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4 En la oscuridad

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Una colonia de gaviotas desveladas grazna sobre mí, sobrevolándome con sus plumas blancas brillantes bajo la luz de un sol que parece estar en todas partes: arriba, abajo, en la carretera, en la piel ondulante del mar.

¿Era real la Oscuridad? Si vuelvo al ático, ¿la volveré a encontrar allí?

Gabrielle se pone de pie, arquea su espalda y se recuesta nuevamente sobre mi almohada. Giro la cabeza hacia un lado y casi grito cuando veo otro cuerpo envuelto en una sábana sobre la arena. Está mirando hacia otro lado y su cabello dorado yace disperso sobre una almohada rosada. Algunos granos de arena manchan una de sus mejillas y la punta de su nariz.

Rose.

Exhalo, aliviada. Levanto la mano para cubrirme los ojos y una mujer que pasa corriendo por la carretera confunde el gesto con un saludo. Levanta la mano y me saluda, mientras su cabello largo y castaño recogido en una coleta se mueve de un lado a otro sobre su cabeza, acompañado por el vaivén del cable de sus audífonos conectados a un aparato en su brazo. El viento parece arrancarle todo el cabello y, por un momento, se ve calva; su cuero cabelludo brilla como un segundo sol.

Salgo de mi bolsa de dormir y me acuesto de espaldas con las manos por detrás de mi cabeza. Gabrielle también se levanta y deja a la vista el pelaje aplastado de su hocico. Cuando me mira, veo que tiene las pupilas contraídas.

La siente primero, una milésima de segundo antes que yo: una brisa fresca que sube por mi espalda hacia mi nuca. No, una brisa no. Una respiración.

Está aquí, pienso.

No, no puede ser.

Pero tiene que serlo. En algún lugar, al otro lado de toda esa luz. Quita al sol del cielo como la costra de una herida y allí la encontrarás. La Oscuridad, la noche.

–¿Ree? –dice Rose, girando, y luego se levanta, con las sábanas alrededor de su cintura, dejando al descubierto una camiseta roja arrugada con el cuello estirado. Luego de bostezar por un largo rato y de estirar los brazos, esboza una sonrisa–. Buen día. ¿Cómo dormiste?

Me encojo de hombros.

–Como siempre.

–¿En serio? –dice, acercando su hombro al mío–. ¿No pasaste la mejor noche de tu vida aquí afuera junto al mar y bajo las estrellas?

Pretendo mirar en todas direcciones, buscando algo.

–¿Qué estrellas? –señalo al sol–. ¡Ah, espera, ahí hay una!

Ríe y me guiña el ojo.

–Supongo que estamos demasiado cerca de la ciudad como para ver muchas por la noche. Pero el mar… el mar es lindo.

Rose acaricia a Gabrielle detrás de las orejas y cierra los ojos agradecida. Nos quedamos sentadas en silencio por un momento, cómodas. Luego de un rato, la miro y le pregunto.

–¿Cómo supiste que estaba aquí?

–Te escuché bajar corriendo del ático. No viniste a la cama y no estabas en el sofá –saca un elástico de su muñeca, inclina la cabeza hacia adelante y se ata el cabello–. Me asusté, pero después vi que el armario estaba abierto y faltaba la bolsa de dormir. Pensé en Renata y sus escondites y te encontré –levanta la cabeza, pero no me mira a mí, sino al mar–. No quería que estuvieras sola.

Gabrielle se sienta, completamente alerta, y una vez más siento el aluvión de miedo que se había apoderado de nosotras cuando supimos, por primera vez, que la oscuridad del ático respiraba, que estaba viva.

–¿Recuerdas cuando me dijiste –empiezo, eligiendo las palabras con cuidado–, que la belleza necesita luz para existir y las cosas feas no? ¿Cómo los colores y eso?

Asiente y se frota un ojo.

–Bueno –bajo la mirada hacia mis uñas mordidas que ningún esmalte puede salvar. Luego de unos segundos, lo digo–. ¿Qué tal si te digo que hay un chico en el ático? ¿Y que dice conocerme, aunque yo no sepa quién es? ¿Y que no sé de dónde salió ni cómo llegó allí?

Lo único que quiero es que me diga que no existen las cosas feas o los monstruos, que solo existen en metáforas y en la mente. Incluso, en sueños lejanos, fuera de nuestro alcance, fuera de la vista. Intangibles.

Pero…

No dice nada.

No dice nada y siento que no puedo aguantar la respiración por mucho más tiempo. Le toco la mejilla con un dedo y noto que su piel pálida está fría.

