Читать книгу Primera instancia - Almudena Fernández Ostolaza - Страница 9

Оглавление

MIÉRCOLES CINCO DE MAYO DE 2006

Inmaculada comenzó la mañana preparando el dispositivo de vigilancia para el entierro, previsto para las doce. Ramírez le había explicado que la costumbre local era celebrar una misa de cuerpo presente, a la que solía asistir todo el pueblo, pero al entierro iban solo los allegados. La jueza quería asegurarse de que quedara todo grabado con varias cámaras tanto en la iglesia como en el cementerio.

Hasta que no estuvo organizado no se ocupó de las declaraciones. Tampoco esperaba ninguna revelación importante ya que solo quedaban testigos accidentales: unas cuantas personas que estuvieron en la feria hasta última hora, pero que no parecía que tuvieran nada que ver ni con la víctima ni con el caso. Estaba segura de que, si alguien hubiera visto algo, a estas alturas ya lo sabría todo el pueblo.

Fueron pasando a declarar, uno por uno, una serie de chicos y chicas que Inmaculada tenía clasificados en su esquema como «panda de los jóvenes», sin darse cuenta de que la mayoría eran de su edad o mayores que ella.

Todos habían declarado lo mismo. Conocían a Lola perfectamente. Esa noche iban bastante borrachos y se quedaron hasta que cerró la feria, más o menos las cuatro y media o las cinco, excepto uno que declaró haberse marchado un poco antes. Antes de irse habían tomado chocolate con churros en el puesto de la entrada y luego cruzaron la carretera para coger los coches, que tenían aparcados en la explanada de enfrente. Pero no habían visto nada raro, coincidían en que el atropello tenía que haber sido después de que se marcharan. Las frases de sus declaraciones eran tan parecidas que Inmaculada pensó que, en los dos últimos días, en esa pandilla no se habría hablado de otra cosa.

Luego les tocó el turno a los dos forasteros.

Él pasaba de los cincuenta y vestía muy formal, con traje y corbata. Dijo que era catedrático de Bellas Artes en Barcelona. Era amable, muy correcto y algo distante.

Declaró que estaban en aquel pueblo de vacaciones porque eran amigos del dueño del hotel. Que conoció a Lola en Sevilla muchos años atrás, cuando era novia de Chus, y que no había vuelto a verla hasta la noche de la feria.

Acto seguido entró su pareja, mucho más joven que él. Tenía unos ojos grandes y claros que le daban un aire algo ingenuo. Le formuló las mismas preguntas que al resto de los testigos: a qué hora había llegado a la feria, a qué hora se había marchado, si vio algo al salir, etc. Ella respondía muy respetuosa poniendo verdadero interés en colaborar. Al preguntarle por su coche, contestó que no tenía carnet de conducir y que habían ido en el coche de Jorge.

«¡Alguien a quien podemos descartar como autora material!», pensó Inmaculada. Inmediatamente le resultó simpática.

Lucía, por su parte, se acordó del comentario del camarero que había llamado niñata a la jueza. Como era tan menuda, con el pelo con flequillo recogido en una coleta y el cuello de la camisa blanco asomándole por debajo de la toga, le recordaba a las fotos de la orla del colegio. Aunque en su forma de actuar no le pareció una niñata, en absoluto, daba la impresión de saber muy bien lo que hacía. Cuando le indicó que ya habían terminado y podía marcharse, salió pensando que se le había hecho más corto de lo que esperaba.

Inmaculada estaba intranquila desde que la Policía científica había dictaminado que el coche de Álvaro no era el arma homicida. Aunque cabía la posibilidad de que hubiera cometido el crimen con alguno de los coches de la fábrica, empezaba a temer haberse precipitado en la detención y el hecho de que él se hubiese prestado sin la menor oposición a hacerse la prueba de paternidad no hacía sino confirmar su temor.

Discutiendo esa cuestión con el fiscal, ambos concluyeron que, aunque practicar de oficio una prueba de paternidad era algo inusual, las circunstancias del caso lo exigían; aunque solo podían hacerlo con el consentimiento de Álvaro.

