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2 En la oscuridad

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Alternativas a gritar: aguantar la respiración, morderse una mejilla, hundir la cara en la almohada, llevarse la camiseta a la boca, abrazarse con tanta fuerza que los huesos estén a punto de romperse y los pulmones de colapsar, aparentar no tener boca ni pecho ni garganta para producir esos sonidos, cerrar los ojos y sonreír.

Sonreír, o incluso reír, solo un poco, lo que puedas, aunque sea solo un gritito ahogado, cuando lo único que quieres hacer es gritar y llorar, llorar, llorar y nunca más parar.

Haz lo que tengas que hacer, porque gritar desconcierta a la gente. En especial, a tus padres. A las dos de la mañana. Cuando tienes dieciocho años y ya eres bastante grande como para andar asustándote con pesadillas. Pesadillas que solo están en tu cabeza y no pueden hacerte daño.

Pero…

Mis pesadillas nunca estuvieron solo en mi cabeza.


Es el olor lo que me despierta. El aire se siente denso como saliva caliente, uñas rotas y bilis ácida. Desde la puerta del ático, bajo la vista y veo a mi propio cadáver extendido en el suelo como una muñeca: nada más que huesos con restos de piel, un esqueleto podrido sobre la madera húmeda manchada de sangre. Sé que soy yo por el cabello que le queda en la cabeza: denso y negro sedoso.

Me quedo mirándolo por medio segundo y luego grito.

Unos pocos segundos después, unos pocos latidos de mi corazón agitado, mi hermana Rose sale corriendo de nuestra habitación abajo y sube las escaleras a toda prisa.

–¿Qué ocurre? –grita, tomándome de la mano.

Mi única respuesta es gritar de nuevo, esta vez con menos convicción, más como una pregunta que como una exclamación. Se escuchan dos pares de pisadas más y, en seguida, nuestros padres aparecen por detrás. Papá pasa corriendo a toda prisa y tira de una cadena para encender la luz de la escalera: en un instante, pasamos de estar sumidos en la oscuridad total a quedar casi ciegos por una luz brillante blanca. De inmediato, toda la transpiración, la sangre y la sombra de mi cadáver desaparece por el suelo como si se estuviera drenando por una cañería.

–Rhea, ¿qué pasa? –pregunta papá, recostándose sobre la pared del ático, mientras mis dos hermanas menores, Renata y Raisa, aparecen por detrás de mamá, solo unos escalones más abajo, despeinadas y desaliñadas. Están acostumbrados a mis visiones, pero, aun así, aquí están, en la puerta, boquiabiertos, mirando todo el circo que estoy haciendo por segunda vez en la semana.

–¿Qué haces aquí arriba? –me pregunta papá.

Respiro profundo, sintiendo la mano fría de Rose. Tan fría… como un cadáver; me hace temblar.

–Estaba soñando otra vez –les contesto lo más tranquila que puedo y Raisa, detrás de mí, asoma la cabeza y la lleva hacia atrás, gruñendo, sin ánimos de escuchar todo esto por enésima vez–. Ya saben, ese con la puerta al final de la escalera en espiral. Subí, como siempre, por lo que se sintió como una eternidad y, cuando llegué arriba de todo… abrí la puerta.

Aquí hago una pausa. Empiezo a sentir cómo se me revuelve el estómago, ya que nunca había abierto la puerta en el sueño antes. Por lo general, me despierto ni bien toco el picaporte, desconcertada, pero no tan sorprendida de estar en el mismo lugar que esta noche, frente a la puerta del ático. Pero después de esperar unos minutos para calmar mi corazón agitado, bajo y regreso a la cama. Sin visiones, ni gritos, ni reuniones familiares improvisadas en medio de la escalera angosta.

Pero esta noche es distinta.

–Cuando abrí la puerta del sueño –les explico–. También abrí la puerta del ático. Y cuando bajé la mirada, vi… eh, un cuerpo. Muerto.

No les digo que era el mío. Tener visiones siniestras es una cosa, pero verme a mí misma muerta es algo definitivamente mucho más aterrador. Cuando miro a Rose, se estremece del miedo como si supiera de qué estoy hablando.

–¿Quieres decir que eres sonámbula? –pregunta mamá con los rizos de su cabello negro aplastados a un lado de su cabeza–. Pero es extraño… nunca has caminado dormida.

–Ah –le quito sutilmente la mano a Rose y me froto los ojos para no tener que mirar a mamá, a papá ni a nadie–. Sí. Raro, ¿verdad?

Mis padres saben de mi sueño recurrente, pero jamás les dije que camino dormida, ya que empezó hace solo unos pocos meses. Sigo esperando que en algún momento se detenga. Igual tampoco camino por toda la casa rompiendo cosas o lastimándome.

Pero no se detuvo y ahora me atraparon. Mamá y papá se miran y noto algo de preocupación en sus rostros.

–Fue solo un sueño, cariño –dice finalmente papá, volteando hacia mí–. No puede hacerte daño.

–Respira profundo –agrega mamá–. Relájate.

Un par de ojos verdes brillan en la oscuridad en la otra punta del ático, lo cual me alarmaría si no estuviera segura de que es solo Gabrielle, mi zorra mascota. Es mi compañera constante desde el día que me encontró y nunca se apartó de mí a pesar de las dudas iniciales de mis padres. Gabrielle y yo tenemos una conexión especial que no está solo en mi imaginación: incluso desde lejos puedo sentir los latidos de su pequeño corazón como si fuera el mío, como si nuestros corazones estuvieran entrelazados. Ahora olfatea alrededor para asegurarse de que definitivamente no hay ningún cadáver oculto en la habitación. Al no encontrar nada, emerge de las sombras y nos sigue hacia abajo. Bostezando, Renata y Raisa vuelven a su cuarto arrastrando los pies, mientras mamá y papá nos acompañan a Rose y a mí al nuestro.

–Tienes una gran imaginación, Rhea –me dice mamá mientras me acuesto en la cama y Gabrielle se sube de un salto y se acurruca a mis pies–. Pero no es real, ¿recuerdas? Está solo en tu cabeza.

