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INTRODUCCIÓN

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LA LUZ CEGADORA


El 6 de agosto de 1945, un caluroso día de verano, amaneció despejado sobre Hiroshima, ciudad situada en el fértil delta agrícola del río Ota, en el sector suroccidental de la isla japonesa de Honshu. A las ocho y cuarto de la mañana, las sirenas empezaron a sonar por toda la urbe cuando se avistaron aviones enemigos en lo alto del cielo. Luego se vio una luz cegadora que a menudo ha sido descrita como una inmensa descarga de luz. Algunos supervivientes hablaban de una serie de destellos, luego de una explosión ensordecedora seguida de vientos fortísimos y abrasadores que no iban a amainar y que a su paso quemaban la piel y la carne de todo el mundo. En apenas cuestión de minutos, Hiroshima fue devorada por enormes incendios que convirtieron la ciudad en un amasijo de carne quemada, hierros retorcidos y madera carbonizada.

La culpable de aquel caos fue la bomba atómica que, por primera vez, era dirigida contra la confiada población civil en una ciudad de 350.000 habitantes. El artefacto había sido construido con un raro isótopo del uranio conocido como uranio 235 (U235), que durante dos años había sido refinado y purificado a partir del mineral de uranio en una operación secreta conocida como Proyecto Manhattan. La bomba fue lanzada sobre el centro de Hiroshima desde un bombardero norteamericano llamado Enola Gay. Aquel aparato estratégico, el más avanzado del país, había sido construido expresamente para aquella misión. Un total de quince de estos aviones fueron equipados para poder transportar bombas atómicas para esta y posiblemente operaciones posteriores.

La madrugada del 6 de agosto de 1945, el Enola Gay despegó de la gran base norteamericana situada en Tinian —una isla del archipiélago de las Marianas— escoltado por otros dos bombarderos B-29, uno de los cuales tenía la misión de tomar fotografías del bombardeo. Después de unas seis horas de vuelo, a las ocho y cuarto de la mañana llegaron a situarse sobre el cielo de Hiroshima a una altitud de 32.000 pies (unos 9.800 m). Cuando el Enola Gay estuvo justo encima del centro de la ciudad, el coronel Tibbets dio la orden y la bomba atómica, apodada «Little Boy», fue lanzada.

El Enola Gay rápidamente cambió de dirección y se alejó a toda velocidad de aquel lugar para evitar que su tripulación se viera afectada por la radiación. La bomba se precipitó durante casi un minuto, y cuando hubo alcanzado una altura de 1.900 pies (unos 600 m), tal y como había sido diseñada, la espoleta hizo detonar una pequeña carga explosiva convencional en el interior del artefacto más grande, lo cual hizo que un trozo de uranio 235 encajara a la perfección dentro de un segundo trozo de uranio. Cuando esto se produjo, la masa total combinada de uranio situada en un mismo lugar superó el mínimo necesario para experimentar la fisión. La fisión espontánea —o la división en dos— de un número incalculable de átomos de uranio en una reacción en cadena provocó la terrible explosión. Una diminuta masa, de este modo, se convirtió en un cantidad inmensa de energía, la cual dio lugar a la gigantesca explosión que arrasó la ciudad y supuso el inicio de la era nuclear en la que hoy vivimos.

Las personas que se hallaban en un radio de 1.600 metros de la zona en la que se había producido la detonación quedaron completamente pulverizadas. En un caso, la sombra de una persona quedó grabada sobre los restos de una pared debido a la intensa radiación. Asimismo todos los edificios de esta zona concreta quedaron reducidos a polvo.

Setsuko Nishimoto recordó lo ocurrido. Aquella mujer vivía en una aldea situada a varios kilómetros de la ciudad. Su esposo no tenía ganas aquel día de ir a trabajar. A regañadientes fue a encontrarse con sus conciudadanos que habían salido en sus carros tirados por bueyes camino de Hiroshima, donde trabajaban en la demolición de un edificio.[1]

«Estaba en el lavadero de mi casa cuando ocurrió —recordaba aquella mujer—; pensé que era el destello de un rayo, lo siguiente que recuerdo fue un ruido, un descomunal ¡bang! La casa quedó en completa oscuridad. Las puertas correderas y las mamparas cayeron, hubo un tremendo golpe de viento y la pared se desplomó. Cuando miré hacia Hiroshima, solo vi una nube negra que se elevaba hacia el cielo».[2]

En Hiroshima Setsuko solo vio en cualquier dirección que mirara llamas que se alzaban al cielo. Parecía que toda la ciudad estababa sumida en un incendio. Entonces sintió inquietud y preocupación por su esposo, pero ajena a la intensidad de lo que acababa de ser testigo, supuso que habría sido enviado junto con su cuadrilla a sofocar las llamas. Por la tarde una persona con un altavoz recorrió la aldea avisando a los vecinos de que «¡Hiroshima ha sido completamente destruida!». Durante la noche los supervivientes de la explosión fueron evacuados a una fábrica y allí fueron atendidos por personal médico.

