un ermitaño que vive cerca de Viladrau.

El médico y Ross cruzaron una mirada. El ermitaño era Tarragó.

—También les digo que no es recomendable acercarse a esa villa —añadió el hombre—. Está sitiada por una cuadrilla de bandoleros.

—Lo tendremos presente —dijo Ross, volviendo la atención a su plato.

Entendiendo que ya no precisaban de sus servicios, el posadero se retiró discretamente a sus habitaciones, dejándolos cenar con tranquilidad. Cuando se levantó a la mañana siguiente, los forasteros ya no estaban allí y solo los cuencos abandonados y un par de monedas sobre la mesa atestiguaban su paso por la posada.

***

El camino a Viladrau serpenteaba por entre gruesos troncos de robles y piedras caídas, siempre cuesta arriba. Baches y curvas cerradas obligaban al grupo a dar grandes rodeos para poder avanzar apenas unos metros por entre la tierra húmeda. Para Dismas, que cerraba la marcha, la ruta se estaba convirtiendo en un suplicio para las rodillas.

—No podría haberse ido a vivir ese idiota a un llano, no —gruñía a cada paso—. ¡A una puta mierda de montaña! Y encima por un camino de cabras.

—Mon Dieu, deja de quejarte —lo regañó Martel, oteando a lado y lado del camino con inquietud—. Con esos alaridos que das resulta imposible pasar desapercibido.

—¿Y para qué quiero yo pasar desapercibido? ¿Para no perturbar a los ciervos?

—Para evitar esto, tanoca1 —ronroneó una voz grave a su derecha.

Dismas se giró a tiempo para ver el cañón del trabuco que lo amenazaba, sujetado por la mano firme de un hombre cuyo rostro estaba cubierto por un pañuelo negro y un sombrero de ala ancha.

Ross se llevó discretamente la mano al cinto. Sus dagas estaban listas para salir a bailar. Solo convenía esperar al momento oportuno. Mientras, otros cinco hombres con la cara tapada salieron de entre los árboles, rodeándolos.

Relevado por un compañero, el primer asaltante pudo apartarse de Dismas y situarse frente a Ross, aún con el arma entre sus recias manos.

—Arriba esas manos —ordenó. Su voz sonaba amortiguada por obra del pañuelo.

Ross obedeció. El resto de la banda la imitó con la vista fija en el hombre del sombrero, de quien solo podían ver unos ojos negros, carentes de emoción.

—Bien, bien. Supongo que no requiero presentación, pero dado que parecéis forasteros…

—Serrallonga —dijo Beatrice. Su rostro permanecía sereno—. Nos hablaron de ti en Barcelona. Y nos contaron tus grandes hazañas.

—Cuánto sabe la monja, ¿no? —comentó el bandolero con sorna. Sus compañeros corearon la ocurrencia con profundas carcajadas.

—¿Qué queréis de nosotros? —preguntó Martel. Su voz temblaba.

El encapuchado ladeó la cabeza, reparando por primera vez en el médico.

—Qué extraño grupo. Una monja, un gabacho y dos caminantes. —Se encogió de hombros—. Tanto da. De vosotros quiero lo mismo que de cualquiera. Así que aún a riesgo de ser repetitivo… ¿La bolsa o la vida?

El bandolero no tuvo tiempo de seguir regodeándose. De improviso, Ross se lanzó hacia adelante. Serrallonga cayó al suelo. Sus compañeros aprovecharon la fugaz distracción del grupo de forajidos para enfrentarlos.

Dismas arrebató de un tirón el trabuco a su atacante. Empuñó el arma y lo abatió con un culetazo en la frente. Otro bandido se encaró con él, pero el bastón de Martel contra su espalda le hizo replantearse su objetivo. Un tercer bandido se acercó a ellos con el trabuco en alto. Dismas le apuntó con su pistola y disparó. La bala erró su objetivo, pero lo hizo retroceder.