–No estoy imaginando nada –le contesto con terquedad–. Estoy maldita.

Las visiones aparecen desde que tengo memoria. Cuando era pequeña, la mayoría eran simples, no más que un destello, y luego desaparecían: el techo de mi habitación se hacía cenizas mientras estaba acostada despierta, el cielo se abría como piel seca, las estrellas se movían como insectos. A veces, brotaban ramas del suelo de nuestra casa y subían por las paredes como enredaderas.

Pero al crecer, las visiones fueron madurando y cuando estoy en una calle muy concurrida o en la tienda, la gente empieza a verse diferente: algunos tienen el cabello mojado y pintado de un color verde azulino, mientras que a otros les gotea agua salada de los dedos; otros tienen ojos que destellan como relámpagos; otros tienen cuernos y musgo entre sus dientes; y otros no son más que sombras profundas y densas que se escabullen por el suelo. Una vez, un buzón de metal grande en la puerta de la oficina del correo se transformó en un animal inmenso con cuerpo de león y cabeza de humano, me miró fijo y soltó un rugido ensordecedor sin previo aviso.

También está el bosque denso de atrás de mi casa. Normalmente lo único que hay allí es un descampado, pero a veces veo un bosque alto y oscuro, un entramado de árboles interminable con hojas color hueso y telarañas relucientes que parecen hilos de saliva entre sus troncos. El bosque es eterno, sin salida a la vista, y cada vez que intento entrar… desaparece. Así, sin más.

Pero nunca había tenido una visión como esta, una en la que veo mi propio cadáver. Están empeorando. Yo estoy empeorando… y no sé por qué.

Ni siquiera estoy segura de que la psicóloga a la que mis padres me enviaron cuando tenía siete y apenas era lo suficientemente grande como para encontrar las palabras adecuadas para explicarle lo que me pasaba supiera qué era todo esto. Les dijo que tenía un trastorno de ansiedad severo y me enseñó técnicas de respiración para calmarme cuando tenía ataques de pánico. Técnicas que serían muy útiles si me las acordara durante las visiones. Pero la mayoría de las veces incluso me olvido de respirar. O peor aún, como esta noche, empiezo a gritar.

–Sé que se siente como estar maldita, Ree –dice papá–, pero no es eso. La ansiedad afecta a muchas personas y eso está bien. No estás sola, ya te pondrás mejor. Recuérdalo siempre.

Asiento y me acuesto en la cama. Mamá y papá se marchan y apagan la luz, pero ni bien oigo que cierran la puerta de su cuarto, voy corriendo al baño y me lavo los dientes: pasta dental sabor canela para sacarme el gusto a carne podrida de la boca, el único remanente de la visión. Me quedo mirando fijo al reflejo de mis ojos en el espejo, desafiando a mi rostro a que se descomponga, que me muestre mi muerte una vez más.

Pero al notar que no cambia, que no se derrumba ni se carcome, exhalo.

–No tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo.

Si repites algo las veces suficientes, es muy probable que se vuelva cierto.

Un fantasma aparece en el espejo. Tiene mi cuerpo huesudo y mis rasgos: la misma tez oliva y el mismo cabello negro denso, los mismos ojos castaños, los mismos dedos largos y aretes de perlas rosadas. Pero si bien mis labios están cerrados y lucen pálidos, los de ella están separados por una sonrisa filosa. Y cuando la veo, yo también sonrío.

Dice: Escúchame, tú. El miedo no lastima.

Dice: Puedes tener una espada clavada en el estómago y creer que tu cuerpo está a punto de desangrarse, pero aun así tu alma permanecerá intacta.

Dice: Regresa a la cama.

La miro.

–Está bien –digo, aunque sea para sentir que son mis labios los que se mueven y no los del fantasma.

Vuelvo a la cama, pero no a dormir. La luz de noche de Rose brilla en su lado de la habitación, mientras yo, a solo un metro y medio, estoy sumida en la completa oscuridad.

Desde el otro lado del espacio que nos separa, oigo unos susurros suaves.

–¿Voy a morir? –susurra Rose y yo, desconcertada, no le respondo–. ¿Tuviste una premonición del futuro?

Me toma otro momento entender a qué se refiere: cree que el cuerpo que vi era el de ella. Malinterpretó mi mirada. Rápidamente, tomo una decisión. Si bien sé que es muy cruel, no la voy a corregir. Siento como si estuviéramos juntas en esto.

–No –le contesto, deseando que eso sea verdad–. Fue solo una pesadilla.

–¿Segura?

–Sí –miento.

–¿Me lo dirías si supieras que voy a morir?

–Sí, lo haría –le miento nuevamente.

–¿Qué crees que pasa después de la muerte? –pregunta, girando hacia mí.

Por un momento, me quedo pensando en eso. No en qué quiero decir sino en cómo quiero decirlo. Desde que empecé a tener las visiones, a menudo me pregunto sobre el más allá cuando estoy despierta por la noche. No lo pienso en términos lógicos (lo único que sé es que el más allá es la nada absoluta) sino más bien en lo que quiero que sea. ¿Qué tal si cuando morimos revivimos en un sueño del que no despertamos nunca más? Si pienso en eso, no me parece tan aterrador.

Y ahora me pregunto a mí misma: ¿cómo sería el sueño de Rose?

–Yo creo que te conviertes en viento y puedes ir a cualquier parte del mundo cuando quieras –dice–. Incluso, podrías ir a las estrellas si lo desearas y ni siquiera te quemarían –luego de una pausa, agrega–: No suena tan mal.

–No, la verdad que no –le contesto.

–Buenas noches, Ree –dice y su aliento ilumina el espacio, adhiriéndose al techo como la estática a un televisor, inquietante y brillante. Hipnotizante.

Parpadeo una vez, dos veces, y desaparece.

–Buenas noches –le contesto. Algunas veces desearía poder contarle todo, todo lo que me mantiene despierta por la noche. Pero contárselo a ella o a alguien más solo lo haría más real.

