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Mary Karr

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«Mientras eres amable, los hombres te protegen. El minuto en que dejas de serlo, empieza la batalla».

Su novela El club de los mentirosos marcó un antes y un después en el género de las memorias en Estados Unidos. Tan cruda y dura como desternillante y conmovedora, recrea su infancia con una madre artista frustrada y alcoholizada, y ella y su hermana Lecia escondiendo las llaves del coche para que no se estrelle, mientras su padre se evade bebiendo con sus amigos, los mentirosos. Se ha traducido al castellano su tercera memoria, que da cuenta de su propio alcoholismo, su cura, su transformación en escritora y su encuentro con una fe que es más fe en el ser humano que en ningún dios. Iluminada es, para Karr, su texto más maduro. Y es un viaje a través de la maternidad, la culpa, la literatura, la caridad y el humor.

En su pequeño, blanco y luminoso apartamento, en el Upper East Side de Nueva York, hay un rincón con cojines: el reclinatorio donde reza a diario. Karr es diminuta: se diría que poco más de cuarenta kilos de fuerza, gracia y desvergüenza que, con sesenta y cuatro años, mantienen la cara de la niña despierta que fue. El escritor Samuel Jackson dijo que nuestra cara habla por nosotros. Pero ella protesta: «Tengo mucho mejor aspecto del que merezco». También dice que está sola y que es más feliz que nunca. No elude ningún tema: ni sus adicciones ni su noviazgo con David Foster Wallace. Ha hecho scones, no como quien prepara el té de las cinco, más bien como quien se los come a mordiscos en el parque: los unta directamente en la mantequilla.

¿Qué le dio el valor de rebuscar en una infancia tan difícil?

Necesitaba el dinero. Acababa de divorciarme. Tenía un niño de cinco años y no tenía coche.

Su primer libro marcó un antes y un después en el género de las memorias por esa franqueza. ¿Solo se aporta desde la sinceridad?

Lo que conmueve no tiene por qué ser verdad. Muchas mentiras venden libros. Pero al mentir, cierras la puerta de la verdad. Puedes pensar que mientes en un detalle insignificante. Pero esa elección afecta al todo porque tu mente siempre busca la historia más bonita.

¿Tuvo que luchar para no embellecer su infancia?

Uy, no. Si uno crece en una familia de alcohólicos, sabe que mienten todo el rato. En plan «Ne stoy brrascha» (imita). ¿Sabes? Eso, de niña, me volvía loca. Luego, cuando salí al mundo, estaba tan deprimida, herida y atrapada que empecé terapia con diecinueve años.

En Iluminada explica cómo un profesor la ayudó.

Ese profesor no me dijo que necesitaba ayuda, me la buscó. Él y su mujer se inventaban trabajos tontos para poder pagarme y que yo pudiera ir pagando la terapia. Así empecé a cambiar mi vida. Me costó, pero esa terapeuta me dijo que tenía que ir a ver a mi madre y preguntarle por qué había intentado matarme con un cuchillo. Hasta entonces creía a mi madre a pies juntillas cuando decía que si no tuviera hijos, sería más feliz. Claro que no lo hubiera sido.

La maternidad puede ser una opresión.

Por supuesto. Los hijos son vampiros, te chupan la sangre. La chupamos cuando somos hijos. Pero tuve un hijo. Y entonces es cuando te das cuenta de cómo ha sido tu madre. De lo bueno y de lo malo. Yo no tenía ni idea de cómo ser madre, carecía de cualquier referencia.

¿Su hermana, tan resuelta, no la ayudó?

Mi hermana se casó con un tipo del Ku Klux Klan y yo tenía un novio negro. La última vez que la vi, me tiró un secador de pelo a la cabeza. Se parecía mucho a mi madre, aunque nunca bebió. Fui a terapia durante años. Pero lo que me curó fue dejar de beber.

¿Por qué empezó a leer memorias tan temprano?

Creo que porque no sabía cómo ser una persona. No sabía cómo vivía la gente en el mundo. Intuía que lo que hacíamos nosotros era raro y equivocado. Tampoco sabía cómo convertirme en escritora.

