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ОглавлениеLA FÍSICA Y EL URANIO
El uranio es el elemento más pesado que se encuentra presente en la naturaleza. Con un peso atómico de 238 (o 235 en el caso de la forma más rara de este metal), el uranio es de hecho tan pesado que no puede producirse del mismo modo que los elementos ligeros. En efecto, a diferencia de muchos elementos más ligeros, el uranio se creó en una supernova, esto es, en una formidable explosión estelar. Nuestro sistema solar, incluido nuestro planeta, se formó a partir de los restos de estrellas que vivieron y murieron en regiones cercanas del universo. El hidrógeno y el helio que se formaron durante el big bang inicial se hallan en combustión en el interior de estrellas a través de un proceso nuclear que denominamos fusión, en el cual los núcleos de elementos pequeños se combinan para crear otros más grandes. Así el carbono, el nitrógeno, el oxígeno y todos los elementos de la tabla periódica hasta el hierro se han producido en el interior de estrellas. Cuando muere una estrella que tiene una masa del tamaño de nuestro sol, o incluso algo más grande, se desprende de su atmósfera y los elementos producidos por sus llamaradas nucleares se disipan en el espacio exterior. Millones de años después, aquellas nubes de elementos que han sido generadas durante la muerte de una estrella pueden condensarse como, de hecho, ocurrió cuando surgió nuestro sistema solar hace unos 4.500 millones de años, y así fue como muchos elementos de la Tierra llegaron a aparecer. Las nubes de materia procedentes de las supernovas se combinan con aquellas procedentes de los restos de estrellas que murieron de manera menos violenta, y de esta forma el uranio llegó hasta nuestro entorno terrestre.
El uranio por tanto existe en todas partes de nuestro planeta. Representa un pequeño porcentaje de rocas así como del agua del mar. Pero ¿qué es el uranio?
La materia en nuestro universo está formada por átomos que se combinan con otros átomos para formar las moléculas de las sustancias que conocemos en nuestra vida cotidiana como, por ejemplo, el agua (formada por dos partes de hidrógeno y una de oxígeno) o el dióxido de carbono (un átomo de carbono por cada dos átomos de oxígeno). Cada átomo tiene una parte central, que denominamos núcleo. El núcleo propiamente dicho es mucho, muchísimo más pequeño que el átomo en su conjunto. Si un átomo tuviera, por decir algo, el tamaño de un autobús, el núcleo sería el punto de la letra «i» impresa en un artículo de un periódico que está leyendo un pasajero que viaja en su interior.[8] El núcleo es denso y contiene protones, que transportan una carga eléctrica positiva, y también alberga unos componentes llamados neutrones que son neutros desde el punto de vista de su actividad eléctrica.
Según el elemento de que se trate, variará el número de protones y neutrones presentes en el interior del núcleo. El resto del átomo está formado por componentes que son eléctricamente negativos llamados electrones, que orbitan el núcleo. Estas órbitas y el espacio vacío que ocupan dan cuenta de una gran parte del volumen del átomo.
El hidrógeno es el elemento más simple y ligero del universo: su núcleo consta de un solo protón. El helio es más grande y contiene dos protones así como dos neutrones. El hidrógeno tiene un electrón que gira alrededor de su núcleo; el helio, en cambio, tiene dos. El uranio es muy pesado, ya que contiene 92 protones en su núcleo junto con 146 neutrones, y tiene, lo que es usual en un átomo, el mismo número de electrones que de protones. Por tanto hay 92 electrones que giran alrededor del núcleo de uranio.
En el átomo de uranio lo peculiar es el número tan grande de neutrones, que acrecienta de manera significativa el peso del átomo de uranio y hace que sea propenso a desintegrarse. Debido precisamente a que es tan pesado y denso, y dadas las condiciones que imperan en su interior, el núcleo de uranio se desintegra lentamente y produce radiación, principalmente en forma de partículas alfa (α) que son núcleos de helio. En el proceso, el uranio da lugar a otros elementos radiactivos más ligeros —que a su vez se desintegran también y emiten radiación— hasta que, finalmente, se convierte en plomo (no radiactivo). La unidad típica estándar de tiempo que tarda un elemento radiactivo en desintegrarse se denomina «vida media» y es el margen temporal que tarda la mitad de la masa presente en desintegrarse en forma de radiación; en este sentido, la vida media del uranio es muy larga. La mitad de cualquier cantidad de uranio 238 (U238) se acaba convirtiendo en plomo una vez transcurridos 4.470 millones de años. La radiación que emite el uranio produce energía térmica en las rocas que se hallan en el interior de la Tierra y este proceso contribuye en mantener el núcleo de nuestro planeta caliente; el uranio es así responsable de una parte de la actividad geológica de nuestro planeta.
