Читать книгу Espíritu atormentado - Alix Rubio - Страница 8
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Aquel veintinueve de diciembre de mil ochocientos treinta y siete Lord y Lady Baxter emprendieron un viaje a Londres desde su mansión en el campo, situada en el condado de Surrey. Hacía seis meses que una jovencísima reina Victoria había ascendido al trono, y algo más de un año desde el matrimonio de Harold Baxter y Evelyn Reese. Él, un heredero de familia antigua y de prestigio; ella, hija única de una no menos prestigiosa familia pero que por su condición de mujer no podía heredar a su padre. A Louis Reese, viudo inconsolable que se había negado rotundamente a contraer segundas nupcias, le desesperaba que el pariente masculino más próximo, y futuro heredero, fuera un pusilánime y alcohólico al que detestaba. La idea de verle casado con su hija no le permitía dormir por las noches; y, aunque tal enlace no llegara a celebrarse, tampoco le animaba imaginarse a su desagradable pariente gozando de sus bienes. De modo que durante meses se dedicó a repasar con profunda atención la genealogía familiar, con la esperanza de encontrar un heredero más apto. Y lo encontró a través de una red intrincada de matrimonios: Harold Baxter. Rogó para que el alcohólico y pusilánime pasara a mejor vida antes que él, y el Universo escuchó su petición. Se produjo un desgraciado accidente de caza en el que el odiado heredero, borracho como de costumbre, se cayó del caballo con tan mala fortuna que se partió el cuello. Lord Reese no lamentó aquella muerte ni se sintió culpable por haberla deseado. Por el contrario, se sintió liberado y se dedicó a cultivar la amistad y trato con Harold Baxter.
Harold tenía una hermana mayor, hija de un matrimonio anterior de su padre. Lady Agnes era soltera, no había querido casarse nunca para cuidar de su padre, un hosco y poco sociable noble que prefería vivir en sus propiedades de Escocia, en su castillo de Perth. Su familia, de raíces tanto inglesas como escocesas, y protestante, había sido muy favorecida por la reina Ana. Lord Henry había tenido una hermana mayor, Lily, cuyo prometido murió en la guerra. Lily no volvió a salir de su habitación y se apagó poco a poco como una vela. También vivió en el castillo la tía Amalia, viuda, que tenía dos hijas y un hijo. La oveja negra de la familia fue el primo Robert, hijo mayor de Amalia, cuyas ideas nadie comprendió y le costó disgustos y rechazo familiar. Murió en un duelo también incomprensible. Cada vez que Lord Henry Baxter recordaba a su pariente, gruñía. Un necio, un fatuo bien vestido, demasiado guapo y con muy poco sentido común. Afortunadamente había muerto joven, soltero y sin descendencia, y su veleidad política no había afectado al resto del clan familiar.