–¿Qué dices de eso? Si fuera verdad.

–Diría que suena un poco sospechoso.

Volteamos al oír a Raisa, quien se estaba acercando tan sigilosamente que ninguna la escuchó. Lleva unos pantalones cortos y un bikini a juego con su cabello azul peinado con dos colas de caballo. Con los ojos entrecerrados detrás de sus gafas rosadas, se sienta a mi lado y estira las piernas hacia adelante.

Al cabo de un rato, Renata se acerca saltando con un atuendo parecido, pero con un traje de baño amarillo de una pieza y un sombrero de ala ancha sobre sus risos castaños sueltos. Esboza una sonrisa y se acuesta boca abajo en la arena.

–Ehm, ¿qué tanto escucharon? –les pregunto y me sonrojo ante la idea de que seguramente escucharon algo de lo que le acabo de contar a Rose.

–Ah, todo –dice Renata con un tono burlón, mientras dibuja sus iniciales en la arena con la punta de su dedo, ignorando por completo mi vergüenza–. Se te escucha por toda la playa.

–No puedo creer que hayan dormido aquí afuera –dice Raisa, abriendo los ojos bien grandes mientras flexiona sus pies descalzos–. Deberían haber dejado una nota por lo menos. Mamá y papá estaban muy preocupados hasta que las vieron por la ventana. O sea, ¿tienen una idea de todas las desgracias horribles que le pueden pasar a una mujer sola? Ladrones, asesinos, porquería de ave en la cabeza, activistas por los derechos de los hombres…

En ese instante, cinco chicos con pantalones cortos aparecen en sus bicicletas. Los reconozco enseguida. El que está al frente tiene cabello largo y castaño, y lleva un gorro de béisbol. Se detiene y el resto hace lo mismo, y se nos quedan mirando.

–Amigos, miren. ¡Son las Locas Ravennas! ¿Cómo les va hoy, señoritas? ¿Hay lugar para que las acompañemos en su fiesta de té alocada?

Raisa bufa y les levanta el dedo del medio, y luego voltea hacia nosotras como si estuviera diciendo, “¿Ven? Desgracias horribles”.

Tengo la reputación de ser una especie de bicho raro entre mis pares. Ya sea por escapar de buzones vivos mientras grito o por quedarme mirando fijo a la gente cuando mis visiones les crean pico en lugar de boca. Sin mencionar el hecho de que tengo una zorra como mascota. Mis hermanas me defienden siempre que pueden, pero todos los chicos del pueblo se burlan de nosotras. Creen que tenemos secretos y quizá sí los tengamos. Secretos que ni siquiera nosotras conocemos y que están encerrados en los rincones más desesperados de nuestros corazones, envueltos a nuestras almas. Secretos jugosos. Esa es la palabra que usa la gente: jugosos.

Pero pienso, en especial luego de mi encuentro con la Oscuridad, que, si tenemos secretos, no son para nada jugosos. Sino más bien sangrientos.

–Aw, solo estoy bromeando –le dice a Raisa, los demás ríen disimuladamente.

–Cierra la boca, Brett –dice Raisa–. Esta fiesta es muy exclusiva. Solo para brujas.

–Vamos, muchachos –dice otro y se encoge de hombros–. Larguémonos de aquí antes de que invoquen a algún demonio o algo que nos coma.

–¿Quién dijo algo de invocar a un demonio? –grito, antes de que Raisa les conteste–. Somos muy capaces de comérnoslos nosotras mismas.

Brett ríe, llevando su cabeza hacia atrás y haciendo que los músculos de su estómago bronceado se tensen. Coloca los pies nuevamente sobre los pedales de su bicicleta.

–Oigan, tengan un buen día. Nos vemos.

–Sí, diviértanse con su sesión espiritista o lo que sea que estén haciendo –agrega otro–. Mándenles saludos a los fantasmas.

De inmediato, pienso: Nosotras somos los fantasmas.

No sé qué quiero decir con eso, pero creo que es verdad.

Sin dejar de reír disimuladamente, los niños se marchan en sus bicicletas. El lugar queda en silencio una vez más, o lo más silencioso que pueda estar, con las olas repetitivas sobre la orilla y las ráfagas de viento cálido.

Raisa mastica una punta de su cola de caballo, mientras mira a los niños marcharse.

–Bueno –dice, eventualmente–, ¿qué decías? ¿Algo sobre un niño en el ático? No pudo ser uno de esos idiotas. Son demasiado estúpidos como para conquistar a una chica, mucho menos para abrir una puerta cerrada.