Porque aún hay más. En la visión, incluso algunos segundos después de despertar, detrás de la puerta del ático oí a alguien respirar. Una inhalación larga, fuerte y rasposa.

El tipo de respiración que alguien tendría antes de gritar.


Con la primera luz de la mañana, me levanto y me lavo la cara, esta vez sin ningún fantasma huesudo saludándome. Anoche por primera vez crucé la puerta del ático en mi visión y no quiero olvidarme ni un solo detalle. Regreso a toda prisa a mi habitación y me encuentro con que la cama de Rose también está vacía. Revuelvo por completo mi mesa de luz hasta encontrar un diario de tapa negra con todas las páginas en blanco. El que mamá nos dio hace un tiempo, cuando empezó a darnos clases en casa y nos dijo que era importante que recordáramos nuestros sueños y los escribiéramos. Los míos eran siempre lo mismo: la oscuridad, la escalera, la puerta. Ni me molesté en abrirlo. Pero ahora no podía desperdiciar ni un solo minuto. Le robo una pluma a Rose de su mesa de noche, me siento en la cama y, con una pierna colgando sobre el borde, escribo.

Una vez que termino, muerdo la pluma de plástico y repaso las palabras una vez más, con mi letra apurada y algo torcida:

Una puerta al final de una escalera alta en espiral. Un cosquilleo detrás de mis rodillas que me advierte que voltee y me aleje lo más rápido y lejos que pueda de la puerta. Pero nunca la abro. No debo abrirla: hay secretos detrás de ella y descubrirlos sería vivir por siempre con una carga muy pesada, como si tragar esos secretos indigeribles significara tenerlos dentro de mí para siempre, rugiendo en mi estómago, masticando mis venas.

Pero ya estoy cansada de no saber, por lo que extiendo una mano y sujeto el picaporte. Lo giro.

Aquí es donde casi siempre me despierto.

Pero anoche no.

La frialdad del picaporte de metal en mi mano, el chillido enfermizo de las bisagras, un cadáver podrido en el suelo. La respiración de alguien o algo en el aire. Y un grito.

Siempre he querido saber lo qué había detrás de esa puerta y ahora lo sé.

Pero ¿lo sé? Porque cuanto más pienso en ello, más segura estoy de que no era mi cadáver. Es decir, eso fue lo que vi al abrir los ojos, claro, pero no creo que fuera mi cuerpo en el sueño. Porque detrás de la puerta sentí a alguien o algo respirar. Y, si yo estaba muerta, entonces ¿quién estaba respirando?

Quejándome, arrojo el diario y la pluma hacia la cama. Gabrielle levanta la cabeza, desconcertada.

–Tengo hambre –le digo y me paro, para nada dispuesta a seguir pensando en todo esto hasta después del desayuno–. Vamos.

Encuentro a Renata en la cocina. Está comiendo sola en la mesa y la luz cálida del sol entra por la ventana abierta a su derecha, iluminando un lado de su rostro y sumiendo al otro en sombras. Esboza una sonrisa al verme.

–Shay me dijo que te perdona –dice Renata inesperadamente, con su cabello recogido en una coleta que se mueve a un lado de su cabeza. Muerde una tostada con manteca y la deja caer al suelo para Gabrielle.

No sé muy bien a qué prestarle atención, por lo que camino hacia la despensa a buscar una caja de cereales de chocolate y los sirvo en un tazón.

–¿Perdonarme por qué? –le pregunto, sentándome frente a ella. Somos las únicas en la mesa, Rose seguro ya está en su clase de ballet, Raisa probablemente siga durmiendo y mamá y papá están trabajando en el jardín.

–¡Por escaparte! –dice, sacudiendo la cuchara cubierta de leche como si no pudiera creer que le preguntara algo tan obvio. Tiene su diario de sueños abierto con una pluma encima a un lado de su tazón de cereal–. Dice que no debes temer de volver porque te perdona y muchas otras personas también. Lo que hiciste, ya está hecho, ahora solo quiere que estés a salvo.

–Ah –digo, asintiendo–. Está bien.

Y debería haberlo dejado ahí. Pero como soy curiosa y porque solo sueño la misma cosa, una y otra vez, y Renata no, y en especial porque mi corazón casi se sale de mi pecho con las palabras miedo y perdón, como una roca que rompe una ventana, como alguien que repite déjame entrar, déjame entrar, déjame entrar (lo cual no tiene mucho sentido, porque mi corazón ya está adentro, ¿verdad?), digo algo de lo que me arrepiento ni bien sale de mi boca:

–Está bien, pero ¿quién es Shay?

Renata suelta la cuchara en el tazón de cerámica aún lleno y salpica todo a su alrededor. Se pone de pie, estira los brazos y golpea ambas manos sobre la mesa, sin quitarme los ojos de encima.

–¡Shay, Shay! –grita, golpeando el suelo con su pie dos veces–. ¡La que come hombres y es tu amiga y te adora!

–Ah, ah, sí, claro –me retracto–. Solo…

Renata voltea y sale corriendo de la habitación.

Antes de seguirla, termino mi desayuno, por lo que tiene un poco de tiempo para calmarse. Su diario sigue abierto sobre la mesa y, si bien es tentador leerlo, no lo hago. Mis hermanas nunca fueron tan ambivalentes como yo al anotar sus sueños, pero Renata es sin duda la más prolífica de todas. Incluso habla de la gente de sus sueños como si fueran amigos de toda la vida, como si nosotras también los conociéramos, y cuando le decimos que no son reales, parece confundida y molesta.

Y luego se esconde.

Por lo general, la encontramos enseguida. Con el pasar de los años, descubrimos cada uno de sus lugares favoritos y nos acostumbramos a su tendencia a buscar lugares que nadie creería que elegiría. La playa es uno de ellos, más específicamente, entre dos rocas cerca del faro, a casi dos kilómetros por la orilla. Otro escondite es un pozo bastante profundo frente al cementerio. Le gusta ir allí después de una tormenta y quedarse con los pies sumergidos en el agua de la lluvia, mirando las tumbas al otro lado de la cerca negra de hierro.