Lord Henry se había casado en primeras nupcias con una dama escocesa que falleció a los pocos días del nacimiento de su hija. No tardó en buscar una nueva esposa, inglesa esta vez, con una renta fabulosa y que ya estaba fuera del mercado matrimonial a causa de su edad, pues rozaba la treintena. No era guapa tampoco, pero sí rica y muy bien educada. Murió cuando Harold tenía quince años. Lord Henry alababa su memoria diciendo que no le había dado un solo disgusto en todos sus años de matrimonio. Al igual que su primera boda le había aportado más tierras, la segunda le aportó una ingente cantidad de dinero. El bisabuelo de la difunta Lady Margaret Baxter había sido joyero de la Corte y nombrado caballero por sus servicios a la Corona; supo invertir y administrar sus ganancias con tanto acierto que su hijo compró una propiedad en el campo a un gentilhombre venido a menos, arrendando las tierras e invirtiendo a su vez, lo que permitió a su propio hijo, nieto del joyero y padre de la difunta Lady Baxter, vivir de rentas y ser un hombre acaudalado además de tener estudios y educación suficientes para ser aceptado y recibido en Sociedad. Era la tercera generación de caballeros y no se hablaba del abuelo joyero, artífice de la riqueza familiar. No obstante, la difunta Lady Baxter no había tenido suerte en su búsqueda de un marido adecuado durante su juventud, había pocos herederos disponibles y su padre era muy exigente. Así fue como dejó de ser debutante en poco tiempo, y no elegible y casadera antes de darse cuenta. La petición de mano por parte de Lord Henry supuso un regalo del cielo. Ella era todo lo que él buscaba en una esposa: afable, modesta, sumisa y obediente, un verdadero ángel del hogar que se pasaba la vida leyendo y bordando. Como él no era sociable por naturaleza, apenas recibían y salían; lo mínimo para darle ocasión a Agnes de darse a conocer y adquirir soltura en su trato con los de su clase. Pero Agnes se parecía mucho a su padre, no se sentía cómoda en los bailes y recepciones y espantaba a los caballeros con sus conocimientos, que excedían a los apreciados en una joven casadera al uso. No solo hablaba francés, sino latín y griego, y leía algo más que las típicas novelas para damas; su madrastra se había encargado de enseñarle cuanto sabía y de contratar preceptores que la instruyeran igual que a Harold.
Louis Reese y los Baxter fueron presentados formalmente por un conocido común, y tras varios encuentros en diferentes eventos, Lord Henry y su hijo fueron recibidos en el gabinete de Lord Reese por este y su abogado, recibiendo la noticia de que Harold era el pariente masculino más cercano y futuro heredero de la fortuna de los Reese.
Que Harold quedara prendado de Evelyn y la pidiera en matrimonio fue el siguiente paso lógico. Evelyn acababa de ser presentada en Palacio, y apenas sin transición se anunció su compromiso. Louis Reese suspiró aliviado: ya podía morir tranquilo cuando le llegara su hora, el futuro de su hija estaba asegurado. Un mes después de la boda murió de un infarto fulminante. El joven matrimonio, que se encontraba recorriendo el continente, no se enteró hasta su regreso. Evelyn lloró desconsolada, y Harold la consoló lo mejor que supo. Como resultado, Lady Baxter quedó embarazada. Evelyn suspiró aliviada, no solo por haber cumplido con su deber de esposa; sino porque durante los siguientes meses se vería dispensada de las molestas visitas de su marido a sus habitaciones. Confiaba en dar a luz un varón y liberarse así de ulteriores atenciones conyugales. Quería mucho a Harold, pero su amor era idílico y espiritual. La carnalidad inherente al matrimonio la había sorprendido desagradablemente, aunque su marido era correcto y educado y cumplía sus deberes en la oscuridad y entre capas de ropa. Ella, como buena esposa, cerraba los ojos y se dejaba hacer pensando en Inglaterra.
Así llegó aquel veintinueve de diciembre de mil ochocientos treinta y siete. Lady Evelyn se había empeñado en dar a luz en Londres y no en el campo aunque aún faltaba casi un mes para el parto. Harold, si bien de mala gana, cedió en atención a su estado. El padre y la hermana se unirían a ellos a tiempo para la celebración del Año Nuevo. El ayuda de cámara y la doncella personal con el equipaje más pesado emprendieron viaje por la mañana y Milord y Milady después de comer. El cochero les aguardaba junto al carruaje. Como hacía mucho frío se taparon con las mantas de viaje, ella sujetaba un pequeño calentador de manos dentro de su manguito. Apenas hablaron. Evelyn cerró los ojos y pareció dormitar, Harold apartó un poco la cortina de la ventanilla. Un crujido sobresaltó a Evelyn.
—¿Qué ocurre?
Harold golpeó con su bastón para llamar la atención del cochero. Como no le oyó, sacó la cabeza por la ventanilla.
—Evans, ¿qué ocurre? No vaya tan deprisa.
