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DOMINGO DOS DE MAYO DE 2006

Aquella noche, cuando Lucía vio el pueblo por primera vez pensó que le recordaba a un barco. Por el Oeste, el corte vertical caía directamente sobre el pantano; en la otra ladera, cientos de casitas bajas, cientos de puntos de luz que al reflejarse en el agua le daban un aire majestuoso.

Tardaron un buen rato en orientarse subiendo y bajando por unas callejuelas en las que casi no cabía el coche, pero al fin lograron dar con el hotel. Chus, el dueño, aguardaba en el porche y al verles aparecer bajó unos peldaños, tiró la colilla al suelo sin cuidado y se acercó para recibir a Jorge con un gran abrazo. Luego saludó a Lucía con un solo beso, en plan familiar, como si la conociera de toda la vida.

A ella le cayó bien al instante: era imposible que aquel hombre con rastas y pantalón naranja budista fuera muy amigo de Jorge, siempre tan trajeado. No pegaban nada. Se rio aliviada de lo ridículo de su preocupación y se hizo el propósito de relajarse, disfrutar de ese viaje por el que tanto había suspirado. Tenía que dejar de creerse una fugitiva, al fin y al cabo, ella no tenía que esconderse de nadie. Y debía confiar más en Jorge que seguro que sabía lo que hacía.

Chus les ayudó a subir el equipaje a su habitación metiéndoles prisa para salir: aquella noche terminaba la feria, no podían perdérsela.

La feria era pequeña y parecida a la de todos los pueblos. Llegaron enseguida, aparcaron en un hueco justo frente al recinto y, en cuanto abrieron las puertas del coche, les llegó el bullicio y el olor del puesto de churros instalado en la entrada, junto a otros de chucherías y turrón.

Pasaron por delante de algunas atracciones apagadas. Lo único que funcionaba a esas horas era los coches de choque, ocupados por unos adolescentes que gritaban y se reían eufóricos mientras un chavalín gitano, extraordinariamente guapo, los controlaba con desgana. Al chico le interesaba mucho más la evolución de las sevillanas que bailaban con desparpajo dos minifalderas al son de la propia música de la atracción. Al sentirse miradas, se equivocaban en los pasos y se corregían la una a la otra sin poder aguantar la risa.

Tuvieron la suerte de encontrar una mesa al aire libre en una caseta adornada con guirnaldas de una marca de fino. Esperaron sin impacientarse a que les atendiera un camarero, que no daba abasto con tanta gente, para pedir flamenquines, salmorejo y unas cervezas. De lejos, les llegaba música de pasodobles.

Durante la cena Chus no paraba de hablar. Les contó cómo había llevado a cabo la rehabilitación del antiguo cortijo de su familia para montar el hotel. Se interrumpió varias veces para presentarles a los conocidos que andaban por allí: el farmacéutico y su mujer; el médico; un primo suyo, dueño de una fábrica, que, por lo visto, era el rico del pueblo; y hasta un constructor, que se empeñó en invitarles a ir de caza. Jorge metía baza en la conversación en su papel de antiguo profesor de un alumno brillante, para animarle a que no abandonara la pintura porque consideraba una lástima que se perdiera su talento y él, agradecido por los halagos, se quejaba de que era imposible vivir solo con el arte.

Mientras charlaban, tres chicas saludaron a Chus desde la caseta de enfrente. La más alta era tan guapa que era imposible no fijarse en ella. Lucía calculó que sería más o menos de su edad y se quedó mirándola como hipnotizada: los ojos, la piel, la sonrisa… todo en ella era magnético. Vestida con unos sencillos vaqueros y camiseta negra de tirantes, tenía el porte de una estrella de cine. Las otras dos, a su lado, pasaban totalmente desapercibidas.

—Es Lola —dijo Chus, anticipándose a la pregunta—, la prima de Fran.

—¿Del constructor? —se extrañó Lucía—. Pues se ha llevado todos los genes buenos de la familia, parece una modelo.

—Es pintora también —seguía explicando Chus—, tiene una tienda de ropa y artesanía.

Lucía, al darse cuenta de que Jorge también miraba a Lola embelesado, arrimó su silla a la de él y le abrazó cariñosa.

Enseguida se acercó una de las dos acompañantes de Lola, pelirroja, muy sonriente y de estilo ecléctico.

—Hola, honey —le dijo a Chus, revolviéndole el pelo como si fuera un niño—. ¿Qué tal, chicos? —les preguntó a ellos con un acento muy peculiar, entre andaluz e inglés.

