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Capítulo II

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Camí Ral, 1625

—No entiendo cómo has podido aceptar —le recriminó Dismas, echando un par de zanahorias troceadas al puchero.

Martel lo removió con pericia y añadió un pellizco de hierbas aromáticas. Pronto el suave olor a guiso de conejo impregnó el campamento y a sus tres ocupantes.

Podrían haberse quedado a pasar la noche en la ciudad, al resguardo de sus murallas. Pero ninguno de ellos tenía intención de dejar sus mermadas bolsas en manos de los codiciosos posaderos barceloneses. Era preferible acampar en la linde del camino y guarecerse del frío nocturno en su pequeña tienda de campaña. Aquel claro, rodeado por matojos secos y un pino de tronco nudoso y retorcido, les serviría mejor que la cama más cómoda de la ciudad. Y dañaría mucho menos su economía.

—Por el dinero —respondió Ross, guardando sus cuchillos en el cinto tras untarlos en uno de los aceites de Martel—. Nos pagan bien y no parece una misión complicada.

Dismas bufó disconforme, hurgando en su macuto para sacar cuatro cuencos de madera.

—Menudo argumento…

—¿Cuestionas mis decisiones? —inquirió Ross, subiendo el tono.

—Nunca, jefa. Solo digo que no era esto lo que tenía yo en mente cuando dijiste que habías conseguido un trabajo en Barcelona. Más nos hubiera valido seguir hacia Amberes. Al menos allí hablan claramente de muertos resucitados y no lo revisten de secuestro —señaló.

Ross se cruzó de brazos. No resultaba sencillo tratar con Dismas. Menos aun cuando creía tener la razón en algo. Y aunque su cabezonería quedaba de sobras compensada por su hábil manejo de las armas de fuego, no siempre su talento era argumento suficiente para perdonar su mal talante.

—Amberes está lejos. Habríamos encontrado el trabajo hecho al llegar —dijo con paciencia—. Además, ya que nos encontrábamos a este lado de los Pirineos, resultaba más sensato aceptar un encargo por la zona. Después de lo de Toledo tampoco estamos como para rechazar nada —añadió con un suspiro.

—Tampoco es una misión tan difícil —intervino Martel.

Dismas los miró de arriba abajo.

—¡Oh, claro! ¡Coser y cantar! Hallar a un muchacho anónimo del que nadie tiene idea de dónde puede estar salvo un cazabrujas retirado del que hace años que no se tienen noticias.

—Eso no es del todo cierto —replicó Beatrice, apareciendo entre unos arbustos a lomos de una mula vieja.

Llevaba puesta la capucha del hábito y su cruz de madera le colgaba sobre el pecho. Unas sandalias de suela desgastada le cubrían los pies. Ross la miró mientras se acercaba al campamento. La había visto darle más uso al hábito desde que escapara del convento que antes de huir de él.

—¿Y ese bicho? —se interesó Dismas, señalando a la mula.

—Un regalo de las monjas.

—Generoso presente. ¿Por quién te has hecho pasar esta vez para que te agasajen de esta manera? ¿Por la papisa de Roma?

Beatrice le echó una larga mirada a su compañero, cuya sonrisa burlona se ensanchó aún más.

—Por una peregrina de la orden de Santa Marta Penitente.

La mujer descabalgó y tras atar al animal en una rama baja, se acercó al campamento. Tomó asiento en un tronco caído, al lado de Dismas.

—¿Y se lo han tragado? —El hombre dejó escapar una sonora carcajada—. ¿Quiénes eran? ¿Las Hermanitas de la Candidez?

—Ya basta —se quejó Martel—. No es moral burlarse así de quienes han entregado su vida a Dios.

—Pensaba que eras médico, no sacerdote —siguió burlándose su compañero—. ¿Tanto echas de menos el seminario del que te escapaste?

—Yo no me escapé —corrigió el aludido—. Terminé mi formación.

—Y saliste por patas en cuanto tu querido tío te dejó solo un momento…

—¡Porque no quería pasar el resto de mis días rodeado de apestados! —estalló el médico—. Si buscas a alguien huido de un convento habla con ella —dijo señalando a Beatrice.

La mujer fue a replicar, pero Ross se lo impidió con un gesto de la mano.

—Ya he tenido bastante. ¿No os da vergüenza gastar energías lanzándoos pullas los unos a los otros de manera tan absurda? —les recriminó. Sus compañeros bajaron la cabeza—. Acepté este trabajo porque era lo mejor para todos. Y no dejaré que nadie cuestione mis decisiones. ¿Ha quedado claro?

—Parfaitement —dijo Martel en un susurro.

Su atención volvió al caldero del estofado.

Ross asintió con satisfacción. No le agradaba tener que enseñar los dientes para imponer disciplina en el grupo. Pero no siempre hallaba maneras diplomáticas de apaciguar sus ánimos.

Dismas giró la cabeza hacia Beatrice, dispuesto a insistir con su interrogatorio. La mujer lo detuvo antes de que pudiera siquiera abrir la boca.

—No diré una palabra más con el estómago vacío —declaró. Y ninguno de sus compañeros replicó ante sus palabras.

Pronto Martel les puso un cuenco de guiso en las manos y los cuatro miembros de la banda se dispusieron a cenar mientras el sol se escondía tras las montañas del oeste.

—Me he acercado al convento de las dominicas, cerca del orfanato —explicó Beatrice, sirviéndose un segundo cuenco—. La mayoría de ellas no habían ni siquiera oído hablar de Tarragó. Pero había una chica, una novicia, que lo conocía. Sus familias provienen del mismo pueblo y tenían una relación fluida antes de que Tarragó se dedicase a señalar brujas.

—¿Y bien? —preguntó Dismas limpiándose la barba, negra y densa.

—Al parecer el tal Tarragó tuvo problemas con un obispo del norte. Cuando el rey determinó acabar con la caza de brujas tuvo miedo de que el obispo quisiera cobrarse su venganza. De modo que, en lugar de regresar a las tierras de su familia, se ocultó en las montañas, por la zona de Las Guillerías. Allí recuperó su antiguo nombre, Cosme Soler. Por lo que decía la novicia, aunque ya no ejerce, Tarragó sigue prestando sus servicios como herbolario.

—Así que, si preguntamos por el vendedor de hierbas Soler, daremos con Tarragó, ¿no? —resumió Dismas. Ya no parecía tan malhumorado.

Beatrice se encogió de hombros.

—En principio, así es.

—¿Pero…? —quiso saber Ross. Conocía lo bastante a Beatrice como para saber que tras esa vaga afirmación se ocultaba algún que otro inconveniente.

—La zona donde habita Tarragó no es segura —explicó Beatrice tras rebañar su cuenco de estofado con una onza de pan—. Dicen que la sierra es tierra de bandoleros. Y de algo peor.

—¿Algo peor? —intervino Martel—. ¿Acaso hay algo peor que un grupo de desaprensivos dispuestos a hurtarte la bolsa a golpe de trabuco?

Dismas soltó una risita entre dientes.

—Después de todo lo que has visto, ¿cómo puedes tener miedo a unos salteadores de caminos? Es absurdo.

—Porque soy médico —replicó Martel con un gesto brusco que hizo bailar en el aire la coleta baja con que se recogía su largo cabello castaño—. Y como todo el mundo sabe, los bandoleros secuestran a los médicos para exigir rescates en las ciudades.

—Los bandidos serán el menor de nuestros problemas si lo que dijo la novicia es cierto —siguió Beatrice—. Cuentan que en esos bosques ronda una sombra oscura que secuestra las almas de los vivos y las lleva al Infierno.

—Nada que no pueda detener una bala de plata —afirmó Dismas con despreocupación.

—Admiro tu determinación, pero me temo que tus pistolas no servirán de nada —señaló Beatrice.

—¿Y eso por qué?

—Porque las monjas hablaron de un ser sin cuerpo, una sombra —dijo la mujer, retirándose la capucha del hábito para mostrar su melena rubia—. No se puede disparar a lo intangible.

—Eso complica algo más las cosas —reflexionó Martel, frotándose el rasurado mentón—. Los seres incorpóreos nunca son de buen matar.

Ross posó una mano en el hombro del médico.

—Eso solo supondrá un problema si nos cruzamos con esa criatura. Y por lo que a mí respecta, pienso evitarlo en la medida de lo posible —dijo en tono tranquilizador—. Así que, de momento, preocupémonos únicamente por dar con Tarragó.

Biterna

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