Читать книгу Espíritu atormentado - Alix Rubio - Страница 12

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Crecí en un orfanato. Un lugar sórdido donde las niñas nunca recibimos una muestra de amor. Una dama y la parroquia correspondiente se ocupaban de la dirección y gestión del centro. Huérfanas pobres, bastardas, criaturas no queridas y desechadas por la sociedad. Las bastardas éramos una lacra para la ciudadanía honrada, que nos hacía pagar por los errores y pecados imaginarios de nuestros padres —más bien de nuestras madres— y que no merecíamos nada. Me dijeron que mi madre me trajo al mundo en algún lugar, probablemente un asilo para mujeres descarriadas, y de allí pasé directamente a la institución. No tenía ni un recuerdo de ella, ni siquiera sabía su nombre. Respecto a mi padre, podía ser cualquiera; mejor no preguntar. Mi única posesión era un juguete de madera, un pequeño cisne tallado a mano que había servido para que me adjudicaran el apellido Swan.

A nosotras no nos adoptaban, las familias no querían a una hija de nadie entre sus paredes. Nos compraban, compraban nuestro trabajo y nuestro dolor a cambio de una mala comida y un jergón. Y de pronto, alguien se interesó por mí. Un buen día, cuando tenía ocho años, una mujer que se presentó como la señora Williams hizo su aparición en la institución y preguntó por mí. La mujer vestía correcta y austeramente de negro, sin joyas ni adornos, aunque sí llevaba guantes y sombrero e iba bien calzada. No era una sirvienta, pero tampoco una dama.

La directora me hizo llamar. Los ojos de la mujer se agrandaron al mirarme. Yo era más baja y delgada de lo que debía, mal alimentada y agotada por el trabajo en la lavandería, donde me pasaba la mayor parte del día empapada y con un cansancio que me calaba hasta los huesos.

—¿Tú eres Mary?

—Sí, señora —hice una reverencia torpe.

—Mary Swan —recalcó la directora—. Es buena dentro de lo que cabe, ya sabe usted cómo son estas criaturas, traen el vicio en la sangre, pero muy trabajadora y no se queja nunca. Si lo que necesita es una criada que trabaje mucho, coma poco y no le dé problemas, Mary Swan es la adecuada.

La mujer ni miró a la directora, no me quitaba los ojos de encima pero su mirada era cálida, me evaluaba sin humillarme.

—Bien, Mary, vas a venir conmigo ahora.

—¡Mary! —la voz de la directora restalló como un látigo—. Ve a buscar tus cosas. Agradece a esta señora su bondad y no le des motivos de queja, no nos avergüences.

No poseía nada, excepto mi cisne y los harapos que vestía. En el dormitorio comunal las niñas solo disponíamos de una cama, si es que cama se podía llamar. Volví al instante, a tiempo para escuchar parte de la conversación entre ambas.

—No dude en darle de palos si no obedece, señora Williams. Gracias por llevársela, una boca menos. Estamos saturados. Nos alegramos tanto de que alguien tenga la generosidad de pasarse por el orfanato a aliviar nuestra carga. ¡Ah, Mary! Aquí estás. Bien, señora Williams. Toda suya.

Salí detrás de ella. En la calle aguardaba un coche particular. Los caballos me encantaron, pero el cochero me fascinó por su buena ropa, se notaba que aquel hombre de mediana edad y barba recortada no pasaba hambre. Le sorprendí mirándome, y hubiera jurado que había lágrimas en sus ojos. Me animé. La señora Williams entró en el coche y me instó a seguirla, pero yo temía manchar el asiento y me quedé indecisa.

—Venga, suba, señorita Mary. Si se mancha ya lo limpiarán. Señor Evans, a casa.

Se estaba bien allí dentro, todo era cómodo y mullido. Me relajé tanto que casi me dormí. Inmediatamente reaccioné, asustada. No podía dormirme, tenía que estar atenta a las órdenes de la señora Williams.

