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ОглавлениеTRAS LAS HUELLAS DEL NÚCLEO
Marie Curie (1867-1934) nació en Varsovia, en el seno de una familia de profesores. Su vivo interés por la ciencia y las matemáticas hicieron que Marie tuviera una intensa ambición y el perseverante impulso a estudiar y a hacerlo con brillantez. En aquella época, a las mujeres no les estaba permitido estudiar en las universidades de su Polonia natal. Marie trabajó como institutriz y, con los escasos ahorros de su trabajo, ayudó a su hermana mayor para que emigrara a Francia y estudiara medicina en la Sorbona. Después de que su hermana terminara la licenciatura y se casara, Marie, a su vez, se trasladó a París y reanudó sus estudios en la Sorbona a la edad de veinticuatro años; más tarde contrajo matrimonio con un compañero de curso, Pierre Curie, con quien trabajó en el laboratorio de un ilustre físico francés. En 1896, los esposos Curie se enteraron de la investigación que Henri Becquerel estaba llevando a cabo y decidieron estudiar el nuevo fenómeno de la radiactividad. Becquerel era a la sazón un científico célebre, muy respetado por los físicos de la comunidad científica parisina. En aquella época, Marie estaba buscando un tema en el que centrar su tesis doctoral de física mientras se recuperaba del nacimiento de su primera hija, Irène. Pierre le propuso que el tema para la tesis podía ser la medición exacta de los misteriosos rayos que emitían las sales de uranio con las que Becquerel había trabajado y que aún no habían sido estudiados desde un punto de vista cuantitativo. Marie se puso a trabajar y consiguió sales de uranio de la misma clase que las que había utilizado Becquerel. Los primeros resultados que obtuvo confirmaron las observaciones de Becquerel según las cuales la intensidad de la radiación producida por las sales era proporcional a la concentración de uranio en el compuesto.
Alentada por el rápido desenlace de su primera incursión en este campo de investigación, Marie decidió trabajar con minerales de uranio y no con sales, suponiendo que podía avanzar mucho más si utilizaba el compuesto natural no tratado. De este modo centró su atención en la pechblenda de Joachimsthal que Martin Klaproth había investigado. Después de trabajar con una pequeña cantidad de pechblenda, Marie descubrió, para su sorpresa, que la emisión de rayos de este mineral era mucho más intensa de lo que era de esperar por su limitado contenido de uranio. Se sentía desconcertada: algo extraño hacía que hubiera una diferencia entre las mediciones que habían sido obtenidas del mineral en bruto y las que procedían de las sales de uranio puro. Y si bien trató de comprender lo que sucedía, un experimento tras otro fracasaban en el intento de dar con una razón que lo explicara. La frustración y el enojo de no poder averiguar el motivo de que hubiera aquella diferencia en los niveles de radiación acabaron por hacer mella en Marie.
Cuando ya estaba a punto de renunciar a aquella búsqueda y abandonar por completo la investigación de la radiación, de repente llegó a una asombrosa conclusión: el aumento en los niveles de radiactividad se debía a pequeñas cantidades de otro elemento, aún no conocido, que se hallaba contenido en la pechblenda y que era más radiactivo que el uranio. Pero Marie tenía que demostrar primero esta audaz afirmación.
Marie pidió a su esposo que la ayudara a aportar pruebas experimentales de lo que a su entender era la causa de que los niveles de radiación fueran mayores. Después de muchas semanas dedicadas a refinar y extraer compuestos químicos del mineral en bruto, Pierre y Marie identificaron, en 1898, una minúscula cantidad de un elemento radiactivo completamente nuevo, al que dieron el nombre de «polonio», en recuerdo del país natal de Marie. Con la ayuda de un químico, Gustave Bémont, el matrimonio Curie prosiguió con su paciente trabajo y aquel mismo año descubrió en el mineral un segundo nuevo elemento, que era aún más radiactivo que el polonio. Este nuevo elemento era el radio. Se dieron cuenta de que el radio era extremadamente escaso y de que, para extraer cantidades mensurables del mismo, necesitarían tratar una tonelada completa de pechblenda. Los Curie escribieron entonces a la Academia de Ciencias de Viena para pedirles que les mandaran residuos sobrantes de la extracción de uranio en Joachimsthal.
