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DOS

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La madre de Cas estaba enterrada detrás del Fuerte Victorra, en un sitio sombreado donde las flores probablemente se abrirían en primavera.

Cas no visitó ese lugar. Había visto a los soldados enterrarla un día después de que Em y Olivia desaparecieran, y nunca regresó.

En vez de eso, acudió adonde había muerto.

Dos días antes había llovido y la sangre se había ido con el agua. No quedaba más que tierra, hierba y árboles. Los árboles, que unos días atrás habían estado cubiertos de hojas rojas y anaranjadas, tenían ahora las ramas casi vacías. Las hojas caídas crujían bajo sus pies. Los árboles feos parecían apropiados en virtud de lo que ahí había ocurrido.

Aún podía verlo. Em moribunda en sus brazos. Su madre, muerta a manos de Olivia cuando ésta rescataba a su hermana.

—No mereces estar aquí —dijo una voz a sus espaldas.

Por unos momentos le preocupó que la voz estuviera sólo en su cabeza, pues él había estado pensando eso mismo, pero al darse la vuelta encontró a su prima Jovita a unos pasos de distancia, con las manos en las caderas y la mirada de piedra. Su cabello oscuro ondeaba con el viento y una roja cicatriz inflamada atravesaba su mejilla derecha; Em le había hecho esa herida. Se parecía un poco al padre de Cas: tenían la misma piel aceitunada, la misma boca amplia.

Cas se apartó.

—Y en todo caso, no es un lugar seguro —dijo Jovita, más burlona que preocupada.

—Ya no están los ruinos, ya no están los guerreros.

—¿Y de quién es la culpa? —Jovita se acercó a él. Se dio unos golpecitos en la barbilla en actitud reflexiva y añadió—: Ah, cierto, la culpa es tuya. Por haber liberado a Olivia Flores y dejar que Em se fuera tan tranquila.

Sí, era su culpa. Había liberado a Olivia, y luego ella había asesinado a su madre... después de que su madre estuvo a punto de matar a Em.

No conseguía sentir ningún odio hacia Olivia. Estaba, sobre todo, simplemente triste.

—Quiero el collar —dijo Jovita alargando la mano—. El que te dio la reina con un poco de flor debilita.

—Lo enterré junto con ella —respondió Cas.

Jovita apretó la mandíbula.

—Qué tontería, Cas. Ese collar me habría protegido de los ruinos.

Él se encogió de hombros. La hierba llamada debilita afectaba a la mayoría de los ruinos, pero daba la impresión de que a Olivia apenas si la afectaba. Dudaba que el collar la hubiera protegido.

—Si lo hubiera conservado en vez de dártelo, quizás aún estaría viva —bufó Jovita—, y tú...

—Llegaron otras dos consejeras por la noche —interrumpió Cas—. Me reuniré con ellas en una hora, por si quieres acompañarme.

—No —Jovita dio media vuelta y empezó a caminar.

—¿Por qué? ¿Porque ya te reuniste con ellas a mis espaldas?

Jovita se detuvo. Miró por encima del hombro arqueando una ceja.

—Si lo sabes es porque en realidad no fue a tus espaldas, ¿me equivoco?

Y se fue dando fuertes pisadas. Cas la miró irse; una sensación de intranquilidad revoloteaba en su estómago.

Entonces un guardia salió de entre los árboles. Era Galo, que merodeaba cerca de Cas como de costumbre. En esos días, el capitán de su guardia personal rara vez perdía de vista a Cas, a pesar de que éste habría preferido que lo dejaran solo. Era el precio de ser rey. Ese día, Mateo, pareja sentimental de Galo y guardia también, lo acompañaba. Mateo estaba a unos pasos de ahí, dándoles la espalda, reconociendo el terreno, atento a posibles amenazas.

Cas metió las manos en sus bolsillos; caminó de regreso a la fortaleza, encorvado para resistir el frío viento que soplaba contra él. Galo le siguió el paso y Mateo fue tras ellos un poco a la zaga.

—¿Está todo bien? —preguntó el guardia en voz baja.