Pero, sin duda alguna, su escondite de más fácil acceso es el rincón del armario que comparte con Raisa, a un lado de la puerta plegable.

Y es ahí mismo donde la encuentro sentada con las rodillas presionadas contra su pecho. Cuando abro la puerta, levanta la cabeza y la lleva hacia atrás, y veo como su tráquea se trasluce a través de la piel pálida de su cuello, acompañada por un tridente de venas delicadas. Me agacho y entro arrastrándome por debajo de la ropa. Juntas cerramos la puerta y quedamos en total oscuridad, salvo por una línea delgada de luz en la unión de las puertas.

–Lo único que quiero es encontrar el lugar de donde vengo –dice–. Solo eso. Mi origen. Porque no creo que sea este, Ree. No creo que sea este.

Me siento como ella, con las rodillas presionadas contra mi corazón.

–Yo tampoco creo que vengas de este armario.

–Ya sabes a lo que me refiero.

Y, de cierto modo, sé a lo que se refiere, sentada aquí casi a oscuras, casi en silencio. Empiezo a tener una sensación incómoda y áspera, como si el alma me estuviera raspando la piel y los huesos, no necesariamente para escapar, sino más bien para decirle a mi cuerpo que vaya a lugares imposibles, convencida de que puedo tocar las estrellas y no quemarme.

Al menos, creo que a eso se refiere.

–Entonces –digo–, cuéntame más sobre Shay.

Levanta la cabeza de la pared.

–¿Quién?

Los sueños de Renata son como las olas del mar, vienen y van. Flotan en la superficie por un rato y luego se hunden y se ahogan en las profundidades.

Suspiro.

–No importa.

Nos quedamos sentadas en silencio; la cercanía a las paredes y la densidad de las sombras me recuerda al ático. ¿Caminaría dormida otra vez esa noche? Y si lo hacía, ¿tendría la misma visión? ¿O sería distinta esta vez? Después de pensarlo una y otra vez, llego a la conclusión de que haber visto mi cadáver no es una premonición, tal como teme Rose. Mis otras visiones nunca se hicieron realidad. Tal vez sea solo un miedo latente que se manifiesta, como una preocupación constante de que algo malo podría ocurrirme a mí o a mi familia. Solo quiero que todos estemos a salvo, juntos y felices por siempre.

Pero si mi cadáver no es lo que se esconde detrás de la puerta en mis sueños, entonces ¿qué o quién es?

–Espera –digo en voz alta con una idea. A mi lado, Renata se levanta sobresaltada luego de estar perdida en un momento privado de ensueño–. ¡El ático! ¿Y si duermo en el ático? Entonces no caminaría dormida, porque no tendría ningún lugar a dónde ir.

Podría caminar dormida hacia otra parte de la casa de todas formas, pero ¿por qué lo haría? En el sueño siempre subo escaleras y, si ya estoy en el punto más alto de mi casa, tiene sentido que simplemente me quede allí. Así quizá sueñe con la cosa o la persona que realmente está detrás de la puerta.

–Está muy oscuro y hace mucho frío allí arriba –me dice Renata cuando me pongo de pie y abro las puertas del armario. Esta vez, las dejo abiertas–. ¿No te da miedo?

Pero ya estoy corriendo por toda la casa, demasiado frenética como para responder.

–Rhea, ¿qué ocurre? –me pregunta mamá cuando salgo a toda prisa hacia el jardín, sin aliento. Tiene un sombrero de ala grande y una mancha de lodo en la barbilla–. ¿Pasó algo malo?

Le cuento mi idea.

Papá asiente con la mirada perdida detrás de mí mientras analiza mi propuesta. Tiene cabello negro y tupido, pero la barba sobre su barbilla ya muestra algunos mechones grises que destellan bajo la luz del sol. Luego de un minuto, sonríe.

–Creo que podemos hacer algo.

Durante las siguientes seis horas, quedamos sumidos en una orquesta de golpes, sierras y algunos insultos mientras limpiamos el ático. Llevamos todas las cajas húmedas al sótano y un estéreo viejo y polvoriento directo a la basura. Hay ropa de mamá y mía que separamos para donar, junto con otras baratijas extrañas y tesoros inútiles que mis hermanas reclaman enseguida: un alhajero que debió morir ahogado en algún momento, con una bailarina sin cabeza que gira al son de una canción disonante y moribunda; una lámpara de lava rosa que emite un resplandor tenue; un ramo de flores falsas aplastado; y un mazo de naipes al que le faltan todas las reinas. Solo quedan algunos muebles de los que nadie quiere deshacerse. Papá sube una cama de sobra que teníamos en el sótano y lo sigo por detrás con un ventilador en caso de que haga calor.

Luego de una batalla con varias arañas de patas largas y una sesión de limpieza profunda, mi nueva habitación está lista. Lo único que necesito es esperar a que llegue la noche, cuando mis sueños me visitarán una vez más.


Gabrielle camina sobre la alfombra del baño frente a la ducha mientras me preparo para irme a dormir. Durante un minuto, simplemente me quedo parada frente al espejo, esperando a que mi versión fantasma, o lo que sea, aparezca en el espejo, sonriente, deslumbrante y astuta, deseosa de cosas que quizá solo parecen sabias y dolorosas a mitad de la noche. Cuando parece que no vendrá, bajo la cabeza para buscar mi cepillo de dientes y, de repente, noto que puedo ver mi corazón, como si mi piel fuera una ventana que estuvo siempre allí, esperando que la notara y mirara dentro de mí. Mi corazón rojo, agitado y mal, mal, mal (se supone que debemos escucharlo, no verlo) no late mucho, sino más bien se abre y cierra, una y otra vez, rápido. Casi como una boca agitada o un puño tenso.

Lentamente, como si fuera a espantar a una mosca, me llevo los dedos al pecho, pero al tocarlo lo único que siento es piel suave y cálida. Exhalo y dejo caer la mano, y la ilusión desaparece como si nunca hubiera estado allí.