Pero sabía que quería serlo.

Solo tenía a los libros.

Y se los debe a su madre.

Sí. Era tan lista…

Tan lista que siendo alcohólica, hereda y se compra un bar…

Le diré algo. Mi madre era tan competente, tenía una mente fuera de serie y habilidad extraordinaria para dibujar o construir una casa, pero la maternidad es escribir con una mano y hacer la comida con la otra en buena parte por tu propia autoexigencia, no porque nadie espere tanto de ti. Eso es enloquecedor. Nos educan con esa autoexigencia.

¡No a usted!

La sociedad lo hace. Cuando tu casa no funciona, buscas referencias fuera. Las chicas jóvenes nos van a sacar de ese círculo vicioso.

¿Teme que el movimiento #MeToo se convierta en una moda?

Le voy a decir lo que pienso. Me siento en mi despacho de catedrática y cada semana una joven entra para decirme que ha sido o fue violada. Llevo treinta años dando clase y esto ha pasado siempre. Tenemos una idea metida en la cabeza: las mujeres no tienen poder, usan el sexo para conseguir favores de hombres poderosos y luego se arrepienten o avergüenzan y culpan a los hombres. Ese es el punto de vista masculino. Mientras eres amable, los hombres te protegen. El minuto en que dejas de serlo, empieza la batalla. Y vas a perder. Cuando me gradué en Princeton con veintitrés años, el director del programa se puso ante la puerta de su despacho para que no saliera. No me tocó, pero se humilló contándome que había sido gordo, que las chicas no le hacían caso y que en el instituto no fue a la fiesta de la prom, todo para que me acostara con él. Le dije que yo había sido flaca y rara y que todo eso no importa. «Te has follado a todos esos», gritó. Estuvo cuarenta y cinco minutos sin apartarse de la puerta. Le dije: «Va a tener que venir aquí y violarme, pedazo de cerdo». Al final decidió que estaba loca. Lo peor llegó luego. Les dijo a los profesores que me había pedido en matrimonio y me había burlado de él.

En Princeton.

Sí. Las profesoras le creyeron. Mis estudiantes negros se quejaban de que les pedían el carnet. Decían que tenían miedo de que los mataran. Y yo le restaba importancia, «¿y qué más?». Me equivocaba. Nuestra generación de feministas se equivocó. Hemos permitido que todo esto siguiera, callando, mirando para otro lado, no perdiendo el tiempo en lo que creíamos que no podía cambiar.

¿Qué aconseja a las alumnas que le cuentan una violación?

Que si quieren cambiar las cosas, deben denunciar y estar preparadas para que no las crean.

Se lo cuentan porque usted narró en sus libros que sufrió dos violaciones. Sin embargo, no denunció a quien la violó.

En los libros cambié todos los nombres salvo los de mi familia. En mi barrio había niños catalogados de malos por los vecinos. Ninguno me hizo nada. El que me violó venía de una de las «buenas familias». En el libro lo describí con corrector dental para que la gente supiera que no era de los pobres. Cuando lo publiqué, otra chica me contó que la violó entre los cinco y los doce años. Se lo dijo a su padre y su padre se pegó un tiro. Quiso matar al tipo, se emborrachó y acabó matándose. El hermano de mi violador es uno de mis mejores amigos. Se lo dije hace poco y fue maravilloso porque no dudó de mí.

¿No le preguntó por qué no lo había dicho antes?

Es siempre lo mismo: no quieres causar problemas, no quieres perder amigos. Un día, en la cocina, cuando les dije a mi hermana y a mi madre: «Me violaron dos veces, primero el vecino, luego tu segundo marido». Ella dijo: «Qué hijos de puta». Y mi hermana: «Vamos a pedir comida mexicana». Eso fue todo.

¿Por qué no podemos ser amables para poder sentirnos libres?

