Читать книгу El teatro de Sam Shepard en el Nueva York de los sesenta - Ana Fernández-Caparrós - Страница 10

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Introducción

Sam Shepard en Nueva York: un encuentro diferente con la imaginación escénica

Humor was the furthest thing from my mind. It wasn’t to make them laugh. It was only for the thrill of having a relationship with them outside the ordinary. A different kind of encounter.

Sam Shepard, Motel Chronicles

En Motel Chronicles, el libro de relatos autobiográficos publicado por City Light Books en 1982, aparece un texto breve en el que Sam Shepard habla de su sonambulismo en la niñez y de las consiguientes reacciones que esa condición provocaba en su familia. Los paseos nocturnos eran bastante frecuentes y Shepard recuerda cómo reía cuando, por la mañana, sus padres le contaban dónde lo habían encontrado la noche anterior, a pesar de que su padre siempre mostraba una cierta reserva ante estas andanzas nocturnas. Una noche lo descubrieron dormido en la bañera y esto ya empezó a preocuparles porque, como comenta el autor, les resultaba una extravagancia, una chifladura. Con el paso del tiempo, la curiosidad que le causaba este deambular nocturno, imposible de recordar al día siguiente, fue tan enorme que Shepard decidió armarse de coraje y fingir un episodio de sonambulismo con el fin de poder sentir lo que ocurría otras noches. El relato es muy cómico y cuenta con gran detalle el paseo hecho con los ojos bien cerrados por todo el pasillo hasta llegar al lado de la habitación de sus padres, que estaban ya observando a su hijo por la puerta entreabierta, y que, en cuanto lo vieron coger el teléfono y empezar a murmurar algo incomprensible, lo llevaron a empujones por el corredor y lo metieron otra vez en la cama, ordenándole que no volviera a moverse de allí, pues la situación no les resultaba nada graciosa. Es entonces cuando el narrador del relato confiesa que su intención estaba bien lejos de provocar una situación cómica, y que lo único que buscaba era sencillamente un encuentro diferente, otro tipo de encuentro generado por el deseo de tener con sus padres una relación fuera de lo ordinario: “the thrill of having a relationship with them outside the ordinary” (1982, 19).

Estas reflexiones originadas por un recuerdo de la infancia podrían perfectamente erigirse en una descripción de lo que ha definido también, en gran medida, el teatro de Sam Shepard desde la década de los sesenta: la concepción de situaciones dramáticas que propiciasen un encuentro diferente con el público. Encuentros capaces de generar unas relaciones entre los personajes alejadas de las convenciones del teatro comercial, pero capaces también de trascender la familiaridad misma de las relaciones cotidianas. Encuentros que, como el paseo nocturno del pequeño sonámbulo impostor de Motel Chronicles, buscan un acercamiento y una exploración de aquellos estados que, como el acto de soñar, de fantasear, o de dejarse llevar por ensoñaciones, pese a ser efectivamente vividos, nos pasan a menudo desapercibidos –ya sea por no poder ser conscientes de ellos o por ser tan habituales que apenas les prestamos atención.

El presente libro quiere ofrecer una lectura crítica de las primeras obras de Shepard fundada sobre esta premisa y concepción de su teatro como un tipo de encuentro dramático diferente y extraordinario –entendiendo este término en su sentido etimológico como algo fuera de lo ordinario. Si la obra dramática de Sam Shepard ocupa un lugar preeminente en la historia del teatro estadounidense de la segunda mitad del siglo XX es porque consiguió llevar a cabo ese proyecto de transgresión de las convenciones escénicas que fue el ideal de toda una generación de creadores que empezaron sus carreras en la década de los sesenta –unos ideales que las palabras de Joseph Chaikin citadas al comienzo del libro expresan con precisión y lirismo. Pero también porque paulatinamente llegó a convertirse, además, en una obra capaz de traspasar las fronteras existentes entre los circuitos alternativos y el teatro comercial hasta llegar a interesar a audiencias amplias y ser reconocida como una obra merecedora de pertenecer al canon literario estadounidense: un trabajo teatral, en definitiva, que ha sabido encontrar una posición difícil de lograr entre los márgenes y el centro.1 Si esto es innegable, no es condición suficiente para considerarla una de las obras más importantes y de mayor influencia en el panorama contemporáneo norteamericano. Dónde reside la originalidad de Shepard es una de las cuestiones que más ha preocupado a la crítica académica, sobre todo desde que, a raíz de que Buried Child recibiera el premio Pulitzer a la mejor obra dramática de 1978, Shepard fuese consagrado como la gran figura del teatro nacional en Estados Unidos en la década de los ochenta.

