Читать книгу Espíritu atormentado - Alix Rubio - Страница 9
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John Evans, el cochero de Lord y Lady Baxter, no estaba muerto. Fue consciente en medio del dolor que le causaban sus heridas de todo lo acaecido, pero no se pudo mover ni hablar. Le encontró al amanecer uno de los arrendatarios y lo trasladó a la casa rogando que no se muriera por el camino. Despertados de su sueño, Henry Baxter y su hija Agnes corrieron al departamento de la servidumbre donde se encontraba John. El mayordomo ya había enviado a buscar al médico. Los cuerpos del matrimonio fueron recogidos respetuosamente y preparados para el sepelio. Fue el médico quien advirtió que Evelyn ya no estaba embarazada.
—Señor Smith, ¿está seguro de no haber visto ningún bebé junto a Lady Evelyn?
—Completamente, doctor. Solo estaban el señor Evans y los difuntos, paz a sus almas. Lo que sí vi fueron rodadas de un carro, alguien se paró allí.
—Tendremos que esperar a que el señor Evans se recupere y cuente qué ocurrió.
Tardó más de un mes en curarse y estar en condiciones de hablar. El médico le visitó a diario, Henry Baxter dio instrucciones para que no le faltara nada. Finalmente, pudo relatar el trágico accidente y sus consecuencias.
—Su Señoría, le juro que había repasado personalmente el carruaje antes de ponernos en camino, todo estaba en orden. De pronto escuché un ruido extraño, como de algo rompiéndose. Lord Baxter preguntó qué pasaba y me instó a no ir tan rápido, pero no pude controlar el carruaje. Se desenganchó una rueda y después otra, como si hubiera pisado un obstáculo. No vi nada extraño, no se cruzó ningún animal. El coche volcó y giró. Salí despedido de mi asiento. Solo escuché gritar a Milady y relinchar a los caballos, especialmente uno de ellos chillaba de forma insoportable. No sé cuánto tiempo pasó hasta que oí otro caballo y el traqueteo de un carro. Enseguida nuestro caballo dejó de gritar. Hubo un silencio hasta que escuché voces. Había por lo menos dos hombres, y una mujer. Les escuché hablar pero no entendí qué decían. Luego el llanto de un recién nacido y más voces y el carro alejándose. Debieron de llevarse a la criatura con ellos. No sé quiénes serían, extranjeros, vagabundos, quién sabe.
Lord Henry se dejó caer en una silla. Su hija le rodeó los hombros con un brazo. El médico pareció meditar.
—¿No vio nada, señor Evans?
—No, doctor. Estaba allí sin poder moverme ni hablar, ni abrir los ojos. Como si estuviera muerto. Ellos debieron creer que lo estaba.
—No debían de ser ladrones, no robaron nada.
—¿Cómo nada, doctor? ¡Se llevaron a mi nieto! Podían haber buscado ayuda en vez de desaparecer.
Agnes comenzó a llorar, estrujándose las manos.
—Harold había decidido que si era un niño se llamaría Henry como tú, papá; y si era niña, Margaret. ¿Cómo le encontraremos? ¿Qué será de él, o ella, entre extraños?
—Dejemos descansar al señor Evans, hija mía. Gracias por su ayuda, tómese el tiempo que necesite antes de reincorporarse a su trabajo, el joven Adams le sustituirá.
Sentados en la salita de Agnes, tomando un té, Lord Henry suspiró.
—Encontraré a mi nieto. No me importa lo que cueste en tiempo ni en dinero. Hay que buscar a unos extranjeros viajando en un carro con un bebé.
—Milord, ¿tiene idea de cuántos individuos se ajustan a esa descripción? Varios miles. Pueden andar por cualquier parte. Si son lo que yo creo, serán prácticamente ilocalizables porque recorren nuestra isla de norte a sur y de este a oeste, descontrolados y sin documentación. Es muy fácil camuflar a un niño entre sus propios hijos. No le causarán ningún daño, son buenos y cariñosos con los niños, pero si no lo encuentra vivirá una existencia de pobreza y desarraigo toda su vida.
—Lo encontraré.
Henry Baxter no perdió el tiempo. Contactó con la policía local y viajó a Londres, donde contrató además el servicio de una oficina de detectives.
—Viajen por todo el país, vayan al continente o a América si es preciso. Pero encuentren a mi nieto o a mi nieta sin regatear medios ni gastos. Mis abogados estarán a su disposición para todo cuanto necesiten.
De regreso a la mansión ordenó preparar su equipaje.