De repente, todo se siente seco: mi boca, mi piel, mis ojos. La arena, la brisa, el cielo. No esperaba que me interrogaran cuando nombré a la Oscuridad; solo quería que Rose dijera que no era real, que me quedé dormida sin darme cuenta y eso sería todo. Así podría dejarlo todo de lado, olvidarlo, y terminar con todo esto de una vez. Pero eso no pasó y ahora mi balanza interna cae completamente hacia un lado.

–No sé qué fue –digo.

–¿Era lindo por lo menos?

Levanto un poco de arena y la dejo caer sobre mis rodillas, mis piernas y empiezo a enterrarme viva.

–No le vi la cara.

Renata también agarra un poco de arena y la suelta sobre mis pantorrillas, ayudándome sin prestar mucha atención.

–Ah, seguro vino a besarte.

–Bueno, por supuesto –dice Raisa, inclinando la cabeza para que Renata no pueda ver que pone los ojos en blanco–. ¿Rose? ¿Tú qué opinas?

Me sonrojo levemente al oír lo del beso y la idea de besarlo a él en particular. ¿Será como besar a un fantasma, a una sombra? ¿Sentiría siquiera sus labios?

Pero luego recuerdo su mano, su mano cálida, real.

Me concentro en Rose, mientras la arena cae entre mis dedos. Se lleva un pulgar a la boca y muerde la piel de sus uñas en silencio.

–No, Ren, estaba muy oscuro y no quería que encendiera la luz –entierro mis manos en la arena caliente para que dejen de temblar–. Esa cosa… él… era muy aterradora. Aterradora y… bueno, dijo que me conocía. Dijo que ya nos habíamos visto antes.

Raisa estira los brazos sobre su cabeza.

–Y bien, ¿por qué no lo buscas? –se encoge de hombros, como si fuera algo sencillo. Se pone de pie y se acerca saltando hacia la calle, sin molestarse en mirar hacia atrás para ver si la seguimos.

Gabrielle se pone de pie al igual que yo y me dispongo a levantar mi bolsa de dormir y mi almohada.

–¡No! –grito, corriendo tras Raisa como si estuviera en cámara lenta, mientras la arena me quema los talones y los dedos de los pies. Por el rabillo de mi ojo, veo que Rose levanta sus sábanas y me sigue, Renata por detrás. Raisa se detiene al otro lado de la carretera, esperándome.

–¿Qué tal si es peligroso? –pregunto, respirando con dificultad, deteniéndome–. ¿Qué tal si…?

–Los sueños no pueden hacerte daño, Ree –me dice Raisa y sacude la cabeza de lado a lado. Estira la mano y toma la almohada que llevo entre mis brazos–. Los sueños no son peligrosos. Y estoy segura de que eso es este niño sin rostro. Solo un sueño tonto.

Esto era exactamente lo que quería que dijera Rose.

Pero…

No me siento mejor y no entiendo por qué.

Sujeto con más fuerza mi bolsa de dormir sobre mi pecho y trago saliva, pasando el peso de uno de mis pies hacia el otro, sintiendo la arena por todas partes. Creo que, de hecho, se equivoca: algunos sueños son peligrosos, aquellos que intentamos olvidar con todas nuestras fuerzas porque después se tornan filosos y sombríos, y emergen desde lo más profundo de tu garganta.

–Igualmente, quiero verlo –dice Raisa mientras el resto se acerca–. Vamos, ¿está bien?

–Espera…

Y una vez más, se va saltando, por lo que ya está a mitad de camino de la casa cuando termino de quejarme. Renata se encoge de hombros y esboza una especie de sonrisa, y Rose se queda en silencio. ¿Por qué no dice nada? Corremos en puntillas de pie sobre el pavimento ardiente y luego sobre el césped húmedo del jardín que nos moja nuestros pies sucios. A un lado, el jardín de mamá exhibe su colección ecléctica de las primeras flores del verano: hortensias coloridas como lunas rosadas; peonías descoloridas por el sol; lirios de temporada con lenguas violetas; y caléndulas de un naranja fuego cremoso.

Intento ignorar que las paredes de la casa erizan como piel fría cuando entramos por el porche. Mantengo la puerta abierta para Gabrielle y arrojo mi bolsa de dormir hacia el sofá antes de acercarme corriendo a Raisa.