Al cabo de unas pocas semanas, llegaba a la Facultad de Física y Química de la Universidad de París un gran carro tirado por caballos. Luego se procedió a descargar la tonelada de sacos cargados con residuos de un color pardo entremezclados con rocas y ramas de árboles. Aquel fue solo el primero de aquellos cargamentos de residuos radiactivos y cabe preguntarse cómo procedieron, años después, los franceses a limpiar la radiactividad residual en el sector central de la orilla izquierda del Sena. De hecho, el daño causado por la radiación era ya patente. Marie tenía los dedos quemados a causa de la radiación y nunca se le llegaron a curar del todo. Habida cuenta que todo lo relacionado con la radiación era aún nuevo y todavía no se había alcanzado una comprensión cabal acerca de ella, los esposos Curie no tuvieron predecesores que pudiesen alertarles sobre los peligros que entrañaba la radiación. Marie, que trabajó con las manos desnudas y no tomó precauciones, murió finalmente aquejada de una leucemia.
Hubo que hacer los preparativos necesarios para almacenar bajo tierra la pechblenda en el sótano del laboratorio. Después de trabajar mucho el mineral en bruto y gracias al uso de una potente técnica de refinado que habían perfeccionado, los esposos Curie lograron extraer una minúscula cantidad de radio —del orden de un décima parte de gramo— que, no obstante, se podía medir. Aquel fue, sin duda, un extraordinario paso adelante, pero ahora lo que necesitaban saber era la relación que existía entre el uranio —el principal elemento en toda una tonelada completa de pechblenda— y la minúscula cantidad de elementos recién descubiertos. Pierre y Marie estaban eufóricos por el hecho de haber resuelto un misterio importante de la ciencia; a saber, cuáles eran las fuentes y la naturaleza de la radiactividad, y en abril de 1898 publicaron sus resultados. A partir de entonces pasaron a ser considerados los principales expertos mundiales en radiactividad. En 1903, junto con Henri Becquerel, Pierre y Marie Curie recibieron el Premio Nobel de Física por su descubrimiento de la radiactividad.
El mismo año en que Pierre y Marie identificaron la existencia de pequeñas cantidades de radio en su laboratorio de París, el físico británico J.-J. Thomson (1856-1940) descubrió el electrón —una partícula presente en el átomo que tiene carga negativa— al observar que un rayo que había generado en un tubo catódico (un tubo de vidrio en cuyo interior se ha hecho casi el vacío) desviaba su trayectoria al pasar por un campo magnético, un hecho que indicaba que las partículas integrantes del rayo poseían cargas eléctricas negativas. Thomson demostró que el átomo contenía elementos positivos (protones) y negativos (electrones). El átomo no era ya la unidad más pequeña de materia. Para entender mejor la estructura del átomo, equipos de investigación diseminados por todo el mundo empezaron a realizar diversos experimentos. Los componentes neutros del átomo, los neutrones, fueron descubiertos tres décadas después. En 1906, Thomson fue galardonado con el Premio Nobel de Física por haber descubierto el electrón. La carrera había empezado y científicos de todo el mundo trataban de descubrir más secretos acerca de los componentes básicos de la materia. Y la pregunta que traía a todos ocupados era saber de qué estaba hecha la materia.
Thomson tuvo un estudiante brillante, un físico nacido en Nueva Zelanda que se llamaba Ernest Rutherford (1871-1937). Después de trasladarse a Canadá, Rutherford quiso proseguir la emocionante investigación de su antiguo profesor y conocer más a fondo la estructura del átomo. El grupo británico en el que trabajaba en la Universidad McGill de Montreal trató de determinar si el polonio y el radio, descubiertos en la pechblenda por Pierre y Marie Curie, se hallaban vinculados de algún modo al uranio por un proceso que ocurría en el interior del átomo de uranio. El trabajo que realizó en esa universidad Rutherford demostró que los rayos alfa producidos por la desintegración radiactiva estaban formados por iones de helio cargados positivamente (los núcleos de los átomos de helio). Rutherford llegó a esta conclusión después de colocar los elementos radiactivos que emitían las partículas alfa cerca de tubos en los que se había hecho el vacío y en cuyo interior no había nada. Al cabo de un rato, procedió a analizar los contenidos de aquellos tubos y descubrió que en el interior del tubo había helio. La única manera en que algo así podía haber ocurrido era que la radiación que había penetrado en aquel tubo sometido al vacío estuviera formada por iones de helio cargados positivamente, los cuales —al entrar en el interior del tubo sometido al vacío— capturaban electrones de la superficie del vidrio y, al hacerlo, se convertían en átomos de helio. Por este destacado trabajo que ampliaba nuestro conocimiento acerca de la naturaleza de la radiación alfa, Rutherford fue galardonado en 1908 con el Premio Nobel de Química.[9]
Rutherford aceptó un puesto docente en la Universidad de Manchester, cuyos laboratorios de física rivalizaban con los que J.-J. Thomson tenía en Cambridge. Rutherford prosiguió con renovado ahínco su trabajo e ideó experimentos para explorar más a fondo la naturaleza del átomo. En aquella época todavía se pensaba que el átomo era como una bola uniforme de materia en la que se hallaban incrustadas las partículas positivas y negativas. Pero Rutherford quería ver qué sucedía cuando partículas alfa —cuya existencia él mismo había descubierto— bombardeaban un átomo; sobre todo de lo que se trataba era de saber si las partículas alfa acabarían siendo desviadas por los átomos bombardeados. La idea que subyacía a los experimentos de Rutherford era, en cierto modo, como jugar al billar a oscuras. Se le da a la bola embocada y se mira a ver si le da a algo; si le da a otra bola de lleno y no de lado, a veces rebota y vuelve directamente hacia donde está el jugador. Al dirigir un chorro de partículas alfa emitidas por una materia radiactiva contra un trozo de material como, por ejemplo, una placa de metal, si se detecta que algunas partículas rebotan del metal, entonces es que deben de haber impactado en algo en el interior de los átomos del metal que ha hecho dispersarse a las partículas alfa.