—¿Dónde vas, papá?
—A Perth. No soporto quedarme aquí viendo a tu hermano y a Evelyn en cada rincón.
—Entonces iré contigo. Necesitas que te cuiden y yo tampoco soportaría quedarme sola ni aquí ni en Londres.
Lord Henry miró a su hija con intenso afecto. Era una mujer alta, pálida según los cánones de la moda, rubia y de serios ojos castaños. Vestía con elegancia y discreción, cuidaba su persona. Buena anfitriona, inteligente —demasiado, se recordó— y muy selectiva. Y pese a sus rentas y virtudes seguía soltera y sin ánimo de casarse.
—Agnes, ¿te has preguntado alguna vez que será de ti cuando haya muerto? No… no me digas que voy a vivir muchos años, porque no lo sabemos. Tienes que pensar en tu futuro y no solo en mi comodidad. Soy un viejo egoísta. Todavía eres joven, hija mía. No quiero ver cómo te conviertes en una solterona como tu tía Lily.
—Papá, tía Lily tuvo sus razones para no casarse. Las mías son diferentes. Yo no he vivido un amor desgraciado, mi prometido no ha muerto en una guerra. No es que sienta aversión hacia el matrimonio, pero me siento bien como estoy. Solo te debo obediencia a ti y tú eres muy indulgente conmigo. No quiero obedecer a un marido, no quiero que me controle, disponga de mí como si yo no tuviera voluntad, me agobie con hijos.
—Eso que dices demuestra que sí sientes aversión hacia el matrimonio, no te mientas.
Agnes, viendo reír a su padre, rio a su pesar.
—Como tú digas, papá. Puedes reírte, pero me siento tan libre y tan independiente siendo soltera. ¿Te escandalizo?
—No. Te admiro. Creo que eres muy valiente. Prométeme una cosa: cuando quieras, sea antes o después de mi muerte, cuando lo decidas si sientes esa inclinación, viaja, sal de aquí, rompe todas las barreras, vete a América, a la India, a China. Vuela, hija mía.
Agnes besó la frente de su padre.
—Te lo prometo, papá.
W
La feria se encontraba muy concurrida. Habían pasado los festejos de Pascua y el buen tiempo animaba a las gentes a salir y divertirse. Varias familias de Viajeros se concentraban en el prado donde habían montado sus espectáculos. Entre los aldeanos se paseaba un hombre que destacaba por su atuendo de ciudad. Miraba muy atento, se paraba ante cada espectáculo, parecía buscar. Una mujer echaba las cartas a una joven con aspecto de sirvienta. A unos pasos de ella, un joven campesino no la perdía de vista: su novio, se dijo el hombre. Y rio para sí, asombrado de la credulidad de aquellas personas sencillas. El chico se acercó a un gesto de la mujer y se dejó mirar la palma de la mano. Los dos jóvenes se abrazaron, y él depositó unas monedas en las manos de la mujer. Los siguió con la vista, parecían contentos, sin duda les había augurado un brillante futuro juntos. Pero a él quien le interesaba era la adivina. Ella guardó las cartas y se acercó a su carro, bastante viejo y descolorido. Entró para salir de inmediato con un bebé de pocos meses que lloraba, se sentó en un escalón y comenzó a amamantarla allí mismo, como si se encontrara sola. Una chica se asomó a la entrada. También era pelirroja, como su madre, y llevaba el cabello suelto bajo el pañuelo.
—Mary tenía ya mucha hambre. Hoy está siendo un buen día, Joan.
Joan se sentó junto a su madre y miró a su hermana.
—¿Le has leído ya la mano, madre?
—No —rio—. Es demasiado pequeña.
El hombre no entendió lo que decían. Se alejó y siguió buscando entre los feriantes. Había muchos niños de todas las edades, y varias mujeres con lactantes. Volvió sobre sus pasos y comprobó que la mujer pelirroja estaba ya en su puesto. Se acercó a ella y se sentó. Sentía un rechazo instintivo hacia ella, pero decidió tratarla con cortesía para ganarse su confianza.
—¿Cuánto por su lectura, señora?
Ella le escrutó con la mirada, reconociendo quién y qué era y lo que pensaba de los suyos, y respondió en inglés deficiente.
—La voluntad, caballero. ¿Qué quiere saber?
—Dónde puede estar una criatura de unos cuatro meses que desapareció misteriosamente.
—¿Niño o niña?
—Dígamelo usted, señora. Usted es la adivina.