La obra temprana de Shepard es una obra prolífica, intuitiva y extravagante que ha recibido menos atención crítica que las obras más cercanas al realismo que consagraron definitivamente al dramaturgo desde finales de los años setenta. Se trata de textos de juventud, breves y a menudo excesivos en el modo en que radicalizan sus propios recursos. Como son también muy heterogéneos y muestran una notoria anarquía compositiva, en general se ha obviado el modo en que, pese a sus imperfecciones, se erigieron en una base más coherente de lo que parece a primera vista con la que el joven escritor llegó a definir una poética propia. El autor ha señalado que se trata de obras que no pueden comprenderse si no es en referencia al contexto específico en el que fueron creadas, y efectivamente son representativas de esa nueva dramaturgia creada en el Off-Off-Broadway neoyorquino. De ahí el propósito de leerlas dentro de ese contexto y, además, dentro de ese otro marco más amplio que las define, la transformación imaginativa de los años sesenta en Estados Unidos, para sugerir también que estos textos muestran muchas de las idiosincrasias de lo que en la época se denominó la contracultura y la emergencia incipiente de una cultura juvenil. Más allá de esta necesidad de tomar en consideración el modo en que estos textos establecen un diálogo con el entorno en el que fueron creados, existe no obstante una necesidad de poner sobre ellos una diligencia crítica mayor de lo que suele ser habitual,2 de romper en definitiva con una tendencia antinterpretativa que, al dar por hecho que la obra de Shepard se resiste a ser clasificada dentro de los parámetros estilísticos de una única corriente (realismo, teatro del absurdo, expresionismo, modernismo, posmodernismo), convierte este presupuesto en una ocasión para no someterlos a un escrutinio más severo.

Escribir sobre la obra teatral de Shepard no es tarea fácil. La fascinación que produce su figura pública –el cowboy introvertido y atormentado que se muestra tanto como un macho o como un tímido galán, y que se ha movido sin cesar entre la alta cultura y la cultura popular como dramaturgo, escritor de relatos, músico, director teatral, guionista y director de películas propias, guionista de emblemáticas películas ajenas (Zabriskie Point, Michelangelo Antonioni, 1970; Paris, Texas, Wim Wenders, 1984) y actor de cine y televisión en más de medio centenar de producciones– ha llevado a menudo a una exaltación desmesurada de su talento, a una mitificación de su persona y su obra. Cincuenta años después de que el autor estrenara sus primeras piezas teatrales en un acto y se consagrara paulatinamente como uno de los dramaturgos más interesantes del panorama contemporáneo, existe una bibliografía crítica muy extensa que ha contribuido enormemente a comprender su teatro y a reflexionar acerca del modo en que opera, un teatro que decididamente pone un énfasis mucho mayor en ocasionar un impacto emocional y visceral sobre el espectador que en revelarle certezas de forma autocomplaciente. Hay numerosos volúmenes en inglés que ofrecen una visión panorámica de su obra dramática, entre ellos: Sam Shepard (DeRose 1993), Sam Shepard and the American Theatre (Wade 1997), The Theatre of Sam Shepard: States of Crisis (Bottoms 1998) o los más recientes Sam Shepard: A Poetic Rodeo (Rosen 2004), Dis/Figuring Sam Shepard (Callens 2007); así como varias colecciones de ensayos, como American Dreams: The Imagination of Sam Shepard (Ed. Bonnie Marranca 1981), Rereading Shepard (Ed. Leonard Wilcox 1993), The Cambridge Companion to Sam Shepard (Ed. Matthew Roudané 2002); varias biografías y más de dos centenares de artículos en varias lenguas publicados en revistas científicas. La necesidad de seguir investigando en un universo teatral complejo y fascinante sigue vigente, pues todavía pervive la percepción crítica de que Shepard es un autor “difícil de entender”, como afirma Crank en su reciente Understanding Sam Shepard (2012, 1). La obra de Shepard no es difícil en sí misma: lo que resulta complejo es encontrar parámetros interpretativos únicos con los que poder abarcar piezas teatrales tan dispares formalmente entre sí. Su propia resistencia a ser fácilmente clasificadas multiplica los puntos de vista desde los que pueden ser leídas, corroborando su riqueza. En cierto modo, es posible que sigan teniendo cabida las palabras con las que Richard Gilman comenzaba hace ya años su introducción al volumen Plays: 2: “Not many critics would dispute the proposition that Sam Shepard is our most interesting and exciting American playwright. Fewer,

El interés por indagar con rigor y desde nuevas perspectivas en la originalidad del dramaturgo nacido en Fort Sheridan (Illinois) en 1943, se funda aquí sobre el convencimiento de que dicho proyecto no depende tanto de identificar las idiosincrasias del peculiar estilo shepardiano, que fueron detectadas por varios críticos desde el estreno de las primeras obras, sino más bien de interrelacionar entre sí sus distintas peculiaridades y reflexionar sobre ellas de un modo más exhaustivo y más amplio de lo que es habitual. Movido por un espíritu similar al de Vázquez, el siguiente volumen también pretende contribuir a ampliar la percepción crítica de la obra de Shepard, pero desde una perspectiva más específica y delimitada a un período que es crucial para comprender la obra del dramaturgo. Hay varios libros, si bien son escasos, que abordan temáticas concretas en la obra de Shepard, como por ejemplo el volumen de Taav, A Body Across the Map: The Father-Son Plays of Sam Shepard (2000). Ninguno hasta hora se ha ocupado de ahondar en su intuitiva y compleja presentación y exploración sobre el escenario de la capacidad imaginativa del ser humano. Ésta emergió desde sus primeros textos a través la imaginación narrativa de unos personajes cuya irrefrenable pasión por fantasear se convierte en su principal acción sobre el escenario: por ello podemos referirnos a su acción dramática primordial como su “acción imaginante”, el término usado por Bachelard para referirse a la función poética de la imaginación no tanto como la facultad de crear imágenes, sino de alterarlas, cambiarlas y unir unas con otras inesperadamente.3 El análisis aquí presentado de las diferentes estrategias con las que la acción imaginante fue intensamente escenificada y explorada con libertad nos lleva a vislumbrar en la obra dramática de los sesenta los fundamentos de toda una poética teatral de la imaginación en el teatro de Sam Shepard.

