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LAS CADERAS
QUE NOS MINTIERON

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Jorge Comensal

Seis compases idiotas estuvieron a punto de acabar con Esaú, pianista excelso, Mozart veracruzano. El genio muchas veces pudre a quien lo incuba, pero a los veintiséis años de edad Esaú ya había sobrevivido a la maldita bendición de ser niño prodigio. Si pudo madurar sin arruinarse fue gracias al rigor de sus padres, el pastor evangélico y la tecladista autodidacta del Templo Amigos de Jesús en Coatzacoalcos, el galerón mal ventilado donde Esaú mamó las notas musicales. A los siete años ya había triunfado en la Sala Nezahualcóyotl de la Ciudad de México contra decenas de presuntos Wünderkinder y sus respectivos padres, que acabaron corrompidos por la envidia de saber que sus retoños carecían del talento que animaba las manos de ese minúsculo costeño que tocaba los Nocturnos de Chopin como un poseso.

Luego de estudiar en el Conservatorio Nacional, ganar todos los premios juveniles y mudarse a Hamburgo con una beca, Esaú solo aceptó volver a Coatzacoalcos para tocar un infame teclado Yamaha en el funeral de su padre. Acompañó en el duelo a su madre cinco días y huyó de vuelta a Europa, donde estaba por comenzar una gira de conciertos.

Iba en el avión cuando empezó a oír una molesta trompeta en si bemol y una voz gangosa que bramaba, entre otras cosas, ¡Shakira!, ¡Shakira!, nombre que Esaú había oído mentar en la escuela dominical, donde le enseñaron que las caderas de esa cantante sudamericana eran anzuelos de Satanás. Arrellanado en su cómodo asiento de primera clase, Esaú atribuyó el barullo al mal gusto característico de los que viajaban en clase turista, pero el ruido no mermó ni un decibel cuando activó sus audífonos aislantes. Se paró al baño para rastrear la fuente de la molestia, y encerrado en el cubículo pestilente, a solas con su reflejo encorvado y el lavamanos diminuto tuvo que aceptar que el adefesio manaba de sí mismo, de su propia conciencia infectada por el ritmo tosco y pegajoso de esa canción cuyo nombre desconocía.

I’m on tonight... —al aterrizar en Hamburgo— my hips don’t lie —al tomar un taxi— and I’m starting to feel it’s right —el coro era una lamprea de pop caribeño— All the attraction, the tension —buscó la canción en Google— Don’t you see baby, this is perfection —y además de la letra encontró el blog de una fanática ofendida con esa canción, la cual marcaba el comienzo de la decadencia que condujo a Shakira desde la sabiduría precoz de “Inevitable” y la crítica social de “Octavo día” hasta el vacuo “Chantaje” del reguetón.

Al llegar a casa. Esaú trató de purgarse con música dodecafónica —Schönberg a raudales—, pero fue inútil. Tomó un somnífero potente y despertó nueve horas después con el mismo tormento: She makes a man want to speak Spanish...

Pasaron tres días infernales —ni uno solo sin que llamara por teléfono a su madre, que se pasaba el día cantando himnos cristianos—. Temeroso de que Shakira fuera el primer síntoma de un tumor cerebral, acudió al neurólogo. Después de aplicarle una batería de pruebas denigrantes —apriéteme el dedo, saque la lengua, ¿cómo se llama la canciller de la República?—, el médico lo refirió con un psicólogo que resultó ser demasiado sonriente para el gusto de Esaú.

—Mire —le dijo en su alemán sintácticamente perfecto y fonéticamente desastroso, —en quince días toco en Londres y no puedo ensayar con esto adentro.

Sin dar cuenta de la urgencia de su paciente, el psicólogo comenzó a hacerle preguntas sobre su vida personal. Esaú respondía con monosílabos. Cuando el psicólogo Sonrisas inquirió si tenía pareja, con el cuidado de usar una expresión neutra para no presuponer la orientación sexual del paciente, Esaú se limitó a decir que su apretada agenda le impedía sostener una relación sentimental —por supuesto omitió aclarar que era heterosexual y que solía masturbarse inspirado por videos de pianistas atractivas como Khatia Buniatishvili, Hélène Grimaud o la semidiosa, aunque sexagenaria, Martha Argerich; también omitió que sus manos, habituadas a intimar con Steinways y Bösendorfers, desconocían el cuerpo desnudo de una mujer. Tampoco mencionó que su padre había muerto una semana atrás.

—¿Qué te despierta esa canción que escuchas?

—Weiß nicht... —gruñó Esaú.

—¿Qué estás oyendo en este momento? —preguntó Sonrisas con una jovialidad imbécil.

Esaú prestó atención: Cómo se llama / ¡Sí! / bonita / mi casa, / ¡Shakira! Su casa / ¡Shakira!