El uranio forma compuestos naturales que tienen colores muy hermosos: amarillo brillante, un vivo color naranja, verde fluorescente, rojo oscuro y el negro. Estos minerales brillantes cautivaron la imaginación de los artistas de la antigua Roma, que utilizaron compuestos de uranio para decorar la cerámica y dar color al vidrio. En el cabo Posillipo, cerca de la ciudad de Nápoles, se han hallado en el transcurso de distintas campañas de excavación arqueológica algunas urnas de vidrio romanas en las que se habían empleado minerales de uranio para darles color.
La historia moderna del uranio se inicia a principios del siglo XVI cuando se produjo el importante descubrimiento de un yacimiento de plata en una zona con baños termales en el principado alemán de Sajonia. La fiebre de la plata condujo a la fundación de una ciudad en lo que hasta entonces había sido un antiguo pueblo llamado Joachimsthal o San Joaquín del Valle.
Aquella ciudad no tardó en convertirse en el principal centro minero de Europa, con una población que superaba los veinte mil habitantes. Praga, la mayor ciudad en sus proximidades, contaba solo con cincuenta mil habitantes en aquella época. Con el tiempo, dos millones de monedas de plata, denominadas en honor de la localidad Joachimsthaler, fueron acuñadas para la corona austro-húngara, que era la propietaria de las minas. El Joachimsthaler, cuyo nombre se fue abreviando hasta ser conocido como thaler —el tálero imperial de plata—, gozó de amplia aceptación en muchos países y dio nombre a la unidad de moneda norteamericana, el dólar.
En 1570, el emperador Maximiliano II ordenó que se explotaran las minas de Joachimsthal a fin de encontrar allí más plata y —tal como lo esperaba— otros metales valiosos. Utilizando una tecnología minera más avanzada, en el plazo de unos pocos años se hallaron depósitos de bismuto y cobalto. Luego se descubrió algo extraño. No parecía plata ni tampoco cobalto o estaño, ni cualquier otro de los metales que se extraían por entonces de las minas. Se trataba de un compuesto de color oscuro que los mineros llamaron pechblenda, de las palabras que en alemán significan «negro» y «mineral». Nadie supo cuáles eran sus propiedades, de modo que no hicieron caso de lo que habían encontrado y dejaron de lado aquel metal como si fuera mera escoria del proceso de explotación minera.
Martin Heinrich Klaproth (1743-1817), apotecario de formación, se dedicó la mayor parte de su vida a trabajar en farmacias de distintos lugares de Alemania, hasta que finalmente se estableció en Berlín. Klaproth era un hombre de rostro severo y de un carácter exigente y puntilloso. Además de ser un próspero hombre de negocios, fue también un científico curioso. Su ambición iba mucho más allá de mezclar y dispensar medicamentos, y empezó a estudiar química por su cuenta. Klaproth ideó nuevos métodos de análisis de los compuestos químicos, lo cual llevó a la fundación del campo de la química analítica. Demostró tener un talento especial para tratar los minerales —los disolvía en ácidos clorhídrico y sulfúrico, para luego oxidarlos o calentarlos— de modo que podía determinar su composición. Tras algunos años aplicando los métodos que había ideado, descubrió el cerio (un metal plateado perteneciente al grupo de las tierras raras) y explicó la composición de una serie de compuestos.
El rumor de que los mineros habían hallado en Joachimsthal un nuevo mineral extraño llegó a oídos de Klaproth, y eso avivó su interés. Viajó hasta aquella localidad a fin de comprobar con sus propios ojos el misterioso compuesto y se llevó consigo una muestra del material cuando regresó a su botica de Berlín. Allí sometió el compuesto a varias pruebas, atacándolo con ácidos y agentes oxidantes para descubrir su naturaleza. Después de meses de arduos y a menudo frustrantes trabajos, en 1789 consiguió dar con la mezcla correcta de agentes químicos que le permitió finalmente extraer de la pechblenda algo que describió como «una extraña clase de semimetal». Al inspeccionar el curioso compuesto que acababa de crear, determinó que se trataba del óxido de un metal que nunca hasta entonces había sido observado.
