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MARTES CUATRO DE MAYO DE 2006

Cuando Lucía se despertó, Jorge, ya vestido, observaba un mapa de carreteras con una taza de café en la mano sentado apaciblemente en la terracita de su habitación.

Ella se acercó, le abrazó por la espalda y le besó apreciando su olor a recién afeitado. Luego se fijó en el mapa y le preguntó:

—¿Qué estás buscando?

—Hoy vamos a hacer turismo. Ponte guapa que nos vamos a Córdoba.

—¿A Córdoba? Pero si está a más de tres horas.

—¡Qué más da, estamos de vacaciones! Vamos a la Mezquita y pasamos el día juntos, lejos de todo este lío.

A Lucía le pareció bien la idea: el día entero para ellos solos.

—¿Sabes una cosa? —le dijo cariñosa—, te quiero tanto que me gusta todo de ti.

Y lo pensaba sinceramente. Le daba lo mismo que tuviese veinte años más que ella, era el hombre más atractivo que había conocido.

Él no respondió. Sonrió complacido e hizo un gesto de asentimiento que lo mismo podía significar «yo también» que «a mí que me cuentas».

Ella recordó la escena de Star Wars en la que la princesa Leia le confiesa su amor a Han Solo a punto de morir y él responde: «Lo sé».

***

Nada más llegar a su despacho, Inmaculada se disponía a llamar al Instituto de Medicina Legal donde habían llevado el cuerpo de Lola, pero Julián le avisó de que estaba allí Mariola Domínguez, la mujer de Álvaro, y solicitaba hablar con la jueza. Colgó el teléfono sin llegar a marcar e hizo pasar a Mariola.

La mujer se sentó muy rígida en el borde de la silla repasando con la vista el despacho con tal gesto de desaprobación que se diría que le daba asco: las paredes, con tantas capas de pintura que, a pesar de que la última era muy reciente, no tapaba los desconchones; los muebles de oficina baratos y desgastados; las ventanas, que no encajaban bien... Inmaculada, que había sentido auténtica desolación el día que vio por primera vez su lugar de trabajo, en ese momento se ofendió por el desprecio de Mariola. En décimas de segundo se convenció a sí misma de lo irrelevante que era la decoración en esas circunstancias: una mujer había sido asesinada y ella era la encargada de la instrucción. No se iba a dejar intimidar por mucho botox, mechas y ropa fashion que llevara la testigo.

Mariola comenzó a hablar perdonándole la vida, sin disimular el menosprecio que sentía por ella, que no pertenecía a su clase social. Se tomaba todo aquello como un trámite burocrático, terriblemente pesado y desagradable, dejando muy claro su punto de vista: todo ese asunto no era más que un ataque personal contra su marido y, por extensión, contra ella. Pero había tomado la determinación de armarse de paciencia y colaborar para terminar cuanto antes. Por eso se había presentado en el juzgado para que le preguntaran «todo lo que tengan que preguntar y a ver si termina todo esto de una santa vez».

A pesar de semejante declaración de intenciones, cuando comenzaron las preguntas Inmaculada se dio cuenta de que no iba a sacar nada en limpio sobre los movimientos de Álvaro, que era lo que le interesaba, ya que Mariola se limitó a decir que su marido volvió tarde a casa, aunque no podía precisar la hora porque ya estaba dormida. Ella nunca iba a la feria porque «allí no se le había perdido nada».

Entonces la jueza se acordó de que el propio abogado le había dado una idea cuando demostró, sin querer, que el tema de las infidelidades era pantanoso.

—¿Sabe usted si su marido le es infiel o tiene alguna sospecha en ese sentido?

—Mi marido es un hombre excelente. En todos los años que llevamos casados jamás le he sorprendido en algo así —respondió Mariola mientras colocaba y recolocaba los flecos de su pañuelo de seda.

—Entonces, ¿puede asegurar que su marido jamás le ha sido infiel?

—Ya le he dicho que nunca he tenido ninguna prueba de eso.

—Por favor, conteste a lo que le pregunto. ¿Ha sospechado usted o ha encontrado indicios o alguna vez le ha podido parecer que su marido tenía una amante?