Ella no perdió la compostura. Barajó las cartas y fue formando una especie de cruz con ellas. Mientras realizaba aquellos movimientos, Mary pensó rápidamente. Tenía que ocurrir tarde o temprano, que alguien apareciera haciendo preguntas. Estaban en un aprieto muy grave. Aquella gente rica no olvidaba y además tenía suficiente dinero para remover cielo y tierra. Solo que ella tenía una ventaja: sabía quién era aquel hombre y qué buscaba. Como él no creía en su don, le resultaría fácil confundirle con algo de paripé de abracadabra. Suspiró, cerró los ojos, canturreó en voz baja e hizo unas cuantas invocaciones pronunciando palabras sin sentido.
—Veo el mar —dijo de pronto con otro tono de voz, bajo y profundo—. Un barco lleno de viajeros en busca de un futuro mejor. Allí, en una bodega, una mujer… espere… sí, una mujer morena sujeta a una niña que no es suya y que ha encontrado en el puerto, abandonada. Una niña que no es del mar y que un hombre ha abandonado a su suerte… —Se pasó una mano por la frente, deshizo la figura y volvió a sacar nuevas cartas—. Veo que llega a una ciudad inmensa donde hablan su idioma… —Suspiró teatralmente—. Ya no veo más, los espíritus me han cerrado los ojos.
Él parecía indignado.
—¿Cree que puede burlarse de mí con sus majaderías esotéricas? Usted sabe dónde está la niña porque la ha visto.
—Así es, caballero. En las cartas.
—Señora, basta ya de comedias. O me dice ahora mismo lo que sabe o llamo a la policía para que la detengan por cómplice de secuestro.
—Señor, no llame a nadie. ¿Qué podía saber yo de secuestros? Somos una familia pobre pero nunca hemos hecho daño a nadie —ya lloraba—. Esa mujer vino a mi puesto con una niña, me dijo que se había quedado sin leche y buscaba alguien que pudiera amamantarla. Yo estaba embarazada y no podía. Me pareció raro que buscara entre nosotros, pero ni pensé que ella no fuera la madre. Era una mujer alta, de pelo negro, que hablaba buen inglés. Me dijo que se iba a América y necesitaba una nodriza. Y ya no la vi más. Es todo.
—¿Dónde fue eso?
—En Plymouth, señor. Y eso es todo.
El hombre se puso en pie muy serio y la miró desde su altura. Ella parecía aterrada.
—Te estaré vigilando.
—Como usted quiera, señor. Nosotros no nos moveremos de aquí mientras dure la feria.
Continuó en su puesto mientras él se alejaba, consciente de que en cualquier momento se daría la vuelta para ver qué hacía. En efecto, cuando él miró hacia atrás ella sostenía la mano de una aldeana y fingió no darse cuenta.
—Estamos en peligro —dijo aquella noche a su marido e hijos—. Debimos haber dado aviso en vez de huir.
—¿Nos hubieran creído? No seas tan ingenua, mujer. Nos hubieran acusado de causar el accidente y hubiéramos acabado en la cárcel. A la niña le hicimos un favor sacándola de allí, tú eres su madre, yo su padre y Billy y Joan sus hermanos. No nos quitarán a Mary. Preparadlo todo, nos vamos ahora mismo.
—¡No! —Mary se opuso a su marido por primera vez—. ¡No! Ese hombre, y a saber cuántos más, nos están vigilando. Si nos vamos en plena noche nos perseguirán. Tenemos que convencerles de que esa historia no va con nosotros. Una mujer inglesa de pelo negro se llevó a una niña a América, que descubran ellos si es la misma criatura que buscan o no, que viajen hasta allí y pregunten si las han visto. Mañana tú, marido mío, y tú, hijo mío, estaréis con los caballos, arreglando cualquier cacharro que os traigan, o bebiendo con los demás hombres. Tú no, por cierto, Billy. Y pensándolo mejor tú tampoco, marido, no se te vaya a soltar la lengua. Yo seguiré en mi puesto y Joan cuidará de Mary. Que nos vean sin miedo, que crean que no ocultamos nada. Cuando termine la feria nos marcharemos con los demás, nos uniremos a la familia de Annie, que vean que no nos vamos solos como huyendo.
El suegro de Annie había pedido la mano de Joan para su último hijo, un chico de pelo negro y ojos verdes que se encargaba de los caballos. Estaba ya todo arreglado. El marido entendió lo adecuado de la decisión y asintió con la cabeza.
—Hablas bien, mujer. A descansar, mañana nos espera mucho trabajo.