—Hola, Sarah, guapísima. Mira, son unos amigos de Barcelona: Lucía y Jorge. Van a estar por aquí unos días de vacaciones.

Sarah se sentó en la silla que quedaba vacía y bebió un sorbo de la cerveza de Chus.

—¡Oh!, ¡qué bueno! Ya veréis, este sitio es guay —dijo con esa entonación extraña que sale al usar la jerga de un idioma ajeno—. Yo me enamoré completamente de estas tierras cuando llegué y no me he podido marchar. Tenéis que tener muchísimo cuidado para que no os pase lo mismo. En este pueblo vais a vivir experiencias muy intensas —les advirtió en tono misterioso—, lo presiento.

Lucía empezaba a creer que estaba un poco chiflada, pero le caía bien.

En realidad, esa noche todo le parecía bien. Se sentía a gusto con la perspectiva de pasar dos semanas con Jorge y, sobre todo, con la actitud de él tan relajada y tan diferente a la de Barcelona. Allí no tenían que esconderse, no le importaba que les vieran juntos. El viaje no podía haber empezado mejor.

—Bueno, solo venía a saludar. Os dejo —dijo Sarah levantándose.

—No te vayas tan pronto, mujer, quédate un poco —le pidió Chus, cogiéndole de la mano.

—No puedo. Tengo que estar en Sevilla a las seis de la mañana porque me voy a Londres por unos días. Bye, bye. ¡Qué disfrutéis! —se volvió para despedirse también de sus amigas con un gesto y se marchó.

Inmediatamente, Chus, acercando la cabeza a la de ellos, dijo en voz misteriosamente baja:

—Habla así porque tiene poderes, sabe echar las cartas. ¡Y acierta un montón de cosas!

—¿Es adivina? —preguntó Lucía, intentando hacerlo con delicadeza.

—Medium y profesora de inglés, aunque no se gana la vida con nada de eso —dijo Chus. Hizo una pausa para crear suspense y ellos le miraron esperando a que siguiera—, bueno, en realidad, y esto por favor no lo contéis, vive aquí para esconderse. No sé si de la mafia o algo así. Lo que sí sé es que alguien le manda dinero; pero es buena gente.

Aprovechando que Chus dedicó a continuación toda su atención a liarse un canuto, Lucía interrogó a Jorge con la mirada para aclarar si su amigo también era un lunático, pero Jorge no se dio por aludido.

Después de cenar se acercaron al escenario, donde dos músicos y una cantante vestida de lentejuelas, que se autodenominaban la Orquesta Corazón de Diamante, abordaban grandes éxitos de todos los tiempos. Lucía se lanzó a bailar con entusiasmo sumándose a un corro de veinteañeros que improvisaban una coreografía con Las flechas del amor, pero los hombres prefirieron instalarse en una barra junto a la pista.

Pasaron las horas casi sin darse cuenta: Macarena, La Mayonesa, La chica yeye, Una mujer en el armario... Lucía bailaba exultante. De vez en cuando hacía un descanso. Se acercaba a Jorge y Chus para recuperar su copa, bebía con ellos, riéndose los tres de cualquier tontería, y enseguida volvía a la pista, donde sus compañeros de baile le hacían un hueco como si ya formara parte de la panda. En una ocasión que miró distraídamente hacia la barra vio que Jorge charlaba con Lola y su amiga. Intentó no fijarse en ellos, pero se le iban los ojos. Daban la impresión de estar pasándolo fenomenal: no paraban de reírse. Disimulando su malestar, se acercó a Jorge y le sacó a bailar Sabor de amor. Para su desilusión, él volvió a la barra enseguida, en cuanto acabó la canción. Ella siguió bailando, pero no logró quedarse tranquila hasta que vio despedirse a Lola y a su amiga. Aunque, al poco rato, la orquesta también se despidió agradeciendo al público su entusiasmo, terminó su actuación tocando Al partir y cerraron la barra.

Caminando hacia la salida del brazo de Jorge, al pasar por delante de las casetas cerradas, incómoda por la tierra que se le colaba en las sandalias, se dio cuenta de lo borracha que estaba y deseó teletransportarse hasta la cama.

Quince minutos después, en su habitación del hotel, se acostó con un precioso conjunto de encaje negro esperando a Jorge, que remoloneaba en el piso de abajo. Cuando se dio cuenta de que iba para largo por las risas que llegaban desde el salón, se puso furiosa: la primera vez que podían pasar juntos una noche entera, ¡y él se quedaba de charla con su amigo!

Furiosa y todo, se quedó dormida.

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