—Bueno claro —contestó con voz chillona—, sospechas las puede tener cualquiera. Que yo me imagine algunas veces cosas, no quiere decir que sean ciertas si no tengo pruebas, ¿no? Si no me equivoco, creo que es eso lo que dice la Constitución.

«Vale, tenía una amante», pensó Inmaculada y despidió a Mariola con toda la amabilidad que pudo.

En cuanto cerró la puerta marcó el número del Instituto, pero la forense estaba practicando una autopsia y no podía ponerse al teléfono. Colgó dando las gracias y preguntó a Julián si habían localizado a Ana. Necesitaba aclarar su contradicción con la declaración de Álvaro.

—Llegará en media hora —le contestó—. El que está aquí es Jesús, era el primero que teníamos en la lista de hoy.

—Vale, dame un minuto y le haces pasar.

Leyó rápidamente su esquema sobre las personas cercanas a la víctima: «Jesús Estrada López. También conocido como Chus. Dueño del hotel. Novio de la víctima en el pasado. Posible padre del niño, según los rumores. Primo de Álvaro, pero, a diferencia de él, es muy amigo de Lola, se les ve juntos a menudo».

Inmaculada y Julián coincidieron en que ese hombre parecía hundido. Era evidente que la muerte de Lola le había afectado profundamente. Llevaba la ropa arrugadísima, con aspecto de haber dormido con ella puesta. Desde que se sentó, fijó la mirada en sus propios pies y respondió a las preguntas con desgana, como si la investigación le pareciera una tontería comparada con la inmensidad de su dolor.

Declaró, en tono apático, que había llegado muy tarde a la feria, serían más de las once, y no sabía a qué hora se había marchado, quizá a las tres o las cuatro. Iba con una pareja de amigos que se hospedaban en su hotel y regresaron los tres juntos. No había visto nada extraño ni cuando estaban en la feria ni cuando se fueron. Tenían el coche aparcado en la explanada de enfrente y allí estaba todo normal.

Sí, había hablado con Lola y la había visto marcharse con Ana y con Álvaro, todo el mundo les había visto. Se había despedido de ella con un saludo a lo lejos. —Cuando pronunció la palabra «despedido», se le saltaron las lágrimas. Inmaculada le tendió un pañuelo de papel, pero lo rechazó y se limpió los ojos con la mano.

Chus no creía que Lola tuviera ningún problema grave ni le había extrañado nada en ella en los últimos meses y pensaba que era imposible que tuviera enemigos. Respecto a la gente que se había quedado en la feria hasta última hora, su lista coincidía más o menos con la del churrero, aunque añadió dos nombres más, los de sus amigos de Barcelona: Jorge y Lucía.

Le contó a la jueza, respondiendo a su pregunta, que había tenido una relación sentimental con Lola hacía ya muchos años. Y que la había querido muchísimo, añadió espontáneamente.

Cuando le preguntó si sabía quién era el padre del niño de Lola, contestó que no; que eso sucedió mucho después de que ellos lo hubieran dejado y en aquella época él vivía en Berlín. Había pasado allí dos años y no había tenido mucho contacto con nadie de aquí. Y respecto al motivo de que ella ocultara su identidad, lo único que se le ocurría es que lo haría por orgullo.

—Lola era una persona maravillosa, pero era demasiado orgullosa —dijo, asintiendo varias veces con la cabeza baja, como si eso le ayudara a explicarse las cosas.

Por último le preguntó si creía que Álvaro podía tener motivos para asesinarla. Él levantó la vista por primera vez y, mirando fijamente a los ojos de Inmaculada, le dijo con voz segura:

—Álvaro es mi primo, señoría. Lo conozco bien y sé que es absolutamente imposible que matara a Lola; aunque ustedes, por lo visto, piensan lo contrario.

Despidieron al testigo e hicieron pasar a Ana. Esa mañana iba muy arreglada y olía a una mezcla de perfume floral y productos cosméticos. No se parecía a la mujer desmadejada que habían visto el día anterior.

La jueza le recordó su obligación de decir la verdad y a continuación le preguntó:

—¿Está usted completamente segura de que Lola en ningún momento le reveló la identidad del padre de su hijo?

—Completamente segura, señoría —contestó Ana en voz baja.

—¿Y tampoco le dio ningún dato ni ningún indicio?