En los experimentos de Rutherford, casi una de cada mil de las partículas alfa disparadas contra una delgada placa de metal retrocedía formando un determinado ángulo con la dirección de su movimiento inicial. Este resultado implicaba que la constitución del átomo no era plenamente uniforme, sino que, tal y como argumentaba Rutherford, cada átomo contenía un centro denso rodeado de mucho espacio vacío. Rutherford dio el nombre de núcleo a ese centro, una parte del átomo que repelía las partículas alfa en las colisiones. Rutherford sostuvo que el núcleo repelía las partículas alfa de carga positiva porque tenía una gran carga positiva (ya entonces se entendía que las cargas positivas repelían las cargas positivas, y que las negativas hacían lo propio con las negativas).[10] La importancia del descubrimiento realizado por Rutherford estribaba, por tanto, en que el átomo tenía una estructura interna, con un núcleo que estaba hecho de partículas, las cuales tenían carga positiva porque hacían que las partículas alfa de carga positiva rebotaran.
Ocho años más tarde, en 1919, Rutherford llevó a cabo otros ingeniosos experimentos que demostraron que, en determinados casos, cuando una partícula alfa impactaba contra el núcleo de un átomo, se descargaba hidrógeno en un tubo de vacío situado cerca del aparato en el que se realizaba el experimento. Para Rutherford aquello se debía a que se emitían pequeñas partículas de carga positiva, cada una de las cuales capturaba después un electrón. Esta partícula tan básica y de carga positiva era el «opuesto» del electrón, y Rutherford le dio el nombre de protón (a partir del término griego que significa «el primero»).[11]
El protón y el electrón fueron consideradas las partículas fundamentales en el seno del átomo que estaban eléctricamente cargadas, y se entendió que sus cargas son contrarias aunque de igual magnitud: el electrón es negativo (por convención) y el protón, positivo.
Los científicos siempre han buscado maneras de entender el universo basándose en lo que ya sabían. De este modo, el primer modelo del átomo, postulaba un sistema similar en su estructura a lo que se sabía acerca de las órbitas que los planetas describen en su tránsito alrededor del Sol, desde que Johannes Kepler hizo sus descubrimientos en el siglo XVII, que se aplicó al átomo, alrededor de cuyo núcleo orbitaban los electrones. Infatigable, Rutherford observó que los pesos reales de los átomos a menudo eran el doble de lo que en principio había estimado que debían ser en base a los pesos de los protones que contenían. Un protón tiene mayor masa que un electrón, es decir, un protón pesa 1.836 electrones. Los pesos se dedujeron a partir del ángulo de desviación que el efecto de la gravedad provocaba en un rayo de partículas. En 1920, Rutherford lanzó la hipótesis de que el núcleo de casi todos los elementos contenía también otro tipo de partícula que poseía una carga eléctrica neutra. Rutherford acuñó el término neutrón para designar esa partícula que, a su juicio, poblaba el centro de los átomos, su núcleo, junto con los protones de carga positiva.
Al cabo de una década, en 1932, James Chadwick descubrió el neutrón y demostró que Rutherford estaba en lo cierto.[12] En base a los hallazgos realizados por Thomson, Rutherford y Chadwick, los científicos sabían entonces que los átomos contenían centros densos y pesados, que denominaban núcleos, y que los electrones giraban describiendo órbitas alrededor del núcleo de cada átomo, abarcando en el interior de esas órbitas el volumen de todo el átomo, el cual era mucho mayor que el del núcleo denso.
Pero esta estructura planteaba un interrogante: ¿por qué los electrones no entraban en el núcleo y se combinaban con él? Si las cargas eléctricas opuestas se atraen entre sí, entonces ¿qué había en el átomo que impedía a los electrones entrar en el núcleo? La respuesta la dio el destacado físico danés, pionero de la teoría cuántica, Niels Bohr (1885-1962) cuando elaboró un modelo más sofisticado del átomo basándose en los principios de la incipiente teoría cuántica.