—Probablemente no.

Galo se mostró preocupado, pero Cas no entró en detalles. El castillo y la mayor parte del reino estaban en manos de Olso; su prima lo odiaba, sus padres habían muerto, Em se había ido y quizá nunca volvería a verla.

No quedaba mucho que decir.

—Confirmamos que el gobernador de la provincia del sur murió en el ataque al castillo —dijo Galo—, pero su hija no, y está aquí. Violet Montero. Me encontró esta mañana y pidió hablar contigo.

—¿Está aquí? ¿Cuándo llegó?

—Igual que tú, al parecer. Estaba con el personal y al principio nadie lo notó. Ha estado enferma.

—¿Ya está mejor?

—Sí.

La fortaleza surgió imponente frente a ellos y Cas se paró sobre una pila de ladrillos en el jardín frontal. Algunas partes de la muralla habían caído cuando atacaron los ruinos y los guerreros, y ésta seguía dañada. Pasaría un buen rato antes de que fuera completamente reconstruida. Detrás de la muralla estaba el Fuerte Victorra, una pila de ladrillos cuadrada, prácticamente sin ventanas, que Cas había llegado a aborrecer.

—Tal vez esté ahora en el comedor, si quieres verla —dijo Galo—. Puedo ir a buscarla.

—No te molestes, iré yo. ¿Les confirmas a las dos consejeras que llegaron anoche que nos reuniremos en una hora?

—Por supuesto —dijo Galo, y salió corriendo.

A esas alturas, Cas debería haber elegido a un asistente personal. Galo era el capitán de su guardia, no su mandatario, y se sentía culpable de hacerlo cumplir las dos funciones.

Pero el Fuerte Victorra no era como el castillo de Lera. No había suficiente personal y Cas tenía que hacer muchas cosas él mismo. Ya no tenía todo un equipo a su servicio.

Un soldado abrió el portón de la fortaleza al verlo acercarse; Cas murmuró un agradecimiento y entró.

Parpadeó mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

De la entrada al gran vestíbulo unos faroles flanqueaban el muro, pero hacían muy poco para alegrar el lugar.

En la fortaleza, los primeros días tras el ataque habían sido tranquilos pero pronto, después de que los guerreros de Olso tomaran el castillo y las ciudades del norte, empezó a llegar gente de todo Lera. Ahora la pequeña edificación estaba a reventar, con las bibliotecas y áreas comunes convertidas en dormitorios. Varias personas estaban bajando por las escaleras a su izquierda en ese momento, y se quedaron paralizados cuando lo vieron. Él fingió no darse cuenta.

Atravesó el vestíbulo y entró a la pequeña habitación anexa a la cocina. Muchos huéspedes se reunían ahí cada mañana, así que se le dio el nombre de desayunador. Había varias mesas redondas dispersas, con hombres y mujeres sentados. No tenían mucha comida, pero había alubias y pescado.

Cuando entró, la gente lo miró y guardó silencio. Se dio cuenta de que no sabía cómo era Violet.

—Necesito hablar con ¿Violet? —salió en forma de pregunta; no había aprendido a hablar como su padre, como si cada frase fuera una orden.

Se levantó una joven delgada con un sencillo vestido negro. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño, con lo que se acentuaban sus pómulos y sus grandes ojos negros. Parecía cansada, pero sonrió. Le resultó ligeramente familiar.

—Soy yo, su majestad.

A pesar de su baja estatura, su voz atravesó sin dificultad la habitación. Caminó hacia él.

El carro. Lo habían subido a un carro con su personal la noche en que murió su padre y fue tomado el castillo. Por eso la conocía. Ella lo había ayudado a escapar.

—Te conozco. “Cuidado, puedes pincharte con las astillas” —repitió lo que ella dijo cuando lo ayudó a escaparse por una abertura en el carro.

—Sí, era yo, su majestad —dijo soltando una risa avergonzada.

Todos los miraban fijamente; Cas giró sobre los talones y le hizo a Violet un gesto para que lo siguiera.