Impaciente, llamó por teléfono a la forense.

—Hola, Mary Jo, soy Inmaculada. ¿Te cojo en buen momento?

—Sí, claro. Supongo que quieres el informe de la autopsia, pero no creo que lo pueda tener hasta dentro de dos o tres días.

—No, no te preocupes, no te llamaba por eso. Verás, hemos ordenado una prueba de paternidad, pero lo malo es que el ADN tarda demasiado. Quería consultarte si conoces algún otro método que sea fiable y más rápido.

—Bueno. En algunos casos, con un análisis de sangre se puede descartar la paternidad, aunque no confirmarla. Déjame ver… —dijo, permaneciendo unos instantes en silencio—, sí, aquí está, Dolores tenía RH negativo. Si tenemos la suerte de que el niño sea positivo, podríamos descartar como padre a cualquiera que sea negativo. Es muy rápido.

—Tengo aquí mismo el historial del parto. ¿Crees que vendrá el grupo sanguíneo del bebé?

—Tiene que aparecer —respondió la forense—, cuando la madre es negativa, si el bebé es positivo, hay que vacunarla antes de setenta y dos horas. Es porque hay riesgo de que en el parto se transmita sangre del niño a la madre y se produzca una incompatibilidad peligrosa para un futuro embarazo. La vacuna evita que genere anticuerpos.

—Vale, pues espera un momento que lo miro.

Inmaculada volvió a leerlo con atención. No recordaba haber visto nada sobre grupos sanguíneos en aquel documento, aunque lo que ella estaba buscando dos días atrás era muy distinto.

—Mira —dijo la jueza otra vez al teléfono—, entre los datos del recién nacido pone: «grupo A RH positivo» y, a continuación, «profilaxis RH: sí».

—Perfecto. Es justo lo que necesitábamos. Si tu sospechoso es RH negativo, lo puedes descartar con absoluta seguridad. De dos progenitores negativos no puede nacer un niño positivo, salvo en casos muy raros de mutaciones.

Ni siquiera hizo falta el análisis: cuando pidieron permiso a Álvaro les contó espontáneamente que tenía RH negativo. Lo sabía perfectamente porque era donante de sangre y su grupo era muy apreciado. En su cartera había un carnet de la Cruz Roja donde lo podían comprobar.

Vieron que, en efecto, Álvaro no podía ser el padre del hijo de Lola. La hipótesis del chantaje se desmontaba, por lo menos, en lo que a él se refería.

«Y yo he metido la pata hasta el fondo con la detención», pensó Inmaculada.

En menos de cinco minutos firmó la orden de libertad. Pero no tenía tiempo para lamentarse. Todavía quedaban cuatro testigos esperando para declarar aquella mañana y eran ya más de las dos.

Los siguientes testigos no aportaron nada interesante. Se sentía algo descorazonada cuando empezó a tomar declaración al último, Fermín Morales García, propietario de la gasolinera del pueblo, que, según el churrero, estaba entre los que se quedaron en la feria hasta última hora.

Le repitió las mismas preguntas que a los demás, que ya casi podía recitar de memoria, y él respondió con precisión. Aunque todo lo relativo a sus propios movimientos carecía de interés, declaró que sí había visto algo extraño esa noche.

—Verá, yo hice el turno de noche, que normalmente es de ocho a dos, pero los días de feria dejamos abierto hasta las tres porque siempre viene alguien a última hora. Cuando estaba a punto de cerrar le llené el depósito a un coche forastero. Lo recuerdo bien porque era impresionante, un Gran Cherokee azul marino metalizado. Máquinas como esa no se ven todos los días.

—¿Conocía al conductor?

—No, señoría. Como le he dicho, era un coche forastero, eso fue lo que me llamó la atención. Nunca antes lo había visto por aquí. Normalmente conozco a todo el público. No solo a la gente del pueblo, también a los que vienen a hacer los repartos: de la cerveza, del supermercado, ya sabe. Pero a ese no lo había visto nunca.

—¿Recuerda si pagó con tarjeta o en metálico?

—Fue en metálico. Estoy seguro porque lo comprobé en cuanto me enteré de lo del atropello; uno ata cabos. También pregunté a mis empleados y nunca lo habían visto.