Niels Bohr hizo contribuciones de enorme importancia a la investigación en el campo de la física y a las ideas fundamentales de la mecánica cuántica. Niels había nacido en la capital danesa. Su padre, Christian Bohr, fue un célebre profesor de fisiología y su madre, Ellen (Adler) Bohr, era hija del financiero D. B. Adler, el fundador del Banco Comercial de Copenhague. La pareja disfrutaba de la compañía de intelectuales y solía invitar a muchos pensadores y científicos. Sus dos hijos varones, Niels y Harald (quien llegó a ser un destacado matemático), crecieron asimilando ideas en medio de estimulantes conversaciones. Niels eligió la disciplina de la física y se convirtió en una figura destacada en ese campo, ya que fue el hombre a cuyo alrededor se consolidó una comunidad de físicos que maduraron en su pensamiento científico y obtuvieron algunos de los resultados más importantes en investigación. Debido a su notoriedad, Bohr fue elegido para dirigir el Instituto de Física Teórica de la Universidad de Copenhague, que en gran parte era financiado por la Fundación Carlsberg de la capital danesa.
En 1913, Bohr elaboró un modelo del átomo basado en una hipótesis que, en 1900, Max Planck había planteado en el sentido de que la radiación de un cuerpo negro —la energía emitida por un cuerpo que despide luz— era absorbida y emitida por los átomos, en paquetes específicos y discretos que Planck denominó cuanta. Esta conjetura de Planck explicaba de manera inmediata los resultados experimentales que se habían obtenido con una radiación de este tipo. Bohr formuló de manera análoga su hipótesis de que los electrones en un átomo orbitan el núcleo solo en aquellos orbitales que tienen niveles de energía «cuantificados», determinados de forma precisa.
El electrón, por tanto, viaja alrededor de un núcleo dentro de una órbita de un determinado radio (y en consecuencia con un determinado nivel de energía) y solo puede caer a otra órbita específica con un nivel de energía inferior y no a cualquier otra órbita arbitraria que pueda existir entre ellas. De esta manera Bohr acababa con la idea de que había una continuidad entre los niveles de energía en el caso del electrón, de la misma manera que Planck había acabado con la idea de un continuo de niveles de energía en el caso de la radiación del cuerpo negro. Tanto en un caso como en el otro, solo eran posibles niveles específicos de energía (niveles cuantizados).
Esta cuantización de las órbitas evita que los electrones se deslicen hacia el interior del núcleo. Cuando un electrón salta de un nivel superior de energía cuantizada a otro, emite la energía correspondiente a la diferencia entre estos dos niveles (las dos órbitas posibles) en forma de partícula de luz, es decir, de un fotón. De este modo Bohr había aplicado la teoría de los cuanta a la explicación de los fenómenos observados —los niveles energéticos específicos de luz— y mejoró de una manera extraordinaria la comprensión de la estructura del átomo. Pero, en las primeras décadas del siglo XX, aún era mucho el trabajo que quedaba por hacer y los científicos querían descifrar el misterio del átomo, de la radiactividad, de la energía y de la masa. Y asimismo ansiaban saber de dónde provenía la materia y hacia dónde iba.
Ernest Rutherford fue el primero en explicar que la radiactividad era producida por la desintegración de los átomos. En 1902-1903, Rutherford y Frederick Soddy analizaron la desintegración de productos de diversos elementos radiactivos y determinaron que la radiactividad era causada por la descomposición de los átomos en el interior del elemento, y que daba lugar a un nuevo elemento. (Soddy continuaría este trabajo y más tarde se le atribuiría el descubrimiento y la explicación de los isótopos.) En 1904, en compañía de otro miembro de su equipo, Bertram Boltwood, Rutherford logró entender la transformación que los elementos radiactivos experimentan y estimó las velocidades de transformación que se daban. Los sofisticados análisis que llevaron a cabo de la radiación obtenida del uranio demostraron que el uranio tenía una radiactividad relativamente débil, que se desintegraba muy lentamente, a una velocidad de un miligramo por tonelada al año.
El uranio se transforma en plomo inactivo tras pasar por una cadena de elementos radiactivos, cada uno de los cuales tiene una velocidad de desintegración característico. El uranio 238 (U238) se convierte en torio 234 (Th234), el cual se desintegra luego por radiación formando el radio; luego el radio se desintegra hasta convertirse en gas radón, que, a su vez, da lugar al polonio. El polonio es el último elemento radiactivo antes de que se produzca el plomo. Dado que el plomo no es radiactivo, el proceso de desintegración radiactiva se detiene con él.