Lo que más llamó la atención del teatro del joven dramaturgo con el estreno de sus primeras obras en el Off-Off-Broadway neoyorquino fue su original uso del lenguaje, de una retórica intensamente visionaria,4 así como la creación de unos personajes tan indefinidos psicológicamente como fascinantes por el modo en que se embarcan en trepidantes monólogos narrativos. No cabe duda de que la exuberante elocuencia discursiva de muchos de los personajes shepardianos, que llegaría a su máxima expresión en ese texto teatral sin parangón en creatividad lingüística que es el duelo entre las estrellas de rock Hoss y Crow en The Tooth of Crime (1972), es uno de elementos más atrayentes del teatro del dramaturgo. Los estallidos logorréicos de estos personajes despertaron interés entre críticos y espectadores, pero al rastrear la bibliografía producida desde el ámbito académico en torno a la obra de Shepard, es sorprendente advertir que no se haya llevado a cabo apenas ninguna tentativa de analizar y reflexionar en profundidad no sólo acerca de lo que estos monólogos narrativos son en primera instancia, actos de imaginación, sino también sobre las múltiples transformaciones del espacio dramático posibilitadas por la utilización escénica de la acción imaginativa de unos personajes que son fantaseadores compulsivos.

En sus Seis propuestas para el próximo milenio –las conferencias que habría de haber pronunciado en la Universidad de Harvard en 1985 y que serían publicadas póstumamente– Italo Calvino argumenta que si había decidido incluir la “visibilidad” como uno de los valores literarios cuya pervivencia debía promoverse en el siglo XXI, era por la sospecha de que la imaginación individual, la facultad humana fundamental de pensar y de enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados, corría serio peligro en la llamada civilización de la imagen. Por ello, el escritor pensaba en la necesidad de promover una suerte de pedagogía de la imaginación que nos habituara a “controlar la visión interior sin sofocarla y sin dejarla caer, por otra parte, en un confuso, lábil fantaseo, sino permitiendo que las imágenes cristalicen en una forma bien definida, memorable, autosuficiente, «icástica»” (Calvino 95). La obra dramática de Shepard no llega a proponer explícitamente una pedagogía de la imaginación, pero revela, no obstante, una honda preocupación por esa facultad humana única que es la visión interior y por la capacidad del escritor de crear una retórica visual. En 1977, en un artículo publicado en The Drama Review (TDR) titulado “Visualization, Language and the Inner Library”, Shepard, al igual que Calvino, haría hincapié no sólo en la importancia primordial del proceso de visualización a la hora afrontar el proceso creativo en su faceta como escritor, sino en su deseo explícito de usar las palabras como herramientas de imaginería en movimiento: “Still the power of words for me isn’t so much in the delineation of a character’s social circumstances as it is in the capacity to evoke visions in the eye of the audience […] Words as living incantations, not as symbols” (Shepard 1977, 53).

Uno de los aspectos más interesantes de las narrativas figurativas de las obra de Shepard y de su talento para dirigir a los espectadores hacia visualizaciones mentales muy vívidas es que acredita muchas de las teorías sobre visualización enmarcadas dentro del giro pictórico que se produjo en los estudios literarios en la década de los noventa. Entre ellas, es oportuno tomar en consideración las reflexiones de Elaine Scarry en “On Vivacity: The Difference between Daydreaming and Imagining-Under-Authorial-Instruction” (1995), no sólo porque permiten describir con mayor precisión el talento de Shepard como escritor, sino también porque tienden un puente hacia el aparato crítico que se ha querido privilegiar en este libro para evaluar la obra temprana del dramaturgo estadounidense. El artículo de Scarry se ocupa de intentar demostrar la superioridad de lo que ella denomina las artes verbales en el proceso de visualización llevado a cabo durante el acto de lectura, frente al proceso similar de proyección de imágenes mentales en las ensoñaciones cotidianas. O, dicho de otro modo, dado que el lenguaje verbal de la narrativa carece de contenido sensorial, cómo la “mímesis perceptiva” (2) propia del acto de imaginar llega a menudo a aproximarse a la percepción real y, por lo tanto sensorial, de las cosas, bajo las “instrucciones verbales” de grandes poetas y, sobre todo, de los grandes novelistas. Habitualmente decimos de las imágenes en las novelas que representan la realidad y por ello son miméticas. Pero, como sugiere Scarry, la mímesis no está tanto en ellas sino en nuestra capacidad de visualización de las mismas. Así, por ejemplo, al leer Wuthering Heights (1847) de Emily Brönte e imaginar el rostro de Catherine somos los lectores quienes ejecutamos el acto mimético de ver su cara; del mismo modo, al imaginar la ráfaga de viento azotando los páramos, somos nosotros quienes ejercemos el acto mimético de oír el viento:

Imagining is an act of perceptual mimesis, whether undertaken in our own daydreams or under instruction of great writers. And the question is: how does it come about that this perceptual mimesis, which when undertaken on one’s own is ordinarily so feeble and impoverished, sometimes when under authorial instruction so closely approximates actual perception (Scarry 3).

