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La niña cumplió un año entre los abrazos y besos de su cariñosa familia. Billy le regaló un cisne de madera tallado por él mismo. Joan se casó tal y como estaba dispuesto, y se incorporó a su nueva familia. Las largas fiestas dieron ocasión a que el padre negociara la boda de su hijo.

—Este será un buen año —dijo riendo de felicidad. Y todos lo creyeron.

Se encontraban muy cerca de Londres cuando se desató la tragedia. Una noche, en el pub de la población donde habían decidido pasar la noche, una reyerta sin importancia terminó en tragedia. Acusaron a Billy de haber intentado robar a un parroquiano, lo que no era cierto, y trataron de lincharlo. El padre y otros de su grupo acudieron a su rescate y la pelea se trasladó a la calle. El rechazo social, la animadversión y la desconfianza jugaron un papel fundamental. La pelea se saldó con Billy gravemente herido y un aldeano magullado. Hubo un ataque contra los carros, algunos ardieron. Mary corrió con la pequeña en brazos. Las otras mujeres también se dispersaron. Todas gritaban aterradas, y especialmente Mary cuando vio a su hijo medio muerto. La policía puso orden y se llevó a los Viajeros para interrogarlos. Todos fueron encarcelados excepto Billy, que falleció por falta de atención médica. A la pequeña se la llevaron sin hacer caso del llanto desconsolado de Mary.

—¡Mary! ¡Mary! ¡No me quiten a mi hija! ¡Mary!

—Estará mejor sin ti, educada para que sea de provecho a la sociedad. ¡Y cállate la boca ya! No quiero volver a oírte alborotar. Malditos nómadas piojosos, sois peor que la peste.

—Por favor, señora —rogó a la funcionaria—. Este juguete es suyo, se lo hizo su hermano, por favor, déselo a mi niña.

La mujer cogió el cisne de madera de un manotazo, empujó a Mary y cerró la puerta.

—Otra hija de nadie más que alimentar. Los orfanatos ya no dan abasto con tanto crío. ¿Dónde llevamos a esta Mary?

Lo intentaron en varios centros, hasta que finalmente le hicieron un hueco en la institución dirigida por la señora Davis, una viuda de muy buena reputación que dedicaba su dinero a ejercer la caridad entre los niños huérfanos, concretamente las niñas. Recibía ayuda económica del comité de damas de la parroquia correspondiente y de diferentes donaciones privadas. Una vez al año organizaba un baile benéfico. Todo lo recaudado se invertía en el mantenimiento del edificio que albergaba a las niñas: la comida, el sueldo de los porteros —dos, pues se vigilaba la puerta día y noche aunque en cuanto oscurecía se cerraba con llave— y el de la directora. La directora, señora Anderson, era soltera y vivía en el mismo orfanato, donde disponía de sus propias habitaciones. Una vez al mes la señora Davis visitaba la institución, bien sola bien con las damas del comité, y daba el visto bueno.

—Las niñas se levantan temprano, la pereza y la molicie son la madre de todos los vicios. Desayunan y se ponen a realizar sus tareas hasta el almuerzo; descansan y trabajan hasta la hora de cenar. Rezan sus oraciones y se acuestan. Imagino que usted es consciente de que los pobres tienen malas inclinaciones, por lo que la disciplina, la oración y el trabajo regulan sus vidas. Les hacemos un favor, todo es por su bien.

—Ya veo. ¿Y qué comen normalmente, señora Anderson?

—Lo que ve, todo sencillo pero sano y nutritivo.

La señora Davis veía las marmitas llenas de sopa humeante, las bandejas con pan tierno, patatas y verduras hervidas y manzanas, y asentía entusiasmada.

—La felicito, señora Anderson. Su trabajo es encomiable. ¿Y usted necesita algo?

—Nada, señora Davis, gracias. Las niñas me echan una mano cuando se lo pido, además se ayudan unas a otras.

Y la señora Davis y sus acompañantes volvían entusiasmadas a sus casas después de repartir golosinas entre las niñas. En cuanto las temidas visitas desaparecían, la directora cambiaba de actitud, gritando por la cantidad de buena comida desperdiciada en aquellos seres abyectos. Las niñas aprovechaban la revisión para comer sin trabas, porque a diario recibían una rebanada de pan con mantequilla agria y un cuenco de sopa aguada como desayuno, almuerzo y cena.

Algunas veces albergaba a mujeres que acababan de dar a luz y cuyos bebés habían muerto para que amamantaran a los recién nacidos, aunque estos no solían vivir mucho tiempo. En cuanto acababa la lactancia aquellas mujeres eran echadas a la calle, de donde procedían. La señora Davis no sabía nada de aquellos arreglos.

A aquella institución fue conducida Mary, de un año de edad, con el pañal sucio, llorando de hambre y un pequeño cisne de madera colgado de su cuello. Una joven alojada allí se ofreció a alimentarla, pero la señora Anderson decidió que ya era hora de que la niña comiera pan empapado en caldo.

—Señora, necesita leche. Todavía es muy pequeña.

—¡Leche! Y por qué no bizcochos, de paso. ¿Acaso es la princesa de Gales? Y tú no tardes en destetar a tu bastardo, esto no es un hotel. Comes más de lo que vales.

La chica, que trabajaba fregando los suelos, se calló y ocultó sus lágrimas.

—¿Se sabe quién es? —preguntó la señora Anderson a los funcionarios.

—Hija de nómadas encarcelados por escándalo público. Su madre la llamaba Mary, sin apellido.

—Cómo iba a tenerlo. Son todos iguales. ¿Qué es esto?

—Su juguete.

—Bien —la mujer examinó la figurita—. La inscribiremos como Mary Swan. Otra mocosa llorona a la que alimentar. Esto es un suplicio. ¿Por qué los pobres tendrán tantos hijos? Cuánto vicio y desidia. ¡Tú! —le gritó a una de la niñas mayores—. Ponle un pañal limpio, apesta. Y procura que no llore por la noche. Dios mío, dame paciencia.

Lo que no sabía nadie, ni siquiera su patrona, era que la señora Anderson procedía de una institución semejante a aquella. Abandonada nada más nacer, guardaba un resentimiento y un odio inmenso por los años de malos tratos y escarnios. Despacio, con astucia y paciencia, había logrado crearse una identidad y buena fama, lo suficiente para encontrar trabajo y alojamiento en el orfanato. Además tenía a la señora Davis en la palma de su mano.

Escuchó un llanto de bebé y apretó los puños.

—¡Haz que ese bastardo se calle ahora mismo! —gritó.

Espíritu atormentado

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