Nada de esto es real.

No tengo miedo.

Alguien llama a la puerta del baño justo cuando levanto el cepillo y lo llevo a mi boca.

–¿Sí? –digo, aunque suena más bien como un sonido gutural, ya que tengo la boca llena de espuma. Un sonido sucio que se abre paso entre mis dientes cerrados. Me ahogo y escupo en el lavabo.

–¿Estás bien? –me pregunta Rose a través de la puerta por enésima vez desde esta mañana. No le respondo y me enjuago la boca.

Cuando abro la puerta, entra y presiona el dorso de su mano congelada sobre mi frente ardiente. Soy alta, pero ella mucho más, por lo que tiene que agacharse un poco para estar a la altura de mis ojos. Todavía lleva su cabello largo y dorado recogido en un rodete por su clase de ballet, sus hombros están desnudos y llenos de pecas pálidas, y sus ojos azules pestañean rápido y mucho. Es extraño que no nos parezcamos en nada y, de todas formas, seamos hermanas que se llevan solo un año y medio de diferencia. En casi todos los aspectos, incluso debajo de lo superficial, ella es la mañana y yo la medianoche.

Su mano se calienta levemente mientras me pasa su frío.

–No creo que debas ir al ático –dice en voz baja, mirándome fijo–. Creo que tienes que quedarte conmigo.

–No creo que a Ren le moleste dormir en mi cama para hacerte compañía –le digo–. O a Raisa, si se lo pides muy, muy tranquila.

–Pero no es lo mismo –suspira, mordiéndose una de las mejillas–. ¿Cuánto tiempo estarás allí arriba?

Inhalo, inhalo, inhalo, me detengo. Hay mil respuestas a esa pregunta, pero ninguna que la haga sentir mejor.

No le digo: No lo sé.

No le digo: Indefinidamente.

No le digo: Por siempre.

–Puedes venir conmigo –termino diciendo, aunque es una oferta vacía. Es Rose. Rose, quien me seguiría a cualquier parte… menos por la noche. Rose, quien guarda baterías nuevas cerca de su cama por si se gastan las de su luz de noche. Rose, quien duerme con los ojos medio abiertos y las cortinas sin correr porque incluso sus párpados son demasiado oscuros.

Quita la mano de mi frente y siento como regresa el calor.

–¿Sabías que en realidad los colores no existen en la oscuridad? –dice mientras se desata el cabello, sacando hebilla tras hebilla y soltándolas en el lavabo–. Creo que también pasa lo mismo con la belleza. Es por eso que los monstruos viven en la oscuridad; porque lo horroroso no necesita luz para existir.

Siento un nudo en el pecho mientras intento descifrar sus palabras como si fueran un acertijo.

Ayer, mis hermanas y yo decidimos pasar el día en la playa. Cuando salimos y avanzamos hacia la costa, vi algo en la calle: una mariposa enorme tumbada de lado, sacudiendo inútilmente sus alas negras, azules y violetas, al igual que sus patas, para enderezarse. En nuestro pueblo tranquilo, no hay mucho tráfico por la mañana, por lo que crucé la carretera y me acerqué a la mariposa en el pavimento caliente. Me agaché para verla más de cerca, para asegurarme de que la lucha era real y no un truco de mi imaginación volátil. Renata pasó corriendo a mi lado, sonriéndole al cielo, ignorando todo lo que había debajo de ese techo suave de nubes y brisa cálida que acariciaba sus mejillas, con la canción de las sirenas en las olas que rompían contra la arena como un océano que se lame los labios con su lengua acuosa.

–¡No toques eso! –gritó Raisa, quien se acercó corriendo hacia mí. Giró y dio un salto hacia atrás–. ¡Gérmenes, enfermedades, muerte! –luego rio y regresó corriendo con Renata.

Entonces la mariposa era real. Junté las manos sin saber mucho cómo ayudarla, preocupada de que si la levantaba le causaría más daño. No estaba muy segura de lo que le pasaba, más allá de que sus alas se movían desesperadas y no parecían levantar el aire suficiente para elevarse del suelo. Vacilé por un momento al ver sus antenas moviéndose. ¿Debía recogerla de las alas o…?

Un pie aplastó al insecto sobre el pavimento. Volteé con las manos sobre el suelo ardiente como si fuera un cangrejo. Levanté la vista y vi a Rose, quien arrastró el pie sobre la carretera para limpiar las vísceras de la mariposa aplastada de la suela de su zapato.

Me quedé mirándola fijo, inmóvil, aunque me estuviera quemando las manos con el suelo, aunque la luz del sol penetrara directo a mis ojos, haciendo que el mundo quedara difuso y metálico.

–Terminé con su sufrimiento –dijo contenta y se quedó en silencio, con su cabello dorado brillando a la luz del sol y su traje de baño tan rojo como el rubor de sus mejillas. Inclinó la cabeza hacia un lado, como si no entendiera por qué estaba mal, por qué no la entendía.

–La iba a apartar del camino, Rose –dije finalmente, poniéndome de pie. Mis rodillas crujieron al enderezarlas. La sujeté de las muñecas. Quería que sintiera mi dolor, solo un poco, ya que mis manos aún estaban calientes por el pavimento–. Estaba a punto de salvarla.

–Terminé con su sufrimiento –repitió, sin quitarme las manos como creí que haría. Respiraba muy agitada y abría y cerraba los dedos sin parar. Nunca apartó la mirada de mí–. Ya no era hermosa.

–Siempre sería hermosa –le respondí con frialdad–, sin importar lo que pasara.

Rose negó con la cabeza.

Ya no era hermosa. Sus palabras resuenan dentro de mí, entrelazándose con el presente.

Lo horroroso no necesita luz para existir.

Es por eso que Rose detesta la oscuridad: prefiere ver a sus monstruos de frente, saber su tamaño y forma exacta, y no tener que someterse a su imaginación salvaje, atrapada en ese lugar de sombras donde la mente solo puede conjurar las peores cosas, donde el miedo puede avivarse y distorsionar la realidad.