–¡Niñas, hice wafles! –grita mamá cuando pasamos por la cocina. Está parada orgullosa frente a la waflera en la isla del centro con una espátula en la mano. Un tazón casi vacío con restos de la mezcla descansa junto a una botella de jarabe de maple y un plato con una pila de wafles dorados. A un lado hay otra bandeja con una pila más pequeña de tiras de tocino bastante chamuscadas. El aroma a azúcar y carne quemada se mezclan en el aire–. Hay fresas frescas en el refrigerador para ti, Rose. El tocino está crujiente, Ree, como a ti te gusta.

–Por crujiente –agrega papá, quien se encuentra sentado en la mesa de la cocina con un crucigrama y una taza de café–, se refiere a quemado.

–No –dice mamá–. Crujiente. Super extracrujiente.

–Claro, eso dije, quemado –agrega papá y mamá hace un gesto como si le pegara en la cabeza con la espátula.

–Ah –me detengo en el arco junto a Rose–, suena gen…

–¡Ya volvemos! –interrumpe Raisa a los pies de la escalera, fuera de la vista de mamá y papá–. Estamos en medio de una misión muy importante que no puede esperar.

–Bueno, está bien –dice mamá, justo cuando papá gira en la silla y golpea la espátula de mamá con su pluma. Ella ríe e intenta golpearlo una vez más, pero esta vez de verdad. Papá la bloquea y levanta una cuchara de la mesa con la otra mano, mientras se pone de pie con la rodilla doblada. Quiero seguir mirando, pero estoy indecisa, al igual que Renata, quien aplaude y salta mientras los observa como toda una espectadora entusiasta. Sin detener el duelo en la cocina, mamá agrega–. Solo calienten un poco los wafles en el microondas cuando terminen con su misión, ¿está bien? Su padre y yo iremos de compras en un rato.

–Está bien –murmura Rose, pero no creo que la hayan escuchado. Me sujeta de la muñeca y dejamos a mamá y papá con la alegría de su duelo.

–¿Qué están haciendo? –pregunta Raisa, con las cejas levantadas y una pierna en el tercer escalón.

–Duelo de espada –le explico.

–Son tan raros.

–Son tiernos –dice Renata, riendo entre dientes.

Avanzamos por el pasillo del primer piso, todas en silencio hasta que Raisa se detiene.

–¡Aquí estamos! –dice como una guía de turismo, deteniéndose con un pie sobre el primer escalón–. ¡La tierra de las sombras del niño invisible! Ahora, damas y caballeras, por favor, mantengan sus brazos y piernas cerca del cuerpo en todo momento. Estos niños salvajes son feroces y se los conoce por devorar todo que tenga carne y sea una mujer. ¿Están listas? –sonríe y asentimos–. ¡Síganme!

Rose me sujeta de los hombros a medida que comenzamos el ascenso corto, como si fuéramos un grupo de niñas que hacen el trencito para no perderse. Tiene las manos frías, como siempre. Pongo las manos sobre los hombros de Raisa, pero resopla y me las quita. Renata viene última, pero no volteo para ver si sujeta a Rose como ella me sujeta a mí.

Aguanto la respiración. Hasta que duele. Hasta que arde. No exhalo hasta el último minuto, ese momento previo al desmayo absoluto. Y así entramos al ático que está iluminado solo por una pequeña luz que proviene de la escalera. Raisa desliza sus pies sobre la madera crujiente, buscando la lámpara a tientas.

–¿Hola? –pregunta y, casi de inmediato, maldice. Al parecer se golpeó el dedo gordo del pie con una de las patas de la cama, lo único con lo que alguien podría golpearse, vaya suerte la suya–. Venimos en paz, ¿okey? Queremos saber por qué estás aquí en nuestro viejo… –de pronto, la lámpara se enciende y la pequeña habitación se llena de luz–, ático.

Con los ojos entrecerrados, miramos a nuestro alrededor. No hay nadie más que nosotras.

Renata se agacha para mirar debajo de la cama y no encuentra nada, por lo que se levanta y se encoge de hombros.

–Bueno, ese es el único escondite aquí.

–Tienes que apagar la luz –digo y Gabrielle se frota sobre mi pantorrilla–. Tiene que estar completamente a oscuras.

Raisa inclina la cabeza hacia un lado, cierra un ojo y me mira, como si me fuera a entender mejor si me mirara desde otro ángulo, desde una perspectiva torcida.

–Pero entonces, ¿cómo lo veríamos, genia?

–No podríamos –susurra Rose por detrás de mi espalda.

–No quiere que lo veamos –digo–. No creo… O sea, no creo que exista en la luz. Sé que puede parecer una locura, pero allí es en donde está. Eso es lo que es –me corrijo de inmediato.