—No. Le juro que no sé quién es el padre. Eso para Lola era sagrado.

—Explíqueme con detalle lo que sucedió la noche del dos de mayo desde que se subieron en el coche de Álvaro. Todo lo que usted recuerde: de qué hablaron, si se cruzaron con otros coches, si Álvaro conducía deprisa o despacio, todo.

Ana empezó a contar que en el coche iban hablando de Gran Hermano y, en menos de un minuto, se derrumbó. Rompió a llorar con grandes sollozos diciendo que no era verdad que Álvaro le hubiera llevado primero a ella a su casa y después a Lola, que había sido al revés. Álvaro y ella salían juntos, pero no lo sabía nadie, ni siquiera Lola, y por eso había tenido que mentir en su primera declaración.

La jueza reaccionó indignada.

—Pero ¿se da usted cuenta de la gravedad de lo que ha hecho?

Ana no contestaba, solo lloraba. Inmaculada optó por hacer un descanso de cinco minutos. La testigo salió y, a solas con Julián, ella se desahogó paseando por el despacho:

—Pero ¿esta mujer es idiota? ¡Me dan ganas de detenerla por cretina!

Julián le escuchaba en silencio asintiendo de vez en cuando.

—No sé qué es más estúpido —continuó Inmaculada mientras iba y venía—, si mentir en una investigación por asesinato para ocultar un adulterio o mentir para encubrir a un amante pensando que es un asesino.

—Lo malo es que no sabemos en cuál de las dos ocasiones ha mentido. Si fue en la primera, entonces, Álvaro decía la verdad.

Les interrumpió el teléfono. Inmaculada descolgó y la encargada de la centralita le informó de que la forense preguntaba por ella.

—Sí, sí, pásamela... Hola, Mary Jo, gracias por llamar —dijo, quedándose de pie al otro lado de su mesa.

—Hola, de nada. Supongo que quieres saber cómo va la autopsia de tu caso, pero todavía no hemos terminado. Ya sabes cómo es esto, tenemos poca gente y demasiado trabajo.

—Ya me lo imagino. ¡Todos estamos igual! Pero si me puedes adelantar algo...

—Sabemos seguro que la causa de la muerte fue el atropello, sé que puede parecer una obviedad, pero hay que descartar cualquier otra. El coche era grande, posiblemente todoterreno por las marcas de las ruedas, y, desde luego, no fue un accidente, le pasó por encima por lo menos dos veces, puede que tres. La hora de la muerte se establece entre las cinco y las seis, quizá podamos afinar más. Ah, y no hay indicios de agresión sexual.

—Y con esos datos, si tuvieras que hacer una sugerencia sobre el perfil del asesino, ¿qué dirías?

—Pues diría que es prematuro, pero, puestos a especular, creo que estamos ante un asesinato muy chapucero.

—¿Chapucero?

—Sí, inexperto. En mi opinión, el que lo hizo no está acostumbrado a la violencia. Alguien violento elige un método más directo, no le importa tener contacto físico con la víctima ni ver su sufrimiento. Además, atropellarla dos veces era innecesario; murió al instante con el primer impacto, que creo que fue en la espalda, pero con el estado del cuerpo no puedo asegurarlo.

—O sea, que no crees que fuera un asesino profesional.

—No, ni creo que sea un psicópata, son muy metódicos con sus rituales. Pienso, más bien, que fue algo improvisado, impulsivo.

—Bueno, muchísimas gracias. Da gusto trabajar con alguien tan experto.

—De nada, mujer, no exageres, espero poder darte datos concluyentes cuanto antes.

Se despidieron e Inmaculada se quedó más tranquila. Datos concluyentes, ¡eso era lo que necesitaba! Le resumió a Julián la conversación y ordenó que Ana volviera a entrar al despacho.

Ya un poco más calmada, Ana retomó el momento en el que iban hablando de Gran Hermano. A ella y a Lola les encantaba, pero a Álvaro le parecía una chorrada. Dejaron a Lola en su casa y luego Álvaro le llevó a ella. Por el camino intentó convencerle de que subiera un ratito, pero él se negó. Decía que esa noche había demasiada gente en la calle y le podía ver cualquiera.

—¿Cuando empezó su relación? —preguntó Inmaculada.