De cada tres toneladas de uranio refinado obtenido a partir del mineral en bruto, solo se obtiene un cuarto de miligramo de polonio y un gramo de radio. El descubrimiento de Rutherford vino a dar un nuevo apoyo a lo que el matrimonio Curie había descubierto en su laboratorio, es decir, explicaba la transición del uranio al plomo pasando por el torio, el radio, el radón y el polonio. Lo que sucedía exactamente en el interior del núcleo de uranio seguía siendo un misterio pendiente de resolver. El trabajo decisivo para desvelar este misterio se iba a realizar en París.
Entretanto, Pierre y Marie Curie habían continuado realizando con vigor sus experimentos. En 1904 habían logrado separar un gramo de radio a partir de otras ocho toneladas de residuos procedentes de la mina de Joachimsthal. Por aquellas fechas se empezaban a describir las aplicaciones del radio en medicina, y Pierre Curie colaboró con médicos franceses en un estudio que se tradujo en la utilización generalizada de la radiación para el tratamiento del cáncer. La «terapia Curie» suponía implantar radio en los tumores con objeto de reducirlos.
Los esposos Curie se habían convertido en la pareja más famosa de Francia. Marie era la primera mujer que había obtenido en este país el doctorado en ciencias y la primera en ser galardonada con el Premio Nobel. Pero aquel meritorio trabajo que los Curie estaban llevando a cabo en el campo pionero de la radiación se vio interrumpido cuando Pierre falleció a causa de un accidente de tráfico. Posteriormente Marie fue nombrada para ocupar la cátedra que anteriormente había ocupado su marido en la Sorbona, y se convirtió de este modo en la primera mujer que impartió docencia en aquella institución. En 1910, Marie Curie publicó su tratado fundamental sobre la radiactividad y, en 1911, fue galardonada con un segundo Premio Nobel, en esta ocasión de Química, por los descubrimientos del polonio y el radio, así como por su trabajo en el aislamiento de la forma pura del radio.
Por entonces, la radiación y sus efectos se habían convertido ya en temas de candente actualidad entre la comunidad científica. Por primera vez, decenas de científicos en distintos países se centraron en comprender la radiactividad y la estructura del átomo. Los experimentos que llevaron a cabo estos científicos se entrelazaban de formas complicadas que trascendían las fronteras nacionales mucho más que en cualquier período anterior. El uranio y sus extrañas propiedades habían centrado la atención de un grupo de mentes brillantes que se entregaron al trabajo de desvelar sus secretos.
Los científicos estaban observando cosas que ponían en tela de juicio las leyes de la física clásica. Desde el descubrimiento del átomo, se había dado por supuesto que los átomos en la naturaleza eran inmutables e inalterables. Pero la radiactividad daba a entender que esta idea podía ser errónea. El hecho de que el uranio emitiera radiación y que al hacerlo se transformara como elemento —primero en radio, luego en polonio, hasta acabar convirtiéndose en plomo— indicaba que la materia era mutable. Si bien aquello podía haber justificado de algún modo a los alquimistas medievales en sus convicciones, lo cierto era que en lugar de convertir los elementos en oro, la química contemporánea convertía el uranio en plomo. El proceso real de la radiación y la transformación del uranio en otros elementos aún presentaba, sin embargo, varios dilemas científicos. ¿De qué modo y por qué razón el uranio se desintegraba en otros elementos? ¿Qué hacía que un átomo se transformara en otros átomos? La comunidad científica internacional albergaba grandes esperanzas de que un gran congreso pudiera contribuir a señalar posibles vías de solución.
Ernest Solvay (1838-1922), un industrial belga que había amasado una gran fortuna en la industria química, sentía verdadera pasión por la ciencia. En 1911, Solvay organizó y financió un congreso internacional que se celebró en el Hotel Metropole de Bruselas (el único hotel del siglo XIX que todavía se mantiene en pie en la capital belga). A aquel primer Congreso Solvay acudieron veintiún científicos de entre los más destacados del mundo para tratar del estudio de la radiación y la estructura del átomo. Entre los presentes se hallaban Henri Poincaré, Ernest Rutherford, Marie Curie, Paul Langevin, Max Planck y, el miembro más joven del grupo, Albert Einstein, que por entonces tenía treinta y dos años. Las sesiones del congreso condujeron a importantes colaboraciones en el ámbito aún incipiente de la teoría cuántica, que a partir de 1925 sería desarrollada de una manera más completa por el científico austriaco Erwin Schrödinger, el matemático alemán y físico Werner Heisenberg, el físico inglés Paul A. M. Dirac y el físico de origen austriaco Wolfgang Pauli.