La amabilidad les ha permitido imponerse por la fuerza durante años. Pero no podemos hablar así de los hombres. Es un porcentaje pequeño el que hace eso. Urge hablar. Los mejores hombres están descolocándose preguntándose qué han hecho mal. Pero los que lo hacen mal ni nos oyen. Cuando uno abusa, no le dice a alguien que tiene las piernas bonitas. Lo coge y lo fuerza y le impide que se mueva. La imaginación es otra cosa. Yo me he imaginado tirándome al repartidor de leña. Eso es la fantasía, una maravilla que nada tiene que ver con los hombres que se masturban en el metro o con el profesor de Princeton, al que por cierto despidieron porque se había acostado con ocho estudiantes.

Y eso que era gordo y feo.

Pero tenía el poder. ¿Cuál es la lectura? Que las chicas querían subir nota. Yo no compro esa defensa del abuso de poder. No me interesa ser amable si no me respetan. Su defensa es que no se puede ni piropear cuando lo que no se puede está muy claro. Philip Roth era uno de mis mejores amigos. Hablamos de una periodista que se desmayó en una zona de guerra y un senador fue fotografiado tocándole el pecho. «¿Y qué importa? —preguntó—. No pasa nada, nadie se entera». Lo decía en serio. Le dije: «Mira, voy a bajar a la calle a por otra mujer. Cuando subamos, te bajaremos los pantalones y te sacaremos la polla». Nos reímos. Solo entonces se dio cuenta. La cultura del abuso está tan incrustada en nuestra mente que hemos dejado de verlo. Tenemos que dejar claro que tocar una teta no es un halago.

¿Es más fácil comunicar el dolor?

Hay una frase que le atribuyen a Tolstói, pero escribió Henry de Montherlant: «La felicidad escribe en blanco». El dolor exige voluntad, huir de él o repararlo. La lucha, el grito o el insulto duran siempre mientras que la dulzura se derrite como azúcar en agua. En el mundo hay maldad, pero también hay mucho amor que es lo que nos salva. Está en todas partes, incluso en esta conversación. Con veinte años yo hubiera estado pensando: es mucho más guapa que yo o mucho más cosmopolita…

Su verdad es a la vez el horror y lo mejor. Su madre trató de matarlas, pero también las instruyó.

Los contrarios conviven. Antes de cumplir quince años leí a Sartre, a Shakespeare, Neruda, Lorca, a T. S. Eliot. La verdad tiene varios lados, por eso es un terreno tan complejo.

Su adolescencia fue una búsqueda, se fue de casa con diecisiete años.

Y una sucesión de adicciones. En los setenta, en California, era más fácil conseguir drogas que cerveza. Estuve tan enganchada a la cocaína que supe que no podía tomar más. Me operaron, me preguntaban si sentía dolor e iba diciendo que sí para que me dieran más morfina. Hoy no me tomaría un Valium ni un analgésico. Cuando voy al dentista, no los tomo. Me dan miedo.

Su mayor adicción ha sido el alcohol. ¿Qué la desencadenó?

Tener un hijo cuando no había sido niña. Saber que eres responsable de un ser tan vulnerable cuando nadie se ha hecho responsable de ti es algo psicológicamente duro. Ahora sé lo que necesito: una vida organizada, ver a amigos y cuidarme. Eso me hace fuerte. Y libre.

Dedicó Iluminada a su hijo. ¿La ha leído?

No, pero sabe lo que contiene. Leyó El club de los mentirosos, pero quité las páginas de la violación.

¿Por qué?

Es demasiado gráfico. No es un secreto. Sabe que fui violada, pero no necesita tener esas imágenes en su cerebro.

¿Por qué está peor vista una mujer borracha que un hombre borracho?

Se supone que aguantamos peor el alcohol porque tenemos menos agua en el cuerpo. Yo creo que tiene que ver con que un hombre no aguanta a una alcohólica de la manera en que las mujeres aguantan a una pareja alcoholizada.

Lleva casi treinta años sin probar el alcohol. Fue a reuniones de Alcohólicos Anónimos en Cambridge, al lado de Boston. ¿Hubiera sido distinto en el pueblo de Texas donde creció?