Si, como veremos, el lenguaje verbal de los monólogos de Shepard parece confirmar la teoría de Scarry de que la estrategia para alcanzar viveza imaginativa consistiría en dar una serie de instrucciones al receptor reproduciendo las estructuras de la percepción, y duplicando en cierto modo el sentido de lo dado que éstas tienen, lo que nos interesa por ahora es la insistencia no sólo en la capacidad humana de crear y re-crear imágenes mentales, la imaginación, sino también ese vínculo inextricable que preocupa a Scarry, y a Shepard, entre retórica y visión, entre palabras e imágenes. Shepard encaja perfectamente en la categoría de escritores sensoriales establecida por la profesora de la Universidad de Harvard, y no es desacertado recordar que, pese a que el teatro se escribe para ser representado y sólo sobre el escenario los textos articulan plenamente todo su sentido, también pueden ser leídos: ya en 1967 cinco de los textos teatrales escritos por Shepard durante los tres años previos fueron publicados por Bobbs Merrill, constatando su naturaleza literaria. Sin embargo, lo que resulta más interesante de los monólogos narrativos del primer teatro de Shepard es la paradoja radical que presentan respecto a las distinciones establecidas por Scarry debido, precisamente, a su naturaleza teatral: es decir, por el hecho crucial de tomar vida en el teatro. Por una parte, los monólogos visionarios de los personajes fantaseadores, enmarcados dentro del artificio de la representación teatral, muestran la agudeza de la viveza imaginativa del lenguaje poético pero, por otra parte, son también una escenificación del acto de dejarse llevar por la fantasía, por la ensoñación cotidiana. Esta última, según Scarry, está caracterizada por “faintness, twodimensionality, fleetingness, and dependence on volitional labor” (22). Sin embargo, para los espectadores de las primeras obras de Shepard, el mero acto de los personajes de visualizar otras realidades queda muy alejado de esa concepción insípida de la ensoñación, pues se convierte en una auténtica aventura imaginativa, vital y estética. En otras palabras, en el teatro de Shepard, la ensoñación (daydreaming) y la instancia a imaginar bajo las instrucciones del autor (imagining-under-authorial-instruction), al ser percibidos en conjunción, convierten la capacidad de imaginar en una facultad fascinante.

Desde sus primeras obras, como Chicago (1965), Icarus’s Mother (1965) o Red Cross (1966), Shepard estaba trasladando al teatro el talento de los grandes narradores para evocar imágenes vívidas, creando así eventos teatrales poco corrientes debido a su sobrecarga narrativa, que ponderaba entonces la mímesis perceptiva de la imaginación mucho más de lo que suele ser habitual en la dramaturgia realista. La cuestión sobre la que apenas se ha inquirido críticamente es sobre el modo en que esto se articulaba en escena: a través del exceso imaginativo de unos elocuentes personajes. Chicago puede que sea la obra en la que la escenificación de la acción imaginante pura es más hiperbólica y más evidente. Cómo se llevaba a cabo esa representación es crucial, porque no se trataba de una sofisticada representación de las fantasías del protagonista. Shepard se arriesgó a lo que es casi una osadía en términos de acción dramática, haciendo que Stu narrase sus extravagantes fantasías sin salir de una bañera, y que todo el evento dramático consistiera y girase en torno a ese relato dramáticamente estático. Lo que durante unos cuarenta minutos se mostraba a los espectadores era sencilla y llanamente a un joven fantaseando en voz alta y, por lo tanto, a lo que se les invitaba, en el teatro, era a compartir e imaginar ellos mismos las fantasías de Stu. Someter a los espectadores a un proceso de visualización inusual en el teatro, propio más bien de la narrativa, cautivó a varios críticos teatrales en los sesenta, aunque un análisis crítico pormenorizado de las implicaciones de esta predilección no se llevó a cabo hasta la década de los noventa, cuando se publicó el libro de Deborah Geis Postmodern Theatric(k)s: Monologue in Contemporary American Drama, que contiene un extenso capítulo dedicado al análisis y a la evolución de las formas monológicas en la obra de Shepard. Puesto que el lenguaje dramático de seductora evocación ya ha sido objeto de análisis crítico, el propósito de este libro es complementar y ampliar la literatura existente poniendo un mayor énfasis en algo cuya importancia parece haber pasado desapercibida: que aquello que estas obras estaban mostrando con tanta inmediatez y sencillez en escena era la capacidad de imaginar, con todo su potencial y todas sus limitaciones, y que el hecho de que el teatro de Shepard creara desde sus orígenes un encuentro diferente con la audiencia se debe, en gran medida, precisamente, a su interés por la imaginación de sus personajes y su consecuente escenificación.