Dejamos atrás Londres, y tras un largo trayecto llegamos a una mansión enorme que se alzaba en medio de un jardín silencioso. Al traspasar la verja, fue como si me encontrara de pronto en otro mundo. Para mi sorpresa entramos por la puerta principal. El mayordomo me miró e intercambió una mirada especial con la mujer. Una sirvienta de edad madura, alta y gruesa, apareció de pronto.

—Encárguese de la señorita, Jenny, y mire qué puede ponerle hasta que llegue la modista.

Seguí a Jenny escaleras arriba. Mi confusión era tal que ni me fijé en la decoración de la casa, solo me había llamado la atención la cantidad de flores frescas en los jarrones de porcelana y cristal. Olía tan bien, a limpio y a perfume. Me llevó a una habitación enorme y ventilada, una gran ventana daba al jardín. La cama alta con dosel estaba adornada con almohadones. Papel de colores brillantes en las paredes, alfombras en el suelo, y más flores en el alféizar. Jenny abrió un armario de madera pulida con espejos, en los que me vi reflejada: una niña baja y excesivamente delgada, desastrada y sucia. Sacó un vestido azul con lazos y puntillas, medias y botines, además de enaguas, una camisa y pantaloncitos, todo de fina tela blanca. Nunca había llevado ropa interior, solo el vestido y el delantal directamente sobre la piel desnuda. Salimos de nuevo y me condujo a la sala de baños, donde en una bañera humeaba el agua. Jenny vertió sales, me indicó que me quitara mi ropa vieja, y me ayudó a entrar en la bañera. Era la primera vez que tomaba un baño, toda aquella agua para mí sola. Me eché a llorar mientras el jabón me quitaba la suciedad del cuerpo y del pelo. Cuando volví a la habitación envuelta en grandes toallas, no reconocí a la niña que me miraba. Jenny me vistió y peinó con gran paciencia, dejándome el cabello suelto. Era rubia, lo que convertía mi pelo en castaño oscuro era mugre. Los botines me iban un poco grandes, pero Jenny me dijo que no me preocupara, tendría muchos y todos nuevos. Después bajamos hasta la cocina, donde me aguardaba la señora Williams. Sobre la mesa habían puesto tal cantidad de comida que me mareé.

—Gracias, Jenny, ha quedado perfecta. Y ahora, señorita Mary, siéntese y coma. Debe de tener hambre.

—Sí, señora Williams, mucha. Pero me da vergüenza porque no sé comer, no sé cómo se cogen los cubiertos. Por favor, no me pegue. Además no soy señorita, solo la huérfana Mary Swan.

—¿Pegarla? Nadie volverá a pegarla, jamás. Coma lo mejor que sepa y no se apure, que yo la enseñaré. Y olvide a la huérfana. Usted es la señorita Mary para todos en esta casa.

Otra cosa que me dio vergüenza fue mi forma de hablar. Durante ocho años nadie había hablado conmigo, solo había recibido órdenes a gritos e insultos. No sabía hablar, apenas conocía unas palabras básicas y pronunciaba mal. Aquellas personas de la casa, aunque pertenecientes al servicio, hablaban bien e incluso sabían leer y escribir. Sus modales eran impecables. Yo no serviría más que para encender las chimeneas y lavar las ropas.

Aquella misma tarde llamaron a la puerta la modista, el zapatero y dos dependientas llevando telas. Los meses siguientes fueron de aprendizaje. La señora Williams me enseñó a usar correctamente los cubiertos, a masticar con la boca cerrada, mantenerme erguida y todo cuanto necesitaba saber para ocupar dignamente un lugar en la mesa. Todo el personal de servicio puso de su parte para que estuviera cómoda. Por mi parte, no entendía nada. Me trataban como a una señorita y no me ordenaban ningún trabajo en la casa, aunque sin explicarme por qué.