–Bueno, no creo que sea así –le digo, cruzándome de brazos y apoyándome sobre el lavabo–. Creo que hay belleza hasta en las cosas que no podemos ver, pero que sabemos que están allí. Como el viento o la música.

Se queda en silencio, mientras se quita la última de las mil hebillas que mantienen firme a su rodete y su cabello finalmente cae sobre sus hombros. Sus dedos se cierran sobre el borde del lavabo y mira su reflejo en el espejo, casi sin parpadear. Luego de un largo momento, voltea hacia mí y sonríe. Como el sol de invierno, brillante y frío a la vez.

–Vete –dice suavemente–. Parece que no duermes desde hace una semana.

–Guau, gracias –digo, soltando una risita y saliendo del baño hacia el pasillo–. Dulces sueños. Te quiero hasta el infinito.

Esboza una sonrisa reluciente.

–Hasta el infinito.

Mientras camino hacia el ático, mamá y papá suben para darme un abrazo como si me estuviera mudando al otro lado del mundo.

–Te quiero –me dice papá antes de voltear y mandarles un beso a cada una de mis hermanas, Rose en el baño, Renata y Raisa en la habitación que comparten–. Y a ti, a ti y a ti.

–Yo también te quiero –le digo antes de entrar rápido a mi habitación. Miro a Gabrielle y enseguida entiende que quiero algo de privacidad, por lo que aparta la vista mientras me pongo un par de shorts para dormir y una camiseta vieja y suave. Entretanto, escucho a Renata con sus oraciones usuales desde la habitación de al lado, muy fuerte, con su voz aguda, agitada y exultante, porque cree que es la única forma de que se escuchen sus plegarias.

–¡Querida agua, viento y estrellas! ¡Querido fuego, hielo y rocas! –dice mientras me pongo la camiseta y tomo mi almohada–. ¡Envíennos su estruendo, sus olas, sus soplidos y sus estallidos! ¡Envíennos sus luces, sus truenos y sus temblores! ¡Por favor, cuídennos y manténganos a salvo! Es la noche más oscura y no quiero volver a dormir nunca más. Amén, amén, amén.

–Si no te vas a dormir, te pincharé un dedo hasta que lo hagas –gruñe Raisa, cuyas palabras atraviesan su puerta entreabierta.

–No funcionará conmigo –dice Renata, con su voz normal–. No soy la princesa de esta historia.

–Bueno, claro que no. Pero el pinchazo no tiene que ser mágico, querida –le dice Raisa, burlándose con dulzura–. La pérdida de sangre es igual de eficaz.

Renata suelta una risa breve y alegre, y oigo el golpe suave de una almohada que Raisa le arroja. Salgo en silencio de mi habitación, deseando que quedarme dormida fuera tan fácil como hacer un hechizo: un pinchazo, un suspiro y luego nada más que sueños.

Mis hermanas finalmente se quedan en silencio, mientras yo sujeto mi almohada contra mi pecho con fuerza y camino hacia la escalera angosta al final del pasillo, pasando el baño y la habitación de mis padres. Gabrielle está a mi lado, como siempre, y no es la primera vez que deseo poder decirle lo agradecida que estoy de tener su compañía constante y sus gruñidos sobre mi pecho, del mismo modo que siento el dolor en la palma de mis manos cuando ella pisa una espina. Nuestra conexión extraña me hace sentir menos sola.

Pasaron ocho años desde que Gabrielle salió corriendo del bosque de atrás de nuestra casa y entró por la puerta trasera, como si perteneciera a este lugar, igual al resto de nosotros. Su llegada repentina y confiada fue muy extraña, a decir verdad, más aún porque no hay ningún bosque detrás de nuestra casa salvo por el que veo en mis visiones. Pensé que Gabrielle desaparecería junto con el bosque, pero, de algún modo, por algún milagro, no lo hizo y estoy agradecida de que esté aquí conmigo esta noche.

Subimos juntas hacia el ático, hacia la habitación que me liberará de mi sueño… y, con suerte, también de mis visiones.

Mis pies encuentran el último escalón y sujeto la almohada con más fuerza contra mi pecho, mientras mantengo los codos presionados a mi cuerpo sobre mi cintura. Incluso con la puerta abierta, no creo poder abrir mucho los brazos hacia los costados sin que mis dedos toquen alguna de las paredes angostas. La luz del pasillo apenas nos alcanza, pero ya conozco el lugar. Hay una cama junto a la puerta y un aparador en la otra punta con tres cajones rotos, una lámpara de pie y una mesa de luz repleta de libros con los lomos quebrados, la mayoría biografías de miembros de la realeza: los Romanov, Nefertiti, la emperatriz Dowager Cixi, la Casa de los Medici. Vine a dormir, no a leer, pero me hace sentir mucho mejor saber que están cerca. Libros nostálgicos para saciar la nostalgia.

Pero lo mejor de la habitación es que no hay ventanas.

Gabrielle entra corriendo y cierro la puerta. Las bisagras oxidadas chillan y el cuarto entero queda sumido en la oscuridad total como si lo hubiera tragado una sombra irrompible. Durante varios segundos, parpadeo y tiemblo, pero no del frío. Pienso, si la belleza no existe en la oscuridad, entonces soy la cosa más fea de este lugar.

Me acuesto en la cama y los resortes crujen, pero enseguida ceden. Quiero dormirme rápido y evitar toda la espera llena de inquietud. Gabrielle se sube a la cama y, como una roca que rebota sobre un lago, siento como su alivio regresa a la normalidad sobre mis costillas: alivio de sentir las sábanas suaves y saber que no hay nada que temer.

O tal vez sea mi propio alivio. Llevamos juntas tanto tiempo que ya no sé distinguir nuestras diferencias.

Me acuesto de lado y Gabrielle se acurruca detrás de mis rodillas.

Está tan, tan oscuro. Y aun así no puedo dormir.

Gabrielle tampoco, por lo que se para y se escabulle hacia mi almohada. Estiro un brazo y le acaricio el cuello peludo, mientras se acomoda a un lado de mi cabeza para mantener a mis pensamientos cálidos.