En 1781, el astrónomo inglés de origen alemán William Herschel descubrió el planeta Urano, con cuyo nombre se evocaba al mítico dios griego. En honor al hallazgo que había hecho Herschel, Klaproth le dio el nombre de uranio a este nuevo elemento. Aquel fue un generoso tributo ya que de acuerdo con la convención científica a aquel nuevo elemento le podía haber puesto su propio apellido, de manera que entonces se hubiera llamado klaprothium.
El descubrimiento del uranio por parte de Klaproth, así como de los otros metales que aisló e identificó, le hicieron ser considerado como el químico más grande de Alemania y uno de los más importantes de su época. En 1810, la Universidad de Berlín creó en su honor una cátedra que lleva su nombre.
Tras el hallazgo realizado por Klaproth, se identificó al uranio entre los minerales que eran extraídos de las minas en muchos lugares de todo el mundo, pero los depósitos conocidos por entonces nunca llegaron a ser tan ricos como los encontrados en Joachimsthal. Si bien el uranio de regiones de Canadá, Australia y el Congo superaría hoy, en pleno siglo XXI, el de la mina de Sajonia, en la época de Klaproth se había encontrado uranio también en la región de Cornualles en Gran Bretaña, en las montañas de Morvan en Francia, así como en algunos lugares de Austria y Rumanía.
Dado que Klaproth solo había sintetizado un óxido del nuevo metal —uranio combinado con oxígeno—, los químicos anhelaban poder apreciar el metal real en su estado puro. Consideraban que lo sintetizado era un compuesto y no un elemento puro, del mismo modo que se podría notar la diferencia entre el polvo de un metal y el metal sólido. Se dieron cuenta de que el metal era muy pesado y denso, pero les resultaba difícil aislarlo de sus compuestos presentes en la naturaleza. En 1841, el químico francés Eugène Péligot utilizó una potente reacción térmica, al calentar para ello el óxido de uranio junto con potasio a fin de separar el uranio del oxígeno. Esta compleja tarea la culminó con éxito: primero convirtió el óxido de uranio en una sal: el cloruro de uranio; luego redujo químicamente la sal por medio del potasio. Cuando el potasio empezó a actuar sobre la sal de uranio (porque a aquella temperatura tan alta era reactivo con el cloro en un grado mucho mayor que el uranio), Péligot de pronto vio aparecer un metal brillante. Se trataba de uranio puro. Tenía el aspecto de la plata, pero se volvía a oxidar rápidamente al entrar en contacto con el aire.
A mediados del siglo XIX, los químicos sabían de manera definitiva que se había descubierto un elemento muy pesado, un metal. Pero quedaba aún por saber qué lugar le correspondía ocupar en relación con todos los demás elementos conocidos y saber de qué modo se relacionaba con otros elementos presentes en la naturaleza.
A finales del siglo XVIII, los químicos ya conocían cómo distinguir dos grupos de sustancias: los elementos puros, como, por ejemplo, el metal de sodio, y los compuestos químicos, como el cloruro de sodio o sal común. Sin embargo, nadie había encontrado todavía una respuesta que explicara cómo clasificar los elementos. Se seguía cierto método, por supuesto, a la hora de tratar las reactividades químicas de los elementos, es decir, el modo en que se combinaban para formar compuestos. Luego, a lo largo del siglo XIX y a medida que la química progresó como disciplina científica, se fueron descubriendo cada vez más compuestos químicos nuevos y los elementos puros que se sintetizaban a partir de ellos. Pero reinaba aún un gran desorden en nuestra manera de entender los elementos, es decir, cómo se combinaban en el universo físico y de qué forma se relacionaban entre sí. Los químicos fueron descubriendo algunas reglas de comportamiento —qué elementos reaccionaban con qué otros elementos— y fueron compilando una lista que, en 1830, contaba ya con cincuenta y cinco elementos. ¿Aquellos cincuenta y cinco eran todos los elementos del universo o había otros, y en todo caso, cuántos más? Sin embargo, dado que aún no se entendían plenamente cuáles eran las reglas que regían el comportamiento de los elementos, la lista no era muy significativa. Era precisa una especie de tabla en la que se organizaran todos los elementos de una manera lógica que reflejara y expresara las reacciones de unos elementos con otros.