Adentro no había sitio alguno donde pudiera tener una conversación privada sin sentirse incómodo, así que la condujo afuera, a la parte trasera de la fortaleza. A la edificación seguía faltándole un fragmento del muro posterior desde que un ruino lo destruyera. Caminaron hasta donde nadie pudiera oírlos. A su izquierda había algunos trabajadores ocupándose del jardín, pero no estaban lo suficientemente cerca para escuchar.

—Supe que estuviste enferma —dijo Cas.

—Sí, las condiciones del carro eran...

—Terribles —dijo él sintiendo una fuerte sensación de culpa. Al final, había conseguido salvar al personal al que había dejado abandonado en el carro, pero le tomó varios días. No podía imaginar cómo había sido estar atrapado tanto tiempo en ese carro caliente donde faltaba el aire. No sabía cuántos habían muerto, pero eran demasiados.

—Nunca tuve oportunidad de darle las gracias por habernos salvado —dijo ella—. Sabemos que Jovita quería que nos dejara ahí, y todos apreciamos lo que usted hizo por nosotros.

—Por supuesto. No podía abandonaros ahí.

—Sí, sí habría podido —le hablaba mirándolo a los ojos—. No me he presentado como se debe. Violet Montero. Mi padre era gobernador de la provincia del sur.

—Eso oí. ¿Por qué en el carro no me dijiste quién eras?

—No parecía importante. ¿Qué habría hecho usted con esa información?

No le faltaba razón. Él a duras penas podía pensar con claridad encerrado en esa caja de madera con ruedas. Su padre acababa de morir y aún no se había recuperado de lo de Em. Violet podría haberle dicho que le habían brotado tres cabezas y quizás él sólo se habría encogido de hombros.

—Aquí hay gente que me conoce —dijo ella—, por si quisiera usted confirmarlo.

—Sí, quisiera hacerlo. Se entiende, ¿verdad? —Después de que Emelina se había hecho pasar por la princesa de Vallos y por su prometida, probablemente nunca más volvería a tomar por cierta la palabra de alguien en lo relativo a su identidad.

—Se entiende, sí.

—¿Por qué no nos conocimos en el castillo? —preguntó él.

—Yo acababa de llegar cuando atacaron. Iba a asistir a la boda, pero mi abuela estaba enferma y yo la estaba cuidando.

—Lamento mucho lo de tu padre —dijo él.

—Lo del suyo también.

—¿Tu madre aún vive? —preguntó con un nudo en la garganta mirando fijamente a un punto detrás del hombro de ella.

—No. Murió hace algunos años.

—¿Eres la hija mayor?

—La única.

—Entonces tú heredaste la provincia del sur —pretendía que las palabras sonaran a felicitación, pero salieron cansadas. Se preguntaba si a ella le haría tanta ilusión heredar la provincia del sur como a él el trono.

—Así es. Supe que pronto se reunirá usted con unos consejeros. Creo que yo debería estar entre ellos.

—Deberías, sí. El sur es la única provincia que Olso aún no toma bajo su poder.

—Es cierto —dijo orgullosa.

Un fuerte viento pasó barriéndolos. Violet se cubrió el pecho con los brazos; su vestido se agitaba con el frío soplo del aire, pero no tembló a pesar de que debía estarse congelando.

—¿Ya hablaste con Jovita? —preguntó él con tacto.

—No, su majestad.

—Puedes decirme Cas y hablar sin reverencia —él no dejaba que nadie más que Galo y Jovita le dijeran Cas, pero sabía lo importante que era esta muchacha. La necesitaba como aliada, como amiga. Echó una mirada a la fortaleza y dio un paso hacia ella—. Si Jovita trata de hablar contigo, sobre lo que sea, ¿me avisarás?

Violet frunció el ceño.

—¿Pasa algo?

—No. Mi prima en este momento no me aprecia mucho. Quisiera saber si puedo tenerte de mi lado si hace falta.

—Ya estoy de su lado, su... Cas.

Al menos alguien lo estaba.

—Gracias, Violet.

Venganza

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