—Hace dos años, más o menos —contestó Ana.

—¿Sabe usted si Álvaro tiene otras amantes?

—Claro que no. Álvaro no es un mujeriego. Me quiere de verdad.

—¿En dónde se encontraban?

—Tiene un apartamento en Cádiz. Nos veíamos allí.

—¿Vio alguna vez indicios de que hubiera estado otra mujer en ese apartamento?

—No, señoría. Además, yo tengo llaves y puedo aparecer por ahí cuando quiera.

—¿Y la mujer de Álvaro, no puede aparecer?

—Es que tienen varios pisos. No creo que su mujer sepa cuales están alquilados. Ella no se ocupa de esas cosas, y además no le importa ni un comino lo que haga él. Siguen casados para mantener las apariencias.

—Hábleme de la relación de Álvaro con Lola.

—Bueno, Álvaro estuvo muy enamorado de ella hace años, pero se enteró de que Lola se veía en secreto con otro hombre y no se lo perdonó.

—¿Quién era ese hombre?

—Chus, el dueño del hotel, que, encima, es primo de Álvaro. Chus y Lola salían juntos en Sevilla cuando eran estudiantes. Cortaron, ella volvió aquí y se hizo novia de Álvaro. Pero, luego, volvió también Chus y la cosa se lió.

—Lola engañó a Álvaro con Chus y acabó saliendo de nuevo con Chus.

—Sí, aunque no duraron mucho, un par de años. Acabaron bien, seguían siendo amigos.

—Ya. ¿Y no cree usted que Lola pudiera ver a Álvaro en secreto? ¿Cree que es posible que sea el padre del niño?

—Eso es lo que dicen las malas lenguas, que Lola fue tonta por dejarle escapar y luego se arrepintió. Pero yo no creo que sea verdad.

—¿Por qué?

—Pues porque ninguno de los dos me lo ha contado nunca y dese cuenta de que Lola era mi mejor amiga y Álvaro, el hombre de mi vida.

—Pero usted tampoco le contó a ella que salía con Álvaro.

—No, señoría —dijo Ana en voz muy baja—. No me atreví.

Cuando Ana se marchó eran ya las cuatro de la tarde. Inmaculada pidió a Julián que preparara la orden para registrar el piso de Álvaro en Cádiz.

—Tendremos que mandar a la policía de allí —contestó Julián.

—Que Ramírez hable con ellos. Nos interesan las huellas y los restos de ADN. Tenemos que saber si es verdad que Ana frecuentaba ese piso o se ha inventado toda esa historia y, por si acaso, si hay rastros de que Lola haya estado allí. Con testigos que un día declaran una cosa y al día siguiente la contraria, lo único que podemos hacer es comprobarlo todo. Ana también ha dicho que su relación empezó hace dos años, igual que el comienzo de los pagos. Puede no ser coincidencia.

—Es que, en realidad, la segunda versión de Ana tampoco contradice nuestra tesis del chantaje —dijo Julián—. Aunque sea verdad que Álvaro llevó a Lola primero, tuvo tiempo de volver y matarla, aunque no entiendo qué pudo pasar para que Lola volviera a salir y fuera andando por la carretera casi a medio kilómetro de su casa.

—Lo que a mí no me encaja con el chantaje —dijo Inmaculada— es que todos los testigos han coincidido en que Lola era una buena persona.

—Bueno, los que han declarado hasta ahora eran muy cercanos, es lógico que hablen bien de ella. Además, la gente cuando declara habla mucho más de sí misma que de lo que les están preguntando, se lían, mienten, se equivocan… Veremos lo que nos aclaran las otras pruebas.

Inmaculada pensó que, una vez más, Julián tenía toda la razón. Era una suerte tenerlo de secretario.

—Si quieres vete a comer —le dijo— y mándame al auxiliar que yo voy a seguir con las declaraciones. Por cierto, ¿qué sabemos de la otra amiga, la irlandesa?

—Habrá que esperar a que vuelva de Londres para hablar con ella. Casi mejor, porque nos puede volver locos —contestó él desde la puerta.

—¿Por?

—Es peculiar. Dice que es vidente y seguro que tiene premoniciones y esas cosas.