Los primeros pasos hacia una clasificación de los elementos en listas elaboradas por químicos se dieron en 1817, cuando un químico alemán llamado Johann Wolfgang Döbereiner demostró que cuando los pesos atómicos de los elementos se organizaban en orden ascendente, había elementos cuyo peso hacía que encajaran en medio entre los pesos de otros dos elementos. Por ejemplo, el estroncio (con un peso atómico de 88) encajaba entre el calcio (cuyo peso atómico se acercaba a 40) y el bario (cuyo peso era 137). Döbereiner encontró unos cuantos de estos tripletes de elementos y empezó a buscar grupos de otros elementos químicos. Si bien varios químicos se encargaron de mejorar esta idea, un químico ruso visionario logró dar el auténtico paso adelante.
Dmitri Mendeléyev (1834-1907) había nacido en Siberia y, en 1867, obtuvo la cátedra de Química en la Universidad de San Petersburgo. En 1871 completó la que iba a ser su obra maestra: la tabla periódica de los elementos. Mendeléyev llegó a la idea de una tabla periódica al tratar de ordenar todos los elementos conocidos según sus pesos atómicos y de un modo que captara de alguna manera las reactividades químicas que compartían y sus propiedades físicas similares. La tabla que elaboró clasificaba todos los elementos por entonces conocidos según las propiedades químicas de cada uno y de un modo que seguía el orden creciente de los pesos atómicos; así el uranio aparecía con el peso atómico más elevado de todos los elementos. La estructura de la tabla periódica además colocaba de manera lógica los elementos en grupos que se comportaban de forma similar. Así el cloro, el flúor, el bromo y el yodo —todos ellos conocidos como elementos halógenos— fueron colocados en una misma columna, ya que formaban compuestos químicos similares (al tomar o compartir un solo electrón, por decirlo de la manera en que hoy en día lo entendemos). De manera similar, el sodio, el potasio y el litio eran metales que se comportaban de formas muy parecidas (donaban cada uno de ellos un electrón para formar sales). Tiempo después se descubrió que la actividad química estaba determinada por el número atómico (el número de protones o de electrones que se hallan presentes en el átomo) y no por el peso atómico (que incorporaba el número de neutrones, así como el de protones). Incluso con estos nuevos hallazgos, las modificaciones que fue preciso hacer en la tabla de Mendeléyev fueron mínimas.
Años más tarde se añadieron a la tabla periódica otros elementos producidos en el laboratorio cuyo peso atómico superaba al del uranio. Entre estos elementos cabe mencionar el plutonio, el einstenio y el mendelevio, estos dos últimos elementos en honor de Albert Einstein y de Dmitri Mendeléyev, respectivamente.
El uranio ocupaba un lugar privilegiado en la tabla periódica. El uranio es, literalmente, el elemento de otro mundo ya que se creó en el transcurso de la explosión supernova de una estrella masiva. Además, era el último elemento de la tabla periódica, al ser el mayor y el más pesado de los elementos presentes en la naturaleza. Con el número atómico 92, la valencia del uranio, es decir, el número de electrones que comparte o cede en las reacciones químicas es 6 o 4. Así, cuando a través de un proceso industrial es purificado para separar sus diferentes isótopos, se hace que el uranio reaccione con seis átomos de flúor para formar un gas, el hexafluoruro de uranio, y de este modo separarlo según el peso utilizando una centrifugadora. El uranio puro es un metal blanco plateado muy pesado que asemeja un trozo de plomo, aunque no es tan oscuro y puede ser pulido hasta hacerlo brillar. El uranio es radiactivo y se desintegra en otros elementos. Todos estos elementos, salvo el plomo —el resultado final de algunas cadenas de descomposición radiactiva que empiezan con el uranio—, son radiactivos. Pero qué es la radiación, qué es la radiactividad y cómo fueron descubiertas.