Oh, también he ido en Texas. Y en España, en Italia, en Vietnam… Vas cuando lo necesitas. A veces somos tres en la parte trasera de una tintorería. Allí estableces relaciones de extrema cercanía con gente que nada tiene que ver contigo salvo la cosa más importante de tu vida.

¿Y siempre ayuda?

La naturaleza del alcoholismo es progresiva. Beber funciona. Cuando empiezas, es maravilloso. Y luego empeora y no deja de empeorar. Si te tomas una botella de whisky y crees que dentro de diez años seguirás bebiendo lo mismo, te equivocas: beberás dos. Primero perderás la casa, luego te dejará tu pareja, luego te meterán en la cárcel o te meten en un sanatorio o te quedarás en la calle. Esas son tus opciones. Pero no puedes parar porque en tu cabeza beber te ha ayudado, te ha solucionado la angustia y te la va a solucionar otra vez. Por eso cuando aceptas que ya no eres la persona que lo pasaba bien bebiendo, tienes la opción de Alcohólicos Anónimos. Lo que nos une es que queremos recuperarnos de una enfermedad mortal.

Su conversión al catolicismo es otra sorpresa en su biografía.

Lo sé. En mi vida solo había oído despotricar contra la Iglesia. Hice un tour por todas. Los baptistas me gustaban porque cantaban. Pero cuando empezaron a hablar mal de la homosexualidad, supe que no podría apoyar eso. Al final fue con un cura, el padre Cane, con quien aprendí sobre caridad y amor desinteresado. Lo tenía todo: parálisis, infarto, cáncer, úlceras. Le pregunté si no estaba enfadado con Dios y me contestó que todavía no. Incluso si no era demasiado listo ni elocuente, incluso si era de derechas de una manera que no me gustaba, se comportaba como un gran ser humano. Un día le pregunté: «¿Cómo puede votar lo que vota y dejar que los gays entren en su iglesia?». Contestó: «Porque los echaron de la iglesia presbiteriana y me pidieron el sótano para sus reuniones. Se lo dejé y empezaron a venir a misa». Entonces me di cuenta: no es más complicado que eso.

¿Por qué se hizo específicamente católica?

Creo que a mucha gente que ha sido educada en el catolicismo no debería estarle permitido ser católico. Yo nunca me fui a confesar y mentí. Cuando fui, necesitaba decir la verdad. Sé que el catolicismo se puede asociar a abusos de la Iglesia, pero en mi caso fue una luz que en lugar de cegarme me iluminó. Seguro que ha conocido gente que ha sentido que eran santos.

Muy pocos.

Son pocos, pero están ahí. Dorothy Day decía que los pobres huelen mal y son desagradecidos. Es ese realismo. Nada que ver con las mujeres que pasan el rosario y que tienes la sensación de que se te van a comer viva. Compartir será la religión del siglo xxi. Estoy a favor del aborto. Y tienen que cortar esa mierda de los condones. Para mí el catolicismo es la posibilidad de volver a ser niña y que alguien me guíe. No me salvará de lo malo, pero hará que cuando llegue, pueda afrontarlo.

¿Ha perdido amigos por lo que escribe?

No, nunca. Mi amigo el surfista que acabó vendiendo droga tiene una constructora en San Diego. Se ha hecho rico. Lo llevé a una fiesta en Nueva York y fue como si hubiera ido con Tarzán. La anfitriona era muy elegante y había una mesa con postres sofisticados. «Estos tienen buena pinta. ¿Los ha hecho todos usted?», preguntó. El resto de mis amigos adolescentes murió.

Cuando llegó a Harvard, escribió: «No conseguiré un trabajo. Hasta los dependientes de las librerías tienen un doctorado».

Cuando decidí que sería escritora, soñaba con ver mi nombre impreso, no con tener un gran libro, no era tan lista. La cabeza solo me daba para imaginarme la foto en la sobrecubierta. Y para pensar en cómo posaría.

¿Hay un límite para el humor? Creí que iba a ser mucho más sarcástica…

¿Y mala? Puedo ser muy mala. Mire, la noche en la que con cuarenta años les dije a mi madre y a mi hermana que había sido violada de niña, mi hermana me preguntó: «¿Por qué nadie me violó a mí?». Y yo le contesté: «A lo mejor no eras lo suficientemente mona». En fin, ¿hace falta explicar que suelen elegir a la más débil?