El carruaje perdió dos ruedas y se salió del camino, volcando y dando varias vueltas sobre sí mismo. Los caballos relincharon aterrorizados y Evelyn gritó.
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El carro se paró en medio del camino y dos hombres bajaron de él para acercarse al carruaje volcado. Uno de los caballos gritaba de dolor, otro pugnaba por soltarse de las correas. Los hombres se miraron entre ellos y al animal con la pata rota. El mayor de ellos sacó un cuchillo, tapó los ojos del caballo haciendo sonidos tranquilizadores y puso fin a su sufrimiento, mientras el más joven, un adolescente, liberaba al que estaba atrapado y comprobaba que no había sufrido ningún daño. Entonces vieron los tres cuerpos: tanto el hombre lujosamente vestido como el uniformado estaban muertos, mientras que la mujer gravemente herida no tenía fuerzas para gritar de dolor. Se fijaron en su avanzado estado de gestación y les resultó evidente que el accidente había acelerado el alumbramiento.
—¡Mary! —gritó en dirección al carro—. ¡Ven ahora mismo!
Una mujer vestida con faldas de colores y un pañuelo en la cabeza saltó al camino seguida por una chica ataviada de la misma manera. El hombre hizo un gesto con el brazo.
—Tú no, Joan. Solo tu madre.
No hablaban inglés, sino shelta, el idioma propio de los Viajeros. Se trataba de una familia de nómadas oriundos de Irlanda que viajaban por la Gran Bretaña trabajando como chatarreros o vendiendo y comprando caballos, la mujer leía las cartas y las palmas de las manos. La hija, obediente, volvió a subir al carro pintado con colores que en su día habían sido brillantes y ya estaban descoloridos por la intemperie.
Mary examinó a la moribunda Evelyn y suspiró apenada.
—La pobre mujer está ya medio muerta. Voy a tratar de salvar a la criatura.
Y comenzó a llorar mientras apartaba las ropas de la parturienta. Hacía pocos días que había perdido a su propio hijo de apenas un mes, dejándolo enterrado al borde de un camino. De todos sus hijos solo habían sobrevivido Billy, de diecisiete años y Joan, de catorce. Sabía que por su edad sería muy difícil que pudiera volver a concebir. Conmovida, se propuso salvar la vida de aquella criatura como fuera.
—Billy —le dijo al chico—, tráeme la caja donde guardo los frascos de pócimas y no molestes. No os necesito ni a tu padre ni a ti.
Mary vertió unas gotas de uno de los frascos en un retazo de tela que arrancó de una de las enaguas de Evelyn y se lo aplicó sobre la nariz y la boca para dormirla y que no sintiera el dolor. Desinfectó un cuchillo y se puso manos a la obra. Había participado en muchos nacimientos aunque no era partera, y sabía qué hacer, si bien era la primera vez que ayudaba a una madre moribunda. No resultó fácil. Ya era noche cerrada cuando nació la niña, sana y entera. Su llanto coincidió con la muerte de Evelyn, que no despertó. Envolvió el cuerpecito en ropas de su difunto hijo y subió al carro.
—La niña vive y su madre ha muerto, ¿qué hacemos ahora? No podemos dejarlos ahí tirados.
—Los vamos a dejar como están y nosotros nos vamos ahora mismo. Son gente rica, los buscarán y los encontrarán. Si nos encuentran a nosotros, tendremos problemas. Quédate con la criatura, no podemos abandonarla.
—Gracias, marido. Billy, Joan, acercaos, esta es vuestra nueva hermana, Mary.
Y acercó al bebé a su pecho esperando tener todavía leche para alimentarla. Cuando la niña comenzó a beber, la mujer lloró en voz alta. Los dos hombres se apresuraron a azuzar al caballo para alejarse cuanto antes. Mary se durmió tras la lactancia y Joan comenzó a tararear una nana en voz baja.