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FRUTA DE LA PASIÓN

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Nadia Lartigue y Juan Francisco Maldonado

Mientras me acerco a la espesura, siento cada vez más claramente un cambio en la temperatura del ambiente, y poco a poco nuevos olores empiezan a aparecer. La densidad de la vegetación produce un microclima ligeramente más fresco, ligeramente más húmedo, un poco más oscuro, en el que la tierra y los troncos absorben los sonidos. Voy bajando con cuidado, poniendo atención a cada paso que doy sobre la tierra húmeda, o sobre la hierba o las hojas caídas que empiezan a descomponerse. Con mi mano toco la corteza de un árbol delgado que me resulta suave. Mi playera se atora con una rama, la retiro descubriendo un poco mi cintura que alcanza a tocar la rama también. Haces de luz atraviesan en diagonal el follaje para iluminar intermitentemente partes del suelo y de los troncos musgosos de los árboles; me ciegan por momentos mientras sigo internándome entre las plantas. Titubeo. Piso una superficie irregular en el terreno, que me hace cambiar el peso de mi torso sobre mis caderas con cierta sorpresa; en ese momento, una hoja cae deslizándose sobre mi mejilla, mi pecho, y cae al suelo. Poco a poco mi mirada empieza a cambiar de forma, deja de enfocarse en objetos aislados para hundirse en el verdor y la humedad, casi como si quisiera oler también con los ojos. El olfato y el oído son envolventes y vaporosos, la temperatura de mi cuerpo comienza a variar, salen de él sutiles vibraciones que empiezan por la piel, pero las siento hasta los huesos. Entre las plantas, nada deja de moverse nunca: giros, tremores, espirales y caídas actúan todo el tiempo, y al notarlo, noto también las vibraciones de mi propio cuerpo, el penduleo de mis caderas. Los tonos de verde que me rodean también parecen moverme, algunas intensidades de la gama aceleran mi ritmo cardíaco, otras lo alentan. Se escucha el sonido lejano de un pájaro. Un insecto me camina por el brazo. Rozo con mi pierna desnuda el liquen que sobresale de entre un montón de piedras. Doblo mis rodillas para tocarlo con la parte alta de la pantorrilla, lo froto subiendo, vuelvo a bajar, y juego unos momentos a coquetear con él, como si me invitara a un subibaja rítmico y sutil. Una ramita verde y flexible me acaricia el oído. Me sorprende pero lo voy permitiendo de a poquito. Siento mi atención dispersarse gradualmente entre los estímulos vegetales, mis sentidos se agudizan, pero mi cabeza deja de mandar. Todo se balancea a mi alrededor, nada deja de moverse nunca. Una hierba trepadora se enrosca en las ramas más delgadas que cuelgan de un pirul haciéndolas más pesadas. Una telaraña se hace visible al ser atravesada por un rayo de luz que cruza entre las hojas, amplifica los movimientos más minúsculos de las plantas de las que se agarra, como si fuera una bocina amplificando los susurros de Al Green. Sigo el camino de uno de los hilos de la telaraña que se conecta con una suculenta de tonos rosados, una gota de rocío brilla mientras una gota de sudor resbala en la curva de mi espalda. A través de esa microlupa percibo un fragmento de piel detrás de un arbusto, como un espejismo de un cuerpo que, como el mío, se estremece entre plantas borrosas. Desaparece. El olfato rompe la ficción de mi cuerpo unitario: millones de partículas de olores penetran mi nariz cada vez que respiro. Entrecierro los ojos, y a cada inhalación me invade el bosque a oleadas. Noto otros roces, escucho otras respiraciones, intuyo ritmos que se aceleran y como poseída por frecuencias externas, mi cadera se sacude hacia adelante y hacia atrás, mientras mi esternón se abre a las partículas que flotan en el aire. El bosque entero me lame. Siento que, dentro de los muchos ritmos en juego, cada tanto mi cadera se sincroniza con alguno, lejano o cercano: una rama, una hoja, un escarabajo, una espalda. Somos cientos, tal vez miles, y la tierra bajo nuestros pies comienza a vibrar, comienza a sonar. Tonos más bajos, profundos y cavernosos. Tumba la casa, mami. Boom. Boom. Boom. Los culos rebotan al ritmo de la tierra. Sacuden su grasa, hacen chocar sus huesos, sus troncos, sus hojas y sus pieles. Su saliva y su savia. Siento la necesidad de acercar mi pelvis al suelo, primero doblando mis rodillas hasta abajo, agitando mis carnes y dejándome llevar por las caricias de la pesada enredadera. Coloco mi mano delante de mí y empujo el peso de mi cuerpo a una posición sobre tres puntos de apoyo, pronto cuatro, quiero estar tumbada a gatas, retorciendo mi columna. Un murmullo polifónico envuelve el aire. Jadeos, quejidos y zumbidos se entrelazan con el sonido de las hojas agitándose cada vez más febrilmente. Con mi mirada diluida huelo cientos de cuerpos enredados como el mío. Entrelazados por plantas rastreras y musgos iridiscentes. Nos vamos hundiendo entre la espesura. Vamos siendo tragados por la tierra húmeda. Algunos reptan, los troncos parecen más curvos, el tiempo se suspende, los sonidos se ensordecen y se vuelven indistinguibles. Las pieles que me acarician también son indistinguibles. Luces neón parpadean entre los helechos que se agitan. Frecuencias graves y repetitivas hacen retumbar los cuerpos. Las piedras empapadas vibran. Tumba la casa, mami. Sudores luminiscentes polinizan los huecos y las superficies. Mucosas vegetales aspiran el aire cargado de esporas. Genitales multiformes se enredan en los tallos bajos. La oscuridad se vuelve más densa salvo por destellos aleatorios de colores. Emergió la noche de entre las raíces, y las raíces se vuelven monstruosas. Ahí se agitan sombras, se baten fantasmas, y se gozan vapores. Escurren resinas, y se lubrican formas.

Silencio.

La casa ha sido tumbada.

Los cuerpos se atreven.

No existen solos.

Las pelvis al piso.

Es el año[1] del perreo.

Y nos amanecimos...

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Este texto es una narración ficcionada de Tiempo de híbridos desde el bosque cibernético, una pieza coreográfica de cinco horas de duración presentada en contextos agrestes. En esta obra varios cuerpos se desplazan muy lento entre plantas mientras menean sus caderas. Algunas veces el movimiento es lento y curvo, otras, la agitada vibración de las carnes que rodean a las nalgas recuerda a un twerking veloz y energético. Se invita al espectador a deambular entre los múltiples tipos de cuerpos, sumergirse en una micro selva sexual y dejarse permear por un estado lleno de vibraciones en el que no se sabe si se está asistiendo a una fiesta inter-especie de estilo reguetonero-slow motion, o a una orgía de plantas.

Esta obra fue pensada por Nadia Lartigue, Esthel Vogrig y Juan Francisco Maldonado, y es interpretada también por Karina Terán, Mariana Villegas, María Villalonga, Iván Ontiveros y Arely Delgado.

Nadia Lartigue (Ciudad de México, 1980). Coreógrafa, intérprete, docente e iluminadora, egresada del Hoger Instituut voor Dans (Amberes, Bélgica). Forma parte del proyecto internacional de creación colectiva INTERFERENCIAS y del Colectivo AM.

Juan Francisco Maldonado (Ciudad de México, 1985). Es coreógrafo, ensayista y performer. Es autor de la pieza F.U.M.A.R., que desde 2009 se ha presentado en diversos foros del país.

1 chino

Vamos pal perreo

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