En última instancia, el modelo del átomo que hoy utilizamos se basa en la teoría cuántica. La mecánica cuántica parte del postulado de que es imposible determinar al mismo tiempo la velocidad y la posición de las partículas atómicas. Todo cuanto tenemos son conjuntos de probabilidades para esos parámetros. No siempre es posible atribuir la causa y el efecto, y todo ello atenta contra nuestra concepción acerca de cuál es la lógica de la naturaleza.
La imagen que la mecánica cuántica tiene del átomo, la cual se desarrolló en la década de 1920, difiere del modelo tradicional de Bohr en el que el átomo era un sistema solar en miniatura. A diferencia de los planetas, los electrones no tienen posiciones bien definidas en sus órbitas en cualquier momento del tiempo. Siguen reglas cuánticas que solo nos permiten tener un conocimiento probabilístico. El principio de incertidumbre, formulado por Werner Heisenberg en 1927, nos previene de que es imposible conocerlo todo de una sola vez (la posición y el momento lineal, o la posición y la velocidad, o el tiempo y la energía) con una exactitud perfecta. Y la regla en mecánica cuántica es que una partícula puede estar en un lugar determinado y en otro al mismo tiempo, no necesariamente aquí o allí. La realidad que describe la teoría cuántica es difusa e intrínsecamente sujeta a las leyes de la indeterminación, la incertidumbre y la probabilidad.
Los científicos reunidos en aquel primer Congreso Solvay celebrado en Bruselas reconocieron que la ecuación de Einstein, según la cual E = mc2, era el instrumento fundamental para abordar los enigmas de la radiactividad, la radiación y la desintegración atómica. Según la célebre fórmula de Einstein, el átomo, en razón de su masa, contenía mucha energía. La desintegración del átomo era una manifestación de la equivalencia postulada por Einstein entre la masa y la energía, tal como lo demostraba la liberación de energía por parte de la masa de uranio en forma de radiación. Pero ¿qué proceso era? Si se llegaba a comprender este proceso, entonces la radiación y los procesos atómicos podrían ser aprovechados para producir cantidades enormes de energía. Lo sorprendente era que esta importante posibilidad que se abría respecto a la naturaleza del átomo —y que finalmente llevaría a la fabricación de bombas nucleares y a la generación de energía atómica para usos pacíficos— fue apreciada ya en 1911 durante el Congreso Solvay. Con la teoría de Einstein, el uranio iba a proporcionar a partir de entonces las pistas decisivas para nuestra actual manera de entender la energía.
De cada 1.000 átomos de uranio presentes en la naturaleza, 993 son del tipo uranio 238, y tan solo siete átomos son del tipo muy escaso conocido como uranio 235. Estos dos isótopos del uranio se comportan químicamente de la misma manera, pero son diferentes en cuanto a las propiedades de sus núcleos. Los núcleos de ambos tipos de uranio tienen 92 protones y 92 electrones, lo cual hace que su reactividad química sea idéntica. Pero el uranio 238 tiene 146 neutrones en el núcleo (además de los 92 protones apiñados con ellos), y el uranio 235, en cambio, solo tiene 143 neutrones. Por tanto, el peso atómico del uranio 235 es inferior en tres unidades al del uranio 238 (el peso de tres neutrones, que es ligeramente superior al peso de tres protones, aunque es una diferencia tan pequeña que se puede despreciar).
Los dos isótopos del uranio son también diferentes en cuanto a su estabilidad. El uranio 235 es mucho más inestable que el uranio 238. A cantidades iguales de uranio 235 y de uranio 238, en cualquier momento el uranio 235 tendrá seis veces más átomos en desintegración por descomposición radiactiva que el uranio 238. Esta propiedad queda reflejada en la vida media de cada uno de los dos isótopos.
El término «vida media» lo ideó Ernest Rutherford en 1904. Tal como ya señalamos previamente, el ritmo de descomposición radiactiva se expresa en términos porcentuales: en una unidad dada de tiempo, cierto porcentaje constante de los núcleos de cualquier elemento radiactivo particular se desintegran a través de la radiación. Por tanto, la cantidad de material original que está sujeta a desintegración radiactiva mengua de manera exponencial. Para comprender qué sucede en el proceso de descomposición radiactiva, basta pensar en una cuenta bancaria en la cual hay 200 € y suponer que el banco carga en esa cuenta una comisión del 1 % mensual en concepto de mantenimiento de la cuenta. Al cabo de un mes, en la cuenta tendremos 99 €. Al cabo de dos meses, el banco habrá cargado otro 1 % del saldo que queda en la cuenta respecto al primer mes, es decir, 99 € × (0,01) = 0,99 €, y en la cuenta habrá solo 98,01 €. Un mes después, tan solo quedarán 97,03 € y así sucesivamente: la cantidad inicial de 100 € mengua de manera exponencial a un ritmo del 1 % mensual.