Nadie se dedicaba a buscar la radiación, y el hecho de que fuera descubierta marca uno de los momentos de la historia de la ciencia más caracterizados por la casualidad. El descubrimiento de la radiación tuvo lugar al anochecer del día 8 de noviembre de 1895 en un laboratorio de la Universidad de Wurzburgo, en Alemania. Wilhelm Conrad Röntgen (1845-1923), un profesor de física que, por entonces, tenía cincuenta años, se hallaba realizando un experimento rutinario con un tubo de rayos catódicos que había inventado, cuando de repente se dio cuenta de que una hoja de papel tratada químicamente y situada en un banco a varios metros de donde él estaba, brillaba ligeramente. Aquel hecho le sorprendió. Cuando apagó la corriente eléctrica del tubo, aquel leve resplandor desapareció también y cuando volvió a dar la luz, la hoja volvió a brillar. Entonces Röntgen tomó conciencia de que acababa de protagonizar, por pura casualidad, un descubrimiento fascinante, una luminosidad que podía ser inducida desde lejos. Supuso que unos rayos invisibles viajaban desde el tubo hasta el papel y causaban aquel resplandor. Y, después de realizar más experimentos, llegó a la conclusión de que los rayos que producían la fluorescencia eran capaces de penetrar determinados materiales como el papel, la madera y el tejido del cuerpo humano. Se trataba de una aplicación técnica que iba a hacer accesibles las maravillas del cuerpo humano. Antes de aquel fortuito descubrimiento, había que abrir quirúrgicamente al paciente para mirar en su interior. Röntgen se dio entonces cuenta de que la radiación de los rayos X que acababa de descubrir iba a hacer visible el interior del cuerpo humano. Este hecho abrió grandes esperanzas en cuanto a los beneficios que podía traer su utilización en el ámbito de la medicina, y de ahí el extraordinario entusiasmo con que fue acogido este increíble progreso.
Röntgen pasó muchos meses estudiando la radiación y descubrió que las pantallas de plomo impedían el paso de los rayos. Publicó los resultados de su estudio sobre los rayos X —un tipo de rayos que en algunos países aún siguen llamándose Röntgen en su honor— en un artículo que leyó ante la Sociedad de Física y Medicina de Wurzburgo en diciembre de 1895 (y que fue traducido y publicado en la revista anglosajona Nature en 1896). En 1901, Röntgen fue galardonado con el primero de los premios Nobel que se concederían desde entonces en el campo de la física. Científicos de todo el mundo empezaron a investigar aquel nuevo fenómeno. Dos cuestiones interrelacionadas que preocupaban a muchos eran, en primer lugar, saber si la radiación se daba en la naturaleza y, en segundo lugar, si los compuestos naturales desprenden una radiación similar.
El matemático francés Jules Henri Poincaré (1854-1912) no solo leyó el artículo que acababa de publicar Röntgen, en el cual describía su descubrimiento y los experimentos hechos con rayos X, sino que defendió aquellos hallazgos ante la Academia de Ciencias francesa en 1896. Eminentes científicos franceses quedaron maravillados por el trabajo que había llevado a cabo Röntgen. Entre ellos se hallaba el físico Antoine Henri Becquerel (1852-1908), que había estudiado la fosforescencia, la manera en que los objetos desprendían luz interna, como la luminosidad de las luciérnagas o de algunas algas. Por entonces, Becquerel estaba estudiando las sales de uranio en su laboratorio y Poincaré le sugirió que si los rayos X podían provocar fluorescencia, quizás aquellas sales que brillaban en su laboratorio también emitían cierto tipo de rayos.
Becquerel hizo suya la sugerencia que le había hecho Poincaré y dedicó varias semanas a experimentar con las sales de uranio. No pudo detectar ninguna luminiscencia en los compuestos. Quiso tomar algunas fotografías en el exterior, pero dada la inclemencia del tiempo, dejó las placas fotográficas casualmente en un armario en el que había guardado sales de uranio. Al cabo de unos días, sacó fotografías con aquellas placas y al revelarlas reparó en que había algo muy curioso: las placas salían borrosas. Tras reflexionar sobre aquel misterio, concluyó que las rayas que hacían borrosas las fotografías tenían que haber sido causadas por las sales de uranio. Quizás aquella era la prueba de que la sal de uranio generaba una radiación similar a la de los rayos X. (Aún hoy se utiliza a menudo película fotográfica para detectar la existencia de radiación.) Becquerel presentó los resultados de sus estudios, que por entonces ya había logrado confirmar a través de experimentos controlados, a sus colegas de la Academia de Ciencias francesa, y, en 1903, compartió el Premio Nobel de Física por su descubrimiento compartido de la radiactividad con una pareja de científicos que eran también matrimonio y que vivían y trabajaban en el otro extremo de París respecto al lugar donde Becquerel tenía su laboratorio.
Se había llegado a probar, por tanto, que la Tierra contenía un elemento extraño, el uranio, que poseía la propiedad de la radiactividad. Este elemento emitía cierta radiación que se podía detectar pero cuya naturaleza no se había llegado aún a comprender. Los científicos se fijaron entonces el objetivo de descubrir sus misterios.