Intento tragar saliva, pero tengo la boca seca y mis dedos aún están aferrados al pelo de Gabrielle. Su incomodidad se une a la mía como dos tormentas que chocan de frente y me siento sola. Aunque ella está aquí, ya es una parte de mí y no cuenta.

La habitación no se siente tan segura como creí. No veo las paredes y, si no puedo verlas, ¿cómo sé que siquiera están allí? Me siento como si estuviera flotando en el espacio, desanclada. Mareada. Perdida.

No puedo dormir.

No puedo dormir.

No puedo dormir.

En el silencio peculiar de la oscuridad absoluta, me siento en la cama con las piernas cruzadas, preguntándome si fue un error venir aquí. Preguntándome si, quizá, esta oscuridad tampoco me ayudará a escapar de mí misma.

Estoy tan sumida en estos pensamientos que me toma unos minutos notarlo: la oscuridad respira. La oscuridad está respirando.

O…

Alguien más está respirando en la oscuridad. No sé qué me asusta más.

Es exactamente como en mi sueño, salvo que ahora estoy despierta, aguantando la respiración y pidiéndole a Gabrielle que haga lo mismo. La oigo una vez más: una inhalación larga, una exhalación corta.

Otra vez…

Y otra vez…

Y otra vez.

Gabrielle gruñe y se queda en silencio. Por un segundo absurdo, se me ocurre que puede ser la respiración de un pájaro pequeño que quedó atrapado en esta parte de la casa, desesperado por salir: el susurro de las alas, el aleteo de las plumas, los ojos pequeños entrecerrados, el chasquido de un pico que se cierra.

Pero no, no es un pájaro. Tal vez sea la casa misma, como si las paredes, el techo y el suelo de madera se estuvieran acomodando o asentando. Como yo, quizá la casa también tiene inquietud con los labios azules y mucho insomnio, y está plagada de pesadillas de viento y fuego, habitaciones destruidas y ventanas quebradas como huesos.

Pero tampoco es eso.

Me quedo mirando hacia la oscuridad inquebrantable. Quiero darle un nombre para que no sea tan monstruosa, tan oscura y destructora. Pero no se me ocurre nada.

Quizá sea solo mi hermana que viene a pedirme que regrese a la habitación porque me extraña. Porque no puede dormir sin mí cerca. Y quizá, quizá, yo tampoco puedo hacerlo sin ella.

–¿Rose? –susurro. Mi corazón se queda en silencio, atento.

–No –responde una voz, cortando la oscuridad. Una voz que no es mía y mucho menos la de mi hermana. Una voz que suena como una jeringa que atraviesa la piel, rápida, limpia, profunda. La voz de un chico–. No soy Rose –agrega.

Un grito implosiona en mi garganta y me ahoga. Un terror sinuoso corre por mis venas, eléctrico. Estoy parada a un lado de la cama, tambaleándome, buscando el interruptor de la lámpara, cuando de repente una mano humana me toca la muñeca sutilmente. Unos dedos calientes rozan mi pulso salvaje.

–Espera –dice la voz, el chico, la oscuridad–. Por favor.

Enseguida aparto la muñeca de su mano cuidadosa y mi corazón empieza a latir con más fuerza, mientras espero quieta tan cerca de él que puedo sentir su aliento sobre mi piel. Gabrielle se acurruca sobre mi pierna y gruñe, lanzando algunas mordidas al aire en señal de advertencia. Oigo el chasquido de sus dientes y estoy segura de que, si el chico no se aparta, Gabrielle lo morderá hasta que lo haga.

–Debo pedirte que no te vayas –me dice tranquilo y su aliento me rosa una vez más la mejilla desde arriba. Doy un paso hacia atrás, alejándome de la que debía ser la lámpara, aunque no pueda verla bien. Al cabo de un instante, suspira aliviado y me alejo hasta que me choco con la puerta de la escalera. Sujeto el picaporte por detrás de mi espalda. Incluso aunque estemos en paredes opuestas de la habitación, estamos cerca.

–Por favor, mi cielo –dice con más urgencia.

–¿Qué quieres? –pregunto entre dientes–. ¿Quién eres?

–¿Quién soy? –pregunta el intruso lentamente, sin sonar alterado–. Ah, creo que ya lo sabes, Rhea Ravenna.

Pronuncia mi nombre como un hechizo, como una maldición. Vacío mis pulmones, exhalo.

–¿Te conozco?

–Ah, sí –se detiene–. Y no. Sí y no.

–Bueno –digo y Gabrielle gruñe–. ¿Qué está pasando?

Empieza a reír: rabioso, cautivado, un sonido que deambula entre una elegía y un aleluya.

–Ya nos vimos miles de veces antes, tú y yo. Pero no creo que lo recuerdes.

Por supuesto que no lo recuerdo –grito–. No eres…

Real. Iba a decir real.

Porque es un sueño; tiene que serlo. Él era el que estaba respirando al otro lado de la puerta. Pero…

Pero su mano caliente en mi muñeca. Su voz aguda y punzante. Su aroma, leve pero presente, en el aire estancado y pesado: una manzana fresca arrancada de la copa de un árbol.

–¿Cómo entraste aquí? –sujeto el picaporte, lista para salir corriendo en cualquier momento.

–¿No se te ocurre pensar –comienza a decir el niño–, que ya estaba aquí cuando entraste?

Niego con la cabeza, pero ya es demasiado tarde cuando comprendo que él tampoco me puede ver.

–El cuarto estaba vacío.

–¿En serio?

–No había nadie –digo, aunque mi respiración queda atrapada en la última palabra. Otro gruñido se forma en la garganta de Gabrielle.

–¿Estás segura? ¿Buscabas a alguien?

Me llevo una mano hacia el rostro con las mejillas sonrojadas. Podría marcharme, podría irme corriendo. ¿Me atraparía? ¿Me seguiría?

–Bueno, está claro que no te estaba buscando a ti –digo después de algunos segundos–. Ni siquiera te conozco.