Setsuko fue en busca de su esposo. Una «multitud de personas —tal como ella recordaba más tarde— había quedado carbonizada y su visión era espantosa».[3] La gente tenía la mayor parte de sus ropas hecha jirones y quemados los cuerpos. Tenían el rostro tan hinchado que no se les veían los ojos. Las manos y los pies estaban hinchados por el fuego y las quemaduras de la radiación. Otra mujer describió a un hombre tan quemado que «la piel parecía celofán y le caía a tiras».[4]

Setsuko no encontró a su esposo. Pero aun en el caso de aquellas otras personas que sí lograron localizar a sus familiares y seres queridos, el desenlace final no fue feliz. Todos sucumbieron a los efectos de la radiación y murieron. Una semana después de la explosión, el cuerpo de Setsuko ardía con una fiebre altísima de 41 °C. Su cabello caía con solo tocarlo. Presentaba un caso muy grave de contaminación por radiación, al igual que otras muchas personas que no se hallaban en el centro de la explosión pero que acabaron siendo afectadas por la radiación. Algunas lograron sobrevivir pero sufrieron dolores atroces el resto de sus días.

Se estima que la bomba incineró a casi 150.000 personas en Hiroshima, y que, por lo menos, otras cien mil más murieron a causa de las lesiones causadas por la radiación.[5]

Tres días después del bombardeo de Hiroshima, Estados Unidos lanzó una segunda bomba atómica, cuyo nombre en código era «Fat Man», sobre la ciudad japonesa de Nagasaki. La bomba «Fat Man» era mayor que la primera y en su interior llevaba plutonio. Este segundo ataque atómico provocó 75.000 víctimas mortales y durante los años posteriores otras muchas fallecerían a causa de la contaminación radiactiva y el cáncer.

Se ha demostrado que la incidencia del cáncer en la población de Hiroshima y Nagasaki está estrecha y directamente relacionada con la cantidad total de radiación que absorbieron los habitantes de estas dos ciudades, y que aumenta rápidamente entre las personas que estuvieron más cerca del punto en el que se localizaron las explosiones.[6] Tal como el novelista Kenzaburo Oe supo expresar, las víctimas que sobrevivieron a las bombas atómicas llevaron sobre sus espaldas «la carga terrible de aprender a vivir con su enfermedad y a prepararse a morir».[7]Hiroshima y Nagasaki mostraron al mundo el tipo de devastación que la ciencia podía causar: un dispositivo complejo que, lanzado desde un avión o con un misil, es capaz de borrar del mapa toda una ciudad entera. El arma era el resultado de un enorme avance científico tanto en su diseño como en su desarrollo, y marcó una profunda divergencia respecto a las bombas convencionales que habían sido utilizadas hasta entonces y se basaban en productos químicos.

¿Qué fue lo que condujo a este espantoso resultado? ¿Qué precedió a la devastación de estas dos ciudades japonesas? ¿Cuál fue el papel de la ciencia? ¿Y de qué modo un antiguo agente colorante —el mineral de uranio—, que durante siglos había parecido benigno, se convirtió en la causa de aquella inmensa destrucción? ¿Qué condujo a su transformación en un agente con un poder explosivo incontrolado?

Se han escrito otros libros sobre la construcción de la bomba atómica. Se han publicado también libros que examinaron a fondo la decisión de lanzar el artefacto. Este libro sin embargo es diferente. Mi propósito en estas páginas es hacer accesible al lector la ciencia que hay detrás de este singular acontecimiento. Además, la mayoría de libros sobre la bomba atómica fueron escritos en plena Guerra Fría, cuando Estados Unidos se enfrentaba al imperio soviético en un juego de disuasión, en virtud de cuya lógica quien tuviera la bomba más grande podía disuadir al otro de usar su arsenal. Ahora que ya hemos superado ese período histórico, podemos pensar la energía nuclear de una manera distinta, esto es, no como un agente absolutamente destructivo sino como una fuente de energía que algún día puede llegar a ser inocua, que puede satisfacer nuestra necesidad cada vez mayor de energía eléctrica para usos industriales, comerciales y domésticos, a la vez que contribuye a proteger nuestro planeta del sobrecalentamiento. Asimismo, deberíamos aprender a controlar la fase actual de proliferación de armas nucleares —en un momento como el actual en que la antigua amenaza soviética casi ha desaparecido— y asegurarnos de que hemos dejado atrás para siempre el espectro del holocausto nuclear.

La historia de la fisión nuclear es compleja e interesante. En primer lugar es preciso preguntarse por cuáles fueron los equipos de científicos que descubrieron la radiactividad y emprendieron la búsqueda de la fisión del átomo. Es preciso entender cómo los científicos llegaron a la idea de que un átomo podía ser dividido y producir una gran cantidad de energía, para luego poder descifrar qué pudo haber llevado a que esos investigadores y pensadores consideraran que el átomo no era un trozo inmutable de materia, sólido como una roca, sino más bien algo maleable que, bajo ciertas condiciones idóneas, podía convertirse en una clase de entidad por completo diferente: calor, luz, electricidad o una onda de choque, todas ellas formas de energía. En este sentido trataremos de saber cuál era el poder aparente del uranio antes de que fuera utilizado para fines destructivos. Trataremos de saber si los científicos tuvieron el propósito de crear un arma apocalíptica, o si fueron simplemente títeres que se movían en un teatro político cada vez más grotesco. Y, en definitiva, si hubiera sido posible evitar el horror de la bomba atómica.

Lo que condujo al nacimiento de la bomba atómica fue una secuencia de descubrimientos científicos muy poco probables de las propiedades de un humilde mineral grisáceo, el uranio, descubrimientos que se fueron acelerando a lo largo de un período de varias décadas hasta llegar a un punto culminante en vísperas de la Segunda Guerra Mundial.

Las guerras del uranio

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