¿Cuándo perdió el miedo?

Cuando decidí que estaba dispuesta a parecer tonta para evitar ser estúpida.

Fue novia de David Foster Wallace. ¿Eran dos inadaptados?

David estaba loco. Cuando estábamos los dos sobrios, fue un buen amigo y todavía pienso que fue tan tan estúpido que se matara... Creo que la mayoría de las personas que se matan están matando a la persona equivocada.

¿Fue su caso?

Creo que hubiera querido que muriera su madre. Era muy promiscua. Había tratado de acostarse con sus amigos del instituto. Él nunca escribió de eso.

Llevamos dos horas hablando de males madres.

Nosotras no lo somos. De los padres ni hablamos porque o no estaban o, en el caso de David, era también un monstruo. Mi padre tiene un aprobado justo porque no intentó matarme con un cuchillo, aunque, evidentemente, nos dejó en manos de mi madre y bebió hasta matarse. Con todo, él se iluminaba cuando yo entraba en una habitación. Pensaba que era lista, divertida y mona. A todo lo que decía, él respondía: «Exacto, así es». Era un fan. Si le hubiera dicho al director del colegio «Béseme el culo», su reacción hubiera sido: «Que le den a ese tipo». Eso te fortalece y te enloquece a la vez.

¿Será capaz de escribir algo que no tenga que ver con usted?

Dediqué tres años a una novela y era terrible. Ahora trabajo en algo, no sé si ensayo o memoria, sobre tener la edad que tengo. El otro día le dije a mi hijo: «Quiero morir acompañada de la señora de la limpieza». Pagué por los últimos meses de mis padres, los cuidé y no fueron felices. No quiero hacerle eso a mi hijo. Prefiero que mi hijo y mi nuera estén por ahí haciendo algo fabuloso.

Mary Karr, en su apartamento con reclinatorio

Mary Karr ha impactado a miles de lectores contando con crudeza, humor y amor su infancia en El club de los mentirosos: los amigos de su padre, reunidos siempre en un bar. Ese triple punto de vista (el de la escritora, el de la niña que fue y el de la mujer adulta) la ha convertido en un referente sin igual en la escritura autobiográfica. Y en este punto tengo que insistir en que lo del amor no es un calificativo más. Es el tema. Uno puede necesitar cumplir años para darse cuenta de que es más esencial que la crudeza o el humor, no ya en una entrevista, en la vida.

El amor lo es todo. Y de él sabemos que se consigue a ratos y no se puede pagar. Pero también averiguamos que sí se puede contagiar. Mary Karr no hace otra cosa. Da amor sin almíbar y con carcajadas. Habla de sí misma sin egocentrismo. Por eso ilumina desde su oscuridad. Cuando, gracias a mi añorado cuñado Julián, leí Iluminada, sus memorias de madurez, supe que tenía que buscarla. Parecía la entrevistada perfecta porque quiere hablar, tiene muchísimo que contar, es extremadamente valiente y se ríe de sí misma sin perder la inocencia.

Divertida, vitalista y dispuesta a contar su dolor con humor, me recibió en su piso alquilado en el Upper East Side. En el salón, blanco impoluto con algún detalle osado como un perro de porcelana de tamaño real, había un reclinatorio para rezar. Reza a diario desde que se convirtió en una irreverente católica. La conversación fue divertida y distendida desde el primer momento. Naturalmente no corrió el vino: «Cuando alquilé el piso, había una botella de bienvenida en la nevera. La abrí y la vacié en el fregadero». Nunca había hecho una entrevista como quien se sienta en la terraza de un bar. No miré las preguntas ni una vez. Ni una. Hablamos durante dos horas y media. Al final le dije que parecía una niña. Me contestó, en su línea, que tenía un buen cirujano plástico. Cuando llegué a casa de la amiga que me aloja en Nueva York, Elena, me riñó porque no le había pedido la dirección del cirujano.

Gente que cuenta

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