–Antes sí –dice–. Pero ahora ya no.

–¿En dónde estás? –parpadeo rápido, pero sigue muy oscuro, tal como yo quería–. ¿Qué estás haciendo?

–Estoy sentado sobre el aparador, si quieres saberlo, con las piernas cruzadas y los codos sobre mis rodillas. Tengo la barbilla inclinada unos, mmm, digamos, quince grados…

–Basta. Deja de hablar, por favor.

Me hace caso, pero en el silencio parece esbozar una sonrisa. Puedo sentirla, como dientes de acero que atraviesan mi corazón.

La Oscuridad. Eso es lo que creo que es. Una sombra hambrienta en un esqueleto de vidrio negro con una sonrisa cristalina.

–¿Eres un fantasma? –le pregunto a la Oscuridad sonriente.

–No –responde–. No soy un fantasma.

–Entonces, ¿qué eres?

Su sonrisa destella y crece, puedo sentirla más que verla.

–Creo que lo sabes, Rhea Ravenna.

–¿Cómo sabes mi nombre? –le pregunto con un tono inquisidor–. ¿Y cuál es el tuyo de todos modos?

–Tus huesos temblaron y suspiraron mi nombre anoche, cuando finalmente abriste la puerta del ático –empieza a hablar más bajo, por lo que tengo que acercarme para escucharlo bien–. Escúchalos. Dile a tu corazón que se calle. Silencia tu respiración. Solo por unos segundos. Solo para que puedas escuchar. Tus huesos lo saben, aunque tu mente no.

–¿Qué saben? –pregunto, girando el picaporte–. Abriré esta puerta y dejaré que entre la luz para asegurarme de que no estoy hablando con un fantasma.

–¡No! –oigo sus pies caer en el suelo. Luego, más suave, agrega–: Si haces eso, no me volverás a ver nunca más. Te lo juro, no me volverás a ver nunca más.

–Quizá no quiera volver a verte –esbozo una sonrisa triunfante al ganar la delantera. Inflo el pecho, incluso aunque no pueda verme. De todos modos, estoy bastante segura de que puede sentir mis movimientos del mismo modo que yo lo siento a él–. Quizá con una vez ya sea suficiente.

–Por favor.

Vacilo por un momento, aunque que no debería. Me detengo y no abro la puerta. El chico, esta Oscuridad, no es más que una inoculación que me llena las venas de miedo y fascinación. Gabrielle frota su cabeza contra mi barbilla, avisándome que quiere irse, correr, esconderse.

–Si no te molesta –le digo con el que espero sea un tono imperioso, pero racional–. Me gustaría irme a dormir ahora.

–Como gustes –dice la Oscuridad, relajando la tensión en su voz–. No me molesta para nada.

–No me entiendes, quiero que te marches. Ahora, por favor. O voy a abrir esta puerta y no podrás detenerme.

El aire tiembla. El silencio nos traga por completo y luego nos escupe.

–Está bien –dice finalmente–. De todas formas, las sombras no duermen –con un tono de voz mucho más bajo, agrega–: Y los sueños, bueno… te ocurren siempre cuando estás despierta, ¿verdad?

Se oye un suspiro, una exhalación larga. Una brisa pegajosa roza mis mejillas, mi cabello. El chico, de algún modo, supuestamente, se va de la habitación. Espero, inmóvil.

¿En verdad se ha ido?

No. Entierro mis uñas en la carne sudada de mis palmas.

Aún puedo oírlo, olerlo, sentirlo. La Oscuridad.

Sonriendo.

Respirando.

Lentamente.

Junto a mi almohada y mi zorra y abro la puerta de golpe, pero aún está muy oscuro. Con Gabrielle a mi lado, bajo por las escaleras hacia un claro de luz tenue en el pasillo. De pronto, no puedo tolerar más la idea de dormir en esta casa, por lo que me aferro a mi almohada con más fuerza y camino por el corredor hacia la escalera principal por donde bajo hacia la planta baja. Una vez allí, busco una vieja bolsa de dormir que tenemos guardada en el armario de los abrigos. En puntillas de pie, me escabullo por el vestíbulo y salgo por la puerta del frente. Cruzo la carretera descalza y me voy lejos, lejos, lejos de la casa y la habitación habitada, infectada y contaminada por la Oscuridad, lo suficientemente lejos en la playa, donde esa cosa, él, no pueda atraparme. Y eso es lo que me digo. Aquí afuera estoy a salvo.

Por un largo rato, me quedo acostada boca abajo en mi bolsa de dormir sobre una montaña suave de arena con los codos extendidos sobre la almohada y las manos debajo de mi barbilla. Gabrielle descasa sobre mi cuello y ambas quedamos de cara al ático sin ventanas. Alertas, expectantes, listas para cazar al cazador.

De pronto, aparece un coche por la carretera e ilumina todo con sus luces fluorescentes espectrales, pero no a nosotras. Me quedo mirando a la casa, una caja blanca de dos pisos con persianas verdes, macetas de geranios que manchan de rojo sangre el porche y un buzón torcido con una bandera roja rota que apunta hacia el suelo. Por un momento, en un abrir y cerrar de ojos, las paredes parecen retazos de piel que se sacuden al viento cálido del verano como ropa en una soga.

Luego de un minuto, una hora, una vida entera o diez, volteo. Salvo por algunas estrellas perdidas que parecen pústulas y las verrugas de la luna menguante, el cielo está oscuro. Pero es una oscuridad común, una que no habla. Ni respira.

Mi único deseo ahora es dormir. O quizá no precisamente dormir, sino despertarme: el reinicio natural de una noche sólida de descanso seguida de la luz fresca del sol sobre mi pijama suave de algodón y un desayuno caliente. Si tan solo pudiera dormir, creo que todo estaría bien. La Oscuridad, quizá, ya se haya ido para ese entonces. Quizá me despierte riendo de esta pesadilla.

Quizá.

Cierro los ojos y repito una plegaria, una súplica: no tengo miedo.

No tengo miedo.

No tengo miedo.

En el bosque

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