—¿Tiene cámaras de seguridad en la gasolinera?

—No. Es una estación pequeña y no nos da para eso, y como la zona es tranquila…

—¿Vio usted el coche o al dueño luego en la feria?

—El coche no, seguro. Y al dueño creo que tampoco, pero tampoco sé si lo habría reconocido, me fijé más en el coche.

—¿Y algún detalle que nos pudiera servir para identificarlos?

—No, señoría, lo siento.

Inmaculada llamó a Ramírez y le encargó que avisara a la Guardia Civil de los pueblos cercanos para ver si localizaban aquel coche. Su presencia la noche del crimen resultaba inquietante.

—¿Y no sería mejor dar el aviso en toda la provincia? —preguntó Julián.

—Tienes razón. Además, ya no tiene sentido centrarnos solo en los coches de Álvaro. Hay que registrar todos los todoterreno de la zona.

—Hay muchos, doña Inmaculada, no podemos traerlos todos a la vez —dijo Ramírez—. No tenemos en donde meterlos y además la gente se sublevaría: dese usted cuenta de que, si lo que estamos buscando son restos de sangre, se tarda bastante. Podemos inspeccionar dos o como mucho tres cada día. Si le parece, preparo un listado y los vamos requisando en el orden que usted decida.

—De acuerdo. ¿Entre los coches de la fábrica había dos todoterreno, no?

—Sí, ya han empezado a registrarlos.

Después de una pausa para comer, la jueza se dedicó a poner al día otros asuntos del juzgado que habían quedado relegados por el asesinato. Aunque no fueran tan graves, había un montón de cosas que no podían esperar.

—La gente se queja de que la justicia es lenta y tienen razón —pensaba—, pero ¿cómo no va a ser lenta si tenemos que hacerlo todo entre cuatro gatos?

Al cabo de unas horas, Ramírez le avisó de que tenían listas las grabaciones de la iglesia y el cementerio. Inmaculada convocó al fiscal, a Julián, a Ramírez y a todos los agentes que estuvieran disponibles.

Cuando subió al ático ya se estaban acomodando alrededor de la mesa de la sala de juntas. Mientras el hijo de Ramírez ajustaba la imagen en la pantalla, Ángel intentaba cerrar las contraventanas a golpes porque no encajaban.

—Se trata de detectar si hay algún extraño —dijo la jueza, dirigiéndose a todo el grupo—. Algunas veces los psicópatas andan merodeando para ver los resultados de sus crímenes.

Apagaron las luces y pusieron en marcha la grabación del funeral. Quitaron el audio para concentrarse mejor. En algunos momentos el humo de las velas distorsionaba la imagen y tenían que pasarla a cámara lenta para poder reconocer los rostros. Entre unos y otros consiguieron identificar a toda la gente de la zona que había en la iglesia, pero quedaban bastantes desconocidos.

El grupo que acompañó el ataúd al cementerio era, en cambio, muy reducido: Fran, con su mujer y dos hijos adolescentes, todos con expresiones muy serias; Conchi, la prima de Sevilla, con su marido y sus padres ya ancianos, la madre lloraba de forma tan desconsolada que parecía que no le iban a sujetar las piernas y la llevaban abrazada entre Conchi y el padre; Chus, cabizbajo, del brazo de Ana; y, por último, el médico y el farmacéutico con sus esposas, los cuatro en silencio manteniéndose en un segundo plano.

—La tía de Lola, Remedios, ¿no ha asistido? —preguntó Inmaculada a Ramírez.

—No. A mí también me ha extrañado y se lo he comentado al médico —contestó él—. Me ha dicho, de forma totalmente confidencial, que la mujer está grave. Tiene el corazón muy débil y con este mazazo no hay muchas esperanzas de que salga adelante.

—¿Y cómo es que no está ingresada?

—Por lo visto, en el hospital no pueden hacer nada. El médico considera que es mejor que esté en casa con una enfermera. Dice que está todo el día sedada.

—¡Pobre mujer!