La siguiente novedad fue con respecto a mi educación. No sabía leer ni escribir, no sabía nada. La señora Williams escribió y recibió cartas. Finalmente, me explicó lo que habían decidido: en lugar de enviarme a un internado, una institutriz y un preceptor se instalarían en la casa para darme lecciones. La señora Williams me pidió que me esforzara e hiciera todo lo que mis profesores me indicaran, pues era para mi bien. De modo que todos los días, desde que me levantaba hasta la hora de comer, y dos horas más por la tarde, me encerraba en la biblioteca con uno u otro. Al principio no me resultó sencillo, pero me mereció la pena el esfuerzo. La señora Williams le pidió expresamente al preceptor que se abstuviera de usar la vara conmigo; de hecho, prohibió cualquier tipo de castigo. También me facilitaron enseñanza religiosa, pues aparte de un par de oraciones que rezaba en el orfanato no sabía nada. Luego supe que existía constancia de que había sido bautizada nada más ingresar en la institución. A la señora Williams le había preocupado mucho que hubieran olvidado aquel detalle, pero la desidia de aquella gente no afectaba a la religión.

Un año más tarde, y cuando ya me encontraba bastante adaptada, la señora Williams me llamó a su gabinete.

—Señorita Mary, ya es el momento de que hable con usted. Sin duda se pregunta qué ocurre y qué lugar ocupa en esta casa en la que creyó entrar como sirvienta. No lo es. El esfuerzo conjunto de todos es convertirla en una auténtica señorita. Está aprendiendo rápido y bien. Ahora toca iniciarla en los estudios de música. También aprenderá a bailar y a mantener una conversación elegante y amena.

—¿Por qué yo? ¿Por qué me quiso a mí precisamente?

La señora Williams quedó pensativa, como calibrando la respuesta más adecuada.

—Llevamos buscándola desde hace años… No haga preguntas, solo escuche con atención. En su momento lo sabrá todo, por ahora solo le diré que sabíamos que había nacido pero no dónde estaba. Hay una persona, el dueño de esta casa, que quería encontrarla y protegerla, hacerse cargo de usted. Se puso en contacto con un detective y le encargó que descubriera su paradero. Ha sido una búsqueda larga y dolorosa, pero por fin dimos con usted. Cuando su protector lo decida lo sabrá todo y contestaremos a todas sus preguntas. Yo soy el ama de llaves y persona de su confianza, y usted también puede confiar en mí y contarme todas sus preocupaciones. Todos estamos para hacerle la vida más fácil. Cuando sea mayor y esté preparada para comprender le contaremos su historia. Por el momento estudie, juegue y aprenda. Esas son sus únicas obligaciones.

—Tengo un protector… —Se me escaparon las lágrimas—. ¿Cuándo podré conocerle para darle las gracias?

—No tiene que agradecerle nada. Y le conocerá cuando llegue el momento. En todo caso, lo que más le alegra es saber que se está esforzando con sus estudios. Tenga paciencia y persevere.

De repente sentí la necesidad de hacer una sola pregunta.

—Señora Williams, ¿dónde está mi madre?

La mujer no movió un músculo.

—Nada de preguntas, querida. Lo sabrá todo cuando esté preparada. Ahora no lo entendería, solo es una niña.

—Los huérfanos pobres no tenemos infancia, no nos dejan ser niños.

—Usted no es una huérfana pobre. Ya puede volver a sus ocupaciones, señorita Mary.

Me refugié en el cuarto de juegos y me abracé a mi muñeca preferida. Mi perrito vino corriendo a enroscarse en mi regazo. Había sido un regalo del cochero, quien pidió permiso para dármelo. La señora Williams dio su visto bueno, y Billy se convirtió en mi mejor amigo. No sé por qué fue ese nombre el primero que se me pasó por la cabeza. Pero no le dejaba jugar con mi cisne para que no lo mordiera. El resto de juguetes los compartía con él, mi cariñoso perrito callejero. Me explicaron que las niñas de buena familia tenían perros de pedigrí, pero yo no hubiera cambiado a Billy por ningún otro. Era como yo, un huérfano trasplantado al paraíso, bañado y bien comido.