Martel se llevó la mano a la cintura y lanzó el contenido de uno de sus saquillos contra el primer atacante. El hombre cayó hacia atrás con un grito. Sus manos soltaron el arma y corrieron raudas a proteger sus ojos heridos mientras pataleaba entre gemidos.

Los dos bandidos restantes rodeaban a Beatrice, pero la mujer permanecía tranquila, las manos aferradas a su cayado. Los hombres sonrieron.

La mujer les permitió acercarse. Cuando apenas un metro los separaba, Beatrice alzó el cayado y golpeó a uno de los bandoleros en las piernas, haciéndolo caer. El segundo esquivó el golpe de un salto.

Beatrice avanzó hacia adelante. La punta de su bota golpeó con contundencia la cabeza del caído. El hombre gritó. Su compañero trató de apuntarla con el trabuco, pero Beatrice fue más rápida. La madera del cayado golpeó la mano del hombre, haciéndole perder su arma.

—Esas manos donde pueda verlas. Si no… —advirtió, asestando un segundo puntapié al bandolero caído—. Bueno, puede que te rompa los huesos a bastonazos.

Aún desde el suelo, Serrallonga y Ross forcejaban. Perdido su trabuco, el bandolero dirigió su poderoso puño contra la mejilla de ella. La mujer lo esquivó y le propinó un rodillazo en la ingle como respuesta.

—¡Perra asquerosa! —gruñó Serrallonga, zafándose de Ross.

La mujer cayó al suelo sobre sus extremidades. El bandolero se abalanzó sobre ella como un animal salvaje. Ross rodó para esquivarlo. Serrallonga quedó a cuatro patas sobre el camino. Su contrincante se alzó de un salto y le propinó una patada en las costillas.

El bandolero la agarró de la pierna y tiró. Ross dio con sus huesos en tierra. Apenas tuvo tiempo de sacar una de sus dagas antes de que Serrallonga cayera sobre ella. El acero mordió el brazo izquierdo del bandolero, obligándolo a apartarse.

Ross aprovechó para levantarse y hacerse con sus dos dagas. Las hojas refulgieron, anticipando el ataque. Sin embargo, este no llegó a suceder.

Un aullido de canes salvajes se apoderó del bosque. Los bandoleros detuvieron la lucha y giraron la cabeza hacia la masa de árboles, pero nada se veía por entre sus gruesos troncos. Los ladridos de la jauría invisible cada vez sonaban más cercanos. La mula de Beatrice cabeceó con nerviosismo.

También los bandoleros parecían inquietos. Ross los veía balancearse sobre sus piernas, más pendientes de escrutar el bosque que de vigilar a los asaltados. Parecía como si supieran lo que se avecinaba y estuvieran realizando un gran esfuerzo para no echarse a correr.

—Serrallonga... —gimió uno de ellos desde el suelo. A pesar del pañuelo, su voz delataba juventud.

Tampoco el jefe de los bandoleros parecía tranquilo. Ignorando por completo la amenaza de las dagas de Ross, el hombre se puso en pie, dándole la espalda. Sus ojos barrieron el bosque. Luego se agachó para recoger su trabuco.

Ross miró por encima de la espalda del bandolero y de inmediato comprendió el motivo de su inquietud.

—Serrallonga —volvió a suplicar el hombre de la voz joven, esta vez con mayor impaciencia.

Unos metros por detrás, un enorme perro negro permanecía quieto en mitad del camino. De sus fauces entreabiertas goteaba un líquido espeso y oscuro. Sus ojos rojos se posaron en el grupo de humanos y de su garganta nació un aullido largo y profundo.

Serrallonga no necesitó volverse. Al oír el coro de gruñidos que respondía al can a sus espaldas, alzó el trabuco al aire y gritó:

—¡Retirada!

Sin poder hacer nada por evitarlo, Ross y su grupo se vieron arrastrados por los bandoleros bosque adentro, corriendo entre piedras y árboles caídos mientras el aullido de los canes les pisaba los talones.

1 Tanoca: insulto típico catalán. Hace referencia a una persona que es corta de entendimiento (Nota del Autor)

Biterna

Подняться наверх