–Okey, está bien –dice Raisa y, si bien presiona sus labios con escepticismo, obedece y apaga la luz. Rose suelta mis hombros y la tomo de las manos por detrás de mi espalda. Con los dedos entrelazados, siento su pulso a un lado de sus nudillos. Se siente algo irregular, rápido al principio y lento al cabo de un rato, suave, fuerte, una y otra vez. Y casi en perfecta sincronía con el mío.

Esperamos.

Cuatro chicas y una zorra en medio de la oscuridad.

Siento una especie de cosquilleo en mi cabeza, como si me hubieran arrancado un cabello, pero gradualmente se convierte en una sensación más agradable. Es como si alguien me estuviera haciendo una trenza con sus dedos, como el hilo en un carrete, vuelta tras vuelta, sin parar.

Lentamente.

Sutilmente.

En la oscuridad.

–¿Rose? –susurro–. ¿Me estás…?

Pero sus manos aún están sujetas a las mías y, por lo que sé, Raisa y Renata aún están al otro lado de la habitación cerca de la lámpara, la cama de por medio.

–Tengo… que… irme –giro y me choco con Rose, quien se tropieza hacia atrás, pero no se cae. De algún modo, a pesar de la oscuridad, extiende la mano y me sujeta por la muñeca, y me lleva hacia la escalera con ella. Siento las uñas de Gabrielle raspando el suelo de madera por detrás. Últimas, vienen Renata y Raisa, quienes bajan a toda prisa respirando con dificultad. Cuando estamos todas en el pasillo, nos quedamos mirándonos atónitas.

–Okey –dice Raisa, encorvada hacia adelante con las manos sobre sus rodillas y sus colas de caballo hacia adelante–. ¿Qué fue lo que te asustó tanto? ¡No había nada!

–Tú… ¡Tú también te asustaste! –digo. La mano calma de Rose aún está aferrada con fuerza a mi muñeca.

–¡Pero solo porque tú te asustaste primero! me asustaste más que nada –se endereza–. ¿Qué piensas, Rosi?

Pero Rose no dice nada, simplemente se queda mirando fijo por detrás de mi hombro izquierdo. Hacia el ático. Siento un cosquilleo en la cabeza. Exactamente allí, sobre mi oreja derecha y en ningún otro lugar.

–¿Rose? –digo rápido y alterna su mirada entre nosotras dos. Finalmente, se encoge de hombros, voltea y se marcha a toda prisa hacia nuestra habitación.

–Yo no me asusté –murmura Renata, con los ojos vidriosos–. Pero definitivamente había algo allí.

No estoy segura de qué hacer con todo esto; miro a Raisa y sonríe con satisfacción. Dividida entre pedirle a Renata que se explaye más y entender la razón por la que Rose se marchó, eventualmente me encojo de hombros y sigo a Rose hacia nuestro cuarto. La encuentro sentada al borde de mi cama con la cabeza baja. Por un largo rato, no se mueve y, cuando estoy por acercarme para asegurarme de que aún respira, levanta la cabeza. Sonríe y luce como si no tuviera miedo de nada, en toda su vida, mucho menos de lo que acecha en la oscuridad del ático.

–Rhea –dice con firmeza–. No te preocupes.

Así su exterior fresco y dorado empieza a ondular, su fachada inmaculada empieza a ser un mero espejismo y la veo como algo más, como algo espectral y suave, algo terrible que en cualquier momento se puede desgarrar: su piel se derrite como plata fundida y cae por su esqueleto como gotas de estrellas.

En un abrir y cerrar de ojos, la entropía más elegante que jamás haya visto termina.

Inconsciente de mi visión, se acerca a mí. Me abraza, pasando sus brazos por debajo de los míos sobre mis costillas. Sus manos forman un puño por detrás y presionan mi columna.

–La belleza es venenosa para los monstruos –dice sin soltarme. Recuesto mi cabeza sobre su hombro–. Aman la belleza, la codician, pero no pueden tenerla. Así que, como verás, estás a salvo de cualquier peligro. Estás a salvo, Rhea. De verdad.

Me suelta y da un paso hacia atrás. Intento sonreír, pero no puedo y mantengo una expresión de confusión tensa. Empiezo a sentir un gran ardor en mi cabeza, como si mil dientes pequeños estuvieran atravesando mi cráneo.

Pero, a pesar de la incomodidad, llego a la conclusión de que tiene razón. La Oscuridad tiene que ser un sueño. No, más que eso: una pesadilla. Porque no puedo pensar en nada más aterrador que un sueño como este, uno que solo está en tu corazón y no puede hacerte daño. Hasta que, de repente, extiende una mano y te toca.

En el bosque

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