Poco a poco, el recuerdo del orfanato se fue diluyendo en mi memoria. Solo algunas noches soñaba que seguía allí, me había quedado dormida y la señora Anderson me pegaba con una vara por mi desidia. Entonces despertaba bañada en sudor y gritando. Necesitaba unos minutos para darme cuenta de dónde estaba. No tenía una nanny que durmiera cerca de mí, ya era demasiado mayor para eso. Ni mi institutriz ni el preceptor estaban para consolar a una niña asustada, solo la señora Williams me dedicaba su tiempo entre sus tareas, que no eran pocas. Cuando gritaba, mi perrito apoyaba su cara en la mía y no tardábamos en volver a dormirnos. Pero con el tiempo dejé de soñar con aquel lugar frío y horrible.

Seguía en la casa con todos pendientes de mí, mimándome y haciéndome la vida fácil y agradable. No salía, ni hacía ni recibía visitas excepto de profesores y modistas, no tenía amigas. Aunque mis días estaban regulados de la mañana a la noche, me sentía feliz y libre. La profesora de protocolo era mayor y estricta, soltera. Me reía diciéndole a la señora Williams que tenía aspecto de haber sido la preceptora de la reina Isabel, tan anciana me parecía.

Incluso el profesor alemán de música que habían contratado, y se tiraba del pelo en cada clase, logró que dejara de pelearme con las teclas del piano y llegara a tocar con corrección, lo suficiente como para deleitar en una velada sin romper los oídos a mis invitados. Fue muy meritorio por su parte seguir enseñándome, inasequible al desaliento.

—Señorita Mary, su oído musical deja mucho que desear; pero si practica todos los días le aseguro que incluso usted logrará sacarle partido al instrumento.

—No lo golpee —me insistía, suspirando—. El piano no es su enemigo. Acaricie las teclas, hable con él, escuche, deje que sus dedos aprendan de memoria el lugar y el sonido de cada tecla.

Las clases de canto no iban mejor. Mi profesora, una mezzosoprano que había visto truncada su carrera y se ganaba la vida moldeando voces chillonas de niñas, se desesperaba.

—No tiene usted ni voz ni oído, y eso no tiene remedio; pero intente seguir mis indicaciones, respire cómo y cuando le indico. Recuerde que tiene diafragma y para qué sirve.

Mi habilidad como bailarina también se resentía de la falta de oído musical, pero lograba imprimir cierta gracia a mis movimientos. En cambio, tenía buena mano para las composiciones florales y el dibujo, y buena memoria para las lecciones de historia y geografía.

Ponían a mi alcance todos los libros que necesitaba. Nunca había pisado un museo, pero tenía conocimientos de arte. Montaba a caballo por los alrededores, nunca sola. John Evans, el cochero, cuando estaba libre me acompañaba. No solo entendía mucho de caballos, sino que parecía tenerme un cariño especial aunque sin confianza. Nadie de la casa me trataba con familiaridad, ni siquiera la señora Williams.

También me proponían temas de conversación que era capaz de desarrollar con naturalidad, sin parecer engreída. Tanto mi institutriz como la profesora de protocolo se esforzaron mucho para hacerme entender la diferencia entre una joven agradablemente instruida y una pedante que se hacía notar por un exceso de conocimientos.

—A los caballeros no les gustan las mujeres que presumen de saber más que ellos, señorita Mary. Cuando aparezca en un salón debe brillar por su modestia y no por su sabiduría, aunque líbrese de quedar como una necia porque eso tampoco favorece a una dama.

Y sin transición me sugería otro tema. En eso consistían básicamente nuestros paseos por el jardín.

Sin embargo, y pese a mi vida retirada, no pasaba desapercibida. No me habían visto en sociedad pero hablaban de mí preguntándose quién sería la misteriosa joven que guardaban con tanto celo.

Espíritu atormentado

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