Este es el mismo tipo de proceso que caracteriza la desintegración radiactiva. La pregunta que Rutherford había planteado consistía en saber cuánto tarda exactamente la mitad de la cantidad original de materia en descomponerse. O si recurriéramos a la analogía con el dinero, ¿cuántos meses tardaremos en quedarnos solo con 50 € en la cuenta? En el ejemplo de la cuenta bancaria, la respuesta es 69 meses, es decir, cinco años y nueve meses. Así, la vida media de nuestra cuenta es de 69 meses.[13]
Una medida como es la vida media se puede utilizar para comparar elementos radiactivos en base a su ritmo de descomposición, que está en general relacionado con la intensidad de la radiación emitida, y es una medida de la inestabilidad del núcleo. Elementos con vidas medias de corta duración son más inestables que los que tienen vidas medias más prolongadas, y emiten radiación de una mayor intensidad (porque sus núcleos se descomponen de manera más rápida, y por tanto emiten más radiación en cuanto a un número dado de átomos en una unidad de tiempo determinada).
La vida media del uranio 238 es de unos 4.500 millones de años. Se trata de un isótopo del uranio que se descompone de forma lenta. En cambio, el uranio 235 tiene una vida media de solo 700 millones de años. El torio 232 es un elemento que se descompone aún más lentamente que el uranio 238, ya que su vida media es de 14.000 millones de años. En todo el intervalo de tiempo desde que la Tierra se formó hace 4.500 millones de años, solo uno de cada seis átomos de torio 232 se han descompuesto.[14]
Pero muchos elementos tienen vidas medias más cortas que el uranio 235, y se descomponen en cuestión de centenares y no de millones de años; otros tienen vidas medias de solo un año y existen elementos cuyas vidas medias se contabilizan en meses, días y, en algunos casos, incluso en segundos. Por ejemplo, la vida media del radio 226, un isótopo del radio que fue descubierto por los esposos Curie, es de 1.620 años. Dado que la frecuencia de cambio es rápida comparada con la de la Tierra, los científicos se dieron cuenta de que el radio debía ser creado constantemente o de lo contrario en la actualidad ya no existiría. Esta reposición continua se realiza a través de la descomposición del uranio.
El polonio tiene una vida media aún más corta. En efecto, si bien el polonio cuenta con toda una serie de isótopos, el que tiene una vida más prolongada es el polonio 209, cuya vida media es de cien años. El francio, por ejemplo, un elemento que fue descubierto por la física francesa Marguerite Perey y al que se le puso ese nombre en honor de su país natal, tiene una vida aún más breve. El isótopo que menos dura, el francio 223, tiene una vida media de solo 21 minutos.[15]
En el Congreso Solvay de 1911, Marie Curie, dada la notoriedad que había adquirido gracias a su investigación de la radiactividad, llevó la batuta en muchos debates. Pero mientras permanecía en Bruselas, en París surgía el escándalo. Un periódico francés publicó las cartas de amor que habían intercambiado supuestamente Marie Curie y un colega suyo investigador, Paul Langevin (1872-1946). La indignación pública siguió a la revelación de aquella supuesta aventura amorosa. Sectores de la prensa gala acusaron a Marie de ser extranjera, judía —algo que en realidad no era— y de destrozar un hogar. Las acusaciones antisemitas recordaban a las que una década y media antes habían protagonizado el «caso Dreyfus» (en el que un oficial de origen judío fue condenado injustamente a una pena de cárcel por espionaje). Ya en 1911 se había orquestado una campaña de desprestigio contra Marie para frustrar su ingreso como miembro de la Academia de Ciencias francesa y a punto estuvo de malograr su segunda nominación para el Nobel.
El 4 de noviembre de 1911, precisamente cuando Curie y Langevin regresaban a París, el periódico francés Le Journal escribía: «Les feux du radium, qui rayonnent si mystérieusement sur tout ce qui les environne, nous réservaient une surprise; [...] ils viennent d’allumer un incendie dans le cœur d’un des savants qui étudient leur action avec ténacité; et la femme et les enfants de ce savant sont en larmes» (Los fulgores del radio, que tan misteriosamente se infiltran en todo lo que nos rodea, nos tenían reservada una sorpresa; [...] acaban de prender un incendio en el corazón de uno de los científicos que estudian con tenacidad su acción, mientras la esposa y los hijos de este científico no dejan de llorar...). Marie Curie y Langevin por separado procuraron desaparecer de la luz pública hasta que el escándalo se olvidara.