Al terminar acordaron digitalizar las imágenes de los que no habían logrado identificar para mostrárselas a los allegados de Lola. Cuando volvieron a abrir las contraventanas ya había anochecido.

Inmaculada volvió a su despacho y, al cabo de media hora, Ramírez se presentó otra vez para informarle de que los técnicos habían terminado la inspección de los dos todoterrenos de la fábrica de Álvaro y no habían encontrado nada sospechoso: estaban limpios. También había hablado con el encargado y el vigilante nocturno de la fábrica, y aseguraban que la noche de autos no había salido ningún vehículo, que los coches dormían en el garaje del complejo y solo salían por el día para los desplazamientos del personal, y que en ese momento solo estaba fuera un camión porque estaba de ruta. Además, traía un listado de los coches todoterreno del pueblo con los nombres y apellidos de sus propietarios por orden alfabético.

Entre los dos escribieron un segundo listado con el orden de prioridad para los registros.

—¿Y Lola?, ¿no tenía coche?, entre sus papeles no he visto nada: ni seguro, ninguna multa... —dijo Inmaculada pensativa.

—Sí —contestó Ramírez—. Es un Ibiza con muchos años. Le eché un vistazo el día que registramos la casa y no vi nada raro. Es demasiado pequeño para un atropello así, habría quedado destrozado. Pero lo de los papeles me extraña, voy a ver si averiguo algo —luego añadió en tono animado, contemplando el listado—: bueno, los cuatro primeros de la lista ya están tachados, solo nos quedan diecisiete.

A ella el panorama no le parecía muy halagüeño, pero le agradeció la intención.

—Otra cosa, doña Inmaculada —dijo el sargento antes de marcharse—, como Paco y Ángel van a terminar esta misma noche con el registro de la tienda, he pensado que, si a usted le parece bien, mañana temprano podríamos hacer otra batida en la zona donde apareció el cadáver por si encontramos algo que hayamos pasado por alto. No es probable, pero hay que intentarlo.

—Me parece perfecto. Siéntese un momento, por favor —le dijo ella, señalando uno de los sillones confidente frente a su escritorio—. Sé que usted y sus hombres están trabajando a destajo y quiero que sepa que aprecio mucho todo lo que están haciendo.

—Gracias, señoría. Con un asesino suelto, no pensará que vamos a quedarnos de brazos cruzados —dijo levantándose, como si le diera vergüenza recibir halagos, y salió del despacho.

Pensó que Ramírez tenía razón, así que, aunque era ya muy tarde, se quedó a revisar el resto de los papeles de Lola. Cuando comprobó que ahí no quedaba nada interesante decidió echar un vistazo a las fotografías. Apiló los álbumes encima de su escritorio y empezó por los de los últimos años.

Le impresionó lo guapa que era esa mujer. Recordaba vagamente haberla conocido una tarde que entró a curiosear en la tienda. Ahora, viéndola en tantas fotografías, comprendió mejor todo lo que había oído en los últimos días. Sus rasgos eran tan perfectos que tenían algo especial, como si no pudiera dejar de mirarla. Le parecía natural que los hombres perdieran la cabeza por ella.

También había montones de fotografías del niño: de recién nacido, de fiestas de cumpleaños, en la feria vestido de corto... Iba observándolas una por una hasta que se dio cuenta de que le miraba la carita intentando encontrar algún parecido y tuvo que admitir lo absurdo de su propósito. Tenía que irse ya a casa, estaba demasiado cansada.

***

Al mediodía, Jorge esperó a Lucía en la puerta del juzgado para llevarla a comer en un famoso restaurante de la zona. Les había venido bien que su cita para testificar coincidiera con la hora del entierro porque ninguno de los dos quería ir. Pensaban que allí no pintaban nada.

Estaban un poco más distendidos después de haber pasado por el trámite de la declaración y durante el aperitivo se fueron relajando, mostrándose cada vez más cariñosos. Aunque los últimos días habían sido una pesadilla, en aquella comida fue como si los dos recordaran por qué estaban allí; que, hacía solo tres días, su mayor ilusión era estar juntos, y lo afortunados que se habían sentido al salir de Barcelona.