Una mirada panorámica a la obra de dramática de Sam Shepard desde 1964, año en que se estrenaron sus primeras obras, nos permite percatarnos de la recurrencia en crear personajes construidos y definidos no por lo que hacen o por lo que piensan, sino por lo que visualizan, por lo que imaginan, por lo que sueñan: se trata de unos personajes que son, esencialmente, fantaseadores y soñadores. Aunque pudiera parecer que la preferencia por el placer de las ensoñaciones imaginativas es característica solamente de los fantaseadores/narradores compulsivos de las obras de la década de los sesenta, una lectura atenta permite corroborar que su obsesión por lo que diversos personajes en varios textos posteriores denominan como “[to] dream things up” 5 se perpetuaría como uno de los motivos recurrentes de la dramaturgia de Shepard. Como explica indignado el personaje recluido en su mansión, Henry Hackamore, a su sirviente Raul en la obra de 1978 Seduced – cuando este último intenta convencer al decrépito millonario de que le vendría bien subir las persianas y ver el mundo exterior– no es la decepción lo que mueve su pasión por la visualización y el diseño imaginativo, sino que se trata de una preferencia y, por tanto, de una elección premeditada:

HENRY: I’m always seeing things! The room’s got nothing to do with it. I was seeing things before you were born. Before I was born I was seeing things. I prefer seeing things to having them crash through my window in the light of day. It’s a preference, not a disappointment (Shepard 1984, 238).

La descripción que hace Henry Hackamore de su elección vital puede ser considerada imprecisa, como equívoca era la afirmación de Shepard en el artículo publicado en TDR ya mencionado acerca de su interés por un uso de las palabras para que éstas evoquen visiones “en los ojos” del público, en vez de en su mente. Lo que Henry Hackamore denomina como la preferencia por la visión es una predilección deliberada por la representación imaginativa, por el afán de conceder una posición privilegiada a las imágenes subjetivas surgidas de la interioridad, por la visión imaginada y por lo tanto creada a medida, antes que a la aceptación de la contingencia de lo percibido por los sentidos o de aquello que acontece en la realidad escénica circundante. La que podemos denominar entonces como la preferencia por la visualización o por las figuraciones de la imaginación es extensible, si la entendemos en un sentido amplio, a casi todos los protagonistas del teatro de Shepard. Se trata de una preferencia que pone en entredicho la tradicional distinción binaria entre visión y visualización, entre el orden de lo imaginario y el orden de lo real, y que llama la atención sobre el hecho de que aquello que vemos emocionalmente con los ojos de la mente es tan poderoso e incluso más pujante que lo que realmente llegamos a ver con nuestros propios ojos, en la forja de nuestras creencias: una preferencia cuyas implicaciones ontológicas, epistemológicas, estéticas, éticas y culturales han constituido una indagación recurrente en la dramaturgia de Shepard.

El talento de Shepard para “evocar visiones en los ojos de la audiencia” (Shepard 1977, 53) a través de un lenguaje verbal de extraordinaria vivacidad imaginativa es el modo más visible con el que Shepard inició su exploración intuitiva de la representación escénica de la acción imaginante pero, como veremos, no el único. El interés por la exploración de las imágenes de la interioridad se perpetuaría a lo largo de toda su carrera y al considerar el teatro del dramaturgo en su totalidad nos percatamos, en primer lugar, de que su interés por lo que podemos denominar como la topografía y la iconografía de la imaginación está estrechamente vinculado a la exploración de territorios emocionales. Esta inclinación intuitiva por la exploración y la representación escénica de las múltiples facetas de la vida imaginativa se fue renovando y transformando a lo largo del tiempo: la obra de Shepard es una obra profundamente experimental y la indagación adquiriría múltiples matices y connotaciones con el transcurso de los años, transformándose continuamente. Ella no emerge en todos y cada uno del medio centenar de textos teatrales que componen el corpus shepardiano, pero ha perdurado durante cinco décadas.