—¿Y crees que es prudente limitarnos a esperar a que vuelva, teniendo en cuenta que se ha marchado coincidiendo justo con el asesinato?

—Es una chiflada, pero, yo diría que inofensiva. De todos modos, pediré a Paco que compruebe la lista de pasajeros de su vuelo. Si tomó ese avión desde Sevilla, ni siquiera podía estar en el pueblo cuando sucedieron los hechos.

Julián se marchó e Inmaculada se preparó para la declaración del siguiente testigo.

Tampoco esta vez había venido Remedios como ella esperaba. Su sobrino repitió la misma explicación del día anterior: la señora estaba muy mal. Le aseguró que el médico podía confirmárselo.

Contrariada porque le parecía esencial hablar con esa mujer, decidió tomarle declaración a él. Aunque no aparecía en la lista de los que se quedaron hasta última hora, sí había estado en la feria y, además, era primo de la víctima.

Fran no sabía quién era el padre del niño ni si Lola tenía problemas económicos ni creía que tuviera enemigos. Y se resistía a aceptar que Álvaro fuera el asesino.

Hablaba con chulería. Al referirse a su prima, lo hacía con un deje de desprecio que a la jueza le sorprendió. La consideraba una pirada en el sentido peyorativo del término. Pensaba que había tenido un montón de oportunidades y había echado su vida a perder porque le había dado la gana.

Censuraba la actitud de Lola hacia su tía Remedios: había sido una ingrata aprovechándose de su cariño sin apreciar verdaderamente todo lo que había hecho por ella.

Declaró que había estado solo en la feria, a su mujer no le gustaban estos saraos; que no había visto a Lola irse con Álvaro porque se marchó antes que ellos; y que no había vuelto a su casa directamente, había pasado por el club de la carretera de Cuevas Negras. Añadió que no le daba vergüenza reconocerlo: si preguntaba en el club, comprobaría que le estaba diciendo la verdad, le conocían porque era cliente habitual.

Cuando terminó, Inmaculada bajó un momento al bar de al lado, se compró un bocadillo y una Coca-Cola, que se tomó en su despacho, y aprovechó para llamar a su novio. No quería que se le hiciera tarde otra vez.

—Hola, Inma, ¿qué tal andas? Vi tu llamada de anoche y te iba a llamar en un ratito. ¿Sigue todo tranquilo por ahí?

—¿Tranquilo?, tú no sabes el follón que tengo montado —le hizo un resumen de todo lo que había pasado en esos dos días sin extenderse en los detalles. Él era fiscal en la Audiencia de una ciudad castellana y tampoco necesitaba muchas explicaciones, aunque no pudo evitar contarle la tremenda impresión que le había producido el cadáver.

—Ya, es terrible —contestó él comprensivo—. ¿Y tú qué tal estás, mi vida? ¿Muy agobiada?

—Fíjate si estaré agobiada que esta noche he soñado que un armario gigantesco que hay en mi despacho se me caía encima y me aplastaba. Mi cuerpo parecía el de la pobre mujer asesinada. Ha sido horrible. No hace falta ser Freud para entender que me sobrepasa el peso de la responsabilidad.

—Te entiendo, pero no te agobies que, además, no sirve para nada. Tú intenta resolverlo rapidito a ver si el fin de semana de San Isidro podemos vernos en Madrid. Me muero de ganas de verte.

Se dio cuenta de que intentaba animarla, pero no creía que quitarle importancia al asunto fuera la mejor forma.

—Yo también, pero lo veo difícil. Ya veremos —contestó algo molesta.

—Bueno, preciosa, tengo que colgar porque he quedado a cenar con mi primo y todavía tengo que ducharme. Me ha invitado a su casa nueva. ¡Qué envidia! Tenemos que hablar seriamente de ese asunto y buscarnos también tú y yo, un sitio para instalarnos. Igual en su urbanización si está bien. Mañana te cuento. Un beso.

—Adiós, cariño, pásatelo bien.

Inmaculada colgó bastante desanimada. Esperaba que él se hiciera cargo de su situación y, en cambio, le hablaba de comprar una casa a ochocientos kilómetros de donde ella vivía.