—Pura tontería.

El psicólogo le pidió que tratara de evocar recuerdos asociados con esa canción, y que los anotara en un cuaderno para comentarlos en su siguiente encuentro. Pasó una semana de estudio frustrado. ¿Cómo iba a tocar el melancólico adagio de Ravel con ese ritmo frenético en la cabeza? And I’m on tonight you know my hips don’t lie... Más de una vez, golpeándose la cabeza contra las teclas del piano, Esaú pensó en darse un tiro, mas no tenía las agallas ni la pistola para hacerlo.

Tomó el teléfono y le llamó a su representante.

—Estoy muy mal —confesó—. Me dio dengue en Coatzacoalcos —mintió—. Cancela el primer concierto.

Desesperado por la perspectiva de perder el contrato que se estaba gestando con la Deutsche Grammophon, apeló al recurso terminal de la homeopatía: curarse por semejanza. Aunque vivía solo, tuvo el pudor de cerrar la puerta de su cuarto antes de encender la computadora, entrar a Youtube y buscar “My hips don’t lie”, cuyo video oficial ya tenía 539 593 209 visitas. Iban a ser 3.38 minutos de suplicio. I never really knew that she could dance like this... Al terminar la canción, el ritmo y la voz nasal de la colombiana no se disiparon. Al contrario: perseveraban más nítidos que antes, fortalecidos. Esaú quería arrancarse la cabeza. Rabió, golpeó, estrelló el vidrio de las partituras que adornaban las paredes. Su pequeña colección de metrónomos antiguos terminó hecha pedazos. Tras la tormenta sacó del fondo de un anaquel de la cocina una botella de tequila que le habían regalado cuando emigró de México jurando que no volvería. Como no tenía caballitos, sacó una taza de café expreso para servirse. Se forzó a beber con encono, imitando a los héroes trágicos del cine. Abstemio consumado, bastaron cuatro onzas de tequila para embriagarlo. La voz de Shakira, teñida por el alcohol, sonaba triste y resbalosa.

Recordó el consejo de Sonrisas. No había nada en su memoria. ¿Qué edad tenía Esaú cuando salió esta porquería al mercado? Wikipedia le informó que el año de lanzamiento había sido 2005, en el volumen dos del disco Oral Fixation. Hizo cálculos embrollados por el alcohol. Estaba por entrar al Conservatorio. Tenía quince años. Se acordó de la fiesta de quince años de su prima Berenice en Coatzacoalcos: el vestido chabacano, el baile con chambelanes vestidos de cadetes, la hora de los brindis empalagosos, el brindis de su propio padre, que aprovechó la ocasión para predicar la palabra del Buen Jesús ante los invitados. Su padre: celoso protestante entre católicos borrachos. Esaú revivió la vergüenza de aquella noche en que odió por igual a su padre y a la concurrencia beoda que se reía de él sin disimulo. Quiso subirse a la tarima, sentarse al teclado y cerrarles la boca con su talento furioso, inducirles pasmo, miedo, reverencia, como lo hacía Glenn Gould ante los auditorios pretenciosos que despreciaban su banquito de enano y su costumbre de tararear a Bach mientras tocaba. Pero aquella noche de alegría veracruzana Esaú permaneció sentado, y en vez de acudir en defensa de su padre clavó la mirada en el plato de arroz con mole y no la alzó hasta que el maestro de ceremonias le arrebató el micrófono al pastor inoportuno y ordenó que siguiera la fiesta. Ruidosos aplausos recibieron a la trompeta mentirosa: I’m on tonight you know my hips don’t lie... Su padre abandonó el escenario, derrotado al ritmo de Shakira, la cantante favorita de la quinceañera, Don’t you see baby, this is perfection...

A Esaú le quedó el pecho adolorido, y a media botella fue al librero por un disco —las Variaciones Goldberg, en la segunda grabación de Gould— y lo puso a todo volumen. Ebrio y lacrimoso, asqueado de su padre, de su prima, de sí mismo, de Hamburgo y del celibato, de ser chaparro y prodigioso, huérfano, ateo y costeño, Esaú se desveló cantando con Glenn Gould, las fugas y contrapuntos de Bach como si fueran rancheras, bebiendo hasta la náusea, el vómito, la bilis, llorando hasta caer exhausto, aplastado por la grandeza de su talento y soledad. Cuando despertó al día siguiente, las caderas de Shakira habían dejado de mentir.

Jorge Comensal (Ciudad de México, 1987). Narrador, ensayista, editor. Autor de Las mutaciones (2017) y Yonquis de las letras (2018). Textos suyos han aparecido en Arquine, Casa del Tiempo, Este País, Nexos, entre otras publicaciones.

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