El asunto Langevin provocó un cambio en las actividades de investigación en el laboratorio de los Curie y el estallido de la Primera Guerra Mundial vino además a interrumpir sus trabajos cuando muchos científicos fueron destinados a actividades relacionadas con aquel conflicto. Marie Curie, por ejemplo, trabajó a fondo para equipar hospitales de campo móviles y crear más de doscientos enclaves que disponían de equipos de rayos X. Utilizó el dinero que recibió de su segundo Premio Nobel para financiar a otros investigadores, así como también el Instituto del Radio en la Universidad de París, donde volvió a trabajar después de la guerra. Su hija Irène, que con el tiempo llegaría a realizar sus propios grandes descubrimientos sobre la radiactividad, se incorporó al laboratorio en 1918. A partir de 1922, Marie centró sus investigaciones en el campo de la química de las sustancias radiactivas y en las aplicaciones de la radiación en el campo de la medicina.
Las investigaciones que Marie Curie y su hija llevaban a cabo requerían disponer de radio, que se obtenía de la desintegración del uranio. Pero el radio, debido a su concentración extremadamente baja en la pechblenda, así como los muchos pasos químicos que era preciso seguir para su extracción, se había convertido en la sustancia más preciada del mundo. El gramo de radio alcanzó un valor de 750.000 francos de oro (7,7 millones de euros actuales).
El mundo de los negocios entró en el mercado potencial del mineral de uranio, que al principio se producía a partir de los minerales extraídos en la zona de Bohemia en dos fábricas francesas, las cuales disfrutaron de un efímero monopolio. Pero luego el gobierno austrohúngaro prohibió la exportación del mineral y construyó una fábrica para producir radio en Joachimsthal, junto a la que producían compuestos de color de uranio. Los austriacos se habían planteado como meta crear su propio monopolio, pero dada la existencia de minas en Gran Bretaña, Francia y Portugal, no lo lograron: en 1913, Estados Unidos entró en el mercado global del uranio. En busca del radio para la investigación y sus aplicaciones en medicina, los productores norteamericanos abrieron en el estado de Colorado nuevas minas ricas en ese metal. La extracción de radio del mineral de uranio se realizaba en Pensilvania y la llevaba a cabo la empresa Standard Chemical Company de Pittsburgh, que en trece años, hasta 1926, puso en el mercado un total de 200 gramos de radio y 600 toneladas de uranio. Prácticamente la mitad del radio fue a parar a hospitales y el resto se utilizó, por ejemplo, como pintura luminosa con la que se decoraban las esferas de los relojes de pulsera.
Durante casi diez años, la producción estadounidense copó la mayor parte del mercado del radio y el uranio. Entonces los belgas hicieron un importante descubrimiento en África, que dio lugar a notables cambios. En 1915, un explorador que realizaba prospecciones en la localidad de Shinkolobwe, en el Congo belga, halló un depósito de pechblenda y de otros minerales de uranio cuya calidad era mejor que la de las minas en explotación hasta entonces, y que además tenía unas reservas muy superiores. La empresa belga Union Minière du Haut Katanga, que explotaba los ricos yacimientos de cobre y cobalto de esta región, mantuvo aquel descubrimiento en secreto. Una vez terminada la Primera Guerra Mundial, se procedió a construir una fábrica en la localidad de Olen, cerca de Amberes, y al cabo de siete años se anunció públicamente que la planta había producido su primer gramo de radio, levantándose de este modo el secreto sobre aquel yacimiento. La producción de radio por la empresa belga era tan grande como bajos eran sus costos, un hecho que acabó por convencer a la norteamericana Standard Chemical para retirarse del mercado. A partir de entonces la Union Minière disfrutó de una situación de casi monopolio que le permitió dictar el precio del radio. El Congo sigue siendo hoy un importante productor de mineral de uranio.
A pesar de aquella creciente disponibilidad de minerales de uranio, a la familia Curie, así como a otros científicos europeos, todavía les era difícil obtenerlos. El gobierno francés tampoco era de gran utilidad en lo que a la financiación del trabajo de Marie Curie se refiere, ya que la científica tenía que dedicar gran parte de su tiempo a conseguir fondos con los que mantener la actividad de su instituto. La familia Curie y sus colaboradores, sin embargo, hicieron avanzar de manera extraordinaria nuestra comprensión del fenómeno de la radiactividad, descubrieron nuevos elementos radiactivos e hicieron aportaciones importantes a la medicina al arrojar luz sobre el hecho de que el radio, debido a su radiactividad, podía utilizarse en el tratamiento del cáncer para destruir las células malignas de los tejidos. A otros investigadores les iba a corresponder entonces la continuación de este trabajo de exploración de los misterios de la radiación. Una joven mujer austriaca iba a desempeñar un papel decisivo en la ulterior ampliación de nuestros conocimientos sobre la radiactividad.