La década de los sesenta es el período en el que, si efectivamente podemos argumentar que hay en la obra dramática de Shepard una auténtica poética de lo imaginario, ésta se mostró con más intensidad. El presente volumen se centra en esta primera etapa de la indagación experimental y traza una suerte de genealogía crítica de la exploración y la representación de las formas de la imaginación, tanto lingüísticas, como corporales, visuales o metafóricas. A través de ella se puede apreciar la versatilidad del autor a la hora de renovar la búsqueda de formas simbólicas con las que expresar obsesiones recurrentes. Al usar como soporte crítico teorías contemporáneas de la imaginación presentadas en los capítulos cuarto y quinto –las de Kearney, Bachelard, Ricoeur, Sartre o Castoriadis, entre otras– comprobamos cómo el teatro de imágenes de Shepard estaba trasladando intuitivamente al escenario cuestiones que han preocupado a los pensadores de la civilización occidental desde sus orígenes, y cómo, en definitiva, estas obras corroboraban la naturaleza tremendamente contradictoria y ambivalente de la capacidad humana de imaginar. Si, por una parte, la innovación semántica propia de la acción de imaginar es un modo con el que unos personajes tragicómicos lograban dotar de sentido, al menos momentáneamente, a su precaria existencia, la aventura imaginativa, por otra parte, en su carácter ilusorio, tampoco podía llegar a erigirse en una estrategia dotada de transcendencia. Más allá de ello, la idoneidad de establecer los estudios sobre imaginación como marco crítico para la lectura de estas obras se debe a que es un paradigma cuya mayor virtud es su flexibilidad, su amplitud y su potencial de inclusión. Poner el punto de mira en la acción imaginativa desplegada en escena no sólo no impide, sino que permite incorporar con mucha libertad las aportaciones de la literatura crítica previa, complementarlas y revalorizarlas para además arrojar luz sobre las implicaciones de la acción dramática pura y sobre aquello que une obras aparentemente tan diferentes: su fascinación por el inmenso alcance de la función imaginativa.

Es importante tener en cuenta que Shepard era muy joven cuando llegó a la ciudad de Nueva York en los años sesenta, y que carecía de una formación académica específica para escribir teatro; también sus conocimientos literarios eran erráticos y desorganizados. La primera parte del libro pergeña el contexto sociocultural en el que surgieron estas obras: el auge de la contracultura de los años sesenta en los Estados Unidos, la alternativa al teatro comercial implícita en el movimiento Off-Off-Broadway (OOB), 6 así como la influencia de la escena experimental anterior. De hecho, este entorno tuvo más importancia que un posible propósito, por parte de Shepard, por indagar conscientemente en la actividad de la imaginación, aunque este aliciente, indudablemente, le posibilitó encontrar nuevos recursos escénicos para abrir la escena a lo posible. Shepard estaba creando sus textos intuitivamente, trasladando seguramente a sus personajes su propia pasión por la visualización de las imágenes surgidas del discurso, y afirmando, por otro lado, los valores de su generación, pero en ningún caso desde presupuestos teóricos o desde la pretensión de iniciar a los espectadores en unas determinadas ideas filosóficas o de otra índole.

A partir de la década de los setenta la escenificación de la vida imaginativa de los personajes dejaría de ocupar el centro de la acción dramática, o desde luego, no lo haría con la intensidad con la que lo había hecho en la década anterior. Por ello, cabe preguntarse si efectivamente seguiría siendo una cuestión relevante en la obra del autor. Hay una serie de obras intensamente experimentales y metadramáticas que permiten demostrar que, si bien el interés por la geografía de la imaginación sería, cada vez más, inseparable de otros temas, se perpetuaría como un recurso escénico transmisor de una óptica crítica. Es el caso de la meditación explícita sobre el proceso de creación en la romántica Geography of a Horse Dreamer (1974), obra en la que el hecho mismo de que los sueños de Cody sean motivo de su cautiverio los dota de transcendencia. Esto daría paso a reflexiones cada vez más sofisticadas como las que se plantean en Suicide in B-Flat (1976), en la que la imaginación emerge subrepticiamente como una herramienta epistemológica esencial en la búsqueda y la aceptación de una poética de la posibilidad pareja a la que representa la improvisación en la música jazz (Fernández-Caparrós 2008).

Obras como Geography of a Horse Dreamer, Suicide in B-Flat y Angel City

(1976) son muy diferentes entre sí, pero afines en el modo en que combinaron la reflexión metadramática con meditaciones sobre los procesos imaginativos desde puntos de vista muy diferentes. Por una parte, estas obras recuperan la indagación iniciada a partir de finales de los años sesenta sobre la influencia de las imágenes de la cultura popular y la constatación de la intrusión inevitable de un imaginario colectivo en la imaginación privada del individuo inserto en un mundo dominado por los medios de comunicación de masas. Si en la década de los sesenta los personajes jugaban libremente con sus propias fantasías –ya fuese a través del lenguaje o a través de la encarnación material de sus visiones en el escenario, como sucede en The Mad Dog Blues (1971)– una obra como Angel City plantearía justo lo contrario: la imposibilidad de escapar a la seducción y al control invisible ejercido por las imágenes bidimensionales creadas por la industria cinematográfica y televisiva y, por lo tanto, que la autonomía imaginativa es inconcebible dentro de lo que Fredric Jameson bautizó en 1984 como “la lógica cultural del capitalismo tardío”, en la que, tal vez, la única condición imaginante posible es, en vez de una autonomía imaginativa, una heteronomía imaginativa. Pero tal vez lo que resulta más atrayente de estas obras de los setenta son las reflexiones que generan a partir de su discurso metadramático.

El proceso de autorreflexión llevado a cabo por el dramaturgo sobre su propia obra, iniciado desde el exilio londinense a principios de los setenta, le llevaría a una provocativa experimentación que alteraría radicalmente las estructuras dramáticas convencionales, así como a una apertura total hacia posiciones epistemológicas radicales y transgresoras, típicas, por otra parte, de las narraciones posmodernistas. Lo que este proceso llegaría a plantear entonces es que, tal vez, el sentimiento de libertad para abrir la escena a lo posible propiciado por el juego de la imaginación es sólo efectivo en términos receptivos y dirigido inevitablemente hacia el espectador, pues los personajes dramáticos no parecen ser capaces de aprehender las posibilidades que ofrece esa libertad.

Las obras teatrales de Sam Shepard no son resolutivas, raramente proporcionan la satisfacción autocomplaciente que supone atar todos los cabos de los conflictos dramáticos presentados en escena: plantean muchas más preguntas, a menudo, que las respuestas que son capaces de proporcionar. “Ideas emerge from plays, not the other way round” (1977, 50), asevera Shepard. La exploración iniciada en la década de los sesenta plantea ya cuestiones como si el aunar la viveza figurativa del lenguaje poético y la escenificación del acto de imaginar en su faceta más común pueden producir una alteración subrepticia del potencial de nuestra capacidad de imaginar: si la acción de imaginar es una actividad liberadora para los personajes o lo es solamente para la audiencia. La exploración autorreflexiva llevada a cabo en las obras más experimentales parece apuntar a que tal vez sea sólo en el proceso de recepción donde esta libertad pueda tener un sentido pleno, o al menos, llegar a su máximo desarrollo.

El rumbo tomado a partir de la segunda mitad de la década de los setenta en la representación y la valoración de la actividad imaginativa de los soñadores shepardianos parece confirmar que, en efecto, ésta no sólo era una mera preocupación del dramaturgo sino que Shepard llegaría, con sus obras de los ochenta, si no a adoptar una postura moral sobre ella, sí a la necesidad de cuestionarla de un modo que antes había sido obviado. A partir de la década de los ochenta, y sobre todo con el estreno de A Lie of the Mind en 1985, parece producirse un punto de inflexión en la carrera dramática de Sam Shepard, un cambio que comportaría una transición hacia la necesidad de explorar otros territorios dramáticos, y cuestiones éticas hasta entonces no contempladas. La propensión a fantasear que había distinguido a los personajes masculinos durante dos décadas, no sólo se pondría en cuestión, sino que se intentaría soslayar y juzgar para dar paso a nuevos planteamientos dramáticos. En esta mutación fueron determinantes tanto la aproximación a las convenciones dramáticas del realismo para la exploración de la herencia genética que emergió en las denominadas “obras familiares” del autor –Curse of the Starving Class (1977), Buried Child (1978), True West (1980), Fool for Love (1983) y A Lie of the Mind (1985)– como el importantísimo calado que tendría el deseo de explorar “el lado femenino de las cosas” (Shepard en Rosen 1993, 7-8) y la creación, por primera vez, de personajes femeninos dotados de una voz propia y muy crítica con la imposición de una oprimente mirada masculina. La figura del fantaseador –el narrador compulsivo que en las obras de la década de los sesenta había construido sobre sus ensoñaciones su propia supervivencia– se fue transformando en un “willing fantasist” (Fernández-Caparrós 2014, 261), un fantaseador obsesivo atormentado por creer en imágenes fuertemente connotadas emocionalmente, imágenes que serían finalmente identificadas como “mentiras de la mente”, poniendo un mayor énfasis así en el carácter ilusorio, delusorio y potencialmente dañino de la capacidad de imaginar, más que en su capacidad creativa. Si a partir de A Lie of the Mind se produjo una deflación en la valoración y la exploración de los procesos imaginativos, es importante recalcar también el lirismo con el que el dramaturgo fue componiendo una alternativa para explorar una discreta poética de la conciliación en obras como When The World Was Green (1996), Eyes for Consuela (1998), Ages of the Moon (2009) o la más reciente Heartless (2012).

La poética alternativa a la poética de la imaginación que ha ido emergiendo de un modo sigiloso en la obra de madurez de Shepard no ha tenido y es posible que nunca pueda llegar a tener el impacto de la obra precedente. Esto tal vez se deba a que, previamente, el dramaturgo logró definir su originalidad en el panorama teatral estadounidense y expresar también su intensa americanidad por haber sabido trasladar el ideal visionario de los Estados Unidos al teatro con una intensidad sin precedentes en la tradición dramática nacional. Ralph Waldo Emerson escribió en el siglo XIX en ‘The Poet’: “America is a poem in our eyes….its ample geography dazzles the imagination” (1190). Con su ambición de posesión visionaria de la realidad, los personajes de la obra temprana de Shepard nos deslumbran por el afán poético con el que imaginan ante el público el amplio territorio americano a la vez que despliegan una voluptuosa ‘geografía’ interior. Pese a sus evidentes imperfecciones, sus visiones muestran esa perturbadora agitación estilística que, como argumenta Richard Poirier en A World Elsewhere (1966), caracteriza las narrativas genuinamente estadounidenses, unas narrativas movidas por el deseo de expandir los estados de consciencia, y por la urgencia de crear, como si las fuerzas históricas no fuesen capaces de hacerlo, lugares y espacios en los que morar en libertad. En su abundancia verbal y visual, las primeras obras de Shepard muestran una notoria extravagancia lingüística que, a pesar de su viva anarquía, o tal vez debido a ella, exulta en el ejercicio de la imaginación momentáneamente liberada. En última instancia, la imperfección de estas obras es irrelevante en beneficio del sincero acto de liberación de la consciencia que ponen en movimiento.

1Sam Shepard: Between the Margins and the Centre” es el título de la edición especial de The Drama Review (TDR) dedicada a la figura de Shepard, editada por Johan Callens, con los artículos más relevantes presentados en el congreso homónimo, y el único dedicado íntegramente a la figura de Shepard hasta la fecha, que se celebró en Bruselas en mayo de 1993. Fue organizado por la Asociación de Estudios Americanos de Bélgica y Luxemburgo y la Vrije Universiteit de Bruselas (VUB).

2 En la entrada ‘Sam Shepard’ incluida en el volumen editado por Philip C. Kolin American Playwrights since 1945: a guide to scholarship, criticism and performance (1989), William Kleb llamaba la atención sobre ello: “More critical pressure needs to be put on the texts themselves” (410). Aunque muchas de sus sugerencias acerca de los campos abiertos todavía para la investigación se han llevado a cabo, como la labor de investigación en los archivos de la Mugar Library en la Universidad de Boston, otras, como una mayor atención a los textos, no parecen haber tenido mucha repercusión, y menos aún en lo relativo a las obras tempranas.

3 El término ‘acción imaginante’, usado con frecuencia a lo largo del texto aparece en la introducción titulada “Imagination et Mobilité” de su libro L’air et les songes: essai sur l’imagination du mouvement (Paris: José Corti, [1943]: 1994). En la traducción al español en versión de Ernestina de Champourcin, publicada por el Fondo de Cultura Económica, leemos: “Queremos siempre que la imaginación sea la facultad de formar imágenes. Y es más bien la facultad de deformar imágenes suministradas por la percepción y, sobre todo, la facultad de librarnos de las imágenes primeras, de cambiar las imágenes. Si no hay cambio de imágenes, unión inesperada de imágenes, no hay imaginación, no hay acción imaginante” (Bachelard 1958, 9). El término crítico usado por Bachelard resulta idóneo para la descripción y valoración de la acción dramática de los personajes de Shepard, sobre todo en la primera etapa de su carrera, por poner énfasis en el hecho de que imaginar es una acción, intencional, dinámica y, por lo tanto, productiva –algo que las primeras obras del dramaturgo ponían claramente de manifiesto al convertirla en el centro y el motor de la acción dramática. Si el filósofo francés fue uno de los autores que en el siglo XX con mayor agudeza y radicalidad accedió al universo de lo imaginario para pensarlo desde el ámbito filosófico (cf. Puelles 16-17), su elección lingüística revela también, por otra parte, la “opción hermenéutica que acerca de lo imaginario elabora [Bachelard]. Una opción más ocupada en la caracterización de la función imaginante (en su versión poiética) que en la definición de una facultad” (Puelles 16; cursivas del autor).

4 El término inglés ‘imagistic’ es muy recurrente en el vocabulario crítico shepardiano para describir la particular fecundidad del autor para evocar imágenes muy vívidas a través del lenguaje verbal. El término es empleado por muchos críticos –Stephen Bottoms (1998, 5, 36, 41), William Kleb (1977, 67), Carla McDonough (2002, 39) o por su biógrafo Don Shewey (1997, 12), entre otros. También Shepard usó este adjetivo en la entrevista que le hizo Michiko Kakutani en 1984, para recalcar cómo las narraciones de sus personajes dramáticos se distinguen de los monólogos y de los soliloquios tradicionales: “The stories my characters tell are stories that are always unfinished, always imagistic having to do with recalling experiences through a certain kind of vision. They’ re always fractured and fragmented and broken. I’d love to be able to tell a classic story, but it doesn’t seem to be part of my nature”(Shepard en Kakutani). Indudablemente, todos los autores mencionados usan el término ‘imagistic’ en su acepción más común en la actualidad de aquello que evoca imágenes, entendido en un sentido amplio, y no como un adjetivo que remita específicamente a la corriente poética anglonorteamericana del Imagismo.

5 El caso más conocido lo encontramos en Fool for Love (1983), cuando el Viejo intercepta a Eddie para preguntarle si no es acaso un fantaseador, exclamando: “I thought you were supposed to be a fantasist, right? Isn’t it basically the deal with you? You dream things up. Isn’t that true?” (Shepard 1984, 27). También los personajes de Lee en True West (1980) y Hobart Struther en Kicking a Dead Horse (2007) utilizan exactamente esa misma expresión.

6 Hemos optado por usar dos guiones para referirnos al movimiento Off-Off-Broadway a lo largo del texto, como lo hacen Crespy (2003) y Bottoms (2006), aunque no hay unidad a la hora escribir el término. En las citas de otros especialistas que escriben el término de otro modo, como Smith –quien ha usado tanto ‘Off-Off Broadway’ (1966a) como ‘Off Off-Broadway’ (1966b)– se ha respetado la elección del autor.

El teatro de Sam Shepard en el Nueva York de los sesenta

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