Aceptando las sugerencias del maître, probaron varios platos exquisitos, cuyos nombres japoneses pronunciados en andaluz eran incomprensibles. En especial unos langostinos, que el hombre aseguraba que habían llegado ellos solos desde el atlántico mientras gesticulaba como si fuera una gamba nadando.

La sensación de bienestar volvió a acercarles. Tanto que cuando se subieron al coche estuvieron largo rato besándose y abrazándose en el aparcamiento, como adolescentes.

Decidieron ir a tomar café al Casino y pasaron allí el resto de la tarde porque les invitaron a jugar una partida de mus. Se conocía, por supuesto, la noticia de que habían dejado libre a Álvaro y el ambiente era menos sombrío; como si el entierro, por una parte, y la puesta en libertad de Álvaro, por otra, hubieran puesto las cosas en su sitio. Todo el mundo estaba más relajado.

Lucía se divirtió. A ella se le daba fatal mentir, pero Jorge jugaba por los dos. Lo hacía sin cambiar el gesto y despistaba constantemente a la pareja contraria, que se desesperaba.

Volvieron al hotel paseando medio abrazados. Desde la escena del aparcamiento, los dos esperaban el momento de reunirse en la cama. La habitación estaba en penumbra, solo alumbrada por un reflejo de luna que se colaba por una rendija del balcón. Se tumbaron atravesados para que esa débil luz les iluminara la cara.

Él le preguntó en susurros:

—¿Por qué no te habré encontrado antes?

—Era lo que te decía el otro día —dijo ella, acariciándole el pelo y mirándole a los ojos—. Pudimos conocernos hace muchos años y no pasó, no tuvimos suerte.

—Pero es que toda mi vida he soñado contigo aunque no te conociera. Soñaba con una mujer como tú. Que me gustara tanto y me sintiera tan feliz a su lado que no me cansara nunca. Eso nunca me había pasado antes, solo contigo.

—Yo también te quiero muchísimo. Eres lo mejor de mi vida.

—Ese es el problema.

—¿Qué seas lo mejor de mi vida es el problema?

—No, cielo. Qué eres tan joven que te queda muchísimo por delante. Si yo pudiera darte lo que tú quieres, llegaría el día en que encontrarías a alguien tu edad y yo te parecería una carga.

—No seas tonto, ¿o piensas que te quiero solo por tu físico?

—Bueno, creo que eso influye mucho —dijo él en broma—. No te haces una idea de lo complicado que es enamorarse a mi edad. Que todo lo que estaba claro, porque se ha ido haciendo a lo largo de los años, se ponga, de repente, patas arriba. Y que la única opción sea hacer daño a las personas a las que más quieres. Yo no puedo hacer eso, me sentiría un mamarracho. Llega un momento en que no hay elección.

—¿Entonces?

—¿Entonces, qué? ¿No comprendes que ya no puedo concebir la vida sin ti? Lucía, mi amor, solo estoy intentando explicarte lo que siento. Lo eres todo para mí, lo único que de verdad me importa. No te voy a negar que cuando nos enrollamos la primera noche lo hice por frivolidad, me sentí halagado de que una mujer guapa e inteligente se fijara en mí. Y me di cuenta perfectamente de lo afortunado que era, estuve varios días como en una nube. Pero ahora es mucho más que eso. Cada mañana cuando me despierto, lo primero que pienso es a qué hora voy a poder verte. Si te perdiera me moriría.

Lucía volvió a abrazarle. El agotamiento pudo más que ellos y se quedaron dormidos sin darse cuenta.

***

Cuando Ramírez inspeccionó el coche de Lola lo hizo a conciencia. Primero lo examinó por fuera buscando algún indicio de siniestro, pero, aparte de bastante polvo y suciedad, no encontró nada. La carrocería estaba intacta. Luego se sentó en el asiento del conductor, miró la tapicería y la guantera, bajó las viseras y hasta quitó el alzador infantil por si había algo debajo. No se le ocurrió encender el motor. Si lo hubiera hecho se habría dado cuenta de que el depósito de gasolina estaba en reserva.

Primera instancia

Подняться наверх