Dedicó toda la tarde a las cartas de Lola. Esta vez, con la ayuda del fiscal y muchísima paciencia, consiguieron clasificar y leer todas, excepto unas que descartaron por ser muy antiguas, escritas con una caligrafía infantil muy pulcra que a Inmaculada le enterneció. Estaban firmadas con la fórmula: «Tu prima que te quiere, Conchi». Se figuró que la prima de Lola debió de ser una niña muy aplicada.

Encontraron solamente dos de Álvaro. Eran de la época de su noviazgo y su contenido, el típico de las cartas de amor, no reveló nada nuevo. De Chus, en cambio, había un montón: cartas y postales enviadas desde distintos lugares, llenas de dibujos, viñetas y acrónimos. Muy originales y creativas pero, desgraciadamente, irrelevantes.

Las que Remedios escribió a Lola cuando estudiaba en Sevilla coincidían con la descripción que Ramírez le había dado de la mujer. Eran frías y, aunque no contenían reproches directos, sí pretendían que Lola se sintiera culpable por la soledad de su tía.

El resto eran felicitaciones de cumpleaños, christmas y un montón de postales de diferentes remitentes.

—Casi toda esta correspondencia termina en el dos mil —comentó Inmaculada mientras iba guardando fajos de cartas en sobres etiquetados—. Justo el año que nació el niño.

—Sí —contestó el fiscal, levantando la vista de lo que estaba leyendo—, y también la época en la que todo el mundo se acostumbró al correo electrónico.

—Tienes razón. Pero Ángel ha dicho que en casa de Lola no había ningún ordenador. Igual sí recibió más cartas y no las conservó, o puede que estén en algún sitio que no hayamos encontrado.

—Es posible, pero yo no me haría muchas ilusiones. Si supo guardar tan bien sus secretos, dudo que los dejara por escrito.

—Bueno, creo que deberíamos registrar también la tienda por si aparece algo.

Inmaculada tenía ya casi todo ordenado, menos el montón que aún leía el fiscal. Se levantó y cogió la caja de la que habían sacado las cartas, ya medio vacía, y volcó en la mesa lo que quedaba dentro. Era un revoltijo de documentos, algunos en carpetas y la mayoría sueltos, que parecían impuestos, garantías y cartas del banco. Luego revisó el contenido de las otras cajas buscando algún diario, pero solo encontró álbumes y fotografías.

A pesar que eran casi las diez de la noche, se presentó Ramírez en su despacho. Les comunicó, en tono grave, que en ninguno de los dos coches de Álvaro habían aparecido restos de sangre.

—Empezaron antes con el todoterreno, por lo del golpe, pero está totalmente limpio. Luego han repasado el otro y tampoco han encontrado nada. Es materialmente imposible que, con esa carnicería, no aparezca ni una gota de sangre en el coche. Por muy bien que se quiera limpiar, siempre queda algo… con esos coches no ha sido, seguro.

Julián se había reunido con ellos y escuchaba también al sargento, preocupado.

—Pero he pensado que don Álvaro también tiene a su alcance los coches de la fábrica —siguió Ramírez—. En esta lista están todos los que aparecen a nombre de la empresa —dijo, tendiéndole el papel a Inmaculada—. Hay cinco, aparte de los camiones. Si le parece nos ponemos con ellos.

—Por supuesto —contestó ella y, felicitando a Ramírez por su eficacia, le pidió que hablara además con el gerente y con el vigilante de seguridad para concretar los movimientos de esos vehículos la noche del crimen.

Por fin, dieron la jornada por terminada.

***

Lucía se despertó en el coche al anochecer con el olor inconfundible de una almazara. Miró por la ventanilla y se quedó ensimismada viendo pasar hileras interminables de olivos. Parecía que se movieran como un holograma: paralelas, diagonales, otra vez paralelas...

—¿Sabes? —dijo, volviéndose hacia Jorge— yo creo que existen las descasualidades. Son cosas que podrían haber sucedido y no fueron. Mira, por ejemplo, tú y yo, los dos somos de Bilbao, pasamos en Sevilla el año 92 y vivimos ahora en Barcelona: eso es casualidad. Pero si nos hubiéramos conocido en Sevilla, que es algo que podría haber pasado perfectamente, nuestra historia hubiera sido muy distinta: eso es descasualidad.

—También nos conocimos por pura casualidad. Si no hubieras ido a esa conferencia, ahora no estaríamos aquí.

—No te creas —le dijo cariñosa—. Lo que pasó esa noche no tuvo nada de casual. A los cinco minutos de escucharte, yo lo tenía clarísimo.

Jorge se rio y ella siguió hablando:

—No, en serio, déjame que te explique. Es como cuando vas a un sitio y, al día siguiente, alguien te cuenta que también estuvo allí a la misma hora. Es una pena que no podamos verlo todo desde arriba como en el PacMan. O, por lo menos, que saquen una aplicación de móvil que te avise cuando hay cerca alguien que conoces.

—¿Y si no te cae bien?

—No me haces caso, pero te aseguro que vivimos rodeados de descasualidades e influyen en nuestra vida mucho más que las casualidades. Lo malo es que se descubren cuando es demasiado tarde y la mayoría de las veces, nunca. Hay montones de cosas que nos pasan cerca y no nos damos ni cuenta y, solo por un poquito, se convertirían en casualidad. Si las supiéramos, sería todo mucho más fácil.

Él sonrió escéptico y ella movió la cabeza con gesto de sentirse incomprendida.

Le escribió un mensaje a Carmen: «Todo se normaliza. Con Jorge fenomenal es impetionante. Soy muy feliz. Besos».

Su amiga le contestó: «lo que et impetionante es que ahora escribas ati. Tanto amor te está reblandeciendo el cerebro. Besos».

Lucía se rio al leerlo. Alejarse del pueblo y del drama del asesinato había sido un acierto. Le había encantado la visita a la Mezquita. Se habían pasado horas paseando y fijándose en los detalles, que él le explicaba fascinado. Aquel lugar transmitía bienestar.

Besó a Jorge y se dedicó a hacerle mimos intentando no distraerle mucho mientras conducía. Subió el volumen de la radio cuando escuchó la canción de moda y se puso a cantar el estribillo:

—Nada de esto fue un error, oh, oh, oh, nada fue un error…

En el hotel encontraron una carta del juzgado citándoles para declarar como testigos al día siguiente. Lucía vio que todo el buen rollo del día se esfumaba en ese instante.

Se tumbaron descalzos en la cama, en su habitación.

—¿Por qué no volvemos a Barcelona justo después de declarar? —propuso ella—. Lo mejor es que le cuentes a tu mujer que has estado aquí, por si más adelante nos vuelven a llamar para el juicio. Te puedes inventar alguna excusa sin necesidad de explicarle que estabas conmigo.

Jorge prefería no volver. Decía que era mejor quedarse unos días para ver si, con suerte, se solucionaba todo rápidamente y nadie en Barcelona se enteraba de nada.

Lucía tenía la impresión de que, hicieran lo que hicieran, se sentía metido en un lío horrible. En ese momento parecía absorto en contemplar las vigas redondas de madera pintadas de blanco, que soportaban el techo abuhardillado del cuarto. Tenía que ayudarle.

Le empujó cariñosamente para que se pusiera boca abajo y empezó a darle un masaje en la espalda.

—Jorge, mi vida, nada de lo que hemos hecho hasta ahora es tan terrible como para que no tenga remedio. Tú no has querido hacer daño a nadie, lo único que has elegido es no renunciar a la felicidad en un momento de tu vida en el que no tenías ninguna ilusión, eso no te convierte en peor persona. Todo el mundo en tu situación, hasta el más sensato, hubiera hecho lo mismo.

Jorge seguía en silencio.

¿Por qué cuando se trataba de hablar de sentimientos se volvía tan hermético? A ella, que lo amaba incondicionalmente y aprovechaba cualquier ocasión para hacérselo saber, le desesperaba y llegaba a plantearse si no sería que él, en realidad, no sentía nada.

***

Las descasualidades influyen en nuestras vidas mucho más que las casualidades, pero, como son cosas que no suceden, pocas veces llegamos a enterarnos.

Ana estaba muy angustiada. No sabía si había hecho lo correcto contándole a la jueza la verdad sobre su relación con Álvaro y temía la reacción de él cuando se enterara. Pero ¿qué podía hacer? Al principio, le pareció que era mejor mentir y decir que le había llevado a ella primero para disimular y, ahora, ¡estaba detenido por asesinato!

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