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Capítulo I

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Barcelona, 1625

El mercader y su hija los condujeron hacia una taberna alejada del puerto, situada en una plaza cercana al portal de San Daniel. Era aquel un espacio ruidoso. Los carros provenientes del puerto cruzaban la explanada como una procesión de ruedas y chasquidos. Varios hombres aguardaban cerca del abrevadero situado en la zona norte, alquilando sus famélicas mulas a quienes pudieran pagarles. Y todo ello acompañado por el perturbador aroma a sangre y vísceras que emanaba del matadero de la ciudad, que ocupaba el extremo sur de la plaza.

Ross frunció el ceño. No era ese el espacio que esperaba encontrar cuando Tomás Codina, el mercader, los había instado a tratar el asunto en un lugar más íntimo. Sin embargo, mucho se guardó de expresar su opinión a pesar de saber que esta era compartida por sus compañeros.

A pocos pasos de ella, Dismas y Martel lo observaban todo con el ceño fruncido y la nariz arrugada. Ross vio como el primero mantenía la mano sobre la funda de su pistola. Por su parte, Martel se conformaba con mascullar entre dientes las inconveniencias de asentar un matadero tan cerca de la población. Solo Beatrice lograba mantener la compostura, ocultando el rostro bajo la capucha de su hábito raído. Su cayado de peregrino repicaba contra el suelo de tierra batida, marcando el ritmo de sus pasos.

La taberna, como todas las de la ciudad de Barcelona, olía a madera, a salitre y a vino tinto derramado. El mercader los condujo hacia una mesa apartada, junto a una ventana cubierta de polvo. Pidió una jarra de vino para compartir y se sentó junto a su hija. Ross y sus compañeros hicieron lo propio. Solo cuando el vino estuvo servido habló Tomás Codina.

—Necesito su ayuda. Mi hijo ha desaparecido.

—Eso ya lo sabemos. Nos lo contó por carta. Queremos los detalles —le instó Ross con un ademán.

El mercader pareció encogerse en su asiento.

—Lo siento —articuló con voz temblorosa—. No quería hacerles perder el tiempo…

—¿No? Pues entonces vaya al grano —exigió Dismas con la impaciencia tiñendo su voz, grave y profunda.

—Es mi hermano —intervino entonces la hija del mercader. Parecía más resuelta que su progenitor—. Partió hacia Tortosa para reunirse con unos fabricantes de tinte, pero no llegó a la cita. De eso hace ya más de dos semanas y nadie le ha visto desde entonces. Creemos que se trata de un secuestro —concluyó con tono apesadumbrado.

—Se os nota muy seguros de ello —insistió Dismas—. Bien podrían haberlo asaltado unos bandidos. O acabar devorado por los lobos. ¿Por qué tanta insistencia con el secuestro?

—Porque en esta zona no hay lobos. Ni bandidos. Además, en los últimos meses, más de veinte hombres de su edad han aparecido destripados de las formas más grotescas cerca de Barcelona —siguió la joven Codina—. Mi hermano es el primero de esa lista de desaparecidos que no amanece convertido en un fiambre. Por eso digo secuestro.

—Unos vendedores de vino hallaron su carro en el margen del camino —siguió entonces su padre—. No estaban ni él, ni los bueyes que se llevó; pero sí la carga. Quien fuera el que lo asaltara, no quería el dinero ni los materiales. Andaba buscando a Ferran.

—¿Y no es posible que haya podido fugarse con una prometida? —preguntó Martel con su particular acento francés—. Por lo que sé es común entre los jóvenes huir para casarse en secreto.

Tomás Codina carraspeó. Se lo notaba incómodo.

—No creo que esa sea la causa de su desaparición. Verán, mi hijo...

—Mi hermano tenía otras inclinaciones —explicó resueltamente la hija—. No frecuentaba la compañía de mujeres.

—¡María! —se escandalizó el mercader.

—¿Qué? Si queremos que encuentren a Ferran debemos proporcionarles toda la información que sepamos, ¿no?

Tomás Codina abrió la boca para replicar, pero de ella no surgió sonido alguno. Asintió, dándose por vencido, y la joven pudo continuar con su relato.

—Mi hermano se sentía muy unido al hijo del prestamista, de modo que cuando desapareció fuimos de inmediato a preguntarle. Lo encontramos igual de desesperado que nosotros. Tampoco él sabía nada de Ferran. Por eso estamos seguros de que se trata de un secuestro.

—¿De quién? —quiso saber Ross, apurando su vaso de vino de un trago.

Despreciaba aquellos caldos acuosos que se hacían llamar vino, tan distintos a las bebidas púrpuras y afrutadas de las que disfrutara en su Venecia natal. Pero cualquier líquido era bueno para refrescarse la garganta en una ciudad tan húmeda y pegajosa como Barcelona.

—¿Disculpe? —Tomás Codina parecía confuso.

—No paran de repetir que lo han secuestrado. Eso es porque sospechan de alguien. ¿De quién?

—No es un quién, sino un qué. A mi hijo se lo ha llevado una bruja.

Incapaz de contenerse, Dismas dejó escapar una carcajada desdeñosa que avergonzó al mercader e hizo irritar a su hija.

—No es motivo de chanza. Hallamos un maleficio oculto bajo su almohada —dijo María—. Un saquillo con hierba seca que olía a viejo. Eso solo lo hacen las brujas.

—Si tan seguros están de que es obra de una bruja, ¿por qué no han contactado con las autoridades? —preguntó Dismas—. ¿No es acaso trabajo de la justicia cazar y castigar a las hechiceras?

La silenciosa Beatrice rompió su mutismo.

—Hace tres años que perseguir brujas ya no es competencia de la autoridad local —dijo en un murmullo—. Así lo determinó el rey y el Tribunal del Santo Oficio. En esta tierra ya no hay brujas, solo mujeres ignorantes que creen en costumbres paganas.

María negó con la cabeza.

—Su Majestad puede decretar lo que convenga, pero no habita en estas tierras. Aquí sigue habiendo brujas, aunque ya no esté permitido darles caza —aseguró con seriedad—. Y una de esas siervas del demonio es la responsable del secuestro de Ferran.

—¿Conocen el motivo? —preguntó Martel—. ¿Saben por qué una bruja podría quererle mal a su hijo?

—Si lo supiéramos —dijo Codina—, la habríamos denunciado ante las autoridades. No por brujería, sino por amenazas. Es un procedimiento común. Pero desconocemos los motivos. Por no saber, ni tenemos idea de quién es esa bruja.

—Por eso nos han llamado, ¿no? Porque no existe ya quien pueda prestarles ayuda dentro de la ley. Por eso necesitan mercenarios —razonó Ross. Tomás Codina asintió—. Bueno, pues lo siento por ustedes, pero no nos va a ser posible ocuparnos de este caso.

—¿Eh? ¿Por qué motivo? —quiso saber el mercader—. Me aseguraron que eran ustedes profesionales reputados. «La Morte Bianca» dicen que los llaman. ¿Acaso no es suficiente el oro que les he ofrecido?

—No es cuestión de oro, sino de capacidades. Es imposible encontrar al desaparecido si no contamos ni con el nombre de esa supuesta bruja, ni con pistas para empezar a buscar.

Por un momento se hizo el silencio en la mesa, solo interrumpido por los tragos largos que Martel propinaba a su segundo vaso de vino.

—Busquen a Tarragó —dijo al fin María—. Tal vez él podrá ayudarles.

—¿Quién es ese Tarragó? —preguntó Dismas con el ceño nuevamente fruncido.

—Antaño fue un buscador de brujas —explicó Tomás Codina—. Presumía de conocer a todos los hechiceros del territorio y se forjó una buena reputación. Pero tras las ordenanzas reales se retiró. Hace tres años que no ejerce.

Ross asintió.

—¿Dónde podemos encontrarlo?

El mercader se encogió de hombros y el abatimiento volvió a apoderarse de sus facciones.

—Nadie lo sabe con certeza. Desde que se retiró no se ha vuelto a saber de él. Algunos dicen que volvió hacia poniente, a su tierra natal. Otros, que se alejó del mundo y que habita las montañas como un ermitaño más.

—De modo que, para encontrar a su hijo, primero tenemos que dar con ese Tarragó —resumió Ross—. De acuerdo —dijo poniéndose en pie. Sus compañeros la imitaron—. Añada dos monedas para cada uno a la suma